25 de septiembre de 2009
A primera hora de la mañana, Raisa Vorobiov fue detenida en el piso en el que vivía la familia. La mujer gritó desesperada al ver el llanto en los ojos de sus hijos y ofreció toda la resistencia que pudo, que se resumió en una patada en la entrepierna a Higinio Palacios y un soberbio gancho de derecha que se estrelló en el ojo izquierdo del inspector Estrada. Finalmente, dos agentes la redujeron y se la llevaron. A los niños los metieron en otro coche patrulla.
La zona más sensible del cuerpo del inspector Palacios conoció los momentos más dolorosos de su vida, pero lentamente el tormento fue amainando. Si quedó alguna huella del puntapié, solo él lo supo. En cambio, el tremendo moratón que lucía en su ojo izquierdo el inspector Estrada iba a provocar más de una burla en la comisaría, y eso a pesar de haberse convertido en el héroe que, por fin, había arrestado a la asesina que buscaban.
Las indagaciones de los últimos días habían puesto a Estrada tras una pista inesperada. Había sido tan minucioso que volvió a interrogar a todas las personas a las que se había investigado desde el primer día. Hizo que Gregorio Salcedo, el vecino que encontró el cadáver de Daniela Obando, repitiera punto por punto su declaración. Después, exigió un nuevo esfuerzo a la anciana Socorro Sisniega para que recordara el momento en el que descubrió en el patio trasero de la manzana de viviendas en la que vivía el cuerpo sin vida de Yumilca Acosta. Más tarde, interrogó a los vecinos, a los taxistas que estaban de servicio aquellas noches, revisó de nuevo las cámaras de seguridad de las oficinas bancarias y también interrogó a los operarios de la limpieza que madrugaban para comenzar su actividad. Y precisamente dos de esos hombres hicieron un comentario que resultó trascendental.
Uno de aquellos operarios ya había sido interrogado en su momento, y declaró entonces lo mismo que le dijo a Estrada. No había visto a ningún hombre rondando las calles donde aparecieron los cadáveres. Sí, reconoció, algún vehículo había pasado mientras iba de camino a su trabajo. Pero no había visto a ningún hombre, tan solo se había cruzado con una mujer la noche del primer crimen.
—Era una noche de tormenta —recordó—. Llovía a cántaros. Me suelo cruzar con esa mujer con frecuencia los fines de semana —añadió.
En la noche en que fue asesinada Yumilca, otro operario de la limpieza había visto a una mujer alta y rubia, arrebujada bajo un chaquetón negro, caminando apresuradamente por la acera de una calle colindante al lugar del crimen. Pero, como todo el mundo buscaba a un hombre, no le dio importancia alguna a aquella mujer.
Raisa Vorobiov limpiaba los fines de semana los salones de una sala de bingo que existía en el barrio, a unos quinientos metros de donde vivía. Su trabajo la obligaba a madrugar para que, por la mañana, todo estuviera impecable. La parroquia del local era abundante en las noches del viernes, del sábado y del domingo. Raisa limpiaba durante la madrugada del sábado, del domingo y del lunes.
Estrada miró el calendario. Comprobó que el crimen de Daniela tuvo lugar en la madrugada del lunes; el de Yumilca, cuando estaba a punto de amanecer el sábado. La descripción que los dos operarios le dieron lo condujo directamente hasta Raisa. Y entonces supo la razón por la cual Serguei Vorobiov se había declarado culpable: sabía que la verdadera asesina era su esposa. Indagaciones posteriores le convencieron de que estaba en lo cierto. Raisa había discutido en ocasiones con Daniela Obando, con quien compartían piso, y se mostraba especialmente belicosa con las prostitutas del barrio.
Cuando le apretaron las clavijas a Serguei diciéndole que su esposa había sido detenida y que los niños iban a necesitar un padre para no terminar en manos de las instituciones públicas, el músico se vino abajo. Entre lágrimas, declaró que él no había hecho nada, y que no sabía si su esposa tenía algo que ver con aquellas muertes, pero temía que así fuera.
