26 de septiembre de 2009
Llegáis tarde —dijo Sergio.
Hacía veinte minutos que se había superado la medianoche. Su hermano Marcos y José Guazo se refugiaban de la intensa lluvia bajo sendos paraguas negros. A pesar de todo, sus zapatos estaban empapados cuando llegaron a las puertas de la Casa del Pan.
—Lo siento —se disculpó Marcos—. La cena se alargó más de lo que esperábamos.
—¿Ya con Morante como alcalde? —preguntó Sergio con ironía—. ¿O al final ha tenido la decencia de esperar a que se celebren las elecciones?
—Deberías haberlo visto —respondió Guazo—. Tenía organizados a los suyos para que lo aclamaran. Me pareció vergonzoso. Parecía un cesar que ha olvidado que es mortal.
—Sí, pero incluso nosotros nos pusimos en pie y aplaudimos —se lamentó Marcos.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —replicó Guazo.
—Por ejemplo, no haber ido a esa pantomima —repuso Sergio secamente.
Los tres amigos se quedaron callados. Tal vez Sergio tenía razón, pensaron Marcos y Guazo. Tal vez no deberían haberse prestado a formar parte de aquella burda representación. Después de todo, ninguno de los dos había querido involucrarse en el libro editado por la Cofradía de la Historia.
—Dejemos eso ahora —dijo Sergio, mirando al cielo oscuro. Una cortina de agua caía delante de sus narices—. Nos repartiremos como habíamos planeado, ¿de acuerdo?
Cuando estaban a punto de separarse, el trío entrevió bajo el chaparrón la figura de una mujer de baja estatura que se acercaba hasta el lugar que ellos ocupaban. La desconocida se detuvo al ver a los tres hombres. Parecía indecisa, o tal vez atemorizada.
Graciela se preguntaba si no estaría cometiendo una estupidez. ¿Qué hacía ella a esas horas caminando a solas bajo aquella lluvia por unas calles en las que reinaba un demonio que asesinaba a mujeres? Además, ¿qué podía hacer ella? Ni siquiera había visto la cara del asesino en sus sueños ni tampoco los arcanos le habían revelado su identidad. Sin embargo, dos mujeres estaban a punto de morir, si es que no habían sido asesinadas ya, y se sentía en la obligación de hacer algo.
La única referencia clara que sus sueños le habían proporcionado era la Casa del Pan. Dos de las mujeres que comían allí eran acuchilladas. Eso era todo lo que sabía. ¿Debía llamar a la policía? ¿Quién la iba a creer?, se dijo. De modo que se le ocurrió que quizá pudiera avisar al cura que dirigía el comedor social.
No vio a los tres hombres hasta que estuvo a menos de cincuenta metros de ellos. Graciela se detuvo como si se hubiera convertido en estatua de sal. ¿Y si aquellos hombres eran los asesinos? Cuando estaba a punto de correr, la echadora de cartas escuchó una voz a sus espaldas.
—Graciela —gritó Sergio.
El escritor había reconocido en aquella figura menuda y semioculta por un enorme paraguas a la tarotista que le presentó Cristina Pardo. Sergio se felicitó por su excelente memoria al recordar el nombre de la mujer.
Graciela se detuvo al escuchar su nombre. Sergio cruzó la calle desafiando a la lluvia, que descargaba sin piedad su artillería más pesada.
—¡Hola! —saludó—. Soy Sergio Olmos, el amigo de Cristina Pardo, de la Oficina de Integración.
Graciela dudó durante unos segundos. Trató de hacer memoria, y pronto recordó a aquel hombre alto, de mirada verde y cabello ligeramente largo, aunque con entradas. Sergio invitó a la mujer a ir hasta la puerta de la Casa del Pan. Allí estarían protegidos de la lluvia.
Graciela miró con recelo a los dos desconocidos que aguardaban cobijados en la puerta.
—Son mi hermano Marcos y un buen amigo, el doctor Guazo —explicó Sergio—. No debe temer nada.
Graciela accedió a acompañar a Sergio. Instantes después, Olmos presentó a la mujer a sus dos compañeros. Por su parte, ya más tranquila, Graciela explicó a los tres hombres qué hacía ella por allí a esas horas. Los tres escucharon con atención a la mujer.
—Precisamente estamos aquí para tratar de impedir que eso ocurra —explicó Sergio. A continuación miró a Marcos—. Y creo que estamos perdiendo el tiempo, ¿no os parece?
Eran casi las doce y media de la noche cuando Marcos y Guazo se dirigieron a las zonas que previamente habían determinado como áreas de vigilancia. Sergio se quedó en compañía de Graciela.
—De modo que en su sueño se vio en este comedor —dijo, señalando al local que tenía a su espalda.
—Así es —contestó Graciela—. Dos mujeres que estaban comiendo en él van a ser asesinadas.
