2

27 de septiembre de 2009

Félix Prieto había dormido mal aquella noche. Félix trabajaba como cocinero en un restaurante que gozaba de un merecido prestigio en la zona. Tenía veintisiete años, estaba casado desde hacía dos, y su esposa le había dado una feliz noticia un par de semanas antes: ¡estaba embarazada!

Desde que supo la buena nueva, Félix Prieto trabajaba aún con más entusiasmo. Se dejaba el alma en cada plato y contaba las semanas que lo separaban de su sueño de ser padre. Aunque aquella noche, después una jornada agotadora en el restaurante y cuando estaba a punto de llegar a su casa, el futuro maravilloso que se dibujaba ante él estuvo a punto de esfumarse. Fue tal el susto que Félix tardó mucho tiempo en coger el sueño.

Félix Prieto vivía en la calle Juan XXIII, a unos pasos del viejo hospital que minutos más tarde asistiría a la masiva llegada de efectivos de la policía. Cuando Félix regresaba del trabajo, bien entrada la madrugada, todo estaba en silencio en la calle. Había aparcado su coche, un Renault Clio de color gris, a dos manzanas de distancia de su portal y caminaba por la acera amparándose de la intensa lluvia bajo un paraguas. El aguacero era tan fuerte que de un modo inconsciente Félix, que era un joven de mediana estatura, avanzaba ligeramente encorvado, procurando esconderse bajo el paraguas.

El motor de un vehículo rugió en ese momento, pero el paraguas impidió que el cocinero viera a la furgoneta que se le venía encima hasta que la tuvo a solo unos metros de distancia. La luz de los focos lo cegó. Se quedó clavado en la acera, incapaz de moverse. Los segundos que lo separaban de una muerte segura los consumió pensando en su esposa embarazada y en el hijo que jamás conocería. Pero, en el último instante, la furgoneta negra que lo iba a embestir cambió su trayectoria y abandonó la acera para incorporarse a la calzada.

Félix Prieto sintió que el corazón le latía a una enorme velocidad. Sus manos se habían aflojado por el miedo y el paraguas rodaba por la acera arrastrado por el viento. La lluvia empapaba al cocinero mientras aquella furgoneta de color negro doblaba la esquina más próxima al hospital a una enorme velocidad.

Minutos después, con las manos temblorosas, Félix consiguió abrir la puerta de su piso, se quitó la ropa empapada y se metió en la cama procurando no despertar a su esposa.

Los colegios electorales abrieron sus puertas con normalidad en aquella mañana gris y húmeda. Sin embargo, la ciudad estaba convulsionada por los sucesos ocurridos de madrugada. A pesar de que los periódicos no habían podido incluir en sus páginas la escalofriante historia de las dos mujeres que habían aparecido degolladas —una de ellas, incluso, destripada—, pronto la noticia recorrió como la pólvora toda la ciudad.

Desde primeras horas de la mañana los escenarios de ambos crímenes estaban repletos de curiosos. La policía había realizado innumerables fotografías e incluso se había filmado a todos los que se arremolinaban en los alrededores con la esperanza de que, tal vez, el asesino se hubiera acercado para disfrutar del efecto que su obra producía en los demás.

El candidato Morante se tomó el primer café de la mañana solo y en la cafetería de costumbre. Había enviado a Toño Velarde al distrito norte para pulsar la opinión de los vecinos. En el barrio se mezclaba la indignación por los errores policiales —se había asegurado que el matrimonio ruso era culpable de aquellos crímenes y los vecinos que habían organizado patrullas de vigilancia habían bajado la guardia y tomaron la decisión de disolver ese sistema de control —y el miedo irracional.

—La gente cree que es el mismísimo demonio el que está asesinando a esas mujeres —le había asegurado Velarde.

Mientras saboreaba su café, Morante trataba de evaluar cuál sería el resultado de aquel cóctel explosivo en las urnas.

En la comisaría reinaba una actividad febril aquel domingo. A pesar de que tenía el día libre, José Meruelo se había presentado a trabajar después de que le hubiera llegado la noticia de los dos crímenes perpetrados aquella noche.

