14 de septiembre de 2009
El nombre del día aquel lunes fue Leather Apron[86]. Y eso tenía mucho mérito, porque muy pocos sabían hasta entonces quién demonios era ese sujeto. Pero los pocos que habían oído hablar de él conocían su historia con bastante detalle.
Curiosamente, quien debiera estar más interesado en saber todo lo que tuviera que ver con la intriga del Delantal de Cuero —que no era otro que el músico y escultor ruso Serguei —era quien menos la conocía. Pero eso a Tomás Bullón le traía sin cuidado. Lo que Bullón tenía entre manos era otra extraordinaria historia que vender. Una historia que había comenzado a escribir echando mano de un viejísimo titular de la prensa londinense.
El día 5 de septiembre de 1888, el diario Star abría la información sobre los crímenes que habían tenido lugar en el East End de este modo: «Leather Apron. El único nombre vinculado con los asesinatos de Whitechapel. Un silencioso terror de medianoche».
A continuación, con aquel estilo suyo provocador y amarillo, Bullón recordaba los días en los que, tras los primeros crímenes de Jack, los detectives de Scotland Yard dirigidos por Abberline se mostraron totalmente desconcertados. La gente les reprochaba que no actuaran de inmediato contra un individuo que sembraba el terror entre las mujeres de la calle y al que apodaban de ese modo: Delantal de Cuero.
La prensa lo calificaba de salvaje y sanguinario. Tenía atemorizadas a las prostitutas de la zona. Los periódicos afirmaban que iba armado con un cuchillo que manejaba con extraordinaria destreza, y los agentes recogieron aquí y allá declaraciones de prostitutas con las cuales construyeron un retrato robot del supuesto asesino. Se trataba de un hombre de entre treinta y ocho y cuarenta años, lucía bigote, medía metro setenta de altura, era fuerte y siempre llevaba un delantal de cuero.
Comoquiera que el primer crimen, el de Polly Nicholls, tuvo lugar en Buck's Row, donde había un matadero y era un lugar lógicamente frecuentado por matarifes, el término Delantal de Cuero comenzó a ser considerado como apodo del asesino. El doctor Lewellyn, que practicó la autopsia a la primera víctima, había declarado que el arma empleada en aquel crimen podía ser un cuchillo de los empleados por los matarifes, o también por los zapateros. El Daily Telegraph vio en aquel hombre al verdadero culpable de lo que sucedía en Whitechapel, y la policía necesitaba imperiosamente realizar algún arresto que acallara al vecindario.
Finalmente, el 7 de septiembre encerraron a John Pizer, un judío polaco que remendaba botas y que, si se daba crédito a los comentarios que circulaban, se comportaba de un modo violento con las mujeres, además de extorsionar a las prostitutas. Pero, al cabo de veinticuatro horas, la policía lo dejó libre porque no halló nada que permitiera inculparlo.
Cuando Annie Chapman fue asesinada, la policía encontró en el patio trasero un delantal de cuero que parecía haber sido lavado recientemente. Aquello volvió a desatar las alarmas. La policía efectuó un buen número de arrestos, casi de un modo indiscriminado, tratando de apaciguar los ánimos. Naturalmente, entre los arrestados estaba de nuevo John Pizer.
A las nueve de la mañana del día siguiente al de la muerte de Annie Chapman, el sargento de detectives William Thicke, de la División H, llegó a la calle Mulberry. En el número 22 vivía Pizer en compañía de su madrastra, de setenta años de edad, y de un hermano suyo llamado Gabriel. El sargento lo detuvo sin contemplaciones, tal y como The Times y otros periódicos de la época recogieron. Pizer, de treinta y tres años, volvía a estar en el ojo del huracán. Tenía que ser Jack el Destripador, para que Scotland Yard y el barrio durmieran tranquilos.
El problema residía en que, simplemente, Pizer no era Jack.
A pesar de los esfuerzos de la prensa, como por ejemplo el East London Observer, de mostrar al público una descripción siniestra del zapatero —cabeza enjuta y de piel atenazada que resultaba desagradable de mirar, según ese periódico, porque tenía mechones de cabello de treinta centímetros de longitud, labios finos, sonrisa sardónica, fiero bigote y mirada terrible—, Pizer tenía una magnífica coartada.
