Cuckmere Haven, Sussex (Inglaterra)
24 de agosto de 2009
Sergio arrojó al suelo los papeles en los que había intentado, sin éxito, dar las primeras pinceladas de lo que debía ser su nuevo libro. Por más que se esforzaba, no lograba que prendiera en su corazón la chispa necesaria para hacer creíble su relato, y el ritmo narrativo era pésimo. Sus ojos, sin poder evitarlo, iban del ordenador portátil hasta la fotografía de la premiada Clara Estévez. La amplia sonrisa de aquella mujer, su mirada pícara y sus formas indudablemente acogedoras no ayudaban en modo alguno a que las musas acudieran a su llamada.
Miró por la ventana. Una luz dorada bañaba el atardecer en la playa y decidió salir a su encuentro. Tal vez el aire fresco amplificara su llamada a la inspiración.
El camino que serpenteaba hacia los acantilados a lo largo de la pradera lo contempló caminar ensimismado, sin saber que los pensamientos de Sergio lo habían llevado de nuevo a aquellos tiempos universitarios. Sin saber por qué, de pronto emergieron límpidos los recuerdos de una tarde muy lejana.
Aquella tarde, vulnerando por completo las costumbres estrictas que solían regir su vida universitaria, entró en una popular cervecería situada no lejos del campus. Habían pasado un par de meses desde su ingreso en el Círculo Sherlock. Las noches de los viernes de aquel invierno parecían idénticas en la memoria de Sergio. Todas tenían un severo gusto Victoriano y se presentaban siempre borrascosas y propensas a la niebla y al viento. Pero, dentro del minúsculo universo que Trejo y los demás habían creado en aquel garito de un callejón perdido, el tiempo parecía detenerse.
Era miércoles por la tarde y nada podía hacer prever a Sergio lo que le aguardaba en el interior de la cervecería. El azar había dispuesto lo necesario para que en una mesa del fondo del local estuvieran dando buena cuenta de unas pintas cuatro de los miembros del extravagante Círculo Sherlock. Uno de ellos, Sebastián Bada, vio a Sergio y gritó su nombre por encima del bullicio del local. Al verlos, Sergio se sintió profundamente incómodo, pues no tenía con el grupo más relación que la fijada en la liturgia de la noche de los viernes. Sin embargo, se vio obligado a sonreír y a acercarse a la mesa, donde también estaban Tomás Bullón, el estudiante de periodismo; Enrique Sigler, el estudiante de bellas artes, y Guazo, el futuro médico.
Las relaciones de Sergio con Bullón y con Bada habían sido cordiales hasta ese día, aunque frías. Después de aquella tarde, ni siquiera fueron cordiales, y todo por culpa de Sherlock Holmes. Bueno, en realidad, la tormenta se desencadenó por personajes en los que pocos lectores de las aventuras de Doyle reparan.
Para empezar, Sergio se sentía fuera de su hábitat natural al entrar en aquella cervecería y verse obligado a compartir parte de su tiempo con aquellos otros cuatro estudiantes. No era lo que tenía planeado, y nada lo enojaba más que ver cómo sus planes se veían truncados por culpa de otros o que, por la acción fatal de los demás, el rumbo que se había trazado a sí mismo se viera irremediablemente modificado.
Lo embarazoso de la situación no se arregló ni siquiera con los sorbos de la pinta de cerveza con la que trató de mimetizarse con el resto del grupo. Los miró uno a uno por encima del espumoso líquido y se maravilló al descubrir cuánto cambiaban todos ellos sin las ropas victorianas que lucían en las reuniones en el Círculo Sherlock.
Tomás Bullón seguía siendo igual de desgarbado y su cara sonrosada no era muy diferente, pero parecía bastante más joven. Su incipiente calvicie incluso se notaba menos que cuando se quitaba la chistera con la que se tocaba en las reuniones. Sus ojillos grises se achicaban cuando sonreía y los carrillos carnosos los ocultaban.