Le pareció extraño que Murillo y Diego Bedia no estuvieran en su puesto, pero no tardó mucho en comprender que había ocurrido algo que él no sabía. Alguien le contó que el inspector jefe Tomás Herrera, Diego Bedia y Santiago Murillo habían montado una especie de dispositivo de vigilancia aquella noche sin el conocimiento del comisario Barredo. Meruelo sintió un escalofrío al conocer ese dato. ¿Por qué no le habían dicho nada a él?

Instantes después asistió a la llegada de Murillo y de Bedia. Los dos presentaban un aspecto lamentable. Tenían la ropa empapada, los zapatos sucios y estaban sin afeitar. En los ojos de ambos se adivinaba una noche en vela.

—Meruelo, ¿puedes pasar a mi despacho? —dijo Diego.

El policía, tan silencioso como siempre, se limitó a asentir levemente con la cabeza.

—Aún no lo sabe nadie —dijo Diego sin mayores preámbulos—. He esperado a que tú me dieras una explicación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Meruelo, visiblemente nervioso.

—Meruelo, ¡no me jodas! —Diego dio un violento golpe sobre su mesa con una de sus enormes manos—. Le has estado pasando información a ese periodista. He visto en tu teléfono móvil que le llamabas con frecuencia. ¡Joder! Al menos podías demostrar más inteligencia y borrar las llamadas que haces.

Meruelo sintió que sus piernas temblaban. ¿Qué podía decir? Negarlo era absurdo. Respetaba a Diego Bedia más que a ningún otro policía con el que hubiera trabajado.

—Ya sabes lo que mi hijo significa para mí —dijo Meruelo con voz temblorosa—. No me perdería ni un partido suyo y dejaría que me cortaran una mano si fuera necesario para salvar uno solo de sus cabellos.

—¿A qué viene eso, Meruelo? —Diego fijó su mirada en aquel policía intachable hasta la fecha.

—Ligamento cruzado anterior —respondió Meruelo—. Tengo miedo de que, si no lo opera uno de los mejores especialistas, no vuelva a jugar al fútbol.

—Bullón te ha pagado bien —dijo Diego—. ¿Es eso lo que me quieres decir?

—Lo suficiente para que lo opere uno de los mejores especialistas del país —reconoció Meruelo—. Lo siento mucho.

El inspector Diego Bedia se sintió de pronto tremendamente cansado. No había dormido en toda la noche y la tensión a la que se había visto sometido estaba pasándole factura.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Meruelo.

En ese momento, Murillo interrumpió la conversación.

—Perdonad —dijo Murillo—. Diego, el comisario te llama.

—Que Murillo te ponga al día de todo —dijo Diego—. Empezad investigando si alguien del Círculo Sherlock tiene algún piso de su propiedad o alquilado en el barrio norte.

Diego entró en el despacho del comisario Barredo sin saber muy bien qué podía esperar. Descubrió que había sido el último en llegar. Ya estaban allí el propio comisario, el inspector jefe Tomás Herrera, Estrada e Higinio Palacios. Reinaba un silencio espeso. El rostro de todos los presentes delataba la enorme tensión a la que estaban sometidos.

—Supongo que se dan cuenta de la situación en la que estamos —dijo el comisario, rompiendo el incómodo silencio—. A lo largo de la mañana, periodistas de media España van a caer sobre la ciudad como una plaga de langostas, y ¿qué se encontrarán? Pues con dos nuevos cadáveres, uno de ellos destripado y con cortes brutales en el rostro, y a unos policías que habían anunciado urbi et orbi que los culpables de las dos muertes anteriores eran dos violinistas rusos.

Estrada se enderezó en su asiento y abrió la boca para decir algo, pero la mirada que el comisario le lanzó le hizo hundirse de nuevo en la silla.

—Y ahora resulta que los rusos van a quedar en libertad, porque el marido se había inculpado de esos crímenes temiendo que los hubiera cometido su esposa —gritó Barredo—, la cual tampoco ha matado a nadie. Y eso que uno de los mejores especialistas en homicidios de la provincia —añadió, mirando directamente a Estrada— me había asegurado que no tenía ninguna duda de que el caso estaba resuelto.