El zapatero judío compareció en el juicio por la muerte de Annie Chapman que dirigió el juez Wynne E. Baxter. Pizer declaró haber llegado a su casa el día del crimen a las once de la noche, y no volvió a salir del número 22 de la calle Mulberry. Y podía demostrarlo. También tuvo coartada para la noche en que murió Polly Nichols, puesto que estuvo en una pensión llamada The Round House, en la ronda Holloway.
Una vez realizadas las comprobaciones oportunas, Pizer fue puesto en libertad y la policía hizo el ridículo una vez más en su investigación en Whitechapel.
Tras aquella larga introducción, Tomás Bullón exhibía en su artículo el as que guardaba en la manga. El mismo as que provocó la ira de Gustavo Estrada:
La policía ha detenido a su particular Delantal de Cuero. Se trata de un músico de origen ruso que talla figuras en madera con un cuchillo. El sospechoso, llamado Serguei Vorobiov, vive en el mismo piso de alquiler que la primera víctima, Daniela Obando…
El inspector Gustavo Estrada entró en el despacho del comisario Barredo rumiando su ira. También el comisario había leído la noticia.
—¿Cómo se explica esto? —preguntó Estrada. Respiraba agitadamente y en sus ojos latía la cólera—. ¿Quién se ha ido de la lengua?
—No lo sé —confesó el comisario—. Pero le juro que lo averiguaré.
Gonzalo Barredo ordenó que se presentara el inspector jefe Tomás Herrera.
—Quiero saber qué es lo que está ocurriendo —exigió el comisario cuando Herrera entró en el despacho. El comisario lanzó sobre la mesa el artículo de Bullón.
—No es la primera vez que sucede algo así desde que estoy aquí —intervino Estrada—. Ese periodista fue el primero en llegar al lugar del crimen el otro día; después, publicó el nombre de la víctima antes de que nosotros lo diéramos a conocer, y ahora… esto.
El comisario miró con dureza a Estrada.
—Le ruego que guarde silencio hasta que yo le diga lo contrario —le espetó. A continuación, se volvió hacia Herrera—: ¿Y bien?
—No lo sé, señor —reconoció el inspector jefe—. Pero es evidente que alguien está filtrando datos a ese periodista.
—Pues quiero que lo averigüe cuanto antes.
Estrada estuvo a punto de abrir la boca y mencionar el nombre de Diego Bedia, pero en el último instante sus ojos se toparon con la mirada acerada de Tomás Herrera y no se atrevió.
Herrera, en cambio, sí dijo algo:
—Señor comisario, esa información nos pone en una situación tremendamente difícil.
—Explíquese —exigió Barredo.
—Si ese ruso no es el culpable de los crímenes, la prensa y el barrio entero se van a echar aún más contra nosotros.
—Hemos encontrado en el piso una bolsa de deporte negra con varios cuchillos que pueden haber servido para cometer esos crímenes —estalló Estrada.
El comisario alzó una mano y traspasó con la mirada a Estrada.
—Esperemos que la policía científica pueda encontrar pruebas que demuestren que estamos en lo cierto —contestó Barredo.
—Eso espero yo también —respondió Herrera—. Pero lo único que tenemos son esos cuchillos y el hecho de que ese hombre aparece entre los curiosos que se agolparon en la zona durante la grabación de vídeo que se hizo en el patio donde apareció la segunda víctima.
—Muy significativo, ¿no cree? —dijo Estrada, sin poder contenerse—. Ese tipo de criminales suele recrear sus crímenes en su mente volviendo al escenario donde cometió su hazaña, y disfruta viendo el desconcierto de la policía.
Esta vez el comisario no mandó callar a Estrada. Era evidente que le parecía que aquel engreído inspector había hecho más en un día que sus hombres durante varias semanas.
—Pero Serguei Vorobiov no se ha declarado culpable —recordó Tomás Herrera—. No podremos detenerlo mucho más tiempo sin pruebas.
—¿Me va a explicar cómo tengo que hacer mi trabajo, inspector? —contestó el comisario.
