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26 de septiembre de 2009

El acostumbrado artículo de Tomás Bullón había sobrecogido a todos los vecinos del barrio aquella mañana. Algunos hombres, al leerlo, trataban de tranquilizar a sus mujeres argumentando que la prensa siempre exagera, y que seguramente el columnista había adornado los hechos añadiendo datos falsos, producto de su propia imaginación. Aun así, Bullón no había falseado nada. Todo lo que su artículo recogía a propósito del modo en que encontraron la muerte Elisabeth Stride y Catherine Eddowes era cierto.

Aquel día lluvioso, triste y melancólico se abrigó con la sombra del miedo desde el mismo momento en que los quioscos de prensa comenzaron a vender el diario del día. Las historias de Bullón, como las viejas narraciones de sir Arthur Conan Doyle, se habían convertido en una novela por entregas. Todo el mundo hablaba de aquellos crímenes, y unos y otros opinaban sobre el autor de los relatos. Para unos, Bullón era un oportunista que había encontrado en los sucesos recientes un filón que no estaba dispuesto a dejar, aunque para ello tuviera que retorcer los hechos para que cuadraran en sus sensacionalistas narraciones. Para empezar, recordaban, comparar su barrio con Whitechapel en el siglo XIX era un insulto a la inteligencia. Pero, para otros, el periodista era poco menos que un héroe, que ofrecía a la gente del pueblo los datos que las autoridades, y sobre todo la policía, querían silenciar.

La policía había ofrecido una multitudinaria rueda de prensa en la que el comisario Gonzalo Barredo se mostró comedido, pero sin ocultar su orgullo por haber atrapado a la culpable de aquellos delitos, una mujer rusa llamada Raisa Vorobiov. Pero Bullón había sacado a relucir en sus artículos la existencia de discrepancias en el seno de la policía a propósito de la autoría de esos crímenes.

Toda la ciudad, y en especial en el barrio norte, leía los artículos del famoso reportero con una mezcla de curiosidad y temor. ¿Y si el asesino seguía en la calle? ¿Sería capaz de cometer un doble asesinato? Si la policía se equivocaba, ¿quién libraría a los vecinos de aquel demonio?

Jorge Peñas, el presidente de la asociación de vecinos, no trabajaba aquel sábado. A primera hora ya había adquirido su periódico y prefirió leer el contenido en una cafetería en lugar de hacerlo en su casa. Su esposa, Merche, estaba aterrada. Últimamente, Merche apenas salía de su casa por temor a encontrar la muerte prendida del filo de un cuchillo a la vuelta de cualquier esquina. Peñas no quería alarmarla aún más, de modo que pidió un café y un zumo de naranja, y se sentó en una mesa apartada del bullicio de la barra.

Liz Stride apareció en aquel patio de Dutfield's Yard tirada en el suelo, sobre su costado izquierdo, y con los ojos mirando sin ver el muro derecho. Su mano derecha estaba manchada de sangre, lo que el doctor George B. Phillips consideró como un dato singular, puesto que no tenía herida alguna y apareció reposando plácidamente sobre el pecho. Sin embargo, algunos investigadores, como Patricia Cornwell, afirman que las manchas de sangre en la mano se debieron a que Liz, al sentir que había sido degollada, puso su mano sobre la herida de un modo instintivo.

Un vez más, la interpretación forense fue errónea, puesto que a Elisabeth no la atacaron de frente y no la tiraron al suelo antes de degollarla, como supuso el doctor Phillips. Si así hubiera sido, ella posiblemente hubiera luchado, seguramente hubiera gritado pidiendo auxilio, pero nadie escuchó grito alguno. Lo más probable es que Jack, como acostumbraba, la atacara por la espalda.

En lo que sí parece haber cierto consenso, al menos entre quienes creen que a Liz también la asesinó Jack, es en creer que el Destripador fue interrumpido por el vendedor de baratijas Louis Diemschutz y su carro. La inoportuna aparición de Louis hizo que Jack no pudiera terminar su sangriento trabajo. A Liz no le cortaron el abdomen dejando a la intemperie sus tripas, como le ocurrió a Mary Ann Nichols; y tampoco fue mutilada del modo brutal en que lo fue Annie Chapman, a la que habían sacado los intestinos para dejarlos junto a su hombro. A Liz, simplemente, le cortaron el cuello: una incisión trazada de izquierda a derecha. El surco mortal se inició alrededor de seis centímetros por debajo de la mandíbula y mantuvo su rumbo penetrando unos dos centímetros por dentro de la carne de Liz hasta desgarrar vasos sanguíneos, músculos y tejidos. La carótida izquierda fue cortada como si hubiera sido la cinta de la inauguración de una obra pública. El puñal de Jack dejó de roturar el cuello de Stride cinco centímetros por debajo de la mandíbula derecha.

