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17 de septiembre de 2009

La confesión de Serguei Vorobiov catapultó a Gustavo Estrada hasta la euforia. ¡Él tenía razón! El músico ruso se había confesado autor de los dos crímenes, cambiando por completo su declaración anterior, según la cual nunca había puesto la mano encima a aquellas mujeres.

El comisario Gonzalo Barredo aparecía satisfecho ante sus hombres. Todo parecía sencillo. Tan solo había que ir cerrando los cabos sueltos y enviar al juez las pruebas necesarias, pero eso era lo de menos ahora que ya contaban con la confesión de Serguei.

El inspector jefe Tomás Herrera no lucía la misma sonrisa que su superior. Por supuesto que había respirado tranquilo al conocer la confesión del detenido, pero lentamente fue ganando peso en su corazón cierto desasosiego. De momento, lo único que tenían era la palabra del ruso, pero no habían encontrado el arma homicida ni tampoco eran capaces de construir un relato coherente y capaz de resistir el más mínimo análisis lógico a partir de la supuesta confesión de aquel hombre.

Herrera compartía sus dudas con Diego Bedia. En la reunión estaban presentes también Murillo y Meruelo.

—El informe de la autopsia es tan desconcertante como el primero —dijo Herrera—. No hay huellas ni rastro alguno de ADN. A esa mujer no la violaron, y tampoco hay restos que permitan demostrar que hubiera consumido drogas durante sus últimas horas de vida.

—Las heridas —añadió Diego, releyendo nuevamente el informe forense— son muy similares, casi idénticas, a las que sufrió Annie Chapman. El asesino se llevó el útero, una parte de la vagina y de la vejiga. Los cortes eran bastante precisos, como si quien los practicó supiera muy bien lo que hacía. ¿Por qué pusieron sobre su hombro izquierdo los intestinos? ¿Qué razón tenía ese músico para colocar en el suelo el sobre con las pastillas y todo lo demás? Además, de momento no ha podido explicar los motivos que tuvo para hacerlo ni dónde mató a esas mujeres. Estamos igual que antes.

—Exactamente igual, no —intervino Meruelo.

Todos se volvieron hacia Meruelo. No era frecuente que opinase en público.

—Quiero decir que ahora se puede tirar del hilo del ruso hasta ver adónde conduce —explicó el policía—. Si él lo hizo, lo sabremos si es capaz de explicar cómo secuestró a esas mujeres y confiesa en qué lugar las mataba. Y, si no lo hizo, tendrá que aclarar por qué se ha confesado culpable de unos crímenes que no cometió. Algo es algo, ¿no?

—Hay algo más —añadió Herrera—. Alguien está filtrando a ese periodista datos de la investigación. Quiero saber si me puedo fiar de vosotros.

Bedia, Meruelo y Murillo se miraron antes de asentir. Ninguno de ellos se había ido de la lengua, afirmaron.

El doctor Heriberto Rojas estaba exultante aquella tarde. Él había redactado buena parte de los textos del libro que la Cofradía de la Historia presentaría en sociedad la tarde del sábado, día 26. A falta de nueve días para la cita, el libro sobre la vida del profesor Jaime Morante estaba prácticamente listo.

Un día antes de las elecciones, la cofradía tenía pensado irrumpir en la vida social de la ciudad en un acto claramente político, aunque sutilmente camuflado como reunión social y cultural. Horas antes de que se llegara al domingo electoral, se presentaría aquella biografía ilustrada de uno de los ciudadanos más insignes de la ciudad y miembro fundador de la Cofradía de la Historia. En la obra, por supuesto, no se hacía mención alguna a la faceta política del renombrado profesor de matemáticas. El índice se componía de capítulos dedicados a la historia local vistos a través de los ojos del propio Morante: fotografías del barrio en el que nació en los años en que él era niño; imágenes del colegio donde cursó estudios; retratos de los profesores y alumnos que compartieron aula en el instituto con Morante…

Cualquiera que tuviera la misma edad que el homenajeado podía verse reflejado de algún modo en aquel libro. Las fotografías mostraban la evolución de la ciudad, y los textos que Rojas había redactado eran magníficos retratos costumbristas. Naturalmente, eran pocos los párrafos donde no se citara el apellido Morante, y en una de cada dos páginas aparecía la foto del candidato a la alcaldía.