Sergio permitió que su mirada se perdiera contemplando las gotas de lluvia que se deslizaban por el paraguas de Graciela mientras le daba vueltas una vez más a una idea ya manoseada: existía alguna relación entre las mujeres asesinadas, más allá de que todas ellas, en un momento u otro, hubieran frecuentado la Casa del Pan. Sin embargo, no alcanzaba a descubrir qué hilo invisible las unía entre sí.
Adolfo Abad había bebido algo más de la cuenta aquella noche. En realidad, para que la descripción de su estado se ajustara con mayor precisión al aspecto que tenía en ese instante, habría que decir que Adolfo Abad estaba bastante borracho cuando aparcó su Seat Ibiza de segunda mano junto a las vías del ferrocarril, en la calle Alcalde del Río. Había sido un verdadero milagro que no hubiera sufrido un accidente en aquel estado. Sus compañeros de estudios deberían haber sido más severos con él. Resultaba inexplicable que lo hubieran dejado conducir en aquellas condiciones después de la cena en la que habían celebrado que Abad hubiera aprobado unas oposiciones de funcionario del gobierno regional.
Adolfo Abad tenía veintiséis años, estaba soltero, evidenciaba un claro sobrepeso y había perdido más cabello del que a él le gustaba reconocer.
Se apeó del coche y miró su reloj. Tardó bastante en enfocar la mirada. La una menos cinco. Llovía cada vez más fuerte. Tal vez la lluvia aclarase algo su mente. Adolfo deseó con todas sus fuerzas que sus padres, con quienes vivía, estuvieran ya dormidos y no lo vieran llegar en semejante estado.
La calle donde Adolfo había aparcado su coche confluía con la calle Ansar, donde estaba el domicilio familiar. A un paso de su portal se encontraba la sede del sindicato Comisiones Obreras. El entorno de la calle había experimentado unas recientes y notables mejoras: zonas peatonales, bancos anclados sobre un pavimento bermejo…
Adolfo intentó correr para evitar mojarse más de lo necesario, pero el esfuerzo estuvo a punto de hacerle vomitar. Decidió entonces avanzar pegado a la pared hasta doblar la esquina de la calle Alcalde del Río. Aquella zona estaba poco iluminada, y sentir la pared a su derecha le concedía cierta seguridad. Caminó con paso titubeante algo más de veinte metros y, al doblar la esquina, fue cuando la vio.
«Salida de coches», se leía en la puerta del garaje. A los pies de aquel portón, en un pequeño recodo oscuro que formaba el edificio en el que vivía su familia, había una mujer tendida en el suelo. Adolfo se frotó los ojos para convencerse de que aquello no era producto de la portentosa borrachera que llevaba. Se acercó a la mujer tendida en el suelo y entonces trastabilló. Un sudor frío recorrió la espalda de Adolfo Abad al descubrir que aquella mujer, rubia, delgada y de piel clara, tenía la garganta seccionada por un terrible corte.
—¡Joder! —exclamó.
Sentado en el suelo mojado, y dejándose empapar por la lluvia, buscó su teléfono móvil y llamó a la policía.
Sergio trataba de explicar a Graciela que lo más sensato era que se marchara a su casa. Al día siguiente, le prometió, hablaría con el inspector Diego Bedia, uno de los policías que investigaba aquel caso, y le contaría lo de sus sueños.
Graciela refunfuñó. Sentía que debía hacer algo, argumentó, y marcharse a casa no le parecía un comportamiento especialmente valeroso. Sergio trataba de buscar algún argumento con el que rebatir el ímpetu heroico de Graciela, cuando vio que un coche se acercaba a gran velocidad. Cuando estuvo más cerca, comprobó que se trataba de un Peugeot 207. Creyó ver a tres hombres en su interior. El vehículo frenó bruscamente, y los tres desconocidos salieron del interior y comenzaron a correr en dirección a Sergio.
Cuando estaban a unos metros de distancia, unos y otros se miraron sorprendidos.
El conductor del vehículo no era otro que el inspector Diego Bedia, y sus acompañantes eran el inspector jefe Tomás Herrera y Santiago Murillo.
—¿Se puede saber qué haces tú aquí? —preguntó Diego mientras paseaba su mirada desde Sergio hasta Graciela.
De un modo atropellado, Olmos explicó a los policías el motivo de su presencia en el barrio y luego ofreció a Graciela la posibilidad de contar su historia.
—Tú y tu hermano estáis locos —bramó Tomás Herrera—. ¿Os creéis que vivís en una historia de detectives? ¡Esto es real, coño!
—Ya sé que es real —respondió Sergio, mirando a los ojos de Herrera—. Es a mí a quien envían esas cartas.
Herrera iba a replicar cuando todos escucharon el ruido familiar de las sirenas de la policía. Faltaba un minuto para la una de la madrugada.
