Días 23 y 24 de septiembre de 2009
Martina Enescu estaba impaciente. Después de todo un día trabajando, lo que ansiaba era cerrar el locutorio, tomar una copa en cualquier parte y meterse en la cama. Había sido un día agotador, triste y sucio. No muy distinto de los demás de su vida.
Pero a Martina aún le quedaban diez minutos de jornada laboral, a pesar de que a esas horas solo había una clienta en el locutorio. Martina la miró de soslayo: negra, gruesa, con cabello rizado y oscuro como un tizón. Sin saber por qué, Martina creyó percibir una sombra de tristeza en aquella mujer.
Aminata Ndiaye apuraba sus últimas monedas y sus últimos minutos hablando con su familia. Estaba incómoda, porque había advertido la impaciencia en la mirada de la joven que regentaba el locutorio. Se trataba de una chica delgada, que parecía una adolescente. Aminata calculó que no tendría más de dieciocho años. La muchacha tenía la piel extremadamente blanca, y era rubia. En los ojos de aquella joven, Aminata creyó ver odio y miedo.
Martina tamborileó nerviosa con un bolígrafo sobre el mostrador. Volvió a mirar sin rubor el reloj que presidía el local y comenzó a hacer los preparativos diarios para echar el cerrojo al locutorio. Esa era una táctica infalible. Los clientes más perezosos, como aquella mujer de color, solían acortar sus conversaciones y se marchaban con viento fresco cuando ella iniciaba aquel ritual que procuraba que fuera lo más ruidoso posible. Martina sabía que había un punto de crueldad en su actitud, porque aquellas gentes, como ella, estaban muy lejos de su patria, y tal vez su único consuelo era poder compartir unos minutos de conversación con los suyos después de un maldito día más en España. Martina lo comprendía, pero ¿quién la comprendía a ella?
Aminata se despidió de los suyos más apresuradamente de lo que hubiera deseado. La chica rubia la había puesto nerviosa. Resultaba evidente que la presencia de Aminata entorpecía los planes de la joven.
Cuando estaba a punto de cruzar la puerta y dejarse zarandear de nuevo por aquel viento incómodo que se había adueñado de la ciudad en los últimos días, Aminata se volvió y miró a la muchacha rubia a los ojos.
—Lamento haber retrasado tu hora de salida —se disculpó.
Martina respiró aliviada cuando la oronda negrita acabó su conversación y caminó con paso decidido hacia la puerta. Pero, de pronto, vio que aquella desconocida se detenía, se giraba y posaba sobre ella sus enormes ojos negros. Después, la escuchó decir:
—Lamento haber retrasado tu hora de salida.
Martina estaba tan sorprendida que se quedó muda. No estaba acostumbrada a que nadie la tratara con amabilidad, y aún menos los clientes del locutorio. Contempló a la mujer durante unos segundos. Al final, se vio obligada a decir algo.
—No te preocupes —dijo. Luego, trató de sonreír, pero no supo hacerlo bien.
Las dos mujeres se miraron una vez más. Aminata tenía un pie en la calle y otro en el locutorio. Martina tenía ambos pies dentro del local.
—Me llamo Aminata Ndiaye —dijo la mujer negra, ofreciendo su mano.
Martina dudó antes de estrechar aquella mano negra con su pequeña mano blanca.
—Martina Enescu —se presentó.
—Bueno, debo irme —dijo Aminata.
—Está bien —repuso Martina.
La joven rumana miró a la mujer negra mientras cruzaba la calle. Sintió remordimientos. Le parecía que no había sido amable con ella. Aminata era la primera persona que le regalaba una sonrisa y una disculpa a la vez en toda su vida. Además, ¿no sería más divertido tomar una copa charlando con otra persona?
—Aminata —gritó Martina—. Espera.
Una furgoneta negra aparcó junto al locutorio. Sus ruedas chapotearon en un charco y a punto estuvieron de salpicar a Martina.
—¿Te puedo invitar a tomar una copa? —preguntó la joven rumana a la senegalesa.