—¿Por qué temía usted tal cosa? —preguntó Higinio Palacios.
Los labios de Serguei temblaban. No sabía si debía contar aquella historia o no, pero pensó en sus hijos. Sus hijos lo eran todo para él. De manera que acabó por contar la vieja historia de la joven Raisa disparando a las dos prostitutas con las que su padre engañaba a su madre.
—Ella odia a las prostitutas —gritó—. ¿Lo entienden? Por eso pensé que tal vez ella… —Rompió a llorar.
De modo que una Raisa de diecisiete años —no alcanzó la mayoría de edad hasta unas horas más tarde —había matado a dos prostitutas en Moscú con la pistola de su padre, un pez gordo del Partido Comunista. El cerebro de Estrada procesó los datos. Aquella mujer odiaba a las mujeres que se dedicaban a la prostitución, y ahora sabía el motivo. Aun así, en todos los interrogatorios Raisa negó las acusaciones que se vertían contra ella.
El inspector Estrada convenció al comisario Barredo de que todo estaba controlado. El misterio se había aclarado y era cuestión de tiempo que la rusa cantara, además de tocar el violín. Estrada rio su propia ocurrencia.
Sergio había pasado toda la noche estudiando el doble crimen de Jack el Destripador la noche del 30 de septiembre de 1888. Los hechos planteaban tal cúmulo de preguntas que en los viejos tiempos del Círculo Sherlock se habían establecido acalorados debates entre sus miembros a propósito de los diferentes agujeros negros que el relato oficial mostraba.
Si sus cálculos eran correctos, Sergio temía que dos días más tarde algo parecido pudiera ocurrir en el barrio norte, y se había propuesto evitarlo, si era posible.
Repasó una vez más las últimas horas de la vida de Elisabeth Stride.
Entre las diez y las once horas del día 29 de septiembre, Liz estuvo en la cocina de su pensión charlando con una amiga, Catherine Lane. Antes de marcharse, dejó en custodia a Lane un trozo de terciopelo verde. Después, salió a la calle. El guardia de la pensión, Thomas Bates, declaró posteriormente que la sueca parecía contenta.
Como era costumbre entre aquellas pobres mujeres, Liz llevaba puesta aquella noche toda la ropa que poseía: dos enaguas, una camiseta blanca, medias de algodón blancas, un corpiño negro, una falda y una chaqueta del mismo color, y un pañuelo de colores anudado al cuello.
A las doce menos cuarto, William Marshall, un obrero que vivía en Dorset Street, la vio besarse con un hombre cuya cara no pudo ver porque se encontraba de espaldas. El tipo vestía un abrigo corto de color negro, sus pantalones eran oscuros y lucía una gorra de marinero. Según declaró posteriormente Marshall, el desconocido, que estaba afeitado, le dijo a Liz: «Dirás cualquier cosa menos tus oraciones». Liz rio la ocurrencia de su acompañante.
A las doce treinta y cinco de la noche, Liz aún estaba viva. Así lo confirmó el agente número 452 de la División H, William Smith, que solía pasear en su ronda por Dorset Street. El agente se mostró muy seguro de que la mujer que había visto en compañía de un hombre a esa hora era Liz Stride. Cuando le mostraron el cadáver, no tuvo la menor duda. Aseguró que el desconocido que acompañaba a la sueca tenía alrededor de veintiocho años, vestía un abrigo negro, pantalones oscuros y gorra de cazador. Su altura rondaba el metro setenta y tres, añadió el agente. Le pareció un hombre respetable y advirtió que llevaba un paquete de unos cuarenta centímetros por veinte de ancho envuelto en papel de periódico.
A la mañana siguiente el sargento detective White obtuvo un dato que luego resultó desconcertante y sirvió para aliñar una de las leyendas que han circulado alrededor de los crímenes de Jack. El sargento interrogó a Matthew Packer, dueño de un puesto de fruta y verdura en el número 44 de la Berner Street. Packer afirmó que la noche anterior había visto a Liz Stride en compañía de un hombre robusto, de mediana edad, vestido con un sombrero de ala ancha y ropa oscura. El sujeto medía alrededor de un metro setenta y entró en su tienda alrededor de las doce menos cuarto, la misma hora en la que William Marshall afirmó haber visto a Liz besarse con un hombre.