Estrada sonrió burlonamente. Estaba claro que había logrado poner de su parte al comisario y aislar así a Diego, que seguía aferrado a aquellas teorías absurdas sobre Sherlock Holmes. Ahora solo le restaba demostrar que era Diego quien filtraba la información al tal Sergio Olmos, y este, a su vez, a ese periodista amigo suyo. Por tanto, se imponía una charla con el señor Olmos, concluyó Estrada.
Clara Estévez y Enrique Sigler se habían marchado a primera hora de la mañana. Sergio los había visto desde su ventana tomar un taxi en la puerta del hotel. Nada les impedía regresar a Barcelona, donde suponía que vivirían, y sonrió maliciosamente al pensar en el siguiente proyecto literario de Clara. ¿Sería ella capaz de inventar una buena historia por sí sola sin robarle la idea a otro autor?
Cuando el taxi se los llevó, Sergio no pudo evitar que su corazón volviera a encogerse. Aunque la presencia de Clara le dolía, eso era mejor que no verla. Y aquellos días, aunque hubiera sido de un modo fugaz, al menos había vuelto a contemplar aquella sonrisa en sus ojos. En cambio, él tenía a Cristina a su lado. Cristina era deliciosa, más joven que Clara y no menos guapa que ella. Cristina tenía todo lo que cualquier hombre pudiera desear: inteligente, con sentido del humor, era cálida, hospitalaria, y con un cuerpo que parecía recién esculpido. Si algún defecto tenía Cristina era no ser Clara.
De pronto, Sergio comprendió que amaba a las dos mujeres, pero de un modo diferente. Sin embargo, solo una de ellas lo amaba a él, y esa era Cristina.
¿Tendrían Clara y Sigler algo que ver con aquellos crímenes?, se preguntó. Parecía imposible. Los dos dijeron tener una excusa sólida. El viaje a Italia que habían realizado alejaba a ambos de Londres, donde Sergio había recibido la carta anunciando el primer crimen, y también los convertía en inocentes de la muerte de Daniela, dado que se suponía que acababan de regresar de Italia el día 30 de agosto. Daniela apareció sin vida al día siguiente, y no parecía probable que Clara y Sigler hubieran tenido tiempo de planificar todo aquello. Al menos, no solos.
«Al menos, no solos», repitió en silencio Sergio. Y recordó la segunda nota, la del círculo rojo. ¡Un círculo rojo!, como en aquella aventura de Sherlock Holmes. ¿Quién le quería pasar factura por haber incumplido las normas de la única sociedad a la que él había pertenecido en su vida? Pero, se dijo, ¿qué normas son las que yo he roto?
La llamada de teléfono lo sobresaltó.
—¿Sergio Olmos? —preguntó una voz desconocida.
—Soy yo.
—Soy el inspector Gustavo Estrada —se presentó el desconocido—. Me gustaría hacerle unas preguntas. ¿Sería tan amable de acercarse por la comisaría?
Sergio dudó sobre lo que debía responder. Aquel tipo debía ser el cabrón que le había robado la mujer a Diego Bedia, pensó. ¿Qué quería de él ahora? Según Diego, Estrada estaba totalmente convencido de haber atrapado al auténtico asesino, un músico ruso.
—Puedo estar allí en media hora —contestó Sergio finalmente.
—Le espero —dijo Estrada antes de colgar.
Veinticinco minutos después, Sergio entró en una sala de la comisaría donde lo aguardaban dos hombres. Uno se presentó como Gustavo Estrada. Sergio lo contempló con detenimiento: alto, delgado, ojos grises tal vez demasiado juntos, fibroso, cabello engominado, de sonrisa demasiado fácil y aliño indumentario excesivamente juvenil para un hombre al que Sergio situó en la frontera de los cuarenta años.
El otro hombre era grueso, provisto de un poderoso bigote negro, chaqueta con corte pasado de moda y restos de caspa sobre los hombros. El tipo leía en silencio un informe y apenas movió la cabeza para saludar a Sergio.
—Gustavo Estrada —se presentó el inspector, apretando con fuerza la mano de Sergio—. Y este es el inspector Higinio Palacios —añadió, señalando al hombre del bigote.
Sergio hizo un gesto afirmativo con la cabeza y tomó asiento en la silla que le indicó Estrada.
—Tenía ganas de conocerle —dijo el inspector Estrada—. He leído tanto sobre usted en estos informes —comentó, señalando varios documentos que tenía junto a él.