Sebastián Bada no parecía tan fornido con aquel suéter amplio y el pantalón de pana. Pero su cabello rapado seguía haciendo de él el tipo más parecido a un soldado de permiso de cuantos estaban en el local.
En cuanto a Enrique Sigler, su comportamiento era igual de exquisito que vestido como un decimonónico lord inglés. Su cabello moreno estaba impecablemente cortado, y el color verde de sus ojos no parecía menos limpio que cuando vestía levita. Pese a ello, las prendas victorianas le hacían mayor, según el juicio de Sergio. Pero, a pesar de ello, seguramente no habría una sola mujer en el bar que no se hubiera fijado en el apuesto Sigler.
Y por último estaba Guazo. También él parecía más joven, y quizá menos robusto que dentro del apretado chaleco gris que lucía en las reuniones del estrambótico club. Sus ojos azules se mostraron en todo momento partidarios de las opiniones que expresara Sergio, y eso que estas fueron muy poco comedidas, como enseguida se comprobó.
La tempestad se originó al poco de salir a la palestra los relatos protagonizados por Holmes. Sergio no tenía ninguna gana de charlar con ellos, y aún menos de dedicar tiempo a la obra de Doyle fuera del lugar y la hora previamente pactados para debatir sobre el particular. Por ello, intentó en varias ocasiones reconducir la conversación hacia otros horizontes, pero Bada y Bullón no estaban por la labor. Antes al contrario, interpretaron por alguna razón desconocida que habían encontrado el punto débil de Olmos al proponer algunas preguntas sobre personajes secundarios, aparentemente irrelevantes, que aparecían en las aventuras holmesianas. Esa era su especialidad, afirmaban.
—¿Cuándo se menciona por vez primera a la señora Hudson? —interrogaron con un no disimulado aire de superioridad a Guazo.
El estudiante de medicina dudó. Recordaba, como todo el mundo, que la casera de Holmes y Watson era nombrada siempre en los relatos por su apellido, y que su nombre de pila solo fue conocido en «El último saludo», precisamente el último relato protagonizado por Holmes[7]. Sin embargo, en aquel momento era incapaz de recodar cuándo aparecía mencionada por vez primera en las memorables sesenta aventuras publicadas.
—¿Es posible que ninguno lo recuerde? —dijo Bullón, extendiendo el reto de la pregunta a Sigler y a Sergio.
Sigler se encogió de hombros en un gesto que expresaba su rendición, mientras que Sergio miró disimuladamente su reloj mostrando una calculada desconsideración hacia su interlocutor.
—¡En «La aventura de la segunda mancha»![8] —exclamó triunfante Bullón—. ¿No recordáis que entra en escena llevando en la bandeja la tarjeta de una mujer?
—Al parecer, nuestro amigo Olmos no sabe tanto como aparentaba —apostilló Sebastián Bada maliciosamente.
El comentario provocó la hilaridad de Bullón, que se frotó las manos al tiempo que fabricaba en su mente una segunda pregunta sobre personajes secundarios de las aventuras que todos ellos admiraban.
—¿Cómo se llamaba el competidor al que Holmes odiaba y que vivía en la costa de Surrey? —Lanzó al aire la pregunta como si fuera un guante con el que desafiaba al resto.
Sigler era tan guapo y apuesto como poco dado a la bronca y a la polémica, de modo que, siguiendo esa manera de conducirse que le valía estar siempre a bien con todo el mundo, se rindió de inmediato.
—Reconozco que no lo sé —dijo.
—¿Y el caballero de la privilegiada memoria? —Bullón miró a Sergio con aquellos ojillos suyos escondidos tras sus generosos carrillos—. ¿También se rinde?
Sergio guardó silencio, lo que fue interpretado por Bullón y Bada como una capitulación en toda regla. Y al comprobar que habían abierto una vía de agua irreparable en el prestigio que Olmos tenía en el Círculo Sherlock, decidieron que obtendrían aquella tarde una victoria sin paliativos. No estaban dispuestos siquiera a hacer prisioneros. Era el momento, concluyeron, de humillar públicamente al estirado superdotado.
