13 de septiembre de 2009
El alba encontró a Diego Bedia en su pequeño piso de la playa con los ojos enrojecidos. Apenas había dormido. La noche la había pasado en compañía de psicópatas y asesinos en serie, o más bien leyendo información sobre esas subespecies humanas que le había facilitado un buen amigo criminalista de Madrid.
El día anterior había sido tremendamente largo, y en muchos aspectos muy desagradable. Para empezar, la irrupción de Estrada en el caso resultaba desestabilizadora. A nadie en la comisaría le resultaba atractivo que desde la capital de la provincia los considerasen incapaces de atrapar al asesino que estaba sembrando el terror en el barrio norte, pero tampoco era infrecuente que se enviaran refuerzos para determinados casos. El problema para Diego residía en la identidad de esos refuerzos. Higinio Palacios era un tipo tranquilo, que sabía cuál era su puesto. Su discreción contrastaba violentamente con la arrogancia de Estrada, que exhibía de continuo su condición de experto en homicidios. Aunque Diego no podía estar seguro, suponía que Estrada había movido todos los hilos posibles para que lo destinaran a aquel caso. Era una forma más de amargarle la vida.
El resto del día había ido aún peor. Diego encontró a Toño Velarde y lo condujo a la comisaría. Lo interrogaron sobre su presencia en la zona donde horas más tarde se encontró el cadáver de Yumilca, pero Velarde tenía una magnífica coartada: podía probar que aquella noche había estado coordinando la pegada de carteles del candidato a la alcaldía Jaime Morante. Media docena de jóvenes que participaron en aquella pegada de carteles declararon sin titubeos que Velarde estuvo con ellos durante aquella noche. Cuando acabaron de pegar los carteles, se fueron de juerga y se acostaron al amanecer. El propio Morante llamó por teléfono al comisario y habló a favor de su simpatizante. El resultado fue que a Toño Velarde lo dejaron en libertad horas más tarde, a pesar de que algunos de los miembros del equipo que investigaba el caso, en especial Murillo, lo veían como uno de los principales sospechosos. Después de todo, aquel bruto había dado muestras suficientes de ser un racista convencido, y el alboroto que reinaba en el barrio podía venirle muy bien a Morante en las elecciones.
Estrada, por su parte, llegó poco después junto con Higinio Palacios y Meruelo. Traían detenido al músico ruso. Al parecer, Yumilca había sido vista en un bar próximo a su casa la noche en la que se la vio por última vez. En aquel bar había estado esa noche Serguei intentando vender algunas de las figuras que tallaba con su cuchillo. El dueño del bar recordaba claramente que el ruso había hablado con Yumilca ofreciéndole su mercancía, pero ella lo había rechazado.
Estrada estaba exultante. Se jactaba de haber encontrado al asesino en su primera incursión en el barrio; una zona que, según alardeó, conocía a la perfección. Junto al ruso, los inspectores traían a remolque a una mujer alta, impresionante. Era Raisa, la esposa de Serguei. Ella gritaba e insultaba a los policías. Aseguraba que su marido no tenía nada que ver con la muerte de aquellas putas. Por su parte, Estrada, exhibiendo una sonrisa burlona, mostró a todos algunos de los cuchillos con los que Serguei trabajaba la madera.
—Los chicos de la policía científica tienen trabajo —dijo.
Diego no estaba seguro de que aquel hombre fuera el asesino que buscaban, pero tampoco podía negarlo. No quería darle el gusto a Estrada de mantener con él una discusión en público.
A media tarde, pidió permiso a Tomás Herrera para irse a casa. Herrera le comentó en privado lo que don Luis le había explicado a propósito de por qué estaba en el barrio a aquellas horas de la noche. Los policías intercambiaron una mirada cómplice tras contemplar al ruso, que parecía haberse venido abajo. Tomás y Diego no parecían estar seguros de nada, al contrario que Estrada, el gran triunfador de la jornada.
De camino a su casa, Diego Bedia telefoneó al doctor en criminología Ramón Alvarado, un buen amigo. Le explicó el lío en el que estaban metidos y solicitó su ayuda. ¿Podía enviarle por mail información sobre los asesinos en serie? El doctor Alvarado le prometió que tendría la información que pedía en media hora.
