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26 de septiembre de 2009

A Víctor Trejo la ciudad de sus antiguos compañeros de universidad le parecía triste, melancólica y decadente. La parte más antigua se diría que había sido pintada con colores decimonónicos. Trejo no se la podía imaginar sin aquella envoltura de lluvia fina o una niebla algodonosa que nacía en el río. A él, que tanto amaba los relatos de Charles Dickens o de Robert Louis Stevenson, algunos rincones de aquella ciudad le parecían escenarios salidos de las páginas de aquellos escritores a quienes veneraba.

Eran casi las dos de la tarde. Víctor sacó de un bolsillo de la americana de su impecable traje gris un papel doblado. Lo abrió y leyó una vez más el nombre y la dirección del restaurante en el que se había citado con Sergio Olmos. La lluvia arreciaba.

Víctor Trejo aún necesitó cinco minutos más para llegar a su destino. El restaurante resultó ser un local acogedor, con vidrieras, maderas nobles, suelos de gres de gran calidad, cubertería excelente y un menú, según pudo comprobar minutos más tarde, de exquisita calidad.

Sentado ante una mesa situada al fondo del restaurante, Víctor descubrió a su viejo amigo. Sergio alzó la mano derecha y lo saludó efusivamente. Al verlo, Trejo no pudo evitar buscar en aquel hombre alto, con entradas, pero cuyo cabello era ligeramente largo, al joven de extraordinaria memoria que conoció en la universidad. Hasta que le presentaron a Marcos Olmos, Trejo jamás había hablado con nadie que supiera más sobre Sherlock Holmes que aquel hombre. Aunque el paso del tiempo se había cobrado sus deudas. Sergio seguía siendo alto, pero en su cara había arrugas que Víctor no conocía, y en sus ojos verdes le pareció advertir una honda preocupación. Instantes después, los dos amigos se fundieron en un abrazo.

Sergio había llegado al restaurante diez minutos antes de la hora convenida. Hacía un par de años que no veía a Trejo. La última imagen suya que tenía era la de un hombre despechado que miraba con una mezcla de ironía y desprecio a Enrique Sigler y a Clara Estévez en la fiesta en la que ella recibió el Premio Otoño de Novela. Sergio había mirado cientos de veces aquella fotografía del periódico que había colocado en el tablón de corcho de su refugio de Sussex: la sonrisa encantadora de Clara, el brazo de Sigler alrededor de la cintura de ella, el vaso de whisky en la mano temblorosa de Bullón, los hombros caídos del hombre que aparecía de espaldas —cuya identidad había descubierto días atrás, cuando Guazo le dijo que había asistido a aquella fiesta —y la mirada maliciosa que Trejo dedicaba a la pareja que ocupaba el primer plano de la fotografía.

En ese momento, Sergio lo vio entrar en el restaurante. Vestía un elegante traje gris, y el cabello rubio y ondulado le recordó al muchacho que conoció en la universidad. Casi parecía el mismo joven que empleaba la fortuna familiar en pagar a un viejo sastre para que cortara y cosiera trajes decimonónicos para los miembros del Círculo Sherlock.

Sergio alzó su mano derecha y llamó a Víctor. Cuando lo tuvo a su alcance, se fundió con él en un abrazo.

Los siguientes diez minutos los consumieron riendo, eligiendo el menú y observándose de reojo. Los dos amigos habían cambiado, pero cualquier observador entrenado no tendría dificultad alguna en advertir que bajo el disfraz de cuarentones seguían ocultándose los dos jóvenes de mirada apasionada que se encontraron veinticinco años atrás. Ambos seguían manteniendo intacta aquella ingenuidad que los llevó a devorar las sesenta aventuras publicadas sobre Sherlock Holmes y a hacer de aquel personaje de ficción su mejor amigo.

—¿Aún crees que está enterrado en el cementerio Père-Lachaise? —preguntó Sergio mientras llenaba la copa de su amigo con un vino blanco que habían elegido para acompañar el pescado.

Víctor levantó la copa llena de vino, aspiró el aroma que exhalaba y cerró los ojos. Después, brindó con Sergio, se llevó la copa a los labios y cató el caldo, frío y seco, antes de responder.

—He estado en París, Sergio, y he visto la tumba. Es de mármol negro, con las letras S. H. grabadas sobre la lápida.

