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Domingo, 13 de septiembre de 2009

YUMILCA ACOSTA, LA NUEVA ANNIE CHAPMAN.

LOS VECINOS ORGANIZAN PATRULLAS DE VIGILANCIA

El domingo 13 de septiembre comenzó con aquel titular a toda página y una escalofriante fotografía en la que se podía ver el enorme tajo que presentaba la garganta de Yumilca Acosta y sus intestinos sobre el hombro izquierdo. Tomás Bullón se había anotado un nuevo y espectacular tanto.

El obeso periodista leía con avidez la primera edición de uno de los periódicos más importantes del país, al que había vendido su gran exclusiva. No solo tenía las fotografías que nadie había conseguido; no solo era el único periodista que había entrevistado a Socorro Sisniega, la anciana que había descubierto el cadáver en aquel patio trasero, sino que además ofrecía el nombre de la muerta, algo que aún la policía no había dado a conocer.

Yumilca Acosta, decía el artículo de Bullón, era una mulata dominicana de veintitrés años de edad que trabajaba en un prostíbulo de las afueras de la ciudad, pero que vivía en el «Nuevo Whitechapel», nombre con el que se identificaba al barrio norte en los artículos de Bullón.

—¿Cómo coño se ha enterado del nombre de esa mujer? —Tomás Herrera estaba lívido.

A media tarde del día anterior, Felisa Campo, la dueña del club en el que trabajaba Yumilca, había identificado el cadáver de la muchacha. La había acompañado durante la identificación una joven delgada, de piel extremadamente blanca, que se llamaba María. María era rumana, y se declaró como la mejor amiga de Yumilca. Las dos mujeres se vinieron abajo al ver el estado en el que se encontraba el cuerpo de la mulata.

—Tenía una hija en su país —informó Felisa entre lágrimas e hipos.

Tomás Herrera volvió a leer el periódico. Era evidente que Bullón tenía un soplón en la comisaría, se dijo. Eso explicaba que hubiera podido llegar tan pronto a la escena del crimen.

Pero si aquello era preocupante, aún podía serlo más el dato que el artículo anticipaba: los vecinos habían decidido organizarse en patrullas ciudadanas para dar caza al asesino de inmigrantes.

Tomás Herrera había telefoneado al presidente de la asociación de vecinos, Jorge Peñas. Le pareció un hombre sincero y cabal. Peñas le juró por la memoria de su madre que la asociación de vecinos jamás se había planteado aquella medida; que aquel periodista le preguntó si pensaban hacer algo así y que, antes de que pudiera decir que no, Bullón apartó la grabadora.

—El problema —explicó Peñas— es que ahora algunos de los miembros de la asociación han leído el artículo y piensan que no sería mala idea hacer algo así.

El reportaje de Bullón mostraba aquella supuesta decisión vecinal como un ejemplo más de cuánto se parecía aquella historia a la sucedida en Londres en 1888, pues allí, ante la ineficacia de la policía metropolitana, un civil llamado George Lusk dirigió el comité de vigilancia de Whitechapel.

—¡Hijo de puta! —bramó Tomás Herrera.

Marcos Olmos había madrugado aquel domingo. A pesar de que ya no era el hombre robusto de antaño, aún seguía conservando las viejas costumbres, como la de levantarse de la cama temprano. Ya en la calle, compró el periódico. Uno de los diarios de mayor tirada a nivel nacional recogía un amplio reportaje firmado por Tomás Bullón. Si los datos que manejaba eran correctos, la mujer que había sido encontrada muerta en el patio trasero del número 11 de Marqueses de Valdecilla se llamaba Yumilca Acosta. Yumilca era dominicana, y Bullón la calificaba como la nueva Annie Chapman. Marcos leyó con atención lo que había escrito su amigo:

Yumilca es la segunda víctima del nuevo Jack el Destripador. En su segundo crimen, el asesino del barrio norte no se ha limitado a imitar a Jack en la selección de su víctima —una prostituta —y en las terribles heridas que le ha infligido, sino que se ha esmerado aún más que la primera vez para recrear el escenario del crimen. A Annie Chapman la hallaron muerta en un patio trasero muy similar al lugar donde fue encontrada Yumilca.