Ramón Alvarado no se retrasó ni un minuto. Un cuarto de hora después de que Diego hubiera hablado con él, el doctor envió un correo electrónico con dos informes adjuntos. Aquellos informes habían sido la compañía de Diego durante toda la noche.
Después de aquella lectura, Diego había refrescado algunos conceptos olvidados y había aprendido otros.
Para empezar, el concepto «asesino en serie» (serial killer o psychokiller) era algo muy manido en Estados Unidos, donde existe la tasa más alta de este fenómeno. En España también se han dado casos, pero de un modo más puntual. Se podía hablar de un asesino en serie si el individuo comete tres o más asesinatos, con un paréntesis entre cada uno de ellos.
Los motivos que pueden conducir a una persona hasta ese extremo de violencia, según los expertos, pueden ser variados. Hay asesinos «visionarios» (que creen actuar al dictado de determinadas órdenes o voces que los guían, ya sean fuerzas del bien o fuerzas del mal); hay asesinos «controladores» (aquellos a quienes satisface especialmente dominar a su víctima); los hay «misioneros» (que se muestran convencidos de ser mesías libertadores de los hombres con sus actos), y los hay «hedonistas» (amantes de emociones intensas, muchas veces relacionadas con el sexo).
Diego descubrió en aquellos informes que el asesino en serie se puede clasificar también en función del territorio de caza en el que actúa. Hay algunos que se circunscriben a lugares concretos; otros se centran en su ciudad o en la región en la que viven, y otros son viajeros. Algunos son «merodeadores», otros son «pescadores» (matan aprovechando una ocasión inesperada)
La psicosis puede ser la causa que genere ese comportamiento. El psicótico, tal vez un visionario, no planea en modo alguno su crimen. Simplemente, actúa en el instante en el que cree que Dios, Satán o quien sea le ordena que lo haga. No selecciona a su víctima, improvisa demasiado, y es muy probable que deje claras pistas que conduzcan a la policía a su detención.
Las cosas se complican si el asesino en serie es un psicópata. Podía ocurrir que durante su infancia el futuro asesino hubiera vivido hechos traumáticos, tal vez abusos sexuales o verse inmerso en un contexto familiar de alcoholismo o malos tratos. Todo ello puede provocar un rechazo del individuo al mundo que lo rodea. De igual modo, no es infrecuente que en sus primeros años de vida el sujeto muestre una especial predilección por la violencia, torturando a animales que tuviera a su alcance. En todo caso, lo más frecuente es que su carrera delictiva comience en su adolescencia, bien realizando hurtos u otros actos que pudieran conducirlo a centros de reclusión.
Cuando alcanza la mayoría de edad, comienza a fantasear con imágenes que le resultan seductoras. Es frecuente que esas fantasías tengan que ver con el sexo, pero Diego sabía que ni Daniela ni Yumilca habían sido violadas. Y tampoco estaba claro que Jack hubiera consumado el acto sexual con sus víctimas, si bien parecía haber algo claramente sexual en su comportamiento al extraer órganos como el útero.
Los psicópatas son seres crueles, con una gran capacidad para manipular a los demás, carentes de sentimientos, hedonistas, que desprecian la vida ajena. Saben perfectamente lo que están haciendo, pero toman las decisiones de un modo frío y no tienen remordimiento alguno.
Este tipo, pensó Diego, parecía ajustarse al asesino que él perseguía. Se trataba de alguien calculador, organizado, que elige a su víctima meticulosamente, tal vez las sigue durante días y conoce sus hábitos. Lo más inquietante, según decía el informe, es que ese tipo de asesinos no tienen aspecto de serlo, de manera que se ganan fácilmente la confianza de la víctima, que no sospecha de ellos hasta que es demasiado tarde. Además, disfrutan con la tortura, de modo que procuran conservar con vida su pieza de caza todo el tiempo posible.
Había más cosas preocupantes para Diego entre las características de ese tipo de asesino en serie: son extremadamente cuidadosos, pulen los detalles en cada uno de los crímenes, lo que hace que resulten muy difíciles de apresar. Su único gran defecto es el narcisismo que padecen. Se sienten tan superiores, tienen tanto afán de notoriedad, que sufren al ver que nadie reconoce por la calle al gran artista que ellos creen ser. Es frecuente que se lleven «trofeos» de sus víctimas. Jack y su imitador coleccionaban vísceras de las mujeres asesinadas.