—En cambio, Holmes admira el trabajo de un policía de provincias, e incluso lo ensalza por su minuciosidad ante el atónito Watson, acostumbrado como estaba a las pullas que Sherlock dedicaba al inspector Lestrade y al resto de Scotland Yard. —Bada dio un sorbo a su tercera pinta antes de preguntar—: ¿Cómo se llamaba aquel detective?
Guazo, Sigler y Sergio permanecieron en silencio, pero por causas diferentes, a pesar de lo que creyó Bada. A él le pareció evidente que ninguno sabía la respuesta y que solo él y Bullón habían prestado atención a los personajes secundarios de esas aventuras.
—¿Y cómo se llamaba el hombre que hacía de topo en la organización de Moriarty enviando información a Holmes ocasionalmente? —preguntó Bullón, mirando directamente a Sergio.
A esas alturas, era evidente que Bada y Bullón no tenían en cuenta en modo alguno a Guazo y a Sigler. Todo su afán era humillar públicamente a Sergio, que hasta ese momento había sido casi invulnerable al debatir sobre los más variados aspectos de las aventuras del detective afincado en Baker Street.
Sergio tuvo la tentación de guardar de nuevo silencio, como había hecho hasta ese momento, porque en su estricta división del tiempo no estaba incluida en modo alguno la conversación sobre Holmes en un día y en una hora ajenos a la rutina establecida. No obstante, al mirar la expresión maliciosa de Bullón le pareció que contemplaba al hombre más antipático del mundo. Sus ojos escrutaron minuciosamente la cara del futuro periodista y centró su atención, sin poder evitarlo, en la mofletuda cara roja, donde se advertían venillas desagradables. De pronto, le pareció que la prometedora calva de aquel joven era cada vez más grande, y al fijarse en sus dientes le desagradó advertir que estaban rodeados de un sarro amarillento. Presumió que Bullón debía padecer de halitosis.
Luego volvió sus ojos hacia Bada, en cuyo cuello musculoso latía con fuerza una vena excitada por el juego que se traían entre manos. Vio reflejada su ansiedad esperando que él, Sergio, fuera incapaz de responder a la cuestión que le había planteado Bullón. Bada era más agraciado físicamente que Bullón, pero en aquel momento toda la atención de Olmos estaba centrada en los latidos de aquella vena del cuello, como si fuera víctima de algún aojamiento que le impidiera mirar hacia otro lado.
—¿Lo sabes o no? —La pregunta reiterada de Bada lo sacó de su embeleso y lo devolvió a la realidad.
Entonces fue cuando decidió que aquellos dos fanfarrones merecían una lección.
—Sí, creo que lo sé —respondió, arrastrando las palabras. Luego tomó un sorbo de cerveza mientras miraba con calculada lentitud a sus dos adversarios. Guazo y Sigler asistían a la escena sin perder detalle—. El informante de Holmes en la organización de Moriarty se llamaba Fred Porlock, aunque en realidad ese nombre era un nom de plume, un seudónimo. A ese personaje se le menciona en El valle del terror.
A Guazo y a Sigler el final de la respuesta les sorprendió con la boca abierta, mientras que Bada y Bullón trataron de mostrar una indiferencia que no era tal.
—Al menos sabe alguna cosa de las que le preguntamos —dijo Bullón a Bada, buscando el apoyo de su compinche para proseguir la burla.
—No, no, disculpen, caballeros. —Sergio empleó a propósito el tono Victoriano que acostumbraba a usar el grupo en sus reuniones—. En realidad, sabía las demás respuestas también, pero no quise contestar simplemente porque no me apetecía.
—¡Vaya, vaya! —Bullón se mofó—. ¡Qué excusa más poco creíble!
—¿De veras lo cree así? —Sergio puso sus ojos verdes a unos centímetros de los ojos grises del mofletudo estudiante.
—Así lo creo —respondió el otro, picado.