Annie Chapman se llamaba realmente Eliza Annie Smith. Adoptó el apellido Chapman tras su matrimonio. En los ambientes en los que se movía en Whitechapel la apodaban la Morena (Dark Annie). Había nacido en 1841, de modo que tenía cuarenta y siete años cuando fue encontrada muerta. Su padre había sido George Smith, y su madre Ruth Chapman.

Se casó el 1 de mayo de 1869 con John Chapman, un cochero al servicio de un caballero en Clewer, cerca de Windsor, aunque a ella le gustaba presentarlo como veterinario y pensionista del ejército. Vivieron durante un tiempo en el número 29 de Montpellier, Brompton. Tuvieron tres hijos: Emily Ruth, que murió de meningitis a los doce años de edad, Annie Georgina, de la que se sabe que vivió y se educó en Francia, y John, que estaba impedido y fue recluido en una residencia.

Annie y John Chapman se habían separado en 1884 o 1885. Parece ser que ambos bebían. De hecho, él murió el día de Navidad de 1886 de cirrosis. A partir de aquel momento, Annie se quedó sin la pensión de diez chelines que John le pasaba.

Annie vivió a partir de entonces con algunos hombres, y en especial tuvo relación con un albañil llamado Edward Stanley, a quien al parecer había conocido en Windsor y que vivía en Osborn Street. Stanley, a veces, le pagaba la habitación en la casa de inquilinos donde ella se hospedaba en sus últimos días. Los fines de semana solían pasarlos juntos.

Annie no era una belleza. Medía un metro y cincuenta y cinco centímetros, tenía la tez pálida, el cabello marrón oscuro rizado, los ojos azules, era gruesa, le faltaban dos dientes (algunas fuentes dicen que de la mandíbula inferior; otras aseguran que eran los incisivos superiores). Tenía la nariz gruesa y estaba enferma de sífilis y tuberculosis. De hecho, Annie se estaba muriendo cuando Jack acabó con su vida de forma tan terrible…

Marcos Olmos pensó que su amigo Bullón seguía jugando con fuego escribiendo aquellos artículos provocadores e incendiarios. Pero lo que resultaba indudable era el éxito que estaban teniendo sus crónicas. Los periódicos desaparecían de los quioscos de prensa. Las ediciones se agotaban y la ciudad se había convertido en un filón para los medios de comunicación de todo el país. Pero Bullón parecía llevar la delantera a todos sus colegas. A pesar de su aspecto torpe y desaliñado, Marcos tenía que reconocer que su amigo había demostrado tener buen olfato periodístico. Sin embargo, se preguntaba cómo era posible que Bullón fuera el único periodista que conocía el nombre de la segunda mujer asesinada. La policía aún no lo había hecho público.

En ese momento, sonó su teléfono móvil. La pantalla luminosa le dijo que era su hermano Sergio quien llamaba.

Annie no era una prostituta al uso. Hacía labores de ganchillo y también flores de papel, que solía vender en el mercado de Stratford. Quienes la conocían dijeron de ella que era trabajadora e inteligente, pero su dependencia del alcohol ahogaba todas sus virtudes.

Había vivido en casas de mala muerte donde se alquilaban habitaciones, pero los últimos días los había pasado en uno de esos establecimientos llamado Crossingham's, situado en el número 35 de Dorset Street. Desde esa misma calle se accedía a Miller's Court, donde murió Mary Jane Kelly, la que se considera última víctima de Jack el Destripador. Autoras como Patricia Cornwell aseguran que había unas cinco mil camas en antros como aquel en el Londres que asistía impactado a la puesta en escena de Doctor Jekyll y míster Hyde en el Lyceum.

La calle Dorset iba de oeste a este entre Commercial y Chrispin Street, a un paso de Christ Church, la iglesia de Spitalfields. A pesar de que era una calle pequeña, tenía tres bares: el Britannia, que hacía esquina con Commercial Street, The Horn of Plenty (El Cuerno de la Abundancia), en la esquina con Chrispin Street, y el Blue Coat Boy, en el centro de la calle. Se podría definir a la calle Dorset como un gigantesco prostíbulo. Aquella minúscula calle era un enjambre de sótanos, madrigueras donde se ocultaban todo tipo de maleantes, y el hogar de rateros y confidentes policiales.

