19 de septiembre de 2009
Diego comió aquel día en compañía de Marja y de Jasmina en el piso que ambas compartían. Sentirse en el corazón de aquel barrio, sabiendo que en alguna parte un loco peligroso posiblemente estuviera perfilando los detalles de un doble asesinato en aquellas calles, hizo que el inspector apenas probara la comida.
—No puedes estar pensando continuamente en eso —dijo Jasmina, tratando de animar al novio de su hermana.
Diego levantó la vista del plato y miró a la joven. Le dedicó una sonrisa triste y admiró una vez más la belleza de Jasmina. Parecía imposible que ella y Marja tuvieran tan extraordinario parecido a pesar de no ser hermanas de leche.
—¡Cómo no voy a estar dándole vueltas a esos crímenes! —se lamentó Diego—. Estoy seguro de que dos mujeres van a ser asesinadas en breve, y en la comisaría nadie me escucha.
Marja puso sus manos sobre las de Diego.
Aquella misma mañana Diego había explicado al inspector jefe Tomás Herrera el contenido de la conversación que había mantenido con Sergio Olmos y las conclusiones a las que ambos habían llegado. Herrera guardó silencio durante varios minutos. Estuvo sopesando aquella teoría con calma y seguramente evaluando los costes que podía tener el plantearla ante el comisario Gonzalo Barredo. Herrera sabía que Barredo se había dejado seducir por el inspector Estrada.
En la carta que Bullón había entregado en la comisaría no se había encontrado la más mínima prueba que condujera hasta su autor —solo habían aparecido las huellas del propio periodista, y eso era lógico, dado que cuando abrió el sobre desconocía su contenido y tocó la carta sin la menor precaución—. A pesar de todo, el texto de aquel inesperado mensaje no había desbaratado la teoría de Estrada, según la cual el arresto de Serguei Vorobiov era el primer paso para esclarecer el misterio de los crímenes del barrio norte.
Estrada había convencido al comisario de que Serguei estaba implicado en los asesinatos, pero que la mano que había escrito la carta era la misma que había empuñado el cuchillo con el que habían destripado a aquellas mujeres. Serguei colaboró en los crímenes, aseguró Estrada, y ahora encubría la verdadera identidad de su cómplice. Ese era el camino a seguir, según su criterio. Y esa era la línea de trabajo que había aceptado el comisario Gonzalo Barredo.
De modo que Tomás Herrera, después de analizar la información que Diego le había proporcionado, dudó sobre lo que debía hacer. Herrera, como Diego, estaba convencido de que el ruso no tenía nada que ver con los asesinatos, pero tampoco sabía el motivo por el cual se había declarado culpable de algo que no había hecho. En cuanto a la hipótesis de Diego, le parecía perfectamente posible. El hombre al que perseguían conocía a Sergio Olmos, y lo conocía bastante bien. Se había tomado la molestia de entregarle una carta en Baker Street, poniendo en marcha un juego siniestro en el que las piezas se movían siguiendo unas complicadas reglas que guardaban relación con las aventuras de Sherlock Holmes y con los crímenes de Jack el Destripador. Serguei Vorobiov no había oído hablar de Sergio Olmos en su vida. No podía ser el cerebro que hubiera urdido aquella pesadilla.
Sin embargo, Herrera estaba seguro de que el comisario no iba a estar dispuesto a escuchar ni una sola palabra más sobre Holmes, Watson y Jack el Destripador. Durante semanas, aquella línea de investigación había resultado estéril.
Herrera miró a Diego, y volvió a ver en él a un policía honesto e inteligente. Estaba seguro de que en esta ocasión el inspector Bedia llevaba razón, de modo que, a pesar de que sabía que iban a ser derrotados, decidió pedir una reunión con Gonzalo Barredo.
En la reunión, aparte del propio comisario, Tomás Herrera y Diego Bedia, estuvieron presentes los grandes héroes del momento: los inspectores Gustavo Estrada e Higinio Palacios.
El comisario estaba visiblemente a disgusto. No tenía ninguna gana de escuchar teorías fantasiosas, propias de una novela negra, pero por respeto a sus hombres permitió que Diego expusiera su teoría.
—¿Solo hablasteis de eso ayer tú y ese escritor? —dijo Estrada cuando Diego terminó su exposición.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Diego asombrado.
—Estuvisteis reunidos durante casi dos horas, ¿no es cierto? —repuso Estrada, mirando con malicia a Diego. Después, se volvió hacia el comisario—: Dos horas de charla es mucho tiempo, ¿no cree, comisario? Se puede hablar incluso de lo que no se debe.
—Pero ¿qué coño dices? —Diego dio rienda suelta a su enfado—. ¿Me has estado siguiendo?