La lista contenía setecientos cincuenta y ocho nombres. Diego los había leído todos tantas veces que incluso había logrado memorizar un buen número de ellos. Algunos eran especialmente exóticos, y por eso le habían llamado la atención. Setecientos cincuenta y ocho desconocidos. Gentes procedentes de casi todos los continentes a los que la vida había arrastrado por distintos arroyos hasta desembocar en aquella ciudad en busca de un futuro mejor que su presente, e infinitamente más bondadoso que su pasado. Hombres y mujeres que llegaron con las manos repletas de esperanza y los bolsillos vacíos. Hijos de distintos dioses a quienes la vida no tardó en demostrar que las ilusiones no llenarían los estómagos de sus hijos, y por eso se los veía acudir con más frecuencia que la que ellos mismos desearían a la Casa del Pan.
Pero no todos aquellos nombres tenían el mismo interés para el inspector Diego Bedia. Las conversaciones con Sergio Olmos y sus propias conclusiones le habían hecho subrayar con un grueso rotulador rojo ciento veinticinco de aquellos nombres. Correspondían a las mujeres que, según los datos que constaban en la Oficina de Integración municipal, no tenían familia en la ciudad.
Diego y el inspector jefe Tomás Herrera habían visitado la oficina a cuyo frente estaba Cristina Pardo en horas de trabajo, y eso se había convertido en algo ciertamente temerario. El comisario había dejado claro que todas las fuerzas debían orientarse en seguir la línea de investigación que el inspector Estrada había trazado. Él era ahora la luz que guiaba a la comisaría. A pesar de todo, ni Diego ni Herrera estaban dispuestos a permanecer de brazos cruzados a la espera de un nuevo crimen que, estaban seguros, podía producirse en cualquier momento.
Aquella visita a la Oficina de Integración había tenido un doble atractivo para el inspector jefe Herrera. A Diego no le pasó desapercibida la sonrisa que Tomás y María, la compañera de Cristina, se dedicaron. Ni tampoco la cortesía excesiva con la que Tomás hablaba a aquella muchacha.
El segundo atractivo de la visita era meramente profesional. Los dos se sentían más útiles indagando sobre los nombres de aquellas mujeres que escuchando las teorías de Estrada, quien había decidido invertir todo su tiempo en seguir la pista a las actividades de Raisa, la esposa del músico ruso. Diego, por si fuera poco, tenía que soportar los cuchicheos y las risitas que se dedicaban Estrada y su exmujer. Verlos juntos en la comisaría estaba agotando su paciencia.
—Ciento veinticinco son demasiadas —comentó Tomás Herrera, sacando a Diego de sus pensamientos.
—Lo sé —admitió Diego—. Y no tengo ni idea de por dónde empezar.
Por la ventana del salón del piso de Diego se colaba el murmullo de las olas del mar. Diego Bedia había convertido su casa en su segundo despacho. Trabajaban en el caso siguiendo su propia teoría fuera del horario de servicio. Además de Tomás Herrera, los inseparables Meruelo y Murillo ponían toda su atención en los nombres de aquellas ciento veinticinco mujeres.
—Ya sé que son muchas —repitió Diego—, pero tal vez podamos reducir el número. —A continuación dio una orden a Meruelo—: José, compara este listado con el que tenemos de la Casa del Pan.
Diego había llegado a un par de conclusiones. La primera era que el asesino atacaba a mujeres que vivían solas, de manera que nadie las echaba de menos hasta días después de su desaparición. Y, en segundo lugar, intuía que la Casa del Pan era un lugar frecuentado por las posibles víctimas, dado que tanto Daniela Obando como Yumilca Acosta solían ir a comer allí. En su opinión, aquello no podía ser una mera casualidad.
—Sesenta y tres —dijo Meruelo tras contar minuciosamente—. Sesenta y tres de las ciento veinticinco mujeres que están en la lista de la oficina por encontrarse en situación económica extrema suelen ir a comer a la Casa del Pan.
Sesenta y tres era un cifra importante, pero menor que ciento veinticinco.
—Habrá que hacer una visita al cura más joven —comentó Herrera.