Cuatro días antes de ser encontrada muerta, Annie la Morena había tenido un altercado con Eliza Cooper en la cocina de la pensión. Eliza le pidió que le devolviera un trozo de jabón que le había prestado, y Annie, enfadada, le arrojó medio penique para que comprara otro. Entonces comenzó una pelea en la que Annie dio una bofetada a Eliza y esta le propinó un puñetazo en el ojo y otro en el pecho. El moratón del ojo era visible aún en la víspera de su muerte.

El día de su muerte estuvo en Crossingham's. El encargado del establecimiento se llamaba Timothy Donovan, y le pidió si podía quedarse en la cocina, a lo que él respondió afirmativamente. Annie dijo que pasaría la tarde en el mercado, pero luego fue vista por Amelia Palmer y esta declaró que Annie le había dicho que se encontraba mal para estar en el mercado. Palmer supuso que tal vez iría a visitar a unos parientes en Vauxhall…

Don Luis leía con avidez el periódico. Sus dedos todavía temblaban al pasar las páginas en las que Tomás Bullón narraba las últimas horas de vida de aquella prostituta, Annie Chapman. El sacerdote aún estaba bajo la impresión que le había causado el haber sido conducido la tarde anterior a la comisaría. El inspector jefe Tomás Herrera había sido escrupulosamente educado, pero también firme.

Tomás Herrera sorprendió a don Luis en la sacristía de la iglesia de la Anunciación la tarde anterior. Se había reservado para sí la tarea de interrogar al párroco después de haber enviado a los demás en busca de Toño Velarde y de aquel ruso, Serguei, del que les había hablado Ilusión, la prostituta uruguaya.

Don Luis tuvo un mal presentimiento al ver a Tomás Herrera. El policía lo saludó con cortesía, pero no se anduvo por las ramas. Le dijo a don Luis que tenían la declaración de una testigo que afirmaba que había estado cerca del lugar donde apareció muerta Yumilca Acosta. Le preguntó qué hacía él a horas tan tardías por el barrio. Don Luis tomó asiento en una vieja silla de madera. El policía insistió: también había sido visto la noche en la que desapareció Daniela Obando, aunque él lo había negado cuando fue interrogado por vez primera. Herrera estaba visiblemente irritado y exigía una respuesta. Don Luis, sin embargo, guardó silencio.

Tras unos tensos minutos, Tomás Herrera pidió amablemente a don Luis que lo acompañara a la comisaría. Le querían hacer unas preguntas, le dijo. Allí, Ilusión lo volvió a reconocer, pero don Luis no lo supo, porque los separaba un cristal que impedía que el cura viera a la uruguaya.

El comisario Barredo en persona se sentó junto al párroco y exigió una respuesta clara y contundente. Finalmente, don Luis tuvo que explicarles lo que hacía por el barrio a esas horas.

—Visitaba a algunos enfermos y llevaba limosnas a algunas familias necesitadas —explicó.

¿Por qué a esas horas? ¿Por qué a escondidas?, quisieron saber los policías.

—Porque muchos de mis parroquianos odian a los inmigrantes —confesó—, y aunque creo que ese comedor social que ha puesto en marcha Baldomero es un error, porque no hace más que echar leña al fuego, procuro ayudar a esos desgraciados sin que aquellos que van a misa cuando yo oficio me vean. Temo que todo el mundo deje de ir a la iglesia si ven que yo también me ocupo de los inmigrantes.

Don Luis dio las direcciones de las casas que había visitado la noche del crimen. La policía comprobó que no mentía, y lo dejaron marchar.

Horas antes de su muerte, a la una y media, Annie Chapman fue vista en la cocina de Crossingham's comiendo una patata cocida y bebiendo cerveza. Donovan, el encargado, le reprochó que tuviera dinero para beber y no para pagarse una cama. Ella le pidió que le fiase, y él se negó. Annie dijo que regresaría con dinero y que le reservase una cama para aquella noche.