El comisario se levantó de su despacho y caminó por la sala unos segundos con la mirada perdida. Nadie se atrevía siquiera a respirar. Barredo, finalmente, se detuvo ante la ventana y miró hacia la calle.

—Esta noche he descubierto, además, que tres de mis hombres desoían mis órdenes y jugaban a héroes en ese puñetero barrio convencidos de que forman parte de una conspiración salida de un folletín detectivesco. —El comisario se giró y observó el efecto que sus palabras habían tenido en Tomás Herrera y en Diego Bedia.

Barredo regresó a su sillón y se dejó caer pesadamente en él.

—Lo más extraordinario de todo esto es que, a pesar de ello, la hipótesis más descabellada es la que más visos tiene de ser la auténtica —añadió—. De modo que, a partir de ahora, Estrada y Palacios cumplirán estrictamente las órdenes que Tomás Herrera les dé. Buscamos a un nuevo Jack el Destripador, de eso ya no le puede caber la menor duda a nadie. Y quiero tener sobre mi mesa todo lo que usted, Bedia, sepa sobre ese Círculo Sherlock.

—Lo tendrá en media hora —prometió Diego, que vio cómo se removía en su asiento Estrada.

—Sin embargo, señor… —comenzó a decir Estrada.

El comisario levantó la mano ordenándole que guardara silencio. Después, hizo un gesto para que lo dejaran solo.

A pesar de que había dormido poco y mal, Félix Prieto se levantó a las nueve de la mañana. Su esposa, Olga, estaba haciendo el desayuno. La cocina olía a café y a tostadas. Él la abrazó y la besó en el cuello con suavidad. Le gustaba el olor de su mujer recién levantada. Después, deslizó sus manos por el interior de la bata, pero ella se escabulló riéndose.

—Has visto el jaleo que hay ahí abajo —dijo Olga, señalando con una tostada más allá de la ventana.

Félix se asomó y vio a un grupo de gente que formaba un corrillo frente a un muro próximo al viejo hospital.

—La policía va y viene —comentó Olga—. No sé qué habrá pasado.

De pronto, Félix sintió un escalofrío y recordó la furgoneta negra que estuvo a punto de atropellarlo cerca de donde estaban aquellos curiosos.

—Anoche, cuando volvía a casa, me ocurrió algo extraño —dijo a su esposa.

Sergio Olmos había llegado a su hotel hacía un par de horas. Marcos estaba tremendamente cansado y, poco después de que Bedia y Murillo se fueran del piso, anunció que se iba a acostar. Guazo, por su parte, estaba extenuado. Aquella noche parecía haberlo dejado en los huesos. Al mirarlo, Sergio tuvo la impresión de estar junto a un extraño. Salvo los ojos azules y las gafas de montura dorada, apenas quedaba rastro en aquel hombre del joven estudiante de medicina que conoció veinticinco años antes.

Sergio acompañó a Guazo hasta su casa y después caminó entre la niebla de la mañana hasta su hotel. Se quitó el traje negro, que estaba sucio y húmedo, y se dio una larga ducha caliente. Después, se dejó caer en la cama. Quería dormir, pero no podía.

Las siguientes dos horas las empleó en mirar al techo y repasar cada dato que recordaba de todo lo que había vivido en aquellas últimas semanas: mensajes anónimos sacados de una novela de Sherlock Holmes, un nuevo Jack el Destripador, el Círculo Sherlock al completo en su ciudad, cuatro mujeres asesinadas… Esperaba que la pista que le había dado al inspector Bedia condujera a alguna parte. ¿Sería posible que alguno de los sospechosos tuviera un piso en el barrio donde se habían cometido los crímenes? ¿Tenía el nuevo Jack un escondite en el nuevo Whitechapel?

A las once de la mañana, Sergio comprendió que no podría dormir. Telefoneó a Cristina y le preguntó si le apetecería comer con él.

Félix Prieto se presentó en la comisaría poco después de las once de la mañana. Tenía cierta información que tal vez tuviera que ver con los crímenes que se habían cometido aquella noche, dijo al policía que salió a recibirlo en la misma puerta de entrada.