La cofradía en pleno se había reunido para ver la prueba de imprenta. Junto a don Luis, el sacerdote, se habían sentado José Guazo y Marcos Olmos. Este último estaba visiblemente incómodo. No había participado en la elaboración del libro, y, cuando se votó en su día destinar buena parte del presupuesto de aquella hermandad para sufragar esa obra, el mayor de los hermanos Olmos se había opuesto. Sin embargo, su opinión fue ampliamente derrotada. Guazo no estuvo presente aquel día. Su precaria salud se lo impidió. Pero el abogado Santiago Bárcenas dio su voto afirmativo de un modo entusiasta, al igual que el doctor Rojas. Naturalmente, Antonio Pedraja, dueño de la cafetería, se mostró tan servil como todos esperaban de él y dijo que sí, que por supuesto estaba a favor del proyecto. La opinión de Manuel Labrador, el empresario constructor cuyos fondos sufragaban buena parte de la campaña electoral de Morante, era conocida de antemano. Morante, al menos, tuvo la decencia de no estar presente en la votación.

Marcos seguía revolviéndose inquieto en su asiento cuando el abogado Bárcenas dio cuenta de los detalles del acto, claramente propagandístico, que se había preparado para la ocasión.

Los salones de uno de los hoteles más prestigiosos de la ciudad acogerían la presentación a la prensa del libro a mediodía del sábado, para que los periódicos tuvieran tiempo suficiente de recoger el acto en las páginas de sus ediciones dominicales, coincidiendo con la jornada electoral. Por la noche, una multitudinaria cena serviría para que el vecino Jaime Morante recibiera el aplauso unánime de todo el mundo.

En la cena no faltarían algunos de los profesores que le dieron clase durante su infancia y juventud. Naturalmente, lo acompañarían viejos compañeros de estudio, incluidos todos los que formaron parte del Círculo Sherlock durante los años universitarios. Todos habían confirmado su presencia, salvo Sergio Olmos, a quien su hermano le había puesto en antecedentes sobre el verdadero significado del acto, aparte de anunciarle que Clara Estévez y los demás sí se hallarían presentes. Asociaciones empresariales, comerciales, vecinales, deportivas y culturales estarían representadas entre los más de doscientos comensales previstos.

—Lo dicho —recordó Bárcenas—, hay que mover los hilos para que la noche del día 26 sea inolvidable.

Y lo sería.

A última hora de la tarde, Serguei Vorobiov aún no había respondido a las cuestiones que los inspectores Gustavo Estrada e Higinio Palacios consideraban esenciales: ¿dónde estaba el arma homicida?, ¿dónde asesinó a aquellas mujeres?, ¿dónde estaban los órganos del cuerpo de Yumilca Acosta que habían desaparecido?, ¿por qué había imitado en sus acciones a Jack el Destripador?, ¿qué relación había entre él y el escritor Sergio Olmos?

Serguei había escuchado aquellas preguntas cientos de veces desde que se confesó autor de los crímenes. Algunas de las cuestiones le parecían lógicas, y de hecho trató de responderlas del único modo en que le era posible: inventando la respuesta. Pero había otras, como las cuestiones relacionadas con Jack el Destripador o con un hombre llamado Sergio Olmos, que le resultaban totalmente desconcertantes. Sobre ellas, ni siquiera se le ocurría mentir.

El cuchillo empleado lo había arrojado al río, dijo. A las mujeres les dio muerte en un patio interior bastante oscuro al que se accedía desde la calle Casimiro Saiz. Y los órganos de Yumilca siguieron la misma suerte que el cuchillo: el fondo del río. Sobre Jack el Destripador y sobre Sergio Olmos, no hubo forma de que dijera absolutamente nada.

Estrada era un hombre paciente, pero también muy inteligente. Había algo que Serguei estaba ocultando. El cuchillo y los órganos de Yumilca Acosta podían haber terminado en el río, pero, después de explorar concienzudamente el patio donde el músico dijo haber dado muerte a las mujeres, se convenció de que mentía. La policía científica no fue capaz de encontrar ni una sola gota de sangre. Además, hubiera sido imposible que nadie viera a Serguei conducir hasta allí a las mujeres y asesinarlas. Eso por no hablar de la arriesgada maniobra que suponía sacar los cadáveres de allí y llevarlos hasta los escenarios donde aparecieron más tarde. Las numerosas ventanas que daban a aquel patio podían haber servido para que cualquier testigo inoportuno viera sus maniobras. Por otra parte, la policía estaba segura de que el criminal secuestraba a sus víctimas varios días antes de darles muerte, y las explicaciones de Serguei no cuadraban con esa idea.