Liz murió desangrada. Algunos doctores dijeron que, antes de rajarle el cuello, Jack la había asfixiado con el pañuelo que lucía alrededor de la garganta, pero tampoco está claro que así ocurriera. Algunos investigadores echan de menos sangre salpicando las paredes si le cortó el cuello estando ella de pie; otros proponen que tal vez Liz estaba de espaldas pero agachada, ofreciéndose a su cliente, de modo que la sangre empapó la pechera de su vestido.

Pero ¿qué arma utilizó Jack?

Ese enigma pareció resolverse de pronto al día siguiente, cuando Thomas Coran, que trabajaba como empleado en un almacén de cocos, encontró junto al número 252 de Whitechapel Road un cuchillo de algo más de veinticinco centímetros de largo. Se trataba de una especie de daga que tenía uno de los lados de la hoja afilada. Estaba manchado de sangre seca, y alrededor del mango había un pañuelo doblado.

Coran no tocó el arma. Llamó a la policía, y luego el cuchillo fue examinado por los doctores Phillips y Frederick Blackwell, los cuales desestimaron que aquella fuera el arma empleada para matar a Liz Stride. Según su peritaje, se trataba de un cuchillo demasiado romo para haber cortado el cuello de la viuda sueca de aquella manera.

El hecho de que Liz no sufriera las mismas mutilaciones que las víctimas anteriores ha llevado a algunos ripperólogos a negar que Stride hubiera sido asesinada por Jack. Para ellos, la teoría de que Jack fue interrumpido en su labor no es suficiente como para explicar lo ocurrido.

Lo verdaderamente cierto es que Michael Kidney, el hombre con quien Liz compartía su vida en aquella época, reconoció al día siguiente el cuerpo de la sueca. La impresión fue tan fuerte que el irlandés se derrumbó. No había visto a Liz desde el martes 25 de septiembre, aseguró, y culpó al alcohol de las disputas que ambos habían mantenido y los habían separado.

A Elizabeth le dieron santa sepultura el sábado, 6 de octubre, en el cementerio de East London Co. Ltd, Plaistow, Londres, E13. Tumba 15509, plaza 37…

Jorge Peñas sintió que se le revolvían las tripas, y no era por culpa del café que había tomado. El café era excelente, lo mismo que el zumo de naranja que apuró de un solo trago. Simplemente, no podía soportar la imagen que se le había metido en la cabeza: en lugar de a Liz Stride, Peñas veía a su esposa tirada en el suelo, degollada en cualquier callejón.

Peñas contuvo una arcada y, cuando se sintió con fuerzas suficientes como para levantarse de la mesa sin llamar la atención, abonó la cuenta dejando el dinero sobre el mismo platito en el que el camarero le había traído la nota. Después, salió a la calle dejando el periódico junto a la taza de café vacía.

El padre Baldomero había dicho misa a las doce de la mañana de aquel sábado. Cristina lo vio salir minutos después por la puerta de la sacristía. Ella no había ido a misa; de hecho, nunca iba, y eso a pesar de que Baldomero le recriminaba su actitud medio en broma, medio en serio.

La joven gritó el nombre del sacerdote y agitó la mano. Iba vestida con unos pantalones vaqueros oscuros, un chaquetón de color azul marino que resaltaba aún más el cielo de su mirada y llevaba el cabello rubio recogido. Cristina se protegía de la lluvia con un paraguas de color verde.

Baldomero corrió hacia ella tratando de escapar de los proyectiles de agua que caían del cielo. Cuando llegó hasta Cristina, buscó amparo bajo el paraguas. Los dos se sintieron demasiado cerca uno del otro. Cristina sonrió nerviosa, mientras que Baldomero hizo un comentario sobre el mal tiempo visiblemente azorado.

—¿Tienes tiempo para un café? —preguntó el joven cura.

Ella dijo que sí.

En la puerta de la cafetería estuvieron a punto de chocar con Jorge Peñas. Los tres se conocían, y Baldomero simpatizaba con el dirigente vecinal. Sabía que era un buen hombre a quien todo aquel asunto de los asesinatos le estaba poniendo en una difícil situación en el barrio. Peñas siempre había estado a favor de la integración de los inmigrantes y era un fiel colaborador de Baldomero en su proyecto de la Casa del Pan.

