27 de septiembre de 2009
La lluvia había amainado. La madrugada, fría y sangrienta, asistió imperturbable a la llegada de más policías al lugar del segundo asesinato. Mientras el inspector jefe Tomás Herrera se había quedado al frente de la investigación en la calle Ansar, Diego Bedia había logrado hacerse con las riendas de lo que sucedía en aquella pequeña plaza a la que, como en Mitre Square, se podía acceder desde más de una calle. En este caso, desde General Ceballos y Juan XXIII.
Cuando el comisario Gonzalo Barredo llegó, la zona estaba acordonada y el dispositivo habitual se había puesto en marcha. El comisario barrió con la mirada el escenario del crimen y luego posó sus ojos enrojecidos e hinchados sobre Diego Bedia.
—Cuénteme lo que sabe —pidió con voz ronca.
Diego relató todo lo que había sucedido aquella noche, sin omitir ni un solo detalle. No importaba que hubiera desobedecido las órdenes del comisario montando aquel ridículo operativo integrado solo por tres personas para tratar de cubrir un área de más de veinte mil habitantes. ¿Qué le podía reprochar Barredo? ¿Acaso le podía recriminar por haber sido mucho más intuitivo que él?
—¿Y Herrera? —preguntó el comisario.
—En el otro escenario —respondió lacónico Diego. Pero lo mejor para Diego Bedia estaba por llegar. Sucedió alrededor de veinte minutos después de la llegada del comisario.
Eran las tres de la mañana cuando llegó el inspector Gustavo Estrada. Tenía el pelo revuelto, estaba sin afeitar y llevaba la ropa arrugada. «¿Estaría en la cama con Bea cuando lo han despertado?», se preguntó Diego. Siguiendo los pasos de Estrada hizo su aparición el silencioso Higinio Palacios. Caminaba con parsimonia y no pudo evitar que se le escapara un enorme bostezo.
—Usted y yo tenemos que hablar —dijo el comisario a Estrada a modo de saludo.
—No lo entiendo —fue lo único que acertó a decir Estrada.
—Pues está muy claro —gruñó el comisario—. Sus puñeteros rusos no han destripado a esta mujer ni han degollado a la otra.
Diego contempló la escena sin el menor disimulo. Una sonrisa se dibujó en su cara.
—A cada gorrín le llega su San Martín —dijo Murillo, mirando a Estrada por encima del hombro de Diego.
Diego se volvió y cruzó una mirada cómplice con aquel policía musculoso y noble.
—Diego, ¿por qué no ha venido Meruelo esta noche con nosotros? —preguntó Murillo.
—Confía en mí —respondió Bedia—. Ya te lo explicaré.
Diego recordó que tenía una conversación pendiente con Meruelo. Estaba seguro de que había sido él quien había filtrado a Bullón datos de la investigación. ¿Por qué lo había hecho?, se preguntó. Sin embargo, pensó mirando al periodista que estaba hablando en ese momento con Sergio y con Marcos Olmos, ¿cómo se las había ingeniado esta vez para llegar el primero?
—¿Qué haces tú aquí a estas horas? —preguntó Sergio a Bullón.
—Mi trabajo —respondió el periodista.
—¿No te fuiste con los demás después de la cena? —quiso saber Marcos.
—¿Bromeas? —dijo Bullón mientras se sonaba la nariz con un pañuelo verde que parecía bastante sucio—. Hoy es el último domingo de septiembre. Estaba convencido de que hoy iba a ser una noche histórica. Ya lo dije en la cena.
En ese momento, Guazo se unió a los tres amigos. Había llegado a tiempo de escuchar las palabras de Bullón.
—Eso es cierto —comentó el doctor—. Lo dijiste, pero ¿cómo llegaste a esa conclusión?