La mujer estaba tendida sobre el lado izquierdo, con los ojos abiertos, aunque inútiles, orientados hacia el muro. Vestía un pantalón vaquero y una camisa azul. Le habían desabrochado los botones. En la mano izquierda llevaba algo. ¿Qué era? Luego supieron que se trataba de un paquete de caramelos. ¿Y en la derecha? ¿Qué significaba aquel racimo de uvas?
Sería mucho después cuando advirtieron que en los bolsillos del pantalón había una madeja de hilo negro y un dedal de latón.
Apenas habían transcurrido cinco minutos desde que los primeros agentes llegaron al lugar donde Adolfo Abad había tenido tan trágico encuentro, cuando el Peugeot de Diego Bedia se detuvo salpicando agua de los charcos. Llovía aún con más intensidad.
Sergio había acompañado a Diego y a los otros policías. Al ver a la mujer degollada, ahogó un grito de rabia. Diego se acercó hasta Adolfo, a quien los efectos de la borrachera parecían haber abandonado. Sin embargo, no conseguía hablar con claridad, esta vez debido a los nervios que atenazaban su lengua.
Sí, dijo, la encontró al doblar la esquina. No, no había visto a nadie. Cuando él llegó, ella ya estaba allí, degollada. ¿La había tocado? No, claro que no. Había visto suficientes películas para saber que no debía hacerlo.
Mientras respondía a las preguntas, Adolfo observaba la feria que se estaba organizando a su alrededor. Cada vez llegaban más policías. Se había acordonado el lugar. Alguien había puesto unos focos. Había tipos que, como si fueran perros, parecían olfatear la zona. Habían llamado al juez, escuchó Adolfo. Sentía que todo le daba vueltas, y entonces llegó un hombre alto, fuerte, con grandes manos, perilla y patillas largas. Sin saber por qué, Adolfo pensó que era italiano. «¿La mafia? ¿Qué coño estaba pasando allí? ¿Quién era exactamente ese tipo?». Las preguntas brotaron en su mente sorteando los últimos vapores de la borrachera.
—¿La encontró usted? —preguntó Diego al testigo.
«De modo que no es un mafioso, sino un policía», se dijo Adolfo. Y volvió a repetir todo lo que sabía, que no era mucho. Alguien hizo una fotografía. Y luego otra. De pronto, Adolfo escuchó gritos.
—¿Quién ha dejado llegar hasta aquí a ese hombre? —gritó el inspector Tomás Herrera.
Bullón, haciendo caso omiso a la mirada asesina que le dirigió el policía, hizo varias fotografías más.
Diego se preguntó cómo se las había arreglado Bullón para llegar tan pronto. Meruelo no sabía nada de aquel operativo, de manera que esta vez no había sido el policía quien le avisó. Diego se prometió a sí mismo que al día siguiente hablaría con Meruelo. En ese momento, Diego sintió que alguien le agarraba del brazo.
—Estamos perdiendo el tiempo aquí —dijo Sergio—. No podemos hacer nada por esa mujer, pero va a haber otro crimen. Un doble asesinato, recuerda.
—¿Qué propones?
—He llamado a mi hermano —dijo Sergio—. Y también a Guazo.
Un hombre alto llegó corriendo bajo la lluvia. Era Marcos Olmos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Degollada, solamente degollada —respondió Sergio—. Igual que Liz Stride. Mirad el paquete de caramelos, el racimo de uvas y todo lo demás.
—Sobre el racimo de uvas no hay acuerdo entre los investigadores —comentó Marcos.
—¿Y eso qué importa ahora? —dijo Bedia—. ¿Dónde puede cometer el siguiente crimen?
—Más cerca del centro de la ciudad —dijo Marcos—. Mitre Square, donde asesinó a Catherine Eddowes, estaba en la City.
Diego, Sergio y Marcos Olmos montaron en el Peugeot del inspector.
José Guazo vio la llamada perdida de Sergio. También él había escuchado las sirenas de los coches patrulla.
—Sergio —dijo cuando el pequeño de los dos hermanos Olmos descolgó el teléfono—, soy Guazo. ¿Qué ha pasado?
—Una mujer ha aparecido degollada cerca de las vías —explicó Sergio—. Nos equivocamos al pensar que no actuaría al otro lado de la calle José María Pereda.
—¿Dónde estáis ahora?
—Vamos en el coche del inspector Bedia —respondió el escritor—. Marcos y yo creemos que dejará a la segunda mujer no lejos de la iglesia de la Anunciación.
—Yo estoy muy cerca. Nos vemos en unos minutos.
—Guazo va camino de la iglesia —dijo Sergio a Diego y a su hermano.
El Peugeot se detuvo en medio de una lluvia infernal frente al pórtico de entrada de la iglesia de la Anunciación.