Peñas ni siquiera reparó en la pareja. Baldomero y Cristina lo vieron alejarse corriendo bajo los balcones, tratando de encontrar burladero ante la lluvia.

La barra de la cafetería estaba repleta de clientes. Cristina señaló una mesa vacía sobre la cual alguien había abandonado un periódico. La pareja se sentó y descubrió que el anterior lector de aquel diario había dejado abiertas las páginas mostrando el artículo que Tomás Bullón había firmado aquel día.

El doctor Gordon Brown fue el responsable de la autopsia que se practicó a Catherine Eddowes en el City Mortuary en la tarde de aquel día 30 de septiembre. Las heridas que presentaba su cuerpo habían impresionado a los médicos cuando la examinaron en la fría y oscura plaza Mitre. Un corte de diecisiete centímetros en su garganta había sido, sin duda, la causa de la muerte de Catherine. El arma se había llevado por delante tejido muscular, había roto la laringe y seccionado las estructuras profundas hasta llegar al hueso. El corte arrancaba unos tres centímetros por debajo de la oreja izquierda, cuyo lóbulo seccionó, y avanzaba impasible ante la vida que segaba a su paso hasta llegar a un punto situado siete centímetros por debajo del lóbulo de la oreja derecha.

La arteria carótida había sido dañada, y también la vena yugular interna había resultado desagarrada como consecuencia de la acción criminal producida por un cuchillo extremadamente afilado y puntiagudo; la misma arma se había empleado en las brutales agresiones posteriores que sufrió Catherine…

—¡Dios mío! —murmuró Cristina, al tiempo que apartaba de su vista el periódico.

El padre Baldomero, en cambio, siguió leyendo. Una extraña fascinación parecía haberse apoderado de sus ojos. A medida que avanzaba en su lectura, la expresión de su rostro varió, hasta el extremo de que Cristina no lo reconoció. ¿Era ira o miedo, lo que se dibujaba en la cara de su amigo?

La hemorragia producida por aquel corte fue mortal. Catherine debió de fallecer de inmediato, pero su cuerpo iba a ser profanado hasta extremos que hasta aquel momento Jack no había alcanzado.

El Destripador mutiló salvajemente el rostro de su víctima. El párpado inferior derecho presentaba un corte de más de medio centímetro, mientras que el párpado superior ofrecía un tétrico aspecto como consecuencia de otro corte.

Jack parecía odiar el rostro de Catherine. Su cuchillo atravesó el puente de la nariz de la prostituta, alcanzó el hueso y prosiguió desgarrando la carne hasta llegar a la mejilla derecha. A su paso, el rostro de Catherine se abrió ofreciendo un aspecto inédito.

De un tajo profundo y oblicuo, Jack cercenó casi por completo la punta de la nariz. Después, acuchilló el labio superior de su víctima hasta besar con el filo de su arma la encía superior de los incisivos. Un trocito de la aleta de la nariz salió despedido como consecuencia de los ataques de Jack, quien, no contento aún con la obra realizada, se entretuvo en rasgar las mejillas.

Pero Jack aún no había firmado su obra.

Hundió su cuchillo en el abdomen de Catherine. Un terrible corte recorría el cuerpo de la mujer desde el pubis hasta los huesos del pecho. Como consecuencia de aquella acción, el hígado resultó rasgado. Varios cortes más tuvieron el espantoso resultado de destripar a Catherine. Las puñaladas se sucedieron: en el bajo vientre, en la ingle izquierda, en el muslo…

La mujer estaba muerta, de modo que la sangre no debió de manchar demasiado a Jack, que pareció divertirse durante unos segundos mientras sacaba los intestinos de Catherine y los desenrollaba. A continuación, colocó los intestinos en el hombro derecho de la mujer. Luego, cortó parte del colon. Según algunos autores, colocó sesenta centímetros de ese órgano entre el brazo derecho y el tronco; el Daily Telegraph, en cambio, señaló que ese segmento del colon fue enrollado e introducido en la herida del lado derecho del cuello. Brown propuso que, tal vez, la disposición de los intestinos sobre el hombro de la víctima, igual que en el caso de Annie Chapman, pudiera responder a algún tipo de ritual masónico. Algunos investigadores, no obstante, creen que el criminal actuó de ese modo simplemente para ver mejor en el interior del cuerpo de su víctima.