Diego cogió la nueva lista, metió las llaves del piso en el bolsillo derecho de su pantalón y se puso la americana. Los demás lo siguieron.
Media hora más tarde, aparcaba su Peugeot junto a una furgoneta negra que estaba estacionada a unos doscientos metros de la iglesia de la Anunciación. Los cuatro policías bajaron del vehículo y se dirigieron hacia el comedor social.
Eran las nueve de la noche, y el local estaba repleto de comensales. La actividad de los voluntarios era febril. Los policías preguntaron a unos muchachos que llenaban de sopa humeante algunos platos dónde podían encontrar al padre Baldomero. Uno de los jóvenes apenas les hizo caso y siguió con su tarea; el otro hizo un gesto con la cabeza y apuntó con su barbilla hacia una puerta situada en la parte trasera del mostrador donde estaba el menú de aquella noche.
Murillo golpeó la puerta con los nudillos y entró a continuación como si fuera una avanzadilla de la ley. Al entrar en la habitación —un despacho de poco más de diez metros cuadrados—, los policías se sorprendieron al encontrar a Cristina Pardo con el sacerdote. Sin embargo, a juzgar por el rostro de la pareja, no fueron los policías los más desconcertados.
—¡Tres policías a estas horas! —exclamó Baldomero, mirando su reloj.
El cura trataba de mostrar serenidad, pero Diego no tuvo dificultad alguna en advertir que el joven párroco estaba muy incómodo. ¿Tal vez porque lo habían encontrado charlando con Cristina? La muchacha, por su parte, se había ruborizado. ¿Había algo entre aquellos dos?
—¡Tres policías no, cuatro! —precisó Herrera.
—Yo solo veo tres. —Cristina dejó escapar una tímida sonrisa. Diego y Herrera se giraron y vieron que Meruelo no estaba con ellos.
—¿Y Meruelo? —preguntó Diego a Santiago Murillo.
—Se quedó fuera, hablando por teléfono.
Meruelo entró de inmediato, como si le hubieran dado el pie en una obra de teatro y le correspondiera decir su frase. Diego lo miró durante unos instantes. De pronto, se adueñó de él una sensación de malestar. Mientras se esforzaba por enterrarla, escuchó la voz de Tomás Herrera.
—¿Conocéis a estas mujeres? —preguntó, exhibiendo la lista de las sesenta y tres desconocidas. Al ver la expresión de Cristina, el inspector jefe se corrigió—: Quiero decir: ¿si tienen algo en común aparte de frecuentar el comedor social? Ya sé que usted sí las conoce —añadió, dirigiéndose a Cristina.
Baldomero y Cristina Pardo leyeron los nombres de las mujeres en silencio, pero no conseguían establecer relaciones entre ellas. Sabían que algunas ejercían la prostitución, pero otras no. Entre ellas, había representación de varios países. Las había de todas las edades. Algunas eran viudas; otras, solteras.
—Salvo que de vez en cuando suelen venir a comer aquí, no veo que tengan nada en común —respondió Baldomero.
La voz del cura parecía brotar de un manantial sereno, pero tanto Tomás como Diego se dieron cuenta de que estaba tenso. ¿Habrían interrumpido algo al entrar en el despacho?
—¿Y entre estas mujeres y Daniela y Yumilca? —preguntó Diego.
—Salvo que todas son extranjeras, que viven solas y que venían por aquí ocasionalmente, no veo ninguna relación —respondió Baldomero.
La respuesta del sacerdote fue desalentadora. Tampoco Cristina pudo aportar ninguna información más de la que ya conocían. Pero Diego sospechaba que existía algún nexo que unía a Daniela Obando y a Yumilca Acosta entre sí, y tal vez con algunas de las sesenta y una mujeres restantes de aquella lista. Pero ¿cuál era ese hilo invisible?