—Lo que digo —contestó Estrada imperturbable— es que durante esta investigación el periodista Tomás Bullón ha escrito en sus artículos datos que solo podían salir de esta comisaría. Y todos sabemos que ese escritor amigo suyo, Olmos, conoce a Bullón desde hace años.
—¿Crees que soy yo quien le ha pasado la información a Bullón? —Diego estaba fuera de sí—. Eres un hijo de puta.
El comisario Gonzalo Barredo tuvo que intervenir y ordenó silencio a gritos. El inspector jefe Tomás Herrera supo en ese mismo instante que habían perdido la batalla.
El comisario sentenció el asunto. Todos los esfuerzos de la comisaría debían dedicarse a esclarecer el misterio que rodeaba a la declaración de culpabilidad del músico Serguei Vorobiov. ¿Por qué se había declarado culpable? ¿A quién amparaba con su declaración?
En cuanto a la teoría de Diego, no quería oír hablar de aquellas fantasías de detectives de novela nunca más. Herrera seguiría al frente del caso, pero la línea de investigación era la que allí se había decidido.
Diego recordó que la carta que se había recibido era una copia de una de las misivas que supuestamente escribió Jack el Destripador en 1888. Y las heridas de aquellas mujeres eran prácticamente las mismas que Jack infligió a sus víctimas. ¿Tampoco eso se iba a tener en cuenta?
—Puede ser que nuestro asesino intente confundirnos —propuso Estrada—. Las teorías de ese periodista le han puesto en bandeja la posibilidad de escribir esa carta para desviar nuestra atención hacia teorías fantásticas, muy vendibles en la prensa.
—¿Y qué dice tu hermano de esa teoría tuya de los días del mes y los días de la semana? —preguntó Guazo.
El doctor estaba sentado en un sillón de cuero negro. Era su favorito, le había contado a Sergio. Había sido el único mueble del piso que él había comprado sin pedir opinión a su difunta esposa.
—Se lo he explicado por teléfono —contestó Sergio—. Marcos me confesó que hacía varios días que estaba dándole vueltas a esa misma idea. Para él no hay duda alguna; el asesino intentará cometer el doble asesinato en la madrugada del día 27, que es el último domingo del mes.
Los ojos azules de Guazo se entrecerraron dejando escapar un brillo intenso. Era cierto que no estaba en forma, y que poco recordaba en aquella figura desgarbada al robusto muchacho que Sergio conoció en la universidad, pero resultaba evidente que la excitación que le producía aquella aventura estaba siendo la mejor medicina para él. Aquella tarde tenía un aspecto bastante mejor que días atrás, según el peritaje de Sergio.
—Es posible —admitió el doctor—. Si es capaz de cometer esos crímenes el día de las elecciones, la repercusión será tremenda.
—Y las consecuencias políticas, tal vez, definitivas —añadió Sergio.
José Guazo recibió el comentario de su amigo con sorpresa e incredulidad.
—¿De veras crees que Morante puede estar detrás de esas muertes?
—No lo sé —reconoció Sergio—. Pero con toda probabilidad se beneficiaría políticamente si hay más ruido en el barrio. Los vecinos han formado patrullas de vigilancia, y empieza a calar la idea que Morante ha convertido en el eje de sus mítines de que el mundo era mucho más sencillo y feliz en los viejos tiempos, cuando el barrio no contaba con inmigrantes de otros países.
—No veo a Morante capaz de cometer esos asesinatos —aseguró Guazo.
Un incómodo silencio se instaló entre los dos amigos. Sergio paseó su mirada por el salón. Los muebles eran caros, pero de un estilo demasiado clásico para su gusto. La afición por la lectura de Guazo se reflejaba en la imponente biblioteca, cuidadosamente ordenada. Todo el salón destilaba orden y limpieza. Junto al sillón que ocupaba Guazo había una pequeña mesita auxiliar sobre la cual se podía admirar el retrato de Guazo y una mujer de grandes ojos negros y pelo ensortijado.
—¿Era tu esposa? —preguntó Sergio.
Guazo asintió.
—Se llamaba Lola. —Los ojos de Guazo se humedecieron. Sergio miró con afecto a su amigo. Marcos le había contado que, después del accidente que costó la vida a su mujer, Guazo cayó en una profunda depresión.
—¿No has pensado en volver a casarte?
—No soy tan mujeriego como Watson —bromeó el doctor.
—No, pero yo solía provocarte en la universidad diciendo que te parecías mucho a él, porque, aunque tus ideas eran limitadas, eran sumamente pertinaces —dijo Sergio parafraseando a Holmes[97].
—Veo que tu memoria sigue entrenada. —Guazo sonrió de mala gana. Era evidente que el comentario no le había agradado.