—Supongo que igual que vosotros tres —replicó Bullón—. El nuevo Jack juega con los días del mes y con los días de la semana. Si conseguía matar a alguna mujer esta noche tendría más repercusión que si lo hacía el próximo miércoles, que es el día 30, el día del mes del doble suceso en 1888. Si se inclinaba por el último domingo de septiembre, como así ha sido, su hazaña competirá como primera noticia del día con las elecciones municipales.
—Y, de paso, favorecerá a Morante —comentó Sergio, mirando al periodista a los ojos.
—¿Qué insinúas? —preguntó el orondo reportero.
Sergio iba a responder cuando los cuatro amigos advirtieron un revuelo entre los policías.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Marcos.
Los cuatro se dirigieron hacia la calle Juan XXIII.
El lugar en el que había aparecido la segunda víctima aquella noche estaba situado junto a un viejo hospital que había pertenecido a la Cruz Roja años antes. Posteriormente, había servido de centro de acogida a inmigrantes. Algo había reclamado la atención de los policías cerca de aquel viejo hospital.
Mientras corrían en aquella dirección, Sergio no pudo evitar recordar que también en los sucesos de Whitechapel un viejo hospital jugó un papel destacado. En el London Hospital estaba ingresado en los días en los que Jack cometió sus crímenes Joseph Carey Merrick, el llamado Hombre Elefante. Merrick padecía una extraña y cruel enfermedad que había deformado su cabeza hasta alcanzar un perímetro de noventa y dos centímetros, al tiempo que el rostro se veía desfigurado por enormes pliegues de piel, y su brazo derecho también se inflamó hasta el punto de quedar inutilizado.
Cuando tenía veintidós años, un hombre sin escrúpulos llamado Tom Norman comenzó a exhibir a Merrick en Whitechapel Road presentándolo con el sobrenombre de Hombre Elefante. En aquel barracón fue donde lo descubrió el doctor Frederick Treves, cirujano del London Hospital. Gracias a él, fue trasladado a una de las habitaciones del centro médico y se diagnosticó su enfermedad: elefantiasis.
La historia de Merrick causó conmoción popular. A pesar de que era un hombre impedido, su inteligencia era extraordinaria, y no menor era su sensibilidad. Pero cuando comenzaron a producirse los crímenes, algunos creyeron que Merrick era Jack; que salía cada noche, como si eso le fuera posible, vestido con una capa y una capucha negra para matar a las mujeres porque ellas lo rechazaban por su aspecto.
Por supuesto, aquella teoría era absurda. Merrick falleció el día 11 de abril de 1890, con solo veintisiete años de edad. Merrick, debido al peso de su cabeza, se veía obligado a dormir sentado, pero parece que aquella noche, conscientemente, decidió tumbarse a dormir en la cama, sabiendo que el enorme peso de su cabeza produciría una obstrucción de la tráquea.
Sergio y sus amigos se detuvieron al llegar al lugar donde varios policías, entre ellos Diego Bedia, parecían examinar una pared del hospital con mucha atención. Sergio se abrió paso entre los policías, pero, cuando vio lo que había reclamado el interés de aquellos hombres, se le heló la sangre en las venas.
«RACHE».
—¿Qué coño significa Rache? —preguntó en voz alta el comisario Barredo mirando a Estrada.
El interpelado se encogió de hombros. Nadie tenía la menor idea de qué significaba aquella palabra, pero era evidente que estaba escrita en la pared con sangre. A falta de que la policía científica confirmara el dato, entre los policías comenzó a circular la hipótesis de que podía ser sangre de la mujer que habían encontrado destripada.
—Es una palabra alemana. Significa «venganza».
Los policías se volvieron y miraron a Sergio Olmos, que era quien había pronunciado aquellas palabras.
—¿Han encontrado algún resto de ropa de la mujer empapada en sangre? —preguntó Bullón.
—¿A qué viene eso? —quiso saber Estrada—. ¿Quién ha avisado a esta gente? ¿Qué hacen aquí?