De creer el relato de Packer, el acompañante de la sueca preguntó por el precio de las uvas, a lo que el comerciante respondió que las negras costaban seis peniques, mientras que las verdes solo valían cuatro. El desconocido, según la declaración de Packer publicada en Evening News el 4 de octubre, compró media libra de uvas negras. A Packer le pareció un oficinista, y aseguró que su voz era ronca.
Si Packer no mintió, Liz y su acompañante permanecieron alrededor de media hora junto al escaparate de la tienda de frutas, hasta que finalmente se encaminaron hacia el patio donde estaba el club de los obreros socialistas. Según calculó Packer, serían las doce y cuarto cuando los perdió de vista.
De admitir la declaración de Packer, veinte minutos después sería cuando el agente Smith la vio con un hombre que llevaba una gorra de cazador y un misterioso paquete envuelto en papel de periódico. La gorra de cazador no coincidía con el sombrero de ala ancha del que habló Packer. Sin embargo, el supuesto racimo de uvas que tal vez Jack compró a Packer se convirtió en una leyenda.
Según algunos investigadores, un racimo de uvas apareció junto al cadáver de Liz. The Times publicó que el racimo estaba en la mano derecha de la mujer, pero algunos investigadores, como Patricia Cornwell, aseguran que lo que tenía en su mano era un ramillete de culantrillos. Por su parte, la señora Rosenfield, que vivía en el número 14 de Berner Street, afirmó, según el escritor Tom Cullen, haber visto a la mañana siguiente un racimo de uvas tirado en el suelo en el mismo lugar donde fue encontrada Elisabeth Stride; un hecho que corroboró su hermana, Eva Harstein.
Sergio leía los datos que tenía sobre la muerte de Elisabeth Stride fascinado y sobrecogido a la vez. Conocía la historia de memoria, pero cuanto más la repasaba, más lagunas advertía en el relato. ¿Cómo era posible que a las doce treinta y cinco el agente William Smith la viera con vida, más allá del romántico detalle del racimo de uvas, y que veinticinco minutos después apareciera degollada sin que nadie viera al asesino?
Además, había otras declaraciones que ajustaban aún más los tiempos en los que todo ocurrió:
A la una menos cuarto, Israel Schwartz tuvo un encuentro que le heló la sangre. Al día siguiente narró en la comisaría de Leman Street lo que había visto aquella noche. Afirmó que vio a Liz Stride desde la esquina de Commercial Road con Berner Street. Estaba con un hombre a la entrada del patio donde se encuentra el club obrero. El hombre la empujó para que entrara en el oscuro patio, pero ella se resistió. Cuando Israel estaba a punto de intervenir, advirtió que había otro hombre en la acera de enfrente. El segundo hombre encendió una pipa y miró en dirección a Israel desde la oscuridad. El que golpeaba a Liz llamó al de la pipa.
—Lipski —dijo.
Israel vio que el hombre de la pipa se dirigía hacia él y se alejó de allí, pero su perseguidor lo siguió durante un trecho. En la comisaría, Israel aseguró que aquel hombre era fuerte, ancho de hombros, medía alrededor de un metro sesenta y cinco centímetros, tenía bigote, pelo castaño, y vestía abrigo negro y sombrero.
De manera que Liz aún estaba viva a la una menos cuarto, pensó Sergio.
Los interrogatorios que la policía realizó al día siguiente ajustaron aún más la franja horaria en que se cometió el crimen. Un impresor socialista llamado William West, vecino del número 40 de Berner Street, afirmó haber permanecido en la reunión del club hasta las doce y media. En ese momento, dijo, en el patio no había nadie. A la una menos cuarto pasó por allí Morris Eagle, también miembro del club, y no vio nada extraño. Y lo mismo dijo Joseph Lave.