Sergio guardó silencio. No sabía muy bien hacia dónde iba a conducir aquel preámbulo sospechosamente amable.
—Así que el Círculo Sherlock —dijo Estrada, tras mirar unos segundos los famosos informes que obraban en su poder. Luego alzó la vista, y Sergio tuvo la certeza de que, en efecto, los ojos estaban demasiado juntos en aquella cara delgada y perfectamente rasurada—. Cuénteme todo eso de Sherlock Holmes.
—¿Qué quiere decir? —Sergio se había quedado atónito. Se preguntaba si aquel policía le estaba gastando una broma o es que era un auténtico imbécil—. ¿Quiere que le hable de Sherlock Holmes como personaje literario o como una de las claves de ese asunto de los asesinatos?
Estrada lo miró con cara divertida. Parecía que se lo estaba pasando estupendamente. Palacios, en cambio, tomaba notitas.
—Empecemos por esas cartas que dice que le han enviado —dijo al fin Estrada—. La primera, según parece —volvió a mirar uno de los informes—, se la entregó a usted un joven desconocido en Londres; nada menos que en Baker Street. —El inspector miró a su colega sonriendo y buscando su complicidad. Palacios rio con desgana.
—¿Acaso no se lo cree? ¿Pone en duda mi declaración? —Sergio comenzaba a estar molesto con aquel tipo.
—No se acalore —se disculpó Estrada—, solo quiero que me cuente qué hacía usted por Londres y todo lo demás.
«Todo lo demás». Sergio comprendía ahora la desesperación que debía sufrir Diego Bedia. Estrada era un prepotente, un estúpido que se creía inteligente. Sergio recordó a su admirado Sherlock y murmuró:
—Il n'y a pas de sots si incommodes que ceux qui ont de l'esprit[87].
Al fin, Sergio tomó la decisión de contarle «todo lo demás». Y así comenzó una clase magistral sobre Sherlock Holmes y sus sesenta aventuras publicadas. Durante casi cuarenta y cinco minutos hizo una exhibición de su prodigiosa memoria, enlazando todos los acontecimientos holmesianos que guardaban relación con los dos crímenes que habían tenido lugar en la ciudad, así como con su época de universitario.
Cuando terminó su discurso, el cuaderno de notas de Palacios estaba repleto de datos, y Estrada lo miraba de un modo extraño. Sergio no sabía si realmente había comprendido algo o nada de todo aquello. La primera pregunta del policía le inclinó a pensar que no había entendido nada.
—Y, dígame —Estrada carraspeó—, si usted pretendía escribir una novela sobre Sherlock Holmes y eso lo condujo a Londres, ¿por qué realizó usted viajes a Yorkshire, a Oxford y a Cambridge, según dicen estos informes? ¿Qué se le había perdido a usted allí?
Sergio contó hasta diez antes de responder. No tenía ninguna obligación de estar allí. No era culpable de nada. Había acudido a la cita sin abogado y sin la sospecha de que se vería obligado a pasar buena parte de la tarde encerrado con aquel policía fanfarrón. Podía, simplemente, levantarse e irse, pero decidió darse una satisfacción y dictó una nueva clase magistral sobre Holmes que, en resumen, aportó al cuaderno de Higinio Palacios las siguientes informaciones:
Es cierto que el futuro detective jamás había sido un hombre que cultivase las relaciones sociales. Sin embargo, entre 1872 y 1877 William Sherlock Scott Holmes estudió en Oxford y Cambridge. No siguió una carrera determinada, sino que picoteó en diversas asignaturas que le parecieron imprescindibles para el porvenir que se había trazado a sí mismo. Ciencia, botánica, matemáticas, filosofía, música y musicología se alternaron con la práctica del ajedrez, el remo o la esgrima y el boxeo, disciplina en la que ganó merecida fama.
La capacidad para leer mucho y del género más diverso la había adquirido el joven Holmes de muy niño. El futuro detective nació el día 6 de enero de 1854 en North Riding, Yorkshire.
Eso explicaba los viajes de Sergio a esas zonas de Inglaterra. Días antes de hospedarse en un hotel próximo a Green Park, Sergio Olmos había visitado los lugares que su biografiado conoció en su más tierna infancia.