—Supongo que hacen su trabajo —respondió Diego, mirando a Estrada. Bedia se sintió complacido al ver que en los ojos del amante de su exmujer brillaba la rabia—. Simplemente están demostrando ser más listos que buena parte de la policía —añadió, sin dejar de mirar a Estrada a la cara.
—Explíquense —exigió el comisario.
Antes de que Sergio pudiera responder, un coche se detuvo cerca del lugar del crimen. El comisario reconoció al juez Alonso y toda su atención se centró en el recién llegado, olvidando la información que Sergio Olmos había proporcionado.
—¿Podemos ir a un lugar tranquilo? —preguntó Sergio a Diego.
El inspector miró al juez y luego a la siniestra pintada que estaba siendo fotografiada por la policía científica. Escuchó al comisario dar las oportunas explicaciones al juez. Tomás Herrera le había informado de que ya se había procedido al levantamiento del primer cadáver. La policía científica estaba haciendo su trabajo. Mientras tanto, Estrada se acercó al juez para informarle sobre el hallazgo de la pintada.
—Se trata de una palabra alemana —escuchó decir a Estrada, que sacaba pecho como si en realidad tuviera alguna idea de qué significaba aquel sangriento mensaje—; significa «venganza».
El juez miró a Estrada y asintió. A Diego no le cupo ninguna duda de que Estrada, que había llegado en último lugar, trataría de recuperar el favor del comisario y del propio juez del modo que fuera. De pronto, se sintió fuera de lugar y tremendamente irritado.
—¿Podemos ir a un lugar tranquilo? —preguntó de nuevo Sergio.
Los ojos de Diego fueron del escritor al grupillo que se había formado alrededor del juez y al que, pavoneándose como un gallo, Estrada intentaba explicar lo que no sabía.
—¿Adónde vamos? —dijo finalmente el inspector a Sergio. Si hasta ese momento Diego Bedia había estado convencido de que la solución a aquel enigma estaba dentro de la cabeza de Sergio Olmos, aunque él todavía no la había encontrado, aquella noche esa certeza había alcanzado su máxima expresión. Volvió a sentir la misma sensación que había experimentado en varias ocasiones desde que investigaba aquel caso: se veía a sí mismo como una pieza de un extraño juego, o quizá como el personaje de ficción de una novela que alguien estaba escribiendo embozado entre las sombras.
—Mi casa no está lejos —propuso Marcos.
Todos aceptaron la invitación.
Quince minutos más tarde Marcos, Sergio, José Guazo y los policías Diego Bedia y Santiago Murillo se encontraban en el viejo piso de la familia Olmos, en una de las calles peatonales del centro de la ciudad. Marcos se ofreció a preparar café. Eran las cuatro y media de la mañana.
—El día 30 de septiembre de 1888, cuando se produjo el doble crimen —explicó Sergio—, el agente de la policía metropolitana Alfred Long encontró una extraña pintada a las tres de la mañana cuando patrullaba por Goulston Street.
—¿No me digas que alguien había escrito con sangre esa palabra alemana? —preguntó Diego con escepticismo.
—No —respondió Marcos, que llegaba cargado con una bandeja repleta de cafés—. La pintada no se había escrito con sangre, sino con tiza blanca sobre los ladrillos negros en la entrada de los números 108 109 de los edificios Wentworth Model.
—Discúlpame —dijo Diego irritado—. Todo eso es fascinante, sin duda, pero ¿qué tiene que ver con lo que hemos visto antes? Acepté venir con vosotros porque creo que todo este maldito asunto se resolverá más rápidamente si conozco lo que sabéis sobre Holmes y Jack, pero ya estoy harto de tantas historias. Ahí fuera hay un loco que ha asesinado a cuatro mujeres, y en mi propia comisaría hay gente que está tratando de arruinar mi reputación. Si pierdo el tiempo con vosotros y con vuestras aventuras de detectives, me voy a cavar mi propia fosa, de modo que dime de una puñetera vez qué tiene que ver esa pintada de tiza con lo que hemos visto antes escrito con sangre.