Pero cuando el reloj de la iglesia de Santa María de Whitechapel anunció la una de la madrugada, Liz Stride estaba muerta. Lo sabemos porque justo en ese momento su cadáver espantó al poni que tiraba del carro donde Louis Diemschutz llevaba sus mercancías.
Louis regresaba a su casa después de que aquella noche fría, oscura y lluviosa se hubiera saldado para él de la peor manera posible. Había colocado su tenderete lleno de bisutería junto al Cristal Palace a la espera de que, tras el espectáculo, los espectadores compraran algo. Pero la lluvia los espantó.
Por esa razón, Louis decidió recoger su tenderete y regresar a casa. El club solía estar abierto los sábados hasta bien entrada la noche. El programa consistía en una conferencia y su posterior debate —aquella noche versó sobre los motivos por los cuales los judíos debían ser socialistas—, y a continuación había espectáculos musicales.
El club estaba situado en uno de los costados del patio de Berner Street. Al otro lado se dibujaba una fila de casitas en las que vivían sastres y cigarreros, los cuales declararon no haber escuchado nada extraño aquella noche. Pero tal vez fueron las canciones que sonaban en el club lo que impidió que oyeran los gritos de Liz Stride.
Posiblemente, el traqueteo del carrito hizo que Jack tuviera que interrumpir su tarea. O al menos eso piensa la mayoría de los investigadores. Louis, al ver el cuerpo, entró en el club y pidió ayuda. Después se avisó a la policía. Se impidió salir a nadie del club hasta las cinco de la madrugada. Todos los presentes fueron interrogados y se examinaron sus ropas y manos en busca de restos de sangre, pero no se encontró nada sospechoso. El asesino había huido, increíblemente, sin ser visto por nadie. O tal vez sí, porque Cornwell menciona en su investigación que una mujer que vivía en el número 36 de Berner Street declaró haber visto a un hombre joven caminando a paso ligero en dirección a Commercial Road. Afirmó que, gracias a la luz que salía de las ventanas del club obrero, advirtió que el desconocido llevaba una cartera Gladstone, frecuentemente usada en la época por los médicos.
Sea como fuere, Jack huyó. Tras él quedaba el cuerpo sin vida de Liz: desangrada, con la tráquea seccionada, el sombrero de crepé negro abandonado y desorientado, con un racimo de uvas (o un ramillete de culantrillos) en la mano derecha, un paquetito de caramelos en la mano izquierda, el abrigo y el vestido desabrochados, y en los bolsillos restos de su humilde vida (dos pañuelos, un dedal de latón y una madeja de hilo negro).
Sergio levantó la vista del informe mientras dos lágrimas solitarias recorrían sus pómulos.
A las cinco de la tarde el inspector Diego Bedia recibió un recado: un hombre preguntaba por él. Cuando le dijeron el nombre del desconocido, Diego dio un respingo.
Instantes después un hombre alto, bien parecido, de cabello rubio ensortijado en el que se advertían también algunas canas, entró en su despacho.
—Víctor Trejo —se presentó el recién llegado—. Tengo entendido que han estado intentando localizarme en los últimos días.
—Así es —respondió Diego, que aún no se había repuesto de la sorprendente aparición del único miembro del Círculo Sherlock al que aún no conocía—. Resulta verdaderamente difícil hablar con usted. —Diego ofreció un asiento a aquel hombre que vestía un impecable traje azul marengo y adornaba los puños de su camisa con unos gruesos gemelos de oro. Todo en su atuendo parecía impecable: corbata perfectamente anudada, brillantes zapatos italianos, envidiable bronceado y sonrisa salida de un anuncio de dentífrico.
—El dinero no sirve para otra cosa que para ser el dueño de tu tiempo —comentó Trejo mientras tomaba asiento atendiendo a la invitación del inspector—. Me gusta viajar sin dar explicaciones a nadie de adónde voy y cuándo tengo intención de regresar.
—Un poco imprudente, tal vez —apuntó Diego.
—El dinero también sirve para ser todo lo excéntrico e imprudente que se le antoje a uno —sentenció Trejo muy serio.