En aquellas tierras, Sergio sintió que el espíritu de su admirado Holmes tomaba asiento en sus entrañas. No tuvo que esforzarse para imaginar a Violet Sherrinford paseando de la mano con el pequeño Sherlock bajo la atenta y complacida mirada de Siger Holmes, el esposo de ella y padre del niño. Violet era la tercera hija de sir Edward Sherrinford, mientras que Siger Holmes era un militar retirado.
Siger Holmes y Violet se casaron en St. Sidwell, Exeter, el 7 de mayo de 1844. De aquel matrimonio nacieron tres hijos: Sherrinford (en 1845), Mycroft (en 1847) y William Sherlock Scott (en 1854).
Durante sus paseos por la campiña de Yorkshire, Sergio Olmos creyó descubrir cuál pudo ser la propiedad familiar de los Holmes. Se trataría de una explotación agrícola notable, capaz de proporcionar a la familia rentas suficientes como para que sus hijos recibieran una esmerada educación e incluso poder viajar con frecuencia por Europa, como así hicieron.
Cuando la familia regresó a Inglaterra, Holmes estuvo en un internado. Pero en 1865 una grave enfermedad le obligó a abandonar sus estudios. Durante los meses que la dolencia lo postró, el niño de once años se lanzó a la aventura de leer, y lo hizo de manera voraz y, en apariencia, desordenada.
A decir de los autores que habían tratado de reconstruir la vida de Holmes, el joven había estudiado durante un breve período de tiempo en la escuela de Yorkshire como alumno externo, pero un nuevo viaje a Francia, cuando tenía catorce años, interrumpió otra vez su carrera académica. Vivió entonces en Pau, donde los estudios de alemán, francés y ciencia variada reclamaron una vez más su atención, sin que ello significase en modo alguno que dejara de ejercitarse en las artes marciales y la esgrima.
Cuando la familia regresó definitivamente a Inglaterra en 1872, se contrató a un reputado profesor universitario para que impartiera clases particulares de matemáticas al muchacho. Holmes jamás olvidaría a aquel hombre, y sus vidas se cruzarían de un modo dramático tiempo después. El profesor tenía delgada la cara, era alto y mostraba una manera de hablar tan solemne que Holmes llegó a decir de él años después que podía haber sido un gran predicador[88]. Todo el mundo aseguraba que era un genio. Había escrito un ensayo muy valorado titulado La dinámica del asteroide. Aquel profesor se llamaba James Moriarty.
Tras recorrer Yorkshire, Sergio había viajado a Oxford. ¿Por qué Oxford? La razón era simple: si en verdad quería recoger toda la información posible sobre aquel hombre, no podía obviar sus años universitarios.
En efecto, su biografiado estuvo afincado en el campus oxoniano durante un tiempo, en concreto en el afamado Christ Church College. La química, una de las pasiones del futuro detective consultor, la botánica y las matemáticas ocuparon especialmente su tiempo en aquellos años.
Recorriendo los venerables senderos del saber de Oxford tras las huellas de Holmes, Sergio se sintió tentado de imaginar, como lo había hecho el holmesiólogo Baring-Gould, que tal vez Sherlock recibiera clases de matemáticas de quien entonces ocupaba plaza de profesor de esa asignatura en el mismo colegio universitario: Charles Lutwidge Dodgson.
Naturalmente, pensó, si pretendía añadir ese posible encuentro en la novela que iba a escribir, debería aclarar al lector quién era el hombre oculto tras ese nombre de profesor universitario sin brillo. En realidad, Dodgson había firmado en 1865 uno de los libros más extraordinarios de todos los tiempos, algo aparentemente alejado de la frialdad calculada de las matemáticas. Y es que Dodgson no era otro que Lewis Carroll, el rabino de otro golem literario incomparable: Alicia, la más famosa de todas las niñas que un día llegaron al País de las Maravillas.
¿Por qué no? ¿Quién podía impedir que él, Sergio, hiciera coincidir en la misma aula al alumno Holmes y al profesor Carroll? ¿Quién de los dos era de carne y hueso? ¿No sería el ser de ficción Carroll, pues nadie podría creer a estas alturas que Alicia no hubiera existido? Perfectamente podría pensarse que fue Alicia la que trajo a la vida a Carroll y luego lo hizo inmortal.