El jueves 24 de septiembre podía haber sido un día cualquiera. Las gentes del barrio se sentían más seguras ahora que sabían que aquel músico ruso que tallaba figuras de madera era el asesino que todo el mundo buscaba. El inspector Estrada y su inseparable Higinio Palacios redoblaban sus esfuerzos para completar la investigación que habían puesto en marcha a propósito de la esposa del músico, Raisa. El comisario Gonzalo Barredo se había afeitado sin sobresaltos y había tomado el primer café de la mañana saboreándolo como le gustaba hacer, y Diego Bedia seguía mirando de reojo a la Bea, su exmujer. Ella, por su parte, sonreía y besaba furtivamente a Estrada en cualquier pasillo de la comisaría.
No obstante, Tomás Bullón no estaba dispuesto a que la monotonía se instalara en el corazón de todos los que se hallaban implicados en aquel caso. Por eso había tecleado la noche anterior el titular que iba a convertir aquel jueves en un día verdaderamente indigesto.
LA POLICÍA TEME UN INMINENTE DOBLE ASESINATO.
DISCREPANCIAS EN LA BRIGADA DE HOMICIDIOS
La cuenta corriente de Bullón engordaría aún más. El periódico al que estaba vendiendo sus artículos tendría que pagar algo más si quería conocer lo mismo que Bullón sabía. Y resultó que sí, que el rotativo estaba dispuesto a pagar el precio. Por esa razón eran sus páginas las más buscadas aquella mañana.
La Brigada de Homicidios que investiga los crímenes del nuevo Jack el Destripador está dividida. Mientras el inspector Gustavo Estrada cree haber encontrado en el músico Serguei Vorobiov al culpable, o a uno de los culpables, de los crímenes, el inspector Diego Bedia sigue una pista diferente.
La teoría de Estrada es que Vorobiov cuenta con un cómplice, a quien está encubriendo. Ese cómplice sería el autor de la carta que yo mismo recibí hace unos días en mi hotel y que era copia de una de las misivas atribuidas a Jack el Destripador.
El inspector Bedia, en cambio, sospecha que el verdadero criminal está en libertad, y que Serguei Vorobiov nada tiene que ver con este caso. El asesino, según la conclusión de Bedia, actuará en los próximos días emulando al Destripador. Para ello, el nuevo Jack se enfrentará a un reto casi imposible: asesinar a dos mujeres en una misma noche.
Pero ¿cuándo sucederá?
En el Londres de 1888, Jack llevó a cabo su sangrienta proeza la noche del 30 de septiembre. En apenas una hora, aquel asesino que jamás fue arrestado dio muerte a dos mujeres: Elisabeth Stride y Catherine Eddowes…
Diego había tenido que sentarse al ver aquel titular. Aún estaba tratando de serenarse cuando Tomás Herrera entró como un ciclón en su despacho.
—El comisario quiere vernos —anunció—. Creo que estamos jodidos.
—Muy jodidos —murmuró Diego.
Murillo y Meruelo no estaban en sus mesas, por lo que Diego dedujo que también ellos iban a sufrir la cólera del comisario. De pronto, Bedia vio algo que le llamó la atención.
—Adelántate un momento —pidió a Herrera. Al ver la cara de incredulidad del inspector jefe, añadió—: No te preocupes. Ahora voy. He olvidado el teléfono móvil.
—Vale, pero date prisa.
Cuando Herrera se marchó, Diego se precipitó hacia la mesa de José Meruelo. El policía sí había olvidado realmente su teléfono móvil. Diego miró las últimas llamadas. Buscó el teléfono al que Meruelo había llamado a la hora en que los cuatro estaban a punto de entrar en la Casa del Pan. A continuación, lo anotó en un papel y lo guardó en el bolsillo del pantalón.
Dos minutos más tarde se exponía a la cólera del comisario.
Elisabeth Stride, o Liz la Larga, la primera de las dos mujeres que Jack asesinó la noche del 30 de septiembre de 1888, era una mentirosa compulsiva. Le encantaba inventarse un pasado romántico en el que ella aparecía como una heroína a la que la vida, posteriormente, había maltratado.
