En una ciudad del norte de España
24 de agosto de 2009
Baldomero Herrera no había cumplido los treinta años. Llevaba el cabello rubio corto, y de su cara tostada siempre iba prendida una sonrisa. A diferencia de don Luis, jamás vestía la sotana ni otras prendas de su oficio, salvo cuando decía misa o cumplía con otros menesteres afines a su cargo. No era demasiado alto, aunque tampoco bajo. Pero había un ángel en su mirada. Y luego estaba su candorosa sonrisa, que siempre le abría las puertas y los corazones.
Al contrario que don Luis, él no había nacido en la ciudad, sino que había llegado a ella tres años atrás, después de ejercer su labor pastoral en un par de pueblos castellanos. No obstante, era tal su grado de implicación social que parecía que toda su vida hubiera transcurrido allí.
Sin embargo, en los últimos meses todo había cambiado. Su popularidad había menguado entre ciertos sectores de la parroquia por su empecinamiento en favorecer las condiciones de vida de los inmigrantes. Muchos vecinos mostraban más que recelo por la actuación del párroco, puesto que sentían a los recién llegados como una amenaza para su seguridad y también para sus puestos de trabajo. Quienes tenían pisos que pretendían alquilar o vender habían observado un claro descenso de la demanda precisamente porque cada día había más población forastera en aquel barrio, y aunque no había motivos reales para establecer semejantes relaciones, se había instalado la convicción de que la delincuencia había aumentado espectacularmente por culpa de los extranjeros.
De manera que, con aquel caldo de cultivo, la idea de crear un centro social donde los forasteros se encontraran entre sí y con los otros parroquianos, y en el que poder dar un plato de comida caliente a quien lo necesitaba, no recibió precisamente una cerrada ovación.
La idea había surgido por sí sola. Apenas con mirar los alrededores de la parroquia, el observador más torpe advertía la extraordinaria mezcolanza de razas y la babel de idiomas en que se había convertido el distrito norte de la ciudad en pocos años. Muchos de los extranjeros carecían de papeles, pero Baldomero consideraba que eso no los excluía de tener dignidad.
—¿Creéis que Jesús os pedirá alguna documentación cuando os llegue la hora? —solía recordar en el púlpito en la misa dominical.
Pero los murmullos que brotaban entre los bancos hacían que el sacerdote no precisase candil alguno para ver con claridad lo que escondía el corazón de muchos de sus feligreses. Y cualquier duda que pudiera albergar sobre ese extremo se fue disipando a medida que la asistencia a los oficios que él realizaba fue menguando, mientras que las misas que oficiaba don Luis fueron llenándose hasta la bandera. Pero ¿acaso Jesús tenía en cuenta qué cura contaba con más público en sus misas?
Baldomero se sentía más cristiano que nunca cargando con aquella cruz que los fieles habían arrojado sobre su espalda. Además, no seríamos unos notarios fieles de lo que sucedía en la parroquia si no dijéramos que no todos los vecinos estaban en su contra. Y, aunque no resulte demasiado espiritual contar las almas que uno es capaz de juntar para compararlas con las que suma otro sacerdote, podríamos decir que el pulso entre don Luis y Baldomero se saldaba claramente a favor del primero. Un setenta por ciento de la parroquia hubiera seguido al viejo párroco por el desierto desde el Sinaí si eso fuera necesario, mientras que solo un treinta por ciento se sentiría bien liderado por el joven cura en busca de la tierra de promisión.
A pesar de todo, Baldomero tenía parroquianos incondicionales, y sobre aquellas piedras construyó su proyecto. El primer Combatiente que reclutó para su causa lo encontró en la Oficina Municipal de Integración.
Cristina Pardo no era una funcionara al uso, sino una mujer comprometida con lo que hacía. Con ella no fue preciso que el sacerdote se esforzara en la prédica, pero es que además ella sintió, el mismo día en que conoció a Baldomero, que había encontrado a alguien especial. Y aunque se obligaba a sí misma a sacudirse de encima cualquier otro pensamiento que no guardara relación con una sincera amistad, no podía evitar rimar algunos versos prohibidos que luego guardaba en un suspiro cerca del sacerdote.