Diego leyó con atención lo que el doctor Alvarado le escribió a propósito del asesino en serie denominado copycat: aquel que imita a un famoso asesino en serie de otra época. No se debe confundir con aquellos imitadores inmediatos, los que conviven en el tiempo con un asesino concreto, que realizan algún crimen con el propósito de desviar la atención de la policía hacia ellos y favorecer al auténtico asesino en serie. El copycat actúa bastante tiempo después del criminal al que desea emular, pero siempre sentirá la frustración de no conseguir alcanzar las cimas que pisó su héroe, porque, en realidad, no es como él ni tiene los mismos estímulos.
Desde el mismo momento en el que un asesino actúa, está dejando rastros de su personalidad. No importa que, como sucedía en el caso que Diego investigaba, el sujeto sea lo suficientemente inteligente como para no dejar huellas ni rastros de ADN que permitan localizarlo de inmediato. El mero hecho de elegir un arma blanca como instrumento, seleccionar a inmigrantes como víctimas u optar por aquel barrio en concreto para actuar debería servir para dibujar un perfil con el que empezar a trabajar.
Uno de los mayores expertos mundiales en la perfilación criminal de este tipo de asesinos es un exagente del FBI llamado Robert K. Ressler, pieza básica en su día de la Unidad de Ciencias de la Conducta. La perfilación criminal pretende elaborar un mapa de la mente del asesino, de manera que la policía, pensando como lo hace el criminal, pueda anticiparse a su siguiente movimiento.
Diego pudo descubrir en la información remitida por su amigo Alvarado que en el caso de Jack el Destripador se han hecho algunos intentos para trazar su perfil basándose preferentemente en las numerosas cartas —más de doscientas —que Scotland Yard recibió durante el otoño del terror de 1888. El problema reside en saber si verdaderamente Jack era el autor de las mismas o no. Ese extremo dificultaba enormemente poder realizar un perfil de su personalidad.
El asesino al que Diego se enfrentaba había dado muestras suficientes de frialdad, de capacidad para calcular los riesgos y salir airoso. Sabía que no podía actuar como Jack, porque el mundo había cambiado y las técnicas policiales eran infinitamente mejores que las que Scotland Yard pudo poner en práctica en aquellas calles del Londres Victoriano pésimamente iluminadas por farolas de gas. Jack actuaba rápido, en la calle. El asesino de Diego parecía hacerse con la víctima días antes. —«¿Quién la tendrá?», había escrito en su segunda nota—. Jack no empleaba narcóticos para adormecer a sus víctimas, según las informaciones que Diego tenía, pero tal vez el hombre al que él buscaba sí lo hiciera. Sin embargo, en el cuerpo de Daniela no se había encontrado resto alguno de droga. Habría que esperar al informe forense para saber si Yumilca tampoco había consumido algún tipo de sustancia de esas características.
El modus operandi del asesino incluye la propia selección de las víctimas. Jack había decidido acabar con prostitutas, pero el asesino que Diego buscaba no parecía tener esa preferencia. Yumilca sí era prostituta, pero Daniela no. Lo que ambas tenían en común era ser inmigrantes. Diego subrayó con trazo grueso ese dato.
Jack mató a sus víctimas en un radio de acción muy pequeño. La distancia entre los dos escenarios más alejados apenas superaba el kilómetro y medio, y en algunos casos solo unos cientos de metros separaban un crimen de otro. Era tremendamente organizado. Nadie lo vio abandonar el lugar del crimen totalmente ensangrentado como debía estar; nadie advirtió que se llevaba órganos humanos sangrantes; calculó extraordinariamente bien el tiempo que tenía entre cada ronda policial y conocía la zona a la perfección, lo que facilitaba su huida.
Hasta ahora, recordó Diego, el asesino del barrio norte había actuado en dos lugares separados entre sí por poco más de trescientos metros, como Jack.
Nunca estuvo claro si Jack mató a sus víctimas en la calle o las dejó en los escenarios tras haber acabado con su vida en otra parte. En el caso de Annie Chapman, se dijo que el patio de Hanbury Street había sido el lugar donde se cometió el crimen, pero parecía imposible haberlo llevado a cabo allí, en medio de un vecindario que se despertaba y cuando ya estaba amaneciendo. Por su parte, el asesino del barrio norte había matado a las dos mujeres en alguna parte y luego había dibujado un escenario similar al que Scotland Yard encontró en los dos primeros crímenes de Jack. Se trataba de una puesta en escena impecable: el peine, el sombrero, los intestinos sobre el hombro izquierdo, el sobre con las pastillas y el resto. El inspector Bedia concluyó que había que ser muy audaz para detenerse a colocar todas esas cosas cuando tu corazón debe ir a mil por hora ante el temor de ser descubierto.