A continuación, Annie salió a la calle borracha y, según parece, giró por la primera a la derecha, Little Paternoster Row, para entrar en Brushfield Street, una calle que desemboca en Commercial Street. Cruzó la calle y dobló la esquina junto a la iglesia de Spitalfields. En aquella madrugada terrible, en la que el termómetro marcaba 10° C, Annie vestía todas sus pertenencias: una falda negra, un chaquetón o abrigo negro, dos enaguas, un delantal, medias de lana, botas, una bufanda negra y debajo un pañuelo, tres anillos de latón, un pequeño peine, un trozo de muselina gruesa y un sobre con dos píldoras. En el sobre se leía Sussex Regiment, en tinta azul, y en rojo: London Aug. 23, 1888. Por la parte de atrás, había escrita una «M», debajo un «2» y las letras «Sp». Como si fuera una dirección postal de Spitalfields. Un testigo afirmó que Annie Chapman, mientras estaba sentada junto al fuego en el albergue de Donovan, había cogido aquel pedazo de sobre de la chimenea, envolviendo en él unas píldoras, las mismas que le habían entregado en la enfermería para aliviar el dolor de su vientre vacío…

Sergio leyó por encima el resto del artículo. Bullón se explayaba sobre cómo fueron las últimas horas de Annie Chapman: las declaraciones de Elisabeth Long, que dijo haberla visto en compañía de un hombre junto al número 29 de Hanbury Street, y todo lo demás. Conocía aquellos detalles de memoria.

Sergio se había pasado media noche dándole vueltas a lo que Graciela, la echadora de cartas, había dicho a Cristina el día anterior. La mujer veía a Cristina relacionada con aquellos asesinatos, hasta el punto de que había temido que la siguiente víctima fuera ella. Aunque Sergio creía que había otra explicación: Cristina conocía a las dos mujeres asesinadas. Había tenido más relación con Daniela que con Yumilca, pero ambas habían pasado en algún momento por la Oficina de Integración y las dos, una de un modo más frecuente que la otra, comían en la Casa del Pan.

Cristina le había preguntado la tarde anterior qué hubiera hecho Sherlock Holmes en una situación como aquella, pero a Sergio solo se le ocurrían las respuestas que ofrecían las novelas. Holmes podía pasarse horas, e incluso días completos, sentado frente a la chimenea de Baker Street con los ojos entornados, aparentemente ajeno al mundo en el que vivía, mientras trataba de descifrar la clave de alguno de sus casos. Solía decir que el más vulgar de los crímenes era, con frecuencia, el más misterioso, porque no ofrece rasgos especiales de los que se puedan sacar deducciones. A pesar de todo, Sergio debía reconocer que aquel no era precisamente un crimen vulgar. Holmes, supuso, habría sacado mil deducciones ya, pero él no lo lograba.

Si alguien podía llegar a pensar como Sherlock, ese era su hermano Marcos. De modo que decidió tragarse su orgullo herido después de que Marcos y Guazo hubieran cenado con Clara Estévez y los demás —aparte de haberle ocultado que habían ido a la entrega del premio que ella recibió—, y marcó su número de teléfono.

El médico forense que practicó la autopsia a Annie Chapman se llamaba George Bagster Phillips. Al contrario que Llewellyn, médico responsable de la autopsia de Mary Ann Nichols, declaró que se había producido primero el corte en la garganta y después el del estómago. Antes de degollarla, Jack la había estrangulado o, al menos, dejado inconsciente. Su lengua asomaba entre los dientes en la cara abotargada. Había marcas de sangre en la valla del patio y seis marcas de sangre más en la pared, a medio metro de la cabeza de Annie. A sus pies, como dispuestos en un extraño orden, había un trozo grueso de muselina, un peine y el sobre roto con las dos píldoras. Los anillos de latón habían desaparecido y los dedos presentaban abrasiones producidas al haber sido sacados a la fuerza. La ropa no estaba desgarrada, la chaqueta estaba abotonada. El arma empleada en el corte de la garganta y en el estómago era la misma, según Bagster. Se trataría de un cuchillo de unos veinte centímetros de longitud. Podía ser un instrumento quirúrgico o el cuchillo de un matarife. No parecía que pudiera haberlo hecho el cuchillo de un zapatero o de un artesano del cuero.