—¿Qué hacemos? —preguntó Marcos.
—Vosotros no haréis nada sin que yo os lo diga —dijo Diego Bedia mientras desenfundaba su pistola—. Herrera, Murillo y varios agentes están a punto de llegar. Quedaos en el coche mientras yo rodeo la iglesia.
—Ni lo sueñes —replicó Sergio—. Voy a encontrar a ese hijo de puta, te guste a ti o no.
Antes de que Diego fuera capaz de responder, los dos hermanos Olmos corrían desafiando a la lluvia en dirección a la iglesia. Diego farfulló una maldición. Luego vio que los dos hermanos se separaban. Sergio rodeó la iglesia por el lado izquierdo del pórtico de entrada y se dirigió hacia la zona ajardinada aneja que estaba delimitada por una especie de claustro al aire libre. Marcos, por su parte, se adentró en las calles peatonales que conducían al centro urbano.
Diego miró su reloj. Suponía que Herrera y los demás estaban a punto de llegar. Lo más prudente era esperar a que vinieran todos, pero tal vez perdería un tiempo precioso. Estaba a punto de echar a correr detrás de Sergio cuando vio que un hombre se acercaba cobijado bajo un paraguas.
—Inspector —dijo José Guazo—, soy Guazo. ¿Dónde están los demás?
—¿Ha visto a alguien? —preguntó Diego, alzando la voz. El ruido de la lluvia era ensordecedor.
—He venido desde la calle en la que asesinaron a la segunda mujer y no me he cruzado con nadie, salvo algunos coches —respondió el doctor.
Diego miró su reloj. Las dos menos diez de la madrugada. La noche era infernal. No le extrañó que apenas se vieran peatones en las calles. Los artículos de Bullón habían contribuido a meter el miedo en el cuerpo a todo el vecindario.
De pronto, en medio del tapiz que formaba el vehemente aguacero, vieron emerger a Sergio Olmos. El escritor hacía gestos con sus brazos reclamando la atención de Bedia y de Guazo. Ambos corrieron hacia Sergio y, cuando estuvieron lo suficientemente cerca de él, vieron horrorizados su rostro desencajado y pálido. El velo de terror que había en sus ojos anunció antes que sus palabras su dramático descubrimiento.
Frente a la zona ajardinada situada al norte de la iglesia, se abría una calle peatonal y una pequeña plaza en cuyo centro se alzaba un caserón de piedra de tres plantas más un sótano que en los últimos años había tenido los más variados destinos, desde ser un centro cívico para los vecinos de la zona hasta servir de sede al Juzgado número 6 de Primera Instancia e Instrucción. El edificio estaba rodeado por una zona ajardinada. Aquella plaza, junto a todo el entorno de la iglesia, se podía considerar el mojón que separaba al distrito norte del centro urbano.
En un rincón de aquella zona ajardinada el inspector Diego Bedia descubrió la causa del terror que se había adueñado de los ojos de Sergio Olmos. Junto a una pequeña construcción que imaginó que era un transformador eléctrico y bajo la atenta mirada de una soberbia conífera, descubrió el cadáver de una mujer, o más bien lo que quedaba de ella.
El cuerpo estaba tumbado sobre la espalda, con la cabeza levemente ladeada hacia la izquierda. Las palmas de ambas manos miraban hacia el cielo que, inmisericorde, seguía arrojando lluvia. Vestía una falda y una blusa. La falda estaba subida por encima del abdomen. La pierna derecha, doblada. Alguien la había degollado. La desconocida mostraba diversos cortes en los párpados y en las mejillas, y su abdomen ofrecía su contenido de forma obscena. Varias vísceras aparecían fuera del cuerpo. Sobre el hombro derecho, el mismísimo demonio había colocado parte de los intestinos de aquella mujer.
La víctima era una mujer de color, gruesa y robusta. Diego se obligó a mirarla de nuevo a la cara. La habían acuchillado con extrema violencia el rostro. El puente de la nariz mostraba un tajo brutal que llegaba hasta la mandíbula izquierda. El hueso de la cara, al descubierto, miraba al inspector exigiendo justicia. Un demente le había cortado la punta de la nariz y se había llevado por delante el lóbulo de la oreja izquierda. Los párpados mostraban heridas de arma blanca, y lo mismo sucedía en las mejillas, en el abdomen y en el muslo derecho.
Diego Bedia contuvo el vómito y logró reunir fuerzas para solicitar refuerzos. Antes de colgar el teléfono advirtió el brillo de un dedal de cobre muy cerca del dedo anular de la víctima. Al girarse descubrió detrás de él a Sergio Olmos, sobre cuyas mejillas se mezclaban las gotas de lluvia y las lágrimas.
—No he podido impedirlo —se lamentó Sergio—. No he sabido cómo hacerlo.