A pesar de los sucesivos comentarios sobre su imponente fortuna, no había en su tono nada que permitiera concluir que Diego se encontraba ante un presuntuoso hijo de papá. Víctor Trejo no daba esa impresión. Antes al contrario, se podía advertir cierto regusto amargo en sus palabras, como si realmente se viera obligado a soportar la pesada carga de una fortuna que le traía por completo sin cuidado.
—¿Qué quería de mí? —quiso saber el acaudalado andaluz.
Diego necesitó un cuarto de hora para poner a Trejo al corriente de los acontecimientos de las últimas semanas. Y, a juzgar por la expresión que se dibujó en su rostro, el excéntrico latifundista parecía estar recibiendo las primeras noticias sobre todo aquello. O tal vez era un magnífico actor.
Cuando el inspector terminó su relato, Víctor Trejo guardó silencio durante un minuto. Parecía estar reflexionando profundamente sobre lo que acababa de escuchar.
—Creo poder demostrar que yo me encontraba fuera de España en el momento en que sucedieron esos crímenes —dijo con voz firme cuando decidió romper su silencio—. Lo digo por si abrigaban alguna sospecha sobre mí. —Sonrió, mirando a los ojos al inspector—. Por lo demás, debo reconocer que estoy totalmente sorprendido por lo que me ha contado. Hace bastante tiempo que no veo a Sergio Olmos, y ahora resulta que está involucrado en una historia singular. —Guardó silencio de nuevo, como si repasara una vez más todo lo que Diego le había contado—. Con los demás miembros del círculo, coincidí en la entrega del premio que obtuvo Clara —comentó—. Lo único que puedo decirle es que lamento haberme incorporado tan tarde a esta aventura, pero tal vez llego en el mejor momento.
—¿Qué quiere decir?
—A juzgar por todo lo que me ha dicho, debo confesarle que me sucede lo mismo que a Sergio: no creo que ese matrimonio ruso del que me ha hablado sea culpable de esos crímenes.
—¿Y eso por qué? —preguntó Diego con gran interés mientras estudiaba el gesto tranquilo y desenfadado de Trejo.
—Para empezar, hay que conocer mucho a Sergio para lanzarle un reto así —afirmó—. Sergio es muy inteligente, posee una memoria excepcional para muchas cosas, especialmente para todo lo que tiene que ver con Holmes. Pero al mismo tiempo es soberbio, petulante, frío y distante. Un hombre que no se deja querer, en definitiva. —El tono de Víctor seguía siendo sereno, a pesar de la dura descripción que acababa de hacer de Sergio Olmos—. Y no crea que no aprecio a Sergio —añadió Trejo, como si hubiera adivinado por dónde iban los pensamientos del inspector Bedia—, pero es que su carácter es ese.
—Parece que no le tiene usted mucho aprecio —comentó Diego.
—Todo lo contrario —repuso Trejo—. Él y yo estábamos muy unidos en los tiempos del círculo. De hecho, fui yo quien lo invitó a incorporarse a la tertulia, pero es que Sergio es así, como yo le he dicho. Y quien le ha enviado esas cartas lo conoce bien, sabe que es un apasionado de Holmes y trata de humillarlo en su propio terreno; de hecho, el autor de las cartas se tomó la molestia de buscarle en Inglaterra y escribir los mensajes en el propio ordenador de Sergio, según me ha comentado usted. Hay algo personal en todo esto —aseguró, entornando los ojos—; algo muy personal, y terrible.
—De modo que usted cree que el asesino está aún en libertad.
—Sin la menor duda —respondió Trejo—. Esos rusos no conocen a Sergio y, por tanto, no tienen nada personal contra él. Además… —De pronto Trejo se quedó callado, como si hubiera tenido una revelación.
—¿Sí?
—Nada —respondió Víctor, negando con la cabeza. Sin embargo, un viejo recuerdo había alumbrado su mente fugazmente, como un relámpago siniestro—. En todo caso, el asesino conoce demasiado bien las hazañas de Jack el Destripador, y ya habrá oído usted algo sobre las disputas que tuvimos en el círculo a propósito de los motivos por los cuales Holmes no se involucró nunca en aquel asunto.