—Pero eso no prueba nada —replicó Sergio—. Su necrológica jamás fue publicada ni en The Times ni en ninguna parte.

—¿Y desde cuándo lo que los demás creen que es la realidad ha detenido nuestra imaginación? —Víctor sonrió. Después, su semblante se oscureció—. La policía me ha interrogado —comentó—. Parece ser que me han estado buscando en las últimas semanas, pero he estado de viaje y no me gusta que nadie sepa adónde voy y a qué me dedico.

—De modo que ya sabes lo que está ocurriendo —dijo Sergio.

—Me parece una locura —reconoció Trejo—. Pero no te quepa duda alguna de que esos rusos que tienen encerrados no tienen nada que ver con ese asunto. El asesino te ha retado a ti, Sergio. Te odia por alguna razón. Es alguien que te conoce bien, que domina las historias de Holmes, y que parece demostrar un excelente conocimiento sobre los crímenes de Jack.

—Parece que te estás describiendo a ti mismo —respondió Sergio, mirando a su amigo a los ojos.

—Perfectamente puedo ser yo —admitió Trejo—. No creo que haya tantos holmesianos entregados a la causa como yo, y desde luego que tengo motivos para odiarte —añadió en un tono neutro—. Tú me arrebataste a Clara, y además me derrotaste muchas veces en nuestros debates en el círculo.

Sergio no supo qué responder. A su memoria vino de pronto una agria discusión que se produjo en el Círculo Sherlock un día que ahora le parecía tan lejano que se diría irreal. Víctor cometió aquella vez el error de confundir el nombramiento de Sherlock como caballero —honor que rechazó inexplicablemente[101]—con la concesión de la Legión de Honor de la República francesa —distinción que sí aceptó Holmes—[102]. Fue Sergio quien, con su habitual falta de tacto y exhibiendo su imponente memoria, dejó en evidencia al fundador del Círculo Sherlock.

—Sin embargo —añadió Trejo—, a pesar de que tengo motivos de sobra para odiarte, no fui yo quien tuvo la idea de elaborar aquel dossier sobre Jack, ¿recuerdas?

—Fue Morante —contestó Sergio con un hilo de voz. Hasta ese momento no había reparado en aquel detalle.

—Ya lo creo que fue Morante, el muy cabrón —bromeó Trejo—. Siempre estaba más cerca de los enemigos de Holmes que del lado de la ley. Y ahora, mírale, candidato a la alcaldía.

—¿Vas a ir a la cena? —quiso saber Sergio.

—¿Tú no irás?

—Yo no voy a ir a rendir pleitesía a ese engreído —confesó Sergio.

—¿Seguro que no vas solamente por eso?

—Si te refieres a Clara y a Sigler —respondió Sergio, adivinando por dónde iban los pensamientos de su amigo—, te diré que ya los he visto un par de veces hace unos días. Creo que ya estoy inmunizado al mal que supone verlos juntos. Estuvieron aquí declarando también por esos crímenes.

—¿Y eso por qué?

—Bueno, los mensajes que he recibido fueron escritos en mi ordenador, y solo ella sabía la clave de acceso.

Víctor Trejo guardó silencio durante unos segundos, para preguntar después:

—¿Estás seguro de eso?

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé, pero no me imagino a Clara degollando y destripando a unas mujeres.

—¿Y a Sigler?

—Cosas más extrañas se han visto —admitió Trejo—. Incluso yo, tal vez, podría hacerlo si con eso derrotara al mismísimo Sherlock Holmes —añadió, mirando a Sergio y metiéndose en la boca un buen trozo de merluza rellena de marisco.

—Tú siempre creíste que la Corona inglesa estaba implicada en el asunto de Jack, ¿verdad?

Trejo asintió mientras masticaba el pescado.

—¿Y aún lo crees? —preguntó Sergio—. ¿Crees que hubo una conspiración?

—Para empezar —respondió Víctor mientras se limpiaba los labios con la servilleta—, siempre me pareció sospechoso que se perdieran tantos documentos de los informes que Scotland Yard tenía sobre los crímenes de Whitechapel.

—Bueno, el traslado de la sede de la policía y los bombardeos sobre Londres en la Segunda Guerra Mundial…

—Sí, sí, ya conozco esa historia. —Víctor interrumpió el razonamiento de su amigo—. Eso es lo que dicen muchos autores, y que muchos documentos se destruían de un modo sistemático sesenta y un años después de los hechos que relataban. Pero ¿qué me dices del diario de Abberline? ¿Por qué no hay ni una sola mención al caso de Jack y sí a otros que él investigó?