En cuanto a la «firma» de sus crímenes, algunos asesinos en serie deciden «crear» algo que sirva para reconocer sus obras. Se dice que Richard Trenton Chase introducía en la boca de sus víctimas excrementos de animales, y que el Asesino de la Baraja firmaba sus asesinatos dejando naipes junto al cadáver. En el caso de Jack y del asesino que quitaba el sueño a Diego, la «firma» era la evisceración de las víctimas.
Mientras leía aquellos informes, Diego tuvo una duda. ¿Por qué estaba pensando en un hombre en lugar de una mujer? Los datos, al menos en Estados Unidos, invitaban a pensar eso. En ese país, el noventa y ocho por ciento de los asesinos en serie son hombres; en el resto del mundo, ese porcentaje se rebaja hasta el setenta y seis por ciento. ¿Y si fuera una mujer?
Pero el contenido de la documentación que tenía entre sus manos le hizo desestimar esa posibilidad. Las mujeres que se convierten en asesinas en serie suelen cometer sus crímenes sin desplazarse del lugar en el que viven. El hombre, en cambio, se desplaza más habitualmente. La mujer actúa por razones económicas, principalmente. No es normal que lo haga por motivos sexuales, y tampoco parece un comportamiento propio de una mujer el empleo del cuchillo como arma. Las asesinas en serie suelen utilizar venenos.
A las mujeres asesinas en serie se las suele catalogar en dos grupos: «viudas negras» (suelen matar a sus esposos o familiares empleando venenos y con fines económicos) y «ángeles de la muerte» (esos casos se producen en hospitales o residencias, donde esas mujeres sienten que ostentan un poder extraordinario que les permite decidir sobre la vida y la muerte de aquellos que están a su alcance). Desde luego que hay también ocasiones en las que aparecen «depredadoras sexuales» y otros componentes distintos, pero son menos frecuentes.
Diego levantó finalmente la vista de aquellos documentos creyendo tener claras algunas cosas: buscaba a un hombre muy inteligente, calculador y conocedor del territorio en el que se movía. Se trataba de un asesino organizado, que parecía mostrar aversión por las mujeres inmigrantes del barrio. Secuestraba a las mujeres y las asesinaba en alguna parte. Después, dejaba el cadáver imitando el escenario de los crímenes de Jack. Y, naturalmente, profanaba sus cuerpos igual que lo había hecho el Destripador.
A todo eso había que añadir que se trataba de alguien que conocía a Sergio Olmos, y que lo odiaba. Y después de haber dibujado aquel retrato robot en su mente, estuvo aún más convencido de que el músico ruso, Serguei, no era el hombre que buscaban. Pero Estrada estaba convencido de lo contrario, y lo peor era que el comisario Barredo parecía estar de acuerdo.
Era casi mediodía cuando Diego terminó su particular perfil del asesino y llegó a la estremecedora conclusión de que, si el imbécil de Estrada se salía con la suya y encerraban a Serguei, la policía bajaría la guardia y dejaría vía libre al verdadero asesino.
Diego miró su reloj. Decidió llamar a Marja y proponerle un plan para la comida del domingo.
—¡Hola, cariño! —dijo a Marja—. ¿Te apetece que invite a comer con nosotros a Sergio y a Cristina? Podemos ir a ese restaurante pequeñito de la playa.
Marja dijo que sí con una condición: que también fuera con ellos su hermana, Jasmina.
Sergio aceptó gustoso. Jasmina era encantadora.
Sin embargo, el número de invitados a la comida familiar iba a aumentar. Cuando Sergio recibió la llamada de Diego invitándole a él y a Cristina, Sergio se excusó. Había prometido comer con su hermano Marcos, explicó. Diego, después de pensar durante unos segundos, decidió que podía ser una magnífica ocasión de hablar con Marcos con más calma.
—Dile que venga con nosotros —dijo—. Creo que puede ser de mucha ayuda.