Era sueca. Había nacido el 27 de noviembre de 1843 cerca de Goteborg. De modo que tenía cuarenta y cuatro años cuando encontró la muerte de un modo brutal. Sus padres, Gustav Ericsson y Beatta Calsdotter, jamás pudieron sospechar que aquella hija suya, de piel blanca, muy alta y delgada, terminaría degollada en un callejón oscuro de Withechapel llamado Dutfield's Yard.
Liz Stride llegó a Inglaterra con veinte años de edad, a pesar de que le gustaba inventarse historias que contaba en las tabernas y en las que aseguraba que formó parte del pasaje del crucero Princesa Alice, que se hundió el 3 de septiembre de 1878. En aquel accidente perdieron la vida setecientas personas. Liz afirmaba que entre aquellos desdichados se encontraban su marido, John Stride, y sus dos hijos. Añadía que ella salvó la vida trepando por una soga cuando el buque se hundía y que, mientras escalaba, un hombre que la precedía le propinó una patada que le saltó todos los dientes inferiores.
Lo cierto es que entre los fallecidos en aquel accidente no hubo nadie llamado John Stride, y entre los pasajeros tampoco figuraba ninguna Elisabeth Stride. Sin embargo, eso no le impidió insistir ante las autoridades para que le dieran la indemnización que se había concedido a otras familias afectadas por aquel desastre. Por supuesto, jamás recibió un solo penique.
Cuando se le practicó la autopsia, se confirmó que, en efecto, le faltaba buena parte de la dentadura inferior, pero no había señal que permitiera afirmar que la había perdido por una patada brutal.
Liz había trabajado como doncella para una familia que residía en Hyde Park, pero dejó su empleo cuando tenía veintiséis años para contraer matrimonio con John Stride, de quien adoptó el apellido. Se sabe que el día 24 de octubre de 1884, cuatro años antes de que Liz muriera, un hombre que respondía a esa identidad falleció en una casa de misericordia. Bien pudiera ser su marido; aquel que ella enterró en el mar en sus relatos de taberna.
Liz Stride era una magnífica actriz. Cuando la policía la detenía, solía interpretar su papel de mujer embrujada cayendo de bruces al suelo y haciendo todo tipo de aspavientos. Y, a pesar de que lo negaba, bebía con frecuencia y mucho.
En los últimos años, Liz había compartido la cama con un irlandés que trabajaba como estibador y que se llamaba Michael Kidney. Ambos se habían establecido en Devonshire Street, pero luego se mudaron al número 33 de Dorset Street, en pleno corazón del territorio de Jack el Destripador.
No obstante, y sin que se haya podido aclarar el motivo, Elisabeth Stride no vivía con su compañero en los días previos a su muerte. Según parece, se estableció en una pensión de Flower and Dean Street que regentaba Elisabeth Tanner.
Tanner era viuda, y declaró posteriormente que había compartido una copa con Liz la noche previa a su muerte. Las dos mujeres se encontraron en el pub Queen's Head. La sueca le había confesado que había reñido con Kidney y que había roto con él, aunque el estibador negó ese extremo posteriormente.
¿Era Stride una prostituta?
Sí, pero solo ocasionalmente. Y tal vez acompañó a un cliente aquella noche a la calle Berner (actualmente, Henriques Street), en las inmediaciones de Commercial Road. En el número 40 de aquella calle existía en los tiempos de Liz Stride un club socialista llamado International Working Men's Club. En él se daban cita obreros de procedencia judía preferentemente, llegados de Europa central.
Al lado de ese club había un callejón que desembocaba en un patio al que daba una puerta del propio club. Ese callejón se llamaba Dutfield's Yard. Allí encontró la muerte Liz Stride.
A la una de la madrugada, un vendedor de bisutería llamado Louis Diemschutz entró con su carro por Berner Street. Louis era el encargado del club y vivía allí con su mujer. El poni que tiraba del carro debió hacer suficiente ruido para alertar al asesino, que en ese mismo instante acababa de degollar a Liz Stride.