—Él mismo asegura que a sus superiores no les gustaba que los policías retirados contaran lo que sabían sobre determinados casos para no dar ideas a posibles criminales, y a las autoridades no les hacía ninguna gracia que escribieran sobre investigaciones que no se hicieron públicas —contraatacó Sergio.

—Eso es una estupidez —repuso Víctor Trejo—. ¿Hubo algún caso con mayor publicidad que el de Jack? Por favor, si se escribió sobre aquellos crímenes en medio mundo. Y, además, ¿por qué sí escribió Abberline en su diario sobre otras de sus investigaciones?

—¿De modo que, según tú, todo apunta a la Corona británica?

—Mira, el propio Frederick Abberline llegó a creer que el asesino era un médico, aunque luego varió su posición apuntando hacia aquel barbero cirujano de origen polaco, George Chapman. —Trejo vació la copa de vino blanco y chasqueó la lengua—. Y otros miembros de Scotland Yard pensaron en un médico a la vista del estado de los cadáveres. Sir Charles Warren, el mayor Henry Smith y algún otro hicieron declaraciones en ese sentido.

—¿De verdad crees que ese médico fue el doctor de la familia real, William Gull?

—No me extrañaría —respondió Trejo—. Sí, ya sé que tenía setenta y un años y había sufrido una apoplejía —añadió, alzando una mano al ver que Sergio iba a responderle—. Déjame acabar. Yo no sé si el duque de Clarence, el nieto de la reina, se había casado con aquella prostituta de la que todos hablan, Annie Elizabeth Crook, y si habían tenido una hija. Pero me resulta significativo que Jack asesinara a cinco prostitutas y luego desapareciera sin dejar el menor rastro. Y también me parece sospechoso que nadie viera nada, que la policía actuara de un modo tan extravagante en ocasiones y que muchos de aquellos hombres estuvieran vinculados a la masonería.

—Creo que hay investigaciones recientes que desmontan esa idea —recordó Sergio.

—¡¿No me digas?! —Víctor sonrió—. ¿Y alguno de esos sesudos investigadores ha descubierto por fin quién era Jack? —Trejo se sirvió más vino mientras dejaba que sus palabras hicieran efecto en Sergio—. Me temo que no. ¿Por qué esas prostitutas, Sergio? ¿Por qué Jack no las asesinó y las arrojó al Támesis cargadas de piedras? Si lo hubiera hecho, nadie las habría echado de menos y él hubiera corrido menos riesgos para seguir matando impunemente. De todas formas, no lo hizo. En lugar de eso, las mutiló de un modo terrible, tal vez ritual, y las dejó en la vía pública para que todo el mundo las viera.

—Pero un anciano como Gull no podría…

—¿No podría matarlas? ¿Quién sabe? ¿Acaso era el único médico de Inglaterra al que la Corona podía recurrir en una cuestión de Estado?

—Sin embargo, aquellos crímenes parecían obra de un loco, y las cuchilladas no exigían especiales conocimientos médicos.

—No estoy de acuerdo —respondió Trejo—. ¿Serías capaz de abrir un cuerpo humano y encontrar un riñón entre todas las vísceras cuando encima trabajas contra el reloj, sometido a una enorme tensión y sin apenas luz?

Sergio guardó silencio. No podía responder afirmativamente. Miró a su viejo amigo y por un instante pensó si no estaría ante el hombre que lo estaba desafiando. Víctor sabía tanto de Holmes como el que más y conocía bien los crímenes de Jack. Tenía dinero, contactos, y era capaz de urdir una trama como aquella simplemente por pura diversión.

Ajeno al rumbo que habían tomado los pensamientos de Sergio, Víctor estaba dándole vueltas a la misma idea que había cruzado por su mente cuando se entrevistó con el inspector Diego Bedia. Había sido un chispazo fugaz, apenas una pavesa escapada de un fuego que había ardido veinticinco años antes. Después miró a Sergio. Sabía que él rechazaba la vieja teoría de la conspiración masónica en los asesinatos de Jack. Al final, esbozó una sonrisa y dijo:

—Recuerda lo que dijo Sherlock: «Cuando un médico se tuerce, es peor que cualquier criminal»[103].