Tras su paso por Oxford, Sergio, como Holmes, viajó a Cambridge. Su propósito era experimentar en carne propia lo que su personaje debió de sentir cuando en 1874 ingresó en el prestigioso Gonville & Caius College. Y precisamente fue allí, en Cambridge, donde el único amigo con el que el huraño Holmes mantenía cierto trato le puso en la pista de la que sería en el futuro su profesión.
—Precisamente —puntualizó Sergio—, eso sucede en la aventura titulada «El Gloria Scott», la misma que de algún modo da comienzo a la historia que estamos viviendo nosotros.
Y ahí finalizó el relato de Sergio. Palacios tomaba las últimas notas mientras Estrada miraba al escritor con los ojos entornados, pretendiendo dar muestras de la inteligencia envidiable con la que creía estar dotado.
El silencio se fue espesando lentamente durante los siguientes segundos, hasta que fue Estrada quien lo rompió.
—Ya —dijo.
Sergio comprendió que Estrada no tenía ni la menor idea de lo que le había querido decir al citar «El Gloria Scott». Tanto cacarear de los informes, y resultaba que aquel engreído engominado no había prestado atención al modo en que se había encriptado el mensaje de la primera carta.
—La primera carta que usted recibió tenía un mensaje que se había disimulado igual que uno que aparece en esa historia, ¿no es así? —dijo Higinio Palacios.
«Al fin, un soplo de aire fresco», pensó Sergio.
—Así es —respondió, volviéndose hacia Palacios.
Ante la sorpresa del propio Higinio Palacios y de Sergio, Estrada rompió a reír. Tenía una risa desagradable, de hiena. Y, cuando quedó satisfecho de tanta risa, tuvo la ocurrencia de hablar.
—¿Y usted pretende que yo me crea todo ese cuento? ¿Me va a decir que alguien sale de su pasado para escribir una carta siguiendo no sé qué código de novela barata y luego se dedica a asesinar mujeres imitando a Jack el Destripador? ¿Tan importante se cree usted como para que alguien se tome esas molestias solo para ridiculizar su inteligencia?
—Wir sind gewohnt, dass die Menschen verhöhnen, was sie nicht verstehen[89] —respondió Sergio.
—¿Qué ha dicho? —preguntó irritado Estrada. Le molestaba esa gente que habla idiomas para darse importancia.
—¡Cuánta razón tenía Goethe! —respondió Sergio, citando a Holmes con sus mismas palabras.
—Le advierto que…
La amenaza de Estrada quedó silenciada por el portazo que Diego Bedia acababa de dar al entrar en la sala.
—¿Qué coño está pasando aquí? —preguntó.
Estrada recompuso el gesto y carraspeó.
—Estamos repasando algunos detalles de la historia del señor Olmos —dijo—, a quien yo no tenía el placer de conocer. Me estaba contando cosas muy interesantes sobre Sherlock Holmes y todo lo demás.
«Y todo lo demás». Otra vez, pensó Sergio.
—Ya solo falta que me diga quién le está pasando información sobre la investigación —añadió Estrada, mirando alternativamente a Diego y a Sergio—. La información que luego ese amigo suyo periodista saca en los periódicos.
—¿Pero de qué habla? —preguntó Sergio asombrado.
Diego sí creyó comprender por dónde caminaba la retorcida mente de Estrada.
—Eres un estúpido engreído —le dijo. Luego miró a Palacios—. Y usted es un buen policía, pero espero que no se deje contaminar por el veneno de este tipo.
—Inspector Bedia —Estrada escupió sus palabras. Se había puesto de pie y estaba rígido como un tablón—, lamento que no sepa diferenciar la vida privada de la profesional.
—¡Qué hijo de puta eres, Estrada! —contestó Diego.
Sergio se preparó para la batalla. Estaba convencido de que los dos policías iban a dirimir sus diferencias con los puños, pero la irrupción del inspector jefe Tomás Herrera logró reconducir la situación.
La reunión se saldó sin heridos, pero el equipo que Herrera pretendía coordinar se había fragmentado definitivamente. Incluso él rezó porque Serguei Vorobiov fuera el asesino que buscaban. Prefería que Estrada se colgara una medalla a tener a su propio Delantal de Cuero.