—Algo sé al respecto —reconoció Diego. Al mirar a aquel hombre, de porte distinguido, el inspector se preguntó cómo era posible que aquella gente se hubiera apasionado de aquel modo por unas aventuras detectivescas.
—En fin. —Trejo se levantó de pronto de su asiento—. Creo que no puedo serle de más utilidad.
—¿Se puede saber por qué se ha presentado usted aquí en este momento? —Diego cayó en la cuenta de que aquella pregunta debía haber sido la primera que debió formular a tan extraordinario personaje.
—Jaime Morante me ha invitado a un acto que tendrá lugar mañana por la noche —dijo Trejo—. Por lo que sé, nos ha invitado a todos los del círculo. Supongo que en su gran noche quiere restregarnos por la cara su éxito, como si a mí me interesaran lo más mínimo él y su carrera de politiquillo.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—Como ya le dije, inspector, el dinero te permite ser todo lo extravagante que quieras. —Trejo guiñó un ojo maliciosamente y añadió—: Además, creo que me voy a divertir en ese homenaje. Morante siempre me ha parecido un patético engreído, y luego tengo algún interés personal en ver a ciertos miembros del círculo.
Diego supuso que Trejo se refería a Enrique Sigler y a Clara Estévez, pero no se atrevió a ahondar en esa parte de la hermandad holmesiana.
—Y, por otro lado —añadió Trejo, sonriendo—, tal vez este fin de semana den ustedes caza al nuevo Jack, y eso no me lo puedo perder.
La oscuridad se había adueñado de las calles. La lluvia salpicaba con su melancolía la ventana de la habitación de Sergio. El escritor miraba sin ver más allá del cristal permitiendo que la sombra de las gotas de lluvia moteara con lunares ficticios su rostro. Tenía los ojos enrojecidos, el cabello revuelto y la camisa por fuera del pantalón.
Sergio había pasado las últimas horas de la tarde en compañía del fantasma de Catherine Eddowes, intentando sonsacarle qué ocurrió en Mitre Square, aquella plaza de forma rectangular en la que ella encontró la muerte. Sergio seguía encontrando tan inexplicable aquel crimen como se lo había parecido siempre. En los tiempos en los que el Círculo Sherlock se esforzó por conocer al detalle los asesinatos cometidos por Jack, habían tenido lugar discusiones acaloradas sobre cómo se las había arreglado el Destripador para asesinar en menos de una hora a dos mujeres en dos puntos separados por un kilómetro y medio de distancia. Veinticinco años después, Sergio buscaba aún una respuesta en las sombras de la tarde.
Catherine había sido detenida por escándalo público y llevada a la comisaría de Bishopgate alrededor de las ocho de aquel terrible sábado 26 de septiembre de 1888. Una hora y media más tarde, el agente George Hutt se hizo cargo de su vigilancia. Tres horas después, la propia Catherine exigió al policía que la dejara en libertad, pero él respondió que lo haría cuando pudiera valerse por sí misma.
Los datos que Sergio conocía indicaban que a la una menos cinco el sargento Byfield la dejó marchar. Pero antes sucedió algo inquietante, puesto que, al ser interrogada sobre cuál era su nombre, Catherine mintió y dijo llamarse Mary Ann Kelly, aparte de dar una dirección falsa (número 6 de Fashion Street). El dato resulta estremecedor, puesto que Mary Kelly sería la quinta, y teóricamente última, víctima de Jack. ¿Fue una mera casualidad que ella empleara ese nombre? Cinco minutos después de que Eddowes saliera a la calle, Liz Stride era asesinada en Dutfield's Yard.