Cristina había nacido en aquella ciudad y conocía las calles y a las gentes del barrio norte de manera especial. El ayuntamiento había decidido unos años antes que los Servicios Sociales debían descentralizarse, para lo cual se crearon oficinas específicas en los distritos más populosos y con más población de riesgo. En la zona norte, ante el innegable aluvión de inmigrantes que se había experimentado en los últimos años, se creyó oportuno dotar a dichos servicios con una Oficina de Integración, a cuyo frente estaba ella.
Cristina era delgada, de tez clara salpicada de pecas que aniñaban aún más su expresión. Su cabello era rubio y liso, y siempre parecía recién lavado. Cuando reía, regalaba a los demás pequeños cristales de felicidad. Sin embargo, su trabajo no le permitía demasiadas alegrías.
Los datos municipales eran incontestables. Desmenuzando las estadísticas, se advertía que casi el setenta por ciento de la población inmigrante de toda la ciudad estaba en aquel barrio. El dato era aún más espectacular si se tenía en cuenta que el sector norte contaba con veinticinco mil de los más de cien mil habitantes que estaban empadronados en la localidad. De manera que en la cuarta parte del municipio se arracimaba la casi totalidad de los extranjeros.
El distrito era agotador para una mujer tan involucrada en su trabajo como lo era ella. Debía lidiar con personas que procedían de sesenta y siete nacionalidades diferentes, y muchas de ellas no conocían siquiera una sola palabra de español. Y aunque era cierto que el número de sudamericanos, colombianos, dominicanos, ecuatorianos, venezolanos y hondureños, preferentemente era elevado —aunque todos estaban a la zaga de los rumanos—, los trabajadores sociales se habían encontrado con gente procedente de los países más insospechados. Aquel mismo día, por ejemplo, Cristina había visitado a una mujer nacida en Bután, y una compañera suya tenía localizada a una familia de Sri Lanka, a dos ciudadanos de Benin y a un grupo de Burundi.
Era tal la mixtura del paisanaje que las propias funcionarias competían entre sí, a modo de divertimento, para ver quién se topaba con el extranjero más exótico. Cristina no tenía duda de que su hallazgo de aquella mañana —la mujer de Bután —le haría ascender bastantes puestos en la peculiar clasificación. La competencia en ese terreno era tan cerrada que ya apenas contabilizaban en la pugna lugares como Liberia, Mali o Togo.
Aquel distrito había nacido en los años sesenta del pasado siglo a la sombra del crecimiento industrial de la ciudad. Eran tiempos en los que los promotores y constructores afines al régimen franquista gozaban de total impunidad para sacar el máximo rendimiento al suelo en el que construían. Aquella patente de corso permitió a los bucaneros inmobiliarios esquilmar la totalidad de los metros cuadrados de la zona, sin apenas dejar un árbol que permitiera respirar al barrio.
La amalgama de edificios convertían el distrito en un extraño ser sin formas precisas. Aquí y allá se alzaban bloques de pisos donde, como si de colmenas se tratara, los obreros procreaban y dejaban consumir sus vidas. Muchas de las construcciones eran edificios de ladrillo rojo que, con el paso del tiempo, envejecieron untándose de negro con la contaminación producida por los automóviles y las chimeneas de las fábricas. Y, aunque en los últimos años se había lavado la cara con pinturas de colores a algunos de aquellos bloques de viviendas, jamás se lograría ordenar el caos que imperaba las tripas del barrio. Callejones oscuros, patios impensables a los que se accedía por pasadizos lóbregos y angostos pasillos convertían a algunas zonas del distrito en una maraña urbana opresiva.