—Está bien. —Olmos carraspeó—. El odiado competidor de Holmes en la costa de Surrey se llamaba Barker, y la referencia al mismo aparece en «La aventura del fabricante de colores retirado»[9]. En cuanto al detective que mencionaron y al que Holmes dedica inesperadas loas, no es otro que el inspector Baynes, quien, por cierto —añadió mirando a Bullón—, debía de tener algún parecido con usted, pues se le describe en «La aventura de Wisteria Lodge»[10] como mofletudo y coloradote.
Naturalmente, aquel insulto sacó de sus casillas a Bullón. Sergio no solo lo había derrotado, sino que incluso lo insultaba públicamente a sabiendas de que cuando alguien mencionaba sus regordetes carrillos en términos despectivos se sentía mortalmente herido. Y de no ser por Guazo, quien a partir de aquel momento se hizo irremediablemente admirador de Sergio —irremediablemente, a pesar de que Sergio trató de evitarlo en múltiples ocasiones, dado que no era aficionado a estrechar lazos con nadie—, aquel lance hubiera terminado en pelea.
Sigler pidió calma y la obtuvo, no sin trabajo. Pero Sergio no parecía aún satisfecho y fue el primero en hablar después de estirar con esmero su vieja americana y su camisa, las cuales Bullón había arrugado.
—Bien, si quieren jugar a los personajes secundarios, les puedo hacer yo un par de preguntas. ¿Aceptan con fairplay? —Sonrió burlonamente.
Bada y Bullón se miraron con recelo. ¿Qué podían hacer? Si rehusaban, quedarían como cobardes, pero si fracasaban en el reto perderían la condición de expertos en la materia que ellos mismos se habían otorgado.
—Veamos qué puede preguntar —dijo al fin orgulloso Bada.
—Está bien —aceptó Sergio—. Por ejemplo, se me ocurre, mirándole a usted, que podría preguntarle cómo se llama el detective de Scotland Yard que aparece en «El tratado naval»[11].
La mente de Bada se puso a trabajar velozmente, pero de pronto se detuvo y comenzó a dividir sus pensamientos en dos direcciones. ¿Qué era lo más llamativo de aquella pregunta? ¿Importaba más el nombre del detective o el hecho de que la pregunta hubiera surgido al mirarle a él, según había dicho aquel impertinente?
Dividida la mente en dos, los segundos transcurrieron con extraordinaria rapidez. Sergio miraba impertérrito su reloj, hasta que decidió que el plazo era suficientemente holgado como para que el interpelado hubiera respondido.
—¿Debo entender que el caballero Bada desconoce las respuestas?
—¿Por qué dices respuestas? —Bada le tuteó adrede.
—Porque imagino que habrá pensado usted en el nombre del detective y en el motivo por el cual lo elegí, ¿no es así? —replicó Sergio, obviando el tuteo que había utilizado el estudiante de derecho.
Sebastián Bada hizo un silencio elocuente.
—Se lo diré. El nombre del detective es Forbes, y se me ocurrió al recordar el modo en el que Doyle describe su comportamiento en esa historia.
Sergio tomó su pinta y se echó al coleto un generoso sorbo prologando magistralmente el silencio. Todos estaban deseando que contestara a la segunda parte de la cuestión.
—¿Y? —Fue todo lo que acertó a preguntar Bada.
—Y ¿qué? —dijo distraídamente Sergio, decidido a dilatar la incertidumbre en su adversario.
—Que qué quiere decir con eso de cómo describe Doyle a ese inspector.
—¡Ah! ¿Eso? —exclamó burlón Sergio—. Verán, caballeros, a lo largo del relato la actitud de ese inspector es la propia de un patán, de un idiota que cree saber lo que no conoce.
Al escuchar aquel insulto envuelto en análisis literario, Bada estalló, y lo que no pudo hacer Bullón antes lo hizo él. Su puño de hierro se estrelló con ira en el pómulo derecho de Sergio, quien cayó al suelo entre el estrépito de las pintas derramadas. Toda la clientela del local se volvió hacia ellos. Desde el suelo, el agredido los miró con aire socarrón mientras Guazo sujetaba a Bada y Sigler hacía lo propio con Bullón.