Louis se la encontró en el suelo, tumbada sobre el costado izquierdo, en medio del pasaje. La cara de la sueca miraba hacia el muro derecho, y tenía un profundo corte en la garganta que había seccionado su tráquea y la arteria carótida izquierda…
Jaime Morante leía el periódico con una sonrisa en los labios. No podía ocultar su satisfacción. Le debía una a Bullón. Aquel artículo era aún mejor que los anteriores. Ahora todo el barrio estaría en vilo. La prensa anunciaba que dos mujeres iban a ser asesinadas en cualquier momento.
Las matemáticas no tenían secretos para Morante, aunque se veía obligado a reconocer que los datos que arrojaban las encuestas nunca podían tenerse por veraces al cien por cien. De todos modos, y aun considerando esos márgenes de error, todos los sondeos electorales lo situaban a un paso de la alcaldía. Los estudios que había encargado no dejaban lugar a la duda: el centro de la ciudad lo tenía ganado, superando inesperadamente a la derecha tradicional; y en los barrios lograba el apoyo suficiente como para no verse superado por la izquierda. Pero el distrito norte seguía envuelto en la incertidumbre. Era el más populoso, y el problema de la inmigración era clave. Si jugaba bien las cartas, ganaría.
Morante murmuró unas palabras que tuvieron la virtud de relajar su gesto severo.
—«Esperaba vencerme y yo le digo que nunca lo hará».
Mitre Square es una pequeña plaza de forma rectangular situada junto a la calle del mismo nombre. El enclave pertenece a la City londinense, a unos diez minutos de Tower Bridge. Por vez primera y única, Jack se salió de su hábitat habitual.
Una hora después de que los planes que había trazado para Liz Stride se vieran frustrados por la irrupción de Louis Diemschutz, una mujer apareció asesinada en esa plaza. Jack, no había duda, se había superado a sí mismo.
Resultaba imposible comprender cómo pudo escapar de Berner Street sin ser visto y cómo le fue posible encontrar a otra mujer en tan poco espacio de tiempo, convencerla de que lo acompañara a un lugar discreto, degollarla y producir en su cuerpo las terribles mutilaciones que presentaba. He ahí un problema que prometo al lector que analizaré con calma en próximos artículos.
Permítame ahora que les presente a Catherine Eddowes, la triste protagonista del segundo acto de aquella noche sangrienta, y el motivo por el cual el inspector Diego Bedia teme un doble asesinato en esta ciudad.
Eddowes había nacido el 14 de abril de 1842 en Graisley Green, Wolverhampton. No era una mujer especialmente atractiva. Era baja, delgada, tenía el cabello castaño y los ojos del color del chocolate. Dicen que lucía un tatuaje en su brazo izquierdo. Representaba las letras T y C. Comoquiera que Eddowes tuvo una relación durante un tiempo con un hombre llamado Thomas Conway, algunos investigadores han concluido que Catherine se había hecho tatuar las iniciales de su hombre. Sin embargo, se sabe que él le pegaba, algo que parece entorpecer seriamente esa hipótesis del tatuaje hecho por amor.
Catherine fue bautizada así en honor a su madre. Su padre, George, trabajaba en la industria del metal. La futura víctima de Jack tenía dos hermanas, Elisabeth y Eliza. Y los investigadores parecen ponerse de acuerdo en que tuvo una cierta educación académica obtenida en la escuela de caridad femenina llamada Saint John's, de Potter Fields.
Fruto de su relación con Thomas Conway, Catherine dio a luz a tres hijos. La relación, que debió comenzar en 1861, concluyó en 1880. Poco después inició una aventura amorosa con John Kelly que se prolongó hasta su muerte. Ambos vivían en el número 55 de Flower & Dean Street, curiosamente la misma calle en la que estaba la pensión de la señora Tanner en la que se hospedaba Liz Stride cuando fue asesinada.
Catherine y su esposo vendían baratijas. A veces, ella limpiaba casas, e incluso ambos trabajaban como temporeros en el campo. De hecho, habían regresado a Londres el jueves (el doble asesinato se cometió en la madrugada del domingo) tras trabajar en el campo, en Kent.
Hay algo que sí parece oportuno subrayar: al igual que Liz Stride, Catherine no durmió la noche previa a su muerte con su compañero. Stride se había mudado a la pensión de la señora Tanner días antes, y Catherine, sin que se sepa bien la razón, durmió en un asilo para pobres.