El salón del hotel estaba repleto de comensales. Jaime Morante no había dejado nada al azar. En lugares preferentes había sentado a representantes del comercio y de la banca local, a gentes de la cultura, a deportistas destacados, a hombres y mujeres del movimiento vecinal, y a todos los que integraban la lista electoral que él encabezaba.

Pese a todo, hubiera sido demasiado burdo trasladar al primer plano de la cámara el evidente sentido electoral que tenía aquella pantomima, que se celebraba el día antes de los comicios municipales. Por ese motivo, la mesa presidencial estaba ocupada por los miembros de la Cofradía de la Historia. El lugar de honor le correspondía al doctor Heriberto Rojas, que figuraba como autor en la portada del libro en el que se repasaba la vida de Morante. A su derecha, estaba el homenajeado; a su izquierda, el abogado Santiago Bárcenas, cuya papada se movía arriba y abajo visiblemente satisfecho por estar en el centro de la galaxia social de la ciudad. En el resto de la mesa presidencial se podía ver a Manuel Labrador, el constructor; a Antonio Pedraja, el dueño de la cafetería en la que se reunía la cofradía y para quien aquel acto de gusto provinciano significaba el cenit de su ascenso social, y don Luis, el viejo párroco de la Anunciación.

José Guazo y Marcos Olmos, a pesar de pertenecer a la cofradía, habían optado por ocupar la mesa que Morante había reservado para sus viejos colegas del Círculo Sherlock. Era una mesa redonda en la que se miraban con recelo Enrique Sigler y Víctor Trejo. Junto a Sigler estaba una Clara Estévez espectacular. Vestía un traje negro de Versace que dejaba al descubierto sus hombros. En los labios llevaba prendida aquella sonrisa suya, eterna, y en sus pupilas chispeaba la felicidad. A continuación de Clara estaba sentado Marcos, cuyas ojeras aparecían más pronunciadas a causa de la luz que reinaba en el salón, y su cabeza rapada relucía como si fuera una piedra preciosa. Guazo estaba junto a él, y su aspecto frágil y enfermizo parecía haberse acentuado aquella noche. Finalmente, el último lugar de aquella mesa había correspondido a Tomás Bullón, quien, contra su propia costumbre, aún no estaba borracho a esas horas de la noche.

—Esta noche va a ser histórica —dijo Bullón, dando un codazo cómplice a Guazo.

El doctor miró al periodista de soslayo sin saber muy bien qué había querido decir. En el momento en que Guazo decidió abrir la boca para que Bullón le explicara qué tenía en la cabeza, se escuchó el tintineo de un cuchillo contra una copa.

—Señoras, señores —dijo Heriberto Rojas, solicitando la atención de los comensales—. Estamos esta noche tan especial aquí para rendir un homenaje a una parte de la historia de esta ciudad; la historia de un barrio, de un pueblo, reflejada en las imágenes de los alumnos de su colegio, inmortalizadas en los cambios que han sufrido sus calles y en los logros que han alcanzado sus gentes. —El doctor Rojas se aclaró la voz—. Mi trabajo en el libro que esta noche les presentamos no ha sido sencillo. Podían ser muchas las personas en las que pudiéramos encontrar el ejemplo de esos cambios que ha conocido esa zona de nuestra ciudad en los últimos cuarenta años, pero finalmente tomé una decisión. ¿Y si la biografía de uno de sus vecinos sirviera como hilo conductor a los cambios que se han producido en el pueblo?, me dije. Y de inmediato decidí que esa era una excelente idea, y al mismo tiempo un nombre vino a mis labios: Jaime Morante.

Aplausos. Murmullos de asentimiento. El ruido que producen al arrastrarse favores futuros que ahora pagaban peaje con su pleitesía a quien creían sería el futuro alcalde.

—De modo que aquí estamos hoy —prosiguió Heriberto Rojas, después de permitir que los gritos de entusiasmo rociaran la sala—, dispuestos a rendir el homenaje que se merece nuestro paisano, el insigne profesor Jaime Morante.

Aplausos atronadores. Gritos entusiastas. Unas ráfagas de música regional.

A continuación, se sirvió la cena. La esperada intervención del homenajeado, y previsiblemente futuro alcalde, se posponía hábilmente hasta los postres. Eran las diez de la noche de aquel sábado que, a decir de Bullón, sería histórico. Lástima que Guazo hubiera olvidado preguntar al periodista sobre los motivos que tenía para juzgar de ese modo el inminente porvenir.