Ya en la calle, Catherine caminó hacia Aldgate High Street y luego hacia Duke Street. Precisamente en esa calle fue vista media hora después por un vigilante de comercio de cigarrillos llamado Joseph Lawende. El testigo declaró a la policía que Catherine charlaba en ese momento con un hombre que se encontraba de espaldas. El acompañante de Catherine tenía alrededor de treinta años de edad, piel clara, bigote rubio, con aspecto de marinero y vestido con un abrigo de color salpimienta. Algunas informaciones añadían el dato de que el sujeto llevaba un pañuelo rojo alrededor del cuello.
Lawende no pudo escuchar la conversación que mantenía la pareja, pero parecían estar pasándolo bien. Junto a Lawende, otros dos testigos corroboraron ese dato: el carnicero Joseph Levy y un distribuidor de muebles llamado Henry Harris.
Catherine estaba viva a la una y treinta y cinco, mientras que Jack había asesinado a Liz Stride treinta y cinco minutos antes, y ahí aparecía uno de los grandes enigmas de aquella noche.
Sergio se había preguntado toda su vida cómo se las ingenió Jack, puesto que desde Berner Street, donde mató a Liz, hasta Mitre Square la distancia rondaba los mil metros. Para cubrir esa distancia, a pesar de que Jack dio muestras suficientes de conocer los atajos y los callejones de la zona, un hombre necesitaría entre diez y quince minutos. Pero desde que se encuentra el cuerpo sin vida de Stride hasta que aparece el cadáver de Eddowes solo transcurren cincuenta minutos y, dado que hemos dicho que Jack necesitó entre diez y quince minutos para ir hasta Mitre Square, su margen de maniobra se estrecha enormemente.
Sergio había hecho sus propios cálculos. Si se tenían en cuenta esas circunstancias, el asesino solo dispuso de entre treinta y cinco y cuarenta minutos para conocer a su nueva víctima, conseguir su confianza, y asesinarla y mutilarla de un modo salvaje. Pero ese plazo mermaba aún más si se tenía en cuenta que el agente Edward Watkins, con placa 881, patrullaba aquella zona y empleaba quince minutos en hacer su ronda.
Jack tuvo que asesinar a Catherine entre la una treinta y cinco y las dos menos cuarto. El agente de policía pasó por Mitre Square a la una y media y no vio nada extraño. Quince minutos después, sin embargo, encontró el cadáver de Catherine.
Sergio se sirvió un generoso trago de ron antes de repasar una vez más el plano de Mitre Square que había dibujado de forma tosca en la parte posterior de uno de los folios que comprendía el informe que el Círculo Sherlock había elaborado sobre Jack.
Mitre Square no parecía el lugar más adecuado para cometer un asesinato como el que llevó a cabo Jack. Alrededor de la plaza bullía la vida durante el día y, aunque al anochecer no estaba bien iluminada, era lugar de tránsito permanente. Mitre Square tenía tres accesos, de modo que el Destripador podía ser sorprendido en cualquier momento. Una entrada a la plaza se abría desde Mitre Street; un callejón llamado Church posibilitaba el acceso desde Duke Street, y otro pasaje permitía llegar a Mitre Square desde Saint James's Place.
En la zona oeste de la plaza, dibujando la esquina con Mitre Square, estaba el almacén de Walter Williams & Co. Junto a ese edificio, vivía un agente de policía llamado Richard Pearce; más adelante, había una vieja casa deshabitada. En la zona norte se encontraba un almacén que contaba con un vigilante llamado George Morris. Morris había sido policía, pero ya estaba retirado y hacía las funciones de vigilante en el almacén Kearl & Tonge. Las crónicas aseguran que en el momento del asesinato estaba barriendo el almacén, por lo que resulta desconcertante que no escuchara nada.
Entre aquel almacén y otro de los mismos propietarios se abría el pasaje que conducía hasta Saint James's Place. Ese segundo almacén y otro local que pertenecía a la firma Horner & Son delimitaban el pasaje que permitía el acceso a la plaza desde Duke Street.
En la zona sureste de Mitre Square existía un patio y un acceso cerrado mediante una valla a través del cual se llegaba a unas casas. De igual modo, la parte de atrás de las viviendas que miraban a Mitre Street daban a la plaza donde Jack cometió el asesinato. En esas casas solo vivía el señor Taylor, un orfebre. Justo en esa zona de la plaza encontraron muerta a Catherine.