—Rache —dijo Sergio—. Nuestro asesino sigue haciendo guiños a Sherlock Holmes. Si quieres encontrar a ese hijo de puta, debes conocer lo que nosotros sabemos, como acabas de decir, de modo que escucha un momento. —Miró a Diego y esperó a que el inspector asintiera con la cabeza. Solo entonces Sergio prosiguió—: Para empezar, nuestro hombre se ha atrevido a emular a Jack dejándonos dos cadáveres cuyas heridas se asemejan extraordinariamente a las que mostraban los cuerpos de Liz Stride y Catherine Eddowes, e incluso dejó junto a sus cuerpos objetos personales similares a los que ellas llevaban en el momento de su muerte. Después, riza el rizo haciendo una pintada, igual que Jack, pero no con tiza, sino con sangre. Y escribe algo que tú, Diego, no comprendes, pero nosotros —sus ojos fueron de Marcos a Guazo— entendemos perfectamente.
—Estudio en escarlata —dijo Guazo—. En esa aventura, la primera que Watson comparte con Holmes, se produjo un asesinato en el número 3 de los jardines de Lauriston. El escenario era una de las cuatro casas aisladas de la calle. Dos de ellas estaban habitadas; las otras no. En una de las paredes apareció escrita con sangre esa palabra alemana.
—De modo que el criminal recrea los asesinatos de Jack, pero añade un detalle de su propia cosecha para recordar a quién reta exactamente —reflexionó Diego.
—Me reta a mí, o a Holmes —admitió Sergio—. Y debo reconocer que está ganando por goleada.
—Cuatro a cero —dijo Murillo sin poder evitarlo. Todas las miradas se volvieron hacia él—. Lo siento, discúlpenme.
—La pintada decía: «The Juwes are / The men That / Will not / be Blamed / for nothing». —Sergio guardó silencio a la espera de la reacción de Diego, pero pronto comprendió que el inglés no era precisamente el idioma que mejor dominaba el policía—. Se ha solido traducir como: «Los judíos son los hombres que no serán culpados de nada».
—¿Qué quiere decir con eso de que «se ha solido traducir»? —preguntó Murillo—. ¿Es que se puede traducir de otra forma?
—Algo así —repuso Guazo—. Esa pintada dio mucho de que hablar. Ha habido grandes debates sobre dónde apareció exactamente, sobre por qué Jack escribió juwes, y no jews, que es como se escribe «judíos» en inglés, y, sobre todo, ¿por qué se ordenó borrar por parte de la policía?
—¿Ordenaron borrar una prueba? —Diego no daba crédito a lo que escuchaba.
—Así es —tomó de nuevo la palabra Sergio—. Pero vamos por partes. —A continuación, se dirigió a su hermano—. Marcos, ¿podrías traerme la copia del informe sobre Jack?
Marcos salió del salón y regresó instantes después. Dio a su hermano una copia del dossier que ya resultaba tan familiar para el inspector Bedia.
—Veamos —dijo Sergio mientras buscaba una página en concreto—. En efecto, aquí lo tenemos. Sobre dónde estaba exactamente, hay algunas opiniones contradictorias. El superintendente Thomas Arnold declaró lo siguiente. —Sergio se aclaró la voz y leyó—: «Me llamaron la atención unas pintadas en la pared de la entrada de unas viviendas en el número 108 de la calle Goulston en Whitechapel que consistían en las siguientes palabras: “Los judíos no son (la palabra “no” había sido borrada) los hombres que no serán culpados por nada”, (…) dado el lugar en el que estaba, habría sido borrada por los hombros de las personas que pasaran al entrar y salir del edificio».
—Parece que estaba en el interior de ese portal y a la altura de los hombros, ¿no? —comentó Murillo.