—¿Por qué no ha venido Sergio? —preguntó el periodista mientras masticaba ostentosamente una enorme porción de solomillo.

Los demás se miraron unos a otros sin saber bien qué responder. Marcos se sintió obligado a decir algo.

—Bueno, ya le conocéis —dijo—. Morante nunca fue objeto de su devoción.

—Nadie es objeto de devoción de tu hermano —repuso Sigler—. Siempre nos trató a todos como si fuéramos imbéciles.

—Eso no es justo —dijo Trejo, pero sin demasiada convicción—. Es cierto que su pasión por Holmes le llevaba a comportarse a veces de un modo desconsiderado, pero siempre fue un buen amigo.

—¿Ah, sí? —intervino Bullón—. ¿También lo fue cuando se quedó con tu novia?

Trejo apretó los dientes y cerró sus puños con fuerza alrededor de la servilleta. Bullón era un patán y un estúpido.

—Habláis de mí como si yo no estuviera aquí —dijo Clara—. ¿Qué te hace pensar que fue Sergio quien me arrebató de los brazos de Víctor? ¿Acaso os creéis que estáis en el círculo, y que yo no estoy presente? —Clara estaba realmente arrebatadora ahora que la ira había encendido su rostro—. Escucha una cosa, Bullón —dijo, mirando el rostro colorado del periodista—, y que os sirva de una puñetera vez a todos —añadió mirando a Trejo y a Sigler—: yo estoy con quien me da la gana.

Marcos dibujó una sonrisa divertida. «La mujer», pensó mientras intercambiaba una mirada cómplice con Guazo. Marcos Olmos recordó el final de la memorable carta que Irene Norton (de soltera Adler) escribió a Holmes el día en el que lo burló como nadie lo había logrado durante la aventura «Escándalo en Bohemia»: «Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Sherlock Holmes, suya afectísima».

En aquella mesa había dos hombres locamente enamorados de Clara y, en alguna parte del barrio norte, un tercer hombre enamorado se preparaba entre las sombras para tratar de desenmascarar al asesino que había retado a Sherlock Holmes en su persona.

Después de aquella tormenta, el resto de la cena transcurrió en la mesa del Círculo Sherlock con una tensa calma, pero sin sobrepasar los límites de la urbanidad y la cortesía. Entre plato y plato los comensales recordaron algunos momentos pasados en la librería de viejo que Víctor Trejo había convertido en sede de las tertulias.

—Aún la conservo —dijo. Aquel anuncio sorprendió a todos—. Está todo exactamente igual que entonces. De vez en cuando me escapo a Madrid y en lugar de dormir en un hotel me instalo allí varios días.

La cena sirvió también para que Bullón alardease de su extraordinario olfato periodístico exhibido durante los sucesos de los que todo el mundo hablaba. Y Marcos se vio en el aprieto de dar explicaciones sobre su decisión de raparse el cabello al cero. En cuanto a Guazo, todos habían hecho comentarios discretos en privado sobre su evidente declive físico, pero solo Bullón tuvo el mal gusto de preguntarle en público a qué se debía que tuviera aquella pinta.

Guazo lo miró con indiferencia. Y luego paseó la mirada por los rostros de los demás comensales.

—Digamos que soy el soldado de la piel descolorida[104], pero más fatigado aún —respondió, pintando una sonrisa amarga en su boca.

En ese momento se sirvieron los postres, y llegó el instante que todos esperaban. El doctor Heriberto Rojas hizo una seña solo perceptible para el hombre que debía ejecutar la orden. De pronto, comenzó a sonar una música solemne, las luces de la sala disminuyeron su intensidad y un invisible foco descargó un chorro de luz exclusivamente sobre la figura alta y desgarbada de Jaime Morante.

El profesor y candidato a la alcaldía se levantó de su asiento con estudiada parsimonia. Sus acostumbradas ojeras habían sido maquilladas hábilmente, y sus cada vez más escasos cabellos se habían peinado hacia atrás con brillantina. Su habitual mirada fría, que le concedía cierto aspecto de reptil, había sido sustituida de un modo inexplicable por una expresión cálida, falsamente acogedora. Y, finalmente, se escuchó su voz susurrante y untuosa.

—Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su pensamiento —dijo Morante en el comienzo de su discurso.