La crisis industrial, el envejecimiento de la población, la huida de los hijos de aquel ataúd urbano en el que habían visto envejecer a sus padres y el aluvión de inmigrantes que trataba de buscar un lugar bajo el sol en las barriadas de la zona habían enterrado para siempre el paisaje que don Luis gustaba de recordar; el paisaje en el que él, como tantos otros, había nacido sesenta años antes. Ya nada quedaba de aquellos prados en los que, de niño, jugaba con los demás a la pelota. Ni había huertos a los que ir a robar fruta en aquella edad lejana en que aún no había recibido la vocación religiosa y en la que robar peras aún no era considerado pecado. De aquella época nada quedaba, salvo alguna vieja casa convertida en testigo de los mil avatares que había conocido el barrio, y el viejo cementerio que vigilaba desde lo alto de una pequeña loma cómo iban muriendo, uno tras otro, sus futuros inquilinos.
Los cálculos no dejaban lugar a la duda: si el flujo de inmigrantes se mantenía igual que en la última década, iba a resultar difícil dar una respuesta a aquel problema social. Cristina miró las cifras en la pantalla de su ordenador. Mientras la población autóctona del barrio envejecía, moría o huía, el número de inmigrantes se había multiplicado espectacularmente.
—Y eso que no tenemos controlados a muchos de ellos —le dijo María, su compañera de oficina.
—No sé qué vamos a hacer. —El rostro de Cristina pareció envejecido de pronto—. En el comedor de la Casa del Pan no dan abasto, y las subvenciones son insuficientes. Creo que Baldomero está desesperado, aunque lo niegue.
—¡Baldomero! Ya ni siquiera le llamas padre o párroco. —María rio—. ¿No irás a darles la razón a los que andan diciendo cosas por ahí?
Cristina se ruborizó. Odiaba esa facilidad suya para enrojecer cuando alguien la ponía en un apuro, pero, si trataba de controlarlo, el resultado era aún peor.
—¿Qué cosas? No seas imbécil.
—¿Qué cosas? ¡Ya sabes tú lo que dicen!
Cristina enrojeció aún más, si es que era posible que existiera un tono aún más intenso para su vergüenza.
—¿De veras te gusta tanto ese cura? —preguntó María, poniendo su mano derecha sobre la de Cristina.
María era cinco años mayor que su amiga. Siempre estaba buscando el novio soñado, pero, cada vez que creía dar con él, resultaba que el sueño era una pesadilla. A pesar de todo, era una de esas personas a las que uno no recuerda sin una sonrisa en la boca. Era alta, fuerte, acogedora, redonda y estaba provista de un corazón de oro.
—No digas tonterías —se defendió Cristina. Hizo una pausa y sonrió con picardía—. No te voy a negar que es hombre guapo, porque eso ya lo ves tú también. Pero es un cura, ¿no lo entiendes?
—¿Y?
—¿Cómo que y?
—Más emoción —se mofó María—. Ya lo estoy viendo —con la mano realizó un trazo imaginario y teatral en el aire—, la nueva versión de El pájaro espino.
Las dos rompieron a reír.
En ese momento, una furgoneta engalanada con reclamos electorales pasó por delante de la oficina donde María y Cristina trabajaban. Las dos mujeres miraron el rostro del candidato que sonreía rotulado en la carrocería del vehículo.
—Más nos vale a todos que ese no gane las elecciones —dijo María.
Cristina guardó silencio. Las dos sabían que el programa que planteaba aquel político incidía especialmente en el problema inmigrante, pero no para solucionarlo con medidas sociales, sino precisamente para caldear los ánimos de los vecinos contra los extranjeros. Baldomero y ella habían hablado del tema en varias ocasiones y coincidían en que aquellos mensajes políticos, tendentes a recuperar la historia local, a rescatar del baúl de los recuerdos la esencia de un tiempo en el que la ciudad había gozado de un esplendor económico y social, no eran más que un modo de enmascarar el rechazo hacia el reto cultural y racial que representaban los extranjeros.
—¿Cuándo dejará de llover? Hace una semana que no voy a la playa —se lamentó María.
—Con todo lo que tenemos que hacer, y tú pensando en la playa —le recriminó Cristina.
—¿Sabes qué? —María hizo una pausa teatral—. Lo que tienes que hacer es venir conmigo un día de estos a la echadora de cartas de la que te he hablado. Hay que salir de dudas: ¿dejará la sotana Baldomero por ti?
La sonora carcajada de María quedó amortiguada por él repiqueteo de la lluvia en los cristales.