Bagster afirmó que el asesino debía tener ciertas nociones de anatomía, y luego insistió en ello tras la autopsia. A continuación, colocaron a Annie en la misma carretilla en que habían llevado a Polly Nichols y fue conducida al depósito de cadáveres de Whitechapel.

A falta de conocer los detalles de la autopsia de Yumilca Acosta, no sería de extrañar que sus heridas fueran prácticamente las mismas que padeció el cuerpo de Annie. Las fotografías que ilustran este reportaje muestran claramente el corte en la garganta, la herida del abdomen, los intestinos colocados sobre el hombro izquierdo y la disposición de unos objetos a los pies de Yumilca muy similares a los que fueron hallados a los pies de Annie. Seguramente, a Yumilca le habrán robado los mismos órganos que a la prostituta de Whitechapel…

Aquel periodista sabía demasiado, se dijo Gustavo Estrada. Alguien le estaba soplando datos desde dentro de la comisaría. Estaba seguro. Y nada le hubiera gustado más que descubrir que ese soplón era Diego Bedia. Después de todo, por lo que había leído en aquellos informes delirantes sobre el Círculo Sherlock, Jack el Destripador y las demás cuestiones, Diego parecía haber establecido una relación de confianza con el escritor, Sergio Olmos, quien a su vez conocía desde hacía años al periodista.

Estrada creía haber descubierto al asesino después de haber interrogado concienzudamente al músico ruso. A falta de algunos detalles, estaba convencido de tener el caso cerrado, pero le parecía que probar que Diego estaba filtrando detalles de la investigación sería un broche de lujo para todo aquel asunto.

José Guazo se encontraba tremendamente cansado. Cuando Marcos Olmos le llamó aquella mañana invitándole a reunirse con él y con Sergio, tuvo que decir que no podía. Los esfuerzos de aquellos días estaban minando su marchita salud más deprisa de lo que le gustaría admitir. Por primera vez, dudó si tendría fuerzas para ver el final de todo aquel asunto.

Marcos le preguntó si había leído el periódico. Guazo le dijo que sí. De hecho, tenía delante el artículo de Bullón:

El cadáver de Annie fue llevado al depósito de la calle Old Montague. El patio de Hanbury Street, como el de la calle Marqueses de Valdecilla, se había llenado de curiosos. Los vendedores de prensa gritaban la noticia, y días más tarde los vecinos del inmueble comenzaron a cobrar a quienes querían entrar a ver el patio. A los pocos días, el 10 de octubre, entre las cartas que la policía recibió supuestamente enviadas por Jack el Destripador, hubo una en la que se leía: «¿Ha visto al "demonio"? Si no es así, pague un penique y entre».

En Whitechapel Road los ánimos estaban encendidos. No tardaron en circular unos versos sobre los crímenes que la gente comenzó a cantar en las tabernas. Al mismo tiempo, comenzaron a propagarse todo tipo de rumores, como el que puso en circulación la señora Fiddymount, esposa del dueño del local Príncipe Alberto. Aseguró que en la mañana del crimen, estando ella tras el mostrador, entró un hombre que vestía una levita oscura, sin chaleco, y un sombrero marrón hundido hasta los ojos. Pidió media pinta de cerveza, que apuró de un solo trago, y al coger la pinta la señora Fiddymount se fijó en las manchas de sangre que tenía aquel hombre en su mano derecha. También tenía sangre seca en los dedos, y su camisa estaba rota. Cuando el hombre se marchó, la mujer ordenó a un tal Joseph Taylor que siguiera al desconocido: un tipo delgado, de entre cuarenta y cincuenta años, con bigote, metro setenta y cinco de altura y mirada penetrante.