Los miembros de la mesa destinada al Círculo Sherlock se miraron entre sí. Todos conocían esa frase. No dejaba de ser significativo que el homenajeado hubiera elegido precisamente las palabras que James Moriarty dijo a Holmes en la aventura titulada «El problema final».

—Y todo lo que tengo que decir lo han visto ustedes en mis actos y, si Dios quiere, lo verán en mi trabajo diario al frente de la alcaldía de esta ciudad —añadió Morante, haciendo una estudiada pausa.

La sala prorrumpió en una cerradísima ovación. Se escucharon gritos desde las filas políticas de Morante exigiendo de inmediato la alcaldía para su líder.

El homenajeado alzó sus manos como si fuera un Mesías y solicitó silencio.

—El libro que mi estimado amigo el doctor Rojas ha coordinado —continuó, dedicando una mirada al médico extremeño, el cual asintió visiblemente emocionado— retrata perfectamente los cambios que mi pueblo ha conocido estos años, y también los míos propios. Sin embargo, el avance, el progreso, no se detiene. Aún podemos cambiar más, y yo quiero estar a la cabeza de ese cambio. Quiero ser el motor de ese cambio. Un cambio que, a pesar de todo, no puede olvidar el pasado. No quiero olvidar el pasado de esta ciudad, porque ese pasado es nuestra raíz, la misma que ahora parece desdibujarse. El aroma y el color de nuestra ciudad se confunden y se diluyen entre costumbres y colores de piel que no son los nuestros.

Un espeso silencio se adueñó del local. Morante estaba pulsando las teclas que hacían sonar la sinfonía de su ambiguo discurso político, sustentado únicamente por la llamada visceral a las costumbres y a un pasado local que jamás regresaría.

—Algunos me han acusado de racista —dijo Morante de un modo solemne—. Pero no lo soy. Solo soy un hijo de esta ciudad. Y un hijo ama a su madre por encima de todas las cosas. Y, como hijo, defiendo a mi madre y a su pasado sin que me tiemble el pulso.

Los aplausos estallaron de un modo tímido hasta convertirse en una atronadora ovación. El público se había puesto en pie, y los miembros del Círculo Sherlock, anonadados, se vieron en la obligación de imitar a los doscientos comensales. De modo que, levantados ante sus sillas, aplaudieron de un modo comedido. Pero la sangre de todos ellos se heló al escuchar las palabras finales del discurso de Morante.

—A quienes esperen verme un día en el banquillo de los acusados por defender a mi ciudad, les digo que nunca me verán. Si esperaban vencerme, yo les digo que nunca lo harán. Y, si cuentan con la suficiente inteligencia como para acarrearme la destrucción, estén seguros que yo no me quedaré atrás. —Morante paseó su mirada por la sala y dejó que sus palabras hicieran el efecto deseado.

Entonces estalló el griterío. Se escucharon propuestas de llevar directamente al candidato Morante a la casa consistorial aquella misma noche. No les parecía necesario celebrar elecciones, puesto que aquel hombre superaba ampliamente a sus adversarios políticos en garra, en inteligencia y especialmente en amor a aquella ciudad.

Nadie reparó en que Morante dedicó su última mirada durante el discurso a la mesa donde estaban acomodados los miembros del Círculo Sherlock. Solo ellos sabían que aquellas últimas palabras las había pronunciado James Moriarty anunciando a Holmes que lo mataría si intentaba detenerlo.

Eran las doce de la noche cuando Graciela se despertó sobresaltada y empapada en sudor. Había tenido un mal sueño. Un sueño en el que se veía a sí misma echando las cartas en un lugar que le resultaba vagamente familiar. Estaba rodeada de hombres y mujeres que comían en silencio. Los comensales parecían proceder de diferentes países, y ninguno le prestaba la menor atención. Todos sorbían la sopa que degustaban como si ella y sus cartas fueran invisibles.

Por su parte, los arcanos miraban indiferentes a Graciela anunciando la muerte de dos de aquellas personas. De pronto, Graciela reconoció el lugar en el que se encontraba durante el sueño: la Casa del Pan. La imagen del sueño se desvaneció y fue sustituida por otra en la que dos cuchillos cayeron sin piedad sobre el cuerpo de dos mujeres. Entonces, Graciela se despertó.

¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer?

Pasaban diez minutos de la medianoche cuando Graciela salió a la calle. Llovía intensamente y hacía frío.