Cinco minutos después, el cocinero se encontró ante un hombre alto, moreno, de aspecto marcadamente latino, con manos grandes y perilla. Le pareció que el policía estaba cansado. Su rostro sin afeitar y sus ojos enrojecidos delataban que había pasado la noche en vela.

—Inspector Diego Bedia —se presentó el policía.

Félix sintió el fuerte apretón de manos del policía. Le gustaba la gente que saluda de ese modo.

—Este es el inspector jefe Tomás Herrera —añadió Bedia. Félix no había reparado en aquel hombre, que estaba sentado al otro lado del despacho. Era algo mayor que el policía de las manos grandes. Era delgado, alto, llevaba el cabello gris cortado al modo militar y parecía estar en muy buena forma física. Félix lo saludó con un movimiento de cabeza.

—De modo que anoche vio usted algo extraño cerca del hospital —dijo Diego Bedia.

El cocinero necesitó solo unos minutos para hablarles de su terrible encuentro con una furgoneta negra.

—No, lo siento —dijo al final de su exposición—. No pude ver la matrícula. Llovía a mares, y bastante tuve con salvar la vida.

—Entiendo —dijo Bedia.

Cuando Félix Prieto abandonó la comisaría, Tomás Herrera y Diego se dieron el placer de ordenar por primera vez algo a Gustavo Estrada.

—Se trata de una furgoneta de la marca Citroën de color negro —le dijeron—. Tal vez alguien del Círculo Sherlock la haya comprado o alquilado en los últimos días.

Estrada se sintió humillado con aquel encargo, pero se mordió la lengua. El destino, pensó, es muy caprichoso, y él aún no había dicho su última palabra en aquel maldito asunto.

Sergio y Cristina hicieron el amor durante buena parte de la tarde. Se habían quedado profundamente dormidos cuando Diego Bedia llamó al teléfono de la joven.

Cristina cogió el teléfono y tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba en la cama con Sergio. El escritor dormía profundamente. Eran las siete de la tarde.

—¿Sí?

—¡Hola, Cristina! —dijo Bedia al otro lado del teléfono—. Soy Diego, el novio de Marja.

—Te he reconocido a la primera. —Cristina sonrió.

—Verás, me preguntaba si podría pedirte algo.

—¿De qué se trata?

—He pensado que, como no tenemos aún ninguna idea sobre la identidad de las dos mujeres que han matado esta noche, y como tú conocías a las otras dos, tal vez pudieras reconocerlas.

Cristina guardó silencio y suspiró profundamente. A su izquierda, Sergio se removió bajó las sábanas.

—¿Sigues ahí? —preguntó Diego.

—Sí, sí —contestó Cristina—. ¿Cuándo quieres que vaya?

—¿Podrías dentro de una hora?

Sergio acompañó a Cristina hasta el Centro Anatómico Forense.

—Tengo que advertirte que la segunda mujer está destrozada —anunció Diego.

Cristina asintió, pero cuando tuvo delante el cadáver estuvo a punto de derrumbarse. ¿Quién podía haber hecho algo así?

El final del día se saldó con dos noticias. En primer lugar, las mujeres muertas tenían nombre. La joven delgada, de piel clara y cabello rubio a la que habían degollado y cuyo cuerpo había sido colocado de un modo estudiado en la esquina entre las calles Alcalde del Río y Ansar se llamaba Martina Enescu. Tenía veinte años, era rumana y trabajaba a tiempo parcial en un locutorio situado no lejos de la Casa del Pan, en donde, de vez en cuando, comía.

La mujer cuyas heridas eran más terribles y había corrido una suerte similar a Catherine Eddowes se llamaba Aminata Ndiaye, una senegalesa que también acostumbraba a frecuentar la Casa del Pan.

La segunda gran noticia del día se produjo hora y media después del cierre de los colegios electorales: Jaime Morante había perdido las elecciones. Dos ediles lo separaban de alcanzar la alcaldía. Las expectativas que tenía en el distrito norte no se habían cumplido. Precisamente, había sido allí donde había perdido los comicios.