Sergio no pareció darse cuenta de lo inoportuno de su observación. Y, sin poder evitarlo, como sucedía en los viejos tiempos del Círculo Sherlock, se lanzó a polemizar con su amigo.
—¿Ya has resuelto el misterio de las dos balas de fusil jezail? —Sergio apuró el contenido de la copa de coñac que le había servido Guazo.
El rostro del médico se ensombreció.
—¿Aún sigues con eso?
—Estuviste a punto de darme un puñetazo un día por burlarme de Watson y de los disparos que dijo haber recibido, ¿recuerdas?
Naturalmente que Guazo lo recordaba. Nunca había odiado tanto a Holmes como aquella tarde en que pareció encarnarse en la persona de Sergio.
Todo sucedió a partir de un comentario que alguno de los miembros del círculo había hecho a propósito de algún detalle de El signo de los cuatro. A continuación, Sigler afeó la conducta de Holmes de entregarse a la cocaína, aunque fuera disuelta al siete por ciento, tal y como se narra en las primeras líneas de ese relato. Guazo opinó en voz alta que en aquella introducción Watson había retratado el alma de Sherlock como jamás lo hizo en las demás aventuras: un hombre pesimista, oscuro, autodestructivo, incapaz de vivir una vida que no lo retara con problemas aparentemente irresolubles. Frente a él, añadió Guazo, aparecía la mirada amable de un buen hombre. Watson era entrañable, amigo fiel y un excelente escritor, a pesar de que Holmes tildara su estilo de sensacionalista. Y, sobre todo, el doctor era humilde, lo que contrastaba violentamente con la altanería y la vanidad de Holmes.
Sergio se sintió aludido por aquellas críticas a su héroe y contraatacó. Para empezar, se mostró por completo de acuerdo con Holmes cuando aseguró que Watson no era luminoso, y que su única utilidad era ser un conductor lumínico para Sherlock[98]; es decir, que la torpeza congénita del doctor estimulaba el ingenio del detective. A continuación, ignorando el rostro descompuesto por la ira que exhibía Guazo, tildó de mentiroso a Watson echando mano de un detalle aparentemente desconcertante que el doctor menciona en esa historia. Al comienzo de la aventura, Watson hace referencia al dolor que sufría aún en su pierna como consecuencia del disparo de un fusil jezail, un tipo de arma muy empleado en Afganistán, en cuya guerra él había participado[99].
Un lector cualquiera no habría reparado en que aquel detalle que solo podía ser o un error o una mentira, puesto que en Estudio en escarlata, la primera aventura que los dos compañeros compartieron, y la primera que Watson escribió para el gran público, el doctor afirmaba que había sido herido en Afganistán en un hombro[100]. Pero Sergio Olmos y el resto de miembros del Círculo Sherlock no eran lectores comunes. Para ellos, cada detalle era sumamente valioso. Cada frase era una gota de néctar que había que saborear con calma.
Sergio sabía que había encontrado un punto débil en la defensa que Guazo hacía de su admirado doctor Watson. ¿Cuántas balas había recibido el médico? Los hechos narrados en El signo de los cuatro tenían lugar en septiembre de 1888, precisamente cuando Jack el Destripador sembraba de horror Whitechapel.
La discusión entre Olmos y Guazo fue ganando en intensidad, y a punto estuvo de terminar en pelea. Y ahora, veinticinco años después, Sergio bromeó de nuevo con las balas que parecían perseguir a Watson.
—Supongo que no es necesario que te recuerde que hay estudiosos que aseguran que Watson recibió un segundo balazo, tal vez a finales de abril o a comienzos de mayo de 1888 —argumentó Guazo, empleando un tono áspero—. Puede que sucediera cuando Holmes investigó «El pequeño asunto de los camafeos del Vaticano».
—Pura especulación —replicó Sergio—. Nadie sabe lo que ocurrió en esa historia, porque solamente se menciona de pasada en El sabueso de los Baskerville.
—Pero es muy probable —insistió Guazo.
—¿De veras? —se burló Sergio—. ¿Te parece creíble que le hirieran en las dos ocasiones con un fusil jezail? En Afganistán, resulta admisible, pero no lo creo probable en Europa.
Guazo apretó los dientes. No tenía mejor argumento que el silencio.
Sergio, ajeno a la humillación que nuevamente había infligido a su amigo, miró distraídamente una caja de cartón amarilla que estaba junto a un calendario de mesa. Cogió el calendario y se abstrajo mirando los días que faltaban para que llegara la fecha en la que temía que se produjeran nuevos asesinatos.
—¿De modo que crees que nuestro hombre lo intentará el día 27? —preguntó, desplazando la mirada desde el calendario hasta los ojos azules de José Guazo.