La comida resultó ser todo un éxito. Por primera vez en muchos días, Marja vio sonreír a Diego. Era evidente que la presencia de su hija lo transformaba, y desgraciadamente había perdido la mitad de aquel fin de semana que podía disfrutar de ella por culpa del nuevo crimen.
Marcos se ganó la sonrisa de Ainoa a las primeras de cambio. Incluso Sergio se sorprendió de la buena mano que su hermano tenía para con los niños. Jamás lo hubiera sospechado. Había que ver a un hombre tan alto poniéndose a la altura de la niña, dejándose perseguir por ella y ofreciendo su reluciente calva para que Ainoa la tocara.
Marja y Jasmina conocían a Cristina por su trabajo en la Oficina de Integración, pero no habían tenido ocasión de hablar con más calma fuera de ese ámbito. Las tres estuvieron cómodas y hablaron de los temas más variados. Cristina conoció con más detalle lo dura que había sido la vida de las dos muchachas y se estremeció con el resumen que ellas le hicieron de la biografía de su difunto padre.
Cuando Marcos no jugaba con Ainoa, se incorporaba a la conversación que mantenían Sergio y Diego desde que llegaron los postres. El tema central era el artículo de Bullón. Diego estaba perplejo.
—No entiendo cómo pudo llegar al escenario tan rápido ni dónde averiguó el nombre de esa muchacha, Yumilca, antes de que nosotros lo diéramos a conocer —les dijo.
—Espero que no te molestes —intervino Marcos—, pero parece que tenéis algún tipo de filtración en la comisaría.
Diego respiró profundamente y asintió.
Sergio puso a Diego al corriente del extraño encuentro que había tenido en compañía de Cristina el día anterior con una echadora de cartas.
—Se llama Graciela —explicó Cristina.
—Bueno, pues resulta que esa mujer nos contó algo extraordinario.
Sergio necesitó cinco minutos para resumir las sensaciones que Graciela había tenido mirando los arcanos del tarot, y la relación que había establecido entre esas muertes y Cristina. Después le explicó al inspector Bedia quién había sido Robert James Lees y el papel que había jugado en la trama de Jack, según algunos autores.
—La teoría de que Jack era en realidad el médico de la reina, sir William Withey Gull, no parece muy sólida —comentó Marcos—. Fue Stephen Knight[84] el que la popularizó. Aseguraba que el duque de Clarence, Albert Victor, se había enamorado de una prostituta llamada Annie Elizabeth Crook. —Marcos había logrado captar la atención de todos, incluidas las mujeres sentadas a la mesa—. El amor acabó en una boda secreta, e incluso tuvieron una hija, bautizada como Alice Margaret Crook. La reina Victoria, cuando se enteró, ordenó encerrar en un manicomio a Annie, y allí permaneció hasta su muerte. Pero habían quedado cabos sueltos, según esa teoría. Resultaba que cinco amigas de Annie, también prostitutas, conocían su secreto. E incluso tuvieron la ocurrencia de chantajear a la Corona para no divulgar lo que sabían. Entonces, el primer ministro, que era masón, puso el asunto en manos de su logia, de la que también formaba parte Gull, y comenzaron a asesinar a las incómodas testigos. El cochero real, John Netley, llevaba a Gull hasta las calles de Whitechapel para que realizara su siniestro trabajo mientras parte de Scotland Yard, también perteneciente a la masonería, miraba para otro lado.
Nadie respiraba en aquella mesa cuando Marcos finalizó su relato.
—La teoría falla —dijo Sergio—, porque Gull, que contaba setenta y un años cuando Jack cometió sus crímenes, tenía limitadas sus facultades debido a una apoplejía que había sufrido.
—¿Y la mujer, Annie? —preguntó Jasmina.
—Nunca se tuvo noticia de alguien llamado así que hubiera sido internada en un manicomio —respondió Marcos, sonriendo a Jasmina.
—Pero eso no sería raro —contestó Marja—. La propia casa real se cuidaría de que jamás se supiera nada de ella.
—¿Y qué fue de la niña? —quiso saber Cristina.
—Algunos dicen que fue llevada a Irlanda por Mary Jane Kelly, la última víctima de Jack y testigo de la boda de la prostituta con el príncipe, antes de que ella misma fuera asesinada —aclaró Sergio—. De todos modos —añadió, mirando a Diego—, sí hay algo de interés en lo que dijo esa mujer, Graciela. Creo que la relación de Cristina en todo este asunto se debe a que las dos mujeres asesinadas han hablado con ella en su oficina y las dos iban a comer a ese comedor social.