—Se podría decir que sí —admitió Sergio—, pero el comisario jefe sir Charles Warren, que llegó a ese lugar a las cinco y media de la mañana, dejó escrito después lo siguiente —volvió a leer—: «La escritura estaba en la jamba del arco abierto o entrada, visible para cualquiera de la calle».
—¿En qué quedamos? —preguntó Murillo—. ¿La pintada estaba en el interior y podía ser borrada por los hombros de cualquiera que pasara o estaba en la jamba y era visible para todo el mundo desde la calle?
—Pero ese es solo el enigma menor —anticipó Marcos con una media sonrisa—. Tiene más enjundia lo de la traducción.
—Ya lo creo —admitió Sergio mientras repasaba el informe que tenía entre sus manos—. Veamos: el detective Daniel Halse, de la policía de la City, copió el mensaje escrito en la pared y aseguró que parecía «aparentemente recién hecho» y «de unas tres líneas de escritura, con letra de alguien que ha ido a la escuela». Explicó que le pareció que debía ser reciente porque «por el número de personas que vivían en la casa de vecinos, creía que habría sido borrado si hubiese llevado más tiempo». Halse se mostró contrario a que fuera borrado.
—Pero, si la pintada la había hecho alguien que había ido a la escuela, como dijo ese agente, ¿por qué no escribió correctamente la palabra «judíos»? —preguntó de nuevo Murillo, que parecía fascinado con aquel asunto.
—Precisamente ahí está el problema, y es lo que ha suscitado agrias polémicas —respondió Guazo.
—Fijaos lo que publicó el Times el lunes 15 de octubre —dijo Sergio—: «En referencia a la escritura en la pared de una casa de la calle Goulston, hemos sido requeridos por sir Charles Warren para declarar que le han llamado la atención las alusiones de varios diarios mencionando que en el dialecto judío la palabra “judíos” se deletrea Juwes, él ha investigado el tema y ha averiguado que no es cierto. Ha comprobado que el equivalente en la jerga judeo-alemana (yiddish) es ideen. No ha sido probado que haya ningún dialecto o lenguaje en el que la palabra “judío” (Jews) se escriba Juwes».
—Y, entonces, ¿qué significa esa palabra? —quiso saber Murillo.
—Para algunos autores —respondió Marcos—, es una clara alusión a los Juwes, los discípulos que asesinaron a Hiram Abif, el constructor del templo de Salomón y figura simbólica de la masonería.
—¿Queréis decir que hubo una especie de confabulación masónica? —Diego Bedia rio—. Perdonad que me ría, pero me parece de lo más estrafalario.
—Bueno, es difícil pronunciarse sobre eso —reconoció Marcos—. Además, nada prueba que Jack escribiera aquella pintada, y parece también extraño que llevara encima una tiza precisamente para perder el tiempo en escribir algo tan confuso.
—Pero sí apareció allí mismo un trozo del delantal de Catherine Eddowes manchado de sangre —recordó Guazo—. Y ese trozo de tela no estaba allí cuando el agente Long había pasado por el lugar en su anterior ronda, según él mismo declaró.
—Pero la pintada tal vez estaba allí antes de que Jack arrojara el trozo del delantal —argumentó Murillo.
—Es posible —admitió Sergio—, pero si la pintada no tenía ningún interés, ¿por qué razón la policía la borró?
—¿Y por qué borró la policía aquella pintada? —Diego estaba totalmente desconcertado. Le parecía imposible que un policía profesional tomara una decisión así.
—Existen todo tipo de especulaciones —respondió Marcos Olmos—. Para empezar, este caso puso de manifiesto la terrible descoordinación entre los cuerpos de policía de la City y la policía metropolitana. El mayor Henry Smith estimaba que el asesinato había tenido lugar dentro de la City, bajo su jurisdicción, de modo que ordenó al inspector James Mac Williams y a dos detectives, Halse y Hunt, que fueran a la calle Goulston. Cuando llegaron, resultó que ya había hecho acto de presencia sir Charles Warren, responsable de la policía metropolitana. Y, al ver que Warren tenía la intención de borrar la pintada, se produjo una fuerte discusión.