De modo que el escenario que Jack tenía a su disposición era extraordinariamente peligroso para sus intereses. Es cierto que la plaza no estaba bien iluminada, pero era un lugar muy frecuentado, incluso por la noche, y al que se podía acceder por tres sitios distintos. Además, un policía hacía la ronda y un vigilante barría en el almacén vecino. A aquellas horas de la noche Mitre Square estaba absolutamente en silencio, de manera que resulta inexplicable que nadie oyera nada y nadie viera huir al asesino.
Jack el Destripador actuó de un modo absolutamente temerario para cometer el crimen más espeluznante de cuantos había realizado hasta entonces. ¿Por qué destrozó el cuerpo de Catherine Eddowes del modo en que lo hizo? ¿Tal vez estaba especialmente irritado por no haber podido terminar lo que había empezado con Elisabeth Stride?
Existía otra teoría que Sergio conocía tras haberla leído en una obra del investigador Tom Cullen: Catherine conocía la identidad de Jack el Destripador y tal vez pretendió chantajearlo. Por ese motivo, según señalaba Cullen, ella y su compañero Kelly regresaron a Londres el jueves 27 de septiembre abandonando el trabajo en el campo que estaban realizando.
Catherine se despidió de Kelly a las dos de la tarde de aquel sábado 26 de septiembre dispuesta a entrevistarse con Jack y a tratar de sacarle dinero. Tal vez Eddowes habló con Jack y se citaron a esa hora de la noche en Mitre Square, y eso explicaría la enorme fortuna que tuvo Jack para encontrar a dos mujeres a las que asesinar en menos de una hora. Sin embargo, es solo una teoría.
Lo único cierto es que alrededor de las dos menos cuarto el agente Edward Watkins alumbró con su asmática linterna el cuerpo destripado de Catherine. Espantado, pidió ayuda a gritos al vigilante Morris. Después, hizo sonar su silbato frenéticamente hasta que atrajo la atención de los agentes James Harvey y James Thomas Holland. De inmediato, llamaron al doctor forense Gordon Brown.
Pero ¿por dónde había huido Jack? ¡Dos asesinatos en menos de una hora y a más de un kilómetro de distancia! ¿Era un hombre o un demonio?, se preguntó una vez más Sergio. Después, apuró el vaso de ron que dormía en su mano izquierda y permitió que sus ojos volvieran a mirar más allá de la ventana azotada por la lluvia, como si en el fondo oscuro de aquella tarde se ocultara la respuesta que podía impedir que dos mujeres inocentes fueran asesinadas en tan solo unas horas.
De pronto, un ruido procedente de la puerta de su habitación lo sacó de su ensimismamiento. Sergio se acercó con cautela. Alguien había deslizado por debajo de la puerta un sobre que a cualquiera le habría parecido convencional, pero a Sergio le pareció siniestro.
Los segundos que tardó en reponerse de la impresión, recoger el sobre del suelo y precipitarse al pasillo del hotel fueron claves para permitir la huida de quien había dejado una nueva nota a Sergio Olmos. El escritor, a pesar de todo, corrió hacia el vestíbulo del hotel con la esperanza de descubrir al misterioso emisario. Por desgracia, el hall estaba invadido por los turistas franceses de la tercera edad que llevaban instalados allí varios días. Sergio trató de abrirse paso entre las decenas de ancianos, pero los franceses dificultaron tanto su carrera que cuando salió a la calle lo único que pudo conseguir fue dejarse empapar por la lluvia.
De regreso a su habitación, Sergio se secó el cabello empapado con una toalla y se quitó la ropa. Se abrigó con el albornoz que el hotel ofrecía a sus clientes y con manos temblorosas abrió el sobre. No le sorprendió que cinco pétalos de violetas cayeran sobre la cama y apenas parpadeó cuando leyó en voz alta el mensaje:
¿Qué daremos por ellas?
Todo lo que poseemos.
Un círculo rojo servía de firma al billete.