—La Casa del Pan —añadió Cristina.
Diego guardó silencio. También Tomás Herrera y él habían advertido que las dos mujeres estaban en la lista que se les había facilitado en la Oficina de Integración.
Tras unos minutos en los que cada uno se dedicó a terminar su postre, el inspector compartió con los dos hermanos los datos que el doctor Alvarado le había facilitado. Repasaron juntos los detalles que tenían que ver con Jack y aquellos que se ajustaban al retrato del asesino que buscaban. Los dos hermanos conocían mejor que el inspector las hazañas de Jack y le facilitaron algunas ideas que él no había tenido en cuenta.
—Imagina los escenarios de Jack —dijo Sergio—. Tenía que haber sangre por todos lados. El corte en la tráquea de las víctimas debía provocar una cascada de sangre. Y, aunque Jack estuviera detrás de la mujer que degollaba, a la fuerza debía mancharse, y más cuando la destripaba en el suelo. De modo que, si las mataba en aquellos callejones, debía abandonar el lugar manchado de sangre.
—Y luego está el asunto de las vísceras —añadió Marcos—. ¿Cómo las transportaba? ¿Las envolvía en papel, simplemente? ¿Sabías que hasta la reina Victoria se interesó por ese detalle?
—¿Adónde queréis ir a parar? —preguntó Diego intrigado.
—La conclusión es clara —dijo Marcos—: o vivía en el barrio o tenía un escondite por allí cerca. De otro modo, es imposible que nadie lo viera.
—Hay una teoría —dijo Sergio— que dio a conocer un tipo de la Universidad de Liverpool…
—David Canter —apuntó la infalible memoria de Marcos—. La «hipótesis del círculo».
—Eso es —tomó el relevo Sergio—. Canter desarrolló un programa informático… —Miró a su hermano de nuevo en busca de ayuda.
—El programa Dragnet —apuntó Marcos.
—Bien —prosiguió Sergio—, la idea es que un asesino de ese tipo actúa en una zona ajustándose a una motivación personal, de manera que pretendía averiguar la residencia del asesino teniendo en cuenta los lugares en los que comete sus crímenes.
—No te sigo —reconoció Diego.
—Coges un mapa de la zona en la que actúa el asesino —explicó Marcos. Cogió varios vasos y convirtió la mesa en un improvisado mapa— y señalas los lugares en los que ha cometido los crímenes. —Dispuso cinco vasos sobre la mesa, el mismo número de asesinatos atribuidos generalmente a Jack—. Luego, trazas un círculo sobre el mapa tomando como diámetro los dos escenarios más alejados entre sí, pero dejando dentro del círculo el resto de los puntos donde actuó. —Hizo un círculo imaginario uniendo los dos vasos más alejados.
—Si la teoría es correcta —intervino Sergio—, el asesino vive dentro de ese círculo, y muy posiblemente cerca de su centro.
—O lo que es lo mismo, en el caso de Jack —añadió Marcos—, los lugares más alejados entre sí fueron Buck's Row, donde se encontró el cuerpo sin vida de Mary Ann Nichols, y Mitre Square, donde asesinó a Catherine Eddowes. Y, si no recuerdo mal —sonrió burlonamente, seguro como estaba de su memoria—, el centro de ese círculo nos llevaría a Whitechapel Road, no lejos de George Yard Buildings, donde Martha Tabram recibió una enorme cantidad de puñaladas.
—Pero no todo el mundo cree que a Tabram la asesinara Jack —recordó Diego.
—Eso es cierto —reconoció Marcos—. Tampoco yo lo creo, pero te doy ese dato por si te sirve de algo.
—Sin embargo, nosotros solo tenemos dos escenarios —dijo Diego.
—Espero que encontréis al asesino antes de contar con más puntos para tener que trazar un círculo —respondió Marcos.
—Según vosotros, entonces, el asesino vive en el barrio.
—A mí no se me ocurre nada mejor, de momento —admitió Sergio—. Cristina me dice que tal vez deberíamos pensar como lo haría Holmes, pero creo que es Marcos el que mejor lo puede hacer.
Marcos rio, halagado por el cumplido.
—Bueno, lo único que creo que debemos hacer es seguir la recomendación de Holmes: «No hay nada tan importante como los detalles triviales»[85].