Lo cierto es que, tras herir nuevamente el hígado y el páncreas y desprender el bazo, Jack se tomó la molestia de extirpar el riñón izquierdo de Catherine. En su informe, el doctor Brown se asombró de la destreza del Destripador y señaló que parecía como si el autor de aquella barbaridad conociese la posición exacta del riñón antes de proceder a realizar los cortes. De este modo, la hipótesis de que Jack fuera alguien con conocimientos anatómicos volvía al primer plano de la actualidad.

Autores como Sam Flynn se unen a la idea de Patricia Cornwell de negar que Jack tuviera conocimientos médicos. En su opinión, los cortes que la víctima presentaba en el rostro (más de nueve) habían sido realizados al azar y eran el resultado de la acción desenfrenada de un loco. Jack acuchilló los ojos de Catherine en un intento desesperado de cerrárselos. Sin embargo, otros autores creen advertir algún mensaje intencionado en los dos cortes en forma de «V» invertida, apuntando hacia los ojos, que presentaban las mejillas.

El asesino rasgó la membrana que recubre el útero y seccionó la matriz. Pero la vagina estaba intacta. Flynn, por su parte, minimiza la supuesta destreza quirúrgica de Jack y sostiene que la extracción del riñón izquierdo y del útero no fue tan precisa como se ha dicho. Si Jack hubiera sido tan virtuoso, asegura Flynn, no hubiera precisado tantos cortes para extraer un par de órganos.

Durante la autopsia estuvieron presentes los doctores George Phillips y William Sedgwick Saunders, los cuales tampoco eran favorables a la idea de que Jack fuera un ilustrado con conocimientos quirúrgicos.

El doctor Brown, por su parte, concluyó que las heridas habían sido producidas por un cuchillo puntiagudo, pues de otro modo sería difícil ejecutar los cortes que se advertían en el rostro de Catherine, pero el filo del arma no debía ser inferior a los quince centímetros, pues al menos se precisaba esa medida en el arma para acometer los destrozos producidos en la zona abdominal.

El corte de la garganta fue tan profundo y brutal que la víctima no pudo gritar, y mucho menos pelear por defender su vida. Jack realizó el resto de su macabra obra cuando el cuerpo sin vida de Catherine estaba en el suelo. Y, a pesar de la escasa luz que había en la plaza, demostró gran pericia en su trabajo, además de una enorme sangre fría. La plaza tenía tres accesos diferentes, de manera que podía ser sorprendido en cualquier instante, y aun así empleó no menos de cinco minutos en hacer los cortes del rostro, según los cálculos que el doctor Brown ofreció en su informe…

—¿Crees que alguien puede ser capaz de hacer algo así aquí? —dijo Cristina con un hilo de voz mientras miraba a los ojos a Baldomero.

El joven párroco la miró de un modo extraño. Resultaba evidente que la lectura del artículo le había causado una fuerte impresión. Baldomero cerró los ojos y suspiró antes de responder.

—¡Dios quiera que no, Cristina! —exclamó mientras colocaba entre sus manos la mano derecha de la muchacha—. ¡Dios quiera que no!

Testigo silencioso de los deseos del párroco fueron las últimas frases con las que Bullón había decidido concluir su sensacionalista y alarmante artículo. Se trataba de la lista de las pertenencias que Catherine Eddowes llevaba encima en el momento de su muerte, según The Times:

Llevaba un abrigo negro con cuello de imitación de piel y tres grandes botones de metal. Su vestido era de un verde oscuro, con margaritas y lirios dorados. También llevaba una blusa blanca, una falda de estameña y unas enaguas de alpaca verde, camisa blanca y medias de color marrón remendadas en los talones con hilo blanco. Un gorrito de paja negra, adornado con cuentas del mismo color y unas cintitas de terciopelo verde y negro.

Calzaba un par de botas de hombre, y lucía también un delantal blanco y viejo, aparte de un trozo de bufanda alrededor del cuello. También se halló en su poder un trozo de cuerda, un pañuelo barato blanco con el reborde rojo, una cajita de cerillas con algodón, un monedero de tela blanca que contenía una navajita con mango de hueso blanco, muy romo, dos pipas cortas de barro, un paquete de cigarrillos… y, en un bolsillo, cinco pastillas de jabón, una cajita de hojalata con té y azúcar, los restos de unos prismáticos, un pañuelo triangular y, en otro bolso muy grande, se le encontró un peine, un mitón colorado y un ovillo de hilo…

Pero un demonio se había llevado lo más precioso de Catherine Eddowes: su vida.