Serguei encubría a alguien, concluyó el policía.

Y entonces fue cuando llegó Tomás Bullón a la comisaría.

A las siete de la tarde, Bullón se presentó en la comisaría, sudoroso y agitado. Exigió hablar con el inspector que estuviera al mando de la investigación. Mencionó los nombres de Tomás Herrera y Diego Bedia.

Durante diez minutos, el periodista aguardó como una fiera enjaulada, en una sala de espera amueblada de un modo austero: unos asientos de plástico, una mesa con revistas muy antiguas y unos carteles animando a los ciudadanos a incorporarse a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad como única decoración.

Finalmente, fue conducido a presencia de Herrera y Bedia.

—He creído que deberían ver esto —dijo Bullón, sacando de un bolsillo interior de su gastada chaqueta de tweed un papel cuidadosamente doblado.

El inspector jefe Tomás Herrera alargó la mano y cogió el papel. Lo desdobló y lo leyó con interés. Después, su rostro se vistió de escepticismo, arqueó una ceja y miró fijamente a Bullón al tiempo que pasaba el papel a Diego Bedia.

—¿Qué significa esto? —preguntó Herrera al periodista. El inspector estaba harto de las continuas intromisiones de Bullón en la investigación de aquellos crímenes. Sus artículos, sensacionalistas y provocadores, habían predispuesto a los vecinos del barrio norte contra la policía, además de favorecer una evidente corriente de opinión racista. Bullón le había hecho el juego al candidato Morante, que se había encargado de recordar los tiempos felices en los que la vida en la ciudad estaba desprovista de inmigrantes de oscura biografía llegados desde países remotos.

—No lo sé —respondió Bullón—. Alguien lo ha metido por debajo de la puerta de la habitación de mi hotel.

—Se está usted metiendo en un lío —le advirtió Herrera—. No sé si tiene cartas para jugar esta partida.

Bullón sostuvo la mirada de Herrera imperturbable. Tragó saliva y afirmó de nuevo su inocencia. No tenía nada que ver con aquella carta, juró.

Diego Bedia volvió a leer el texto. Estaba escrito en un ordenador e impreso en tinta roja:

Querido Jefe:

Sigo oyendo que la policía me ha cogido, pero no me fijarán tan pronto. Me he reído cuando van de listos y hablan de estar en la pista correcta. Esa broma sobre Delantal de Cuero me dio auténticos retortijones. Voy en serio con las prostitutas y no voy a parar de rajarlas hasta que me quede lleno. El último trabajo fue inmenso. No le di a la dama ni tiempo para chillar. Cómo pueden atraparme ahora. Amo mi obra y quiero empezar otra vez. En el siguiente trabajo voy a cortar las orejas de la dama y las enviaré a los oficiales de policía solo por diversión. Mantén esta carta guardada hasta que haga algún trabajo más, entonces sácala directamente. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que quiero volver al trabajo enseguida si tengo oportunidad. Buena suerte.

Sinceramente suyo,

El nuevo Jack el Destripador

—¿Cuándo encontró esta carta? —preguntó Diego.

—Hace menos de media hora —respondió Bullón—. Inmediatamente después de leerla, vine corriendo hasta aquí.

—¿Qué juego es este? —murmuró Herrera.

El inspector jefe estaba totalmente desconcertado. Nunca había tenido demasiada fe en la teoría de Estrada a propósito de la autoría de aquellas muertes, pero cuando Serguei confesó ser el asesino, una débil esperanza prendió en su corazón. Tal vez Estrada tenía razón y aquella pesadilla había tocado a su fin. Pero aquella carta demostraba que no era así.

—Es una copia —dijo Bullón.

—¿Qué quiere decir? —Bedia formuló la pregunta a escasos centímetros de la cara del periodista.

—El que la ha escrito ha copiado casi íntegramente una de las cartas que Jack envió a la policía.