Aquella historia fue manoseada tantas veces que en una de sus últimas versiones había sido la mismísima Annie Chapman quien había entrado en aquel bar.

Sin embargo, nada de eso ha ocurrido en el crimen de Yumilca Acosta. Ningún vecino vio nada extraño. Solamente el ruido del motor de algún vehículo que arrancaba, nada especial en la siniestra madrugada…

Una fuerte arcada obligó a Guazo a dejar el periódico. Llegó al servicio justo a tiempo para vomitar.

Cristina Pardo apenas había dormido aquella noche. Los últimos días habían trastocado su vida por completo. Había conocido a un hombre singular, interesante, vanidoso, pero que la hacía sentir bien. No había pensado en acostarse con Sergio la segunda noche que salieron a cenar, pero al final eso había ocurrido, y había sido magnífico. Cristina no quería admitirlo, pero se estaba enamorando de Sergio y no le importaba la diferencia de edad que había entre ellos ni tampoco el hecho de que él le hubiera advertido que jamás se quedaría a vivir en aquella ciudad.

Después, estaban aquellos crímenes y lo que Graciela les había contado. Las cartas del tarot, aseguró, relacionaban a Cristina con aquellas muertes.

Cristina había bajado a la calle a comprar la prensa a primera hora de la mañana. Se encontraba sentada a la mesa de la cocina de su modesto piso tomando café y leyendo la prosa agresiva de Tomás Bullón:

En la morgue, se produjeron errores de procedimiento imperdonables, como en el caso de Nichols. Cuando el doctor Bagster llegó al depósito cinco horas después de que se hubiera llevado allí el cadáver de Annie Chapman, se encontró con que lo habían lavado y desnudado sin permiso de la policía. Indignado, hizo llamar al encargado, Robert Mann, quien respondió que las autoridades del asilo habían permitido a dos enfermeras, llamadas Mary Elisabeth Simonds y Frances Wrigth, realizar ese trabajo.

Lógicamente, aquella imprudencia provocó sin duda que se perdieran pistas notables, pero nada bueno se podía esperar de aquel cobertizo miserable que hacía las veces de morgue. La popular escritora Patricia Cornwell ha anotado alguno de los múltiples errores que cometió la policía y que, esperemos, no se cometan en el caso de Yumilca Acosta. Entre los errores que Cornwell denuncia en el examen de Bagster se encuentra la idea del doctor de que la fallecida no había bebido alcohol en las horas previas a su muerte. La autora indica que el hecho de que no tuviera fluidos en el estómago no quiere decir que estuviera sobria. En aquella época no se analizaban los fluidos corporales (sangre, orina y humor vítreo) para detectar drogas o alcohol.

Nunca sabremos con certeza si acertó el médico al decir que la muerte se había producido dos horas antes, contradiciendo el testimonio de algunos supuestos testigos. En lo que sí acertó fue al considerar que el asesino era diestro, dado que los cortes en el cuello iban de izquierda a derecha y eran más profundos en la izquierda, el punto de inicio del corte.

Cornwell niega que a Chapman la asfixiaran antes de seccionarle el cuello. Para ella, la muerte fue causada por la hemorragia masiva producida con esos cortes. A su juicio, si la hubieran asfixiado previamente, o la hubieran dejado al menos inconsciente, se advertirían hematomas en el cuello que, dice, no eran visibles en ese caso. Chapman incluso llevaba alrededor del cuello un pañuelo que hubiera dejado marcas en caso de estrangulamiento.

A Annie Chapman la enterraron con el mayor secretismo posible en la mañana del día 14 de septiembre. A las siete de la mañana, sin que nadie lo supiera, un coche fúnebre se presentó en la morgue de Whitechapel, en la calle Montague. Llevaron el cuerpo al cementerio de Manor Park, situado a diez kilómetros al nordeste de donde había muerto. La tumba ya no existe. Según se lee en el Daily Telegraph del día 15 de septiembre, en el ataúd de olmo negro se leía: «Annie Chapman, muerta el 8 de septiembre de 1888, a los cuarenta y siete años de edad».

Cristina Pardo miró por la ventana. Había salido tímidamente el sol.