—Algunos dijeron que Warren borró el mensaje con su propia mano —añadió Guazo—, y eso a pesar de que varios policías le sugirieron que no lo hiciera, o que al menos borrara solamente la palabra Juwes, si lo que temía, como así argumentó Warren, era un levantamiento antisemita por parte de la población del barrio.
—Escuchad lo que Warren escribió en su informe —dijo Sergio, señalando el dossier que manejaba—: «Tuvo lugar una discusión sobre si la escritura podría cubrirse o si se podría dejar parte de ella durante una hora hasta que pudiera ser fotografiada, pero una vez valorado el estado de nerviosismo de la población de Londres en general en aquel momento en que se había promovido un fuerte sentimiento contra los judíos, y el hecho de que en poco tiempo habría una gran concurrencia de gente en las calles, y al tener ante mí el informe de que, de ser dejada allí, era probable que la casa fuera destruida (en lo que, a partir de mi propia observación, yo estaba completamente de acuerdo), consideré preferible borrar la escritura en su totalidad, tras haber sacado una copia de la que adjunto un duplicado».
—Pero el mayor Smith siempre sostuvo que Warren había cometido un error imperdonable —recordó Marcos—, de manera que no toda la policía parecía estar implicada en aquel asunto, si es que realmente se trataba de una conspiración.
—Una pregunta —intervino Diego—. Cuando el agente Long encontró la pintada y el trozo de delantal en aquel portal, ¿no interrogó a los vecinos del inmueble?
—El propio Long declaró que no lo hizo —respondió Sergio—. Escuchad lo que dijo: «No interrogué a los vecinos. Había seis o siete escaleras. Las registré todas, pero no encontré huellas ni manchas de sangre».
—Parece increíble que no se le ocurriera hacerlo —comentó Murillo—. ¿Y si Jack estaba escondido allí?
—Hay un detalle que puede resultar valioso, y empiezo a pensar que también lo es para vuestra investigación. —Sergio cerró el informe y reclinó su cuerpo hacia delante—. Vamos a ver: según Long, a las dos y veinte, cuando hizo su ronda por ese lugar, allí no había ni delantal ni pintada. Y es bastante curioso que no lo viera si, como dijo el mayor Smith, a Catherine le habían cortado medio delantal, de modo que era una pieza de tela suficientemente grande como para que el policía no la viera en su ronda.
—Puede que Jack envolviera en esa tela los órganos que se había llevado —apuntó Guazo—. Tal vez solo tiró parte de ese trozo de tela.
—Es posible —admitió Sergio, pero volvió su mirada hacia Diego, como si solo hablara para él—. Pero el problema sigue siendo parecido. Fuera el trozo de tela más grande o más pequeño, el agente Long no lo ve cuando pasa por allí a las dos y veinte. Solo lo advierte a las tres de la madrugada. Pero a Catherine la habían asesinado una hora antes, y la pregunta que se me ocurre puede ser trascendente: ¿dónde estuvo Jack durante esa hora? No es posible que se encontrara en el escenario del crimen, porque la zona estaba infestada de policías, y desde Mitre Square hasta Goulston Street hay una distancia aproximada de quinientos metros. Para llegar allí, tuvo que atravesar varias calles, y debía estar manchado de sangre. Sin embargo, desaparece como si fuera invisible y, una hora más tarde, deja un trozo del delantal en ese punto de la calle Goulston y hace la famosa pintada.
—¡Se escondió! —exclamó Diego. De pronto había comprendido adónde quería ir a parar Sergio Olmos—. ¡Tenía una guarida en la zona!
—Y creo que nuestro Jack también —añadió Sergio.