Kelly sostuvo siempre que su compañera no se prostituía. Sí reconoció, en cambio, que tenía problemas con el alcohol. La propia Catherine demostró claramente su adicción cuando el sábado 29, a las ocho, montó un escándalo en Aldgate High Street imitando el sonido de un camión de bomberos. Estaba completamente borracha solo unas horas antes de encontrar la muerte. No obstante, estuvo a punto de salvar su vida.
El agente Louis Robinson la detuvo y, con la ayuda de otro agente llamado George Simmons, la trasladó a la comisaría de Bishopgate. Allí permaneció varias horas, pero, desgraciadamente para ella, la dejaron en libertad justo a tiempo para Jack el Destripador.
Su siguiente aparición en escena fue en Mitre Square tendida de espaldas, con la cabeza ladeada hacia la izquierda, degollada de un modo brutal. Los especialistas estiman que Jack debía de estar especialmente irritado después de que sus planes con Stride se hubieran frustrado. De ese modo tratan de explicar su salvaje comportamiento con Catherine.
En esta ocasión no se limitó a extraer los intestinos de su víctima y dejarlos sobre el hombro, sirio que sacó otras vísceras de la mujer y las colocó bajo la axila. Tenía cortes brutales en las mejillas y en los párpados. Le había cortado también parte de la nariz y de la oreja, tal vez con el propósito de cumplir la promesa que Jack había expresado por carta a la policía.
Cuando encontraron a Catherine, su cuerpo aún estaba caliente…
Jorge Peñas, el presidente de la asociación de vecinos del barrio, no pudo seguir leyendo. Levantó los ojos del periódico y miró a su esposa mientras ella hacía el desayuno a los niños. Él tenía planeado llevarlos al colegio aprovechando que aquel jueves su turno en la fábrica comenzaba a las dos de la tarde. Peñas disfrutaba los días en los que podía llevar a los niños a clase. Era un paseo de poco más de trescientos metros, pero para él significaba mucho.
No se dio cuenta de que le temblaba el pulso hasta que cogió la taza del café e intentó dar un sorbo. Se lo había advertido su esposa:
—Se te va a quedar frío.
Le había pedido que dejara el periódico para más tarde, pero se había sentido tan fascinado por la historia que contaba aquel periodista que no hizo caso de la recomendación de su mujer.
Siempre había creído que Jack el Destripador asesinó a prostitutas, pero ahora resultaba que no todas aquellas mujeres ejercían esa profesión habitualmente. Ahí estaba el caso de Catherine Eddowes, se dijo Peñas, que vendía baratijas e incluso era jornalera en el campo en ocasiones.
Sin poder evitarlo, pensó en las dos mujeres que habían sido asesinadas en su barrio. La primera, según parecía, no era prostituta; la segunda, en cambio, sí. ¿Qué tenían en común? ¿Simplemente ser inmigrantes? ¿O el motivo era ser mujeres? ¿Quién podía saber qué lógica guiaba la mano que empuñaba el cuchillo que las degolló?
En el mismo instante en el que Jorge Peñas y Jaime Morante leían el artículo firmado por Tomás Bullón, el comisario Gonzalo Barredo mantenía la reunión más tensa que se recordaba en la historia de la comisaría. Diego Bedia y Tomás Herrera recibieron en silencio la monumental catilinaria que les dedicó su superior. Ambos sabían que Barredo tenía motivos para ello, pero les resultaba insoportable ver la sonrisa de suficiencia en el rostro de Estrada, quien, además, tenía guardada una bala en la recámara.
El comisario gritó su disgusto porque se habían desobedecido sus órdenes y exigió que se averiguara quién estaba filtrando la información a la prensa. Cuando Barredo terminó su regañina, nadie se atrevió siquiera a respirar. Fue un silencio denso y tan insoportable que, cuando Estrada decidió romperlo, incluso Diego lo agradeció.
—Creo que ya sé por qué el ruso se ha declarado culpable —anunció.