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Sábado, 12 de septiembre de 2009

El barrio se había convertido en plató de televisión. Las primeras noticias del nuevo asesinato las había dado en exclusiva Tomás Bullón. Era el único que había conseguido las declaraciones de Socorro Sisniega, la anciana que había encontrado el cadáver de la mujer, cuya identidad aún no había trascendido.

Bullón se había encargado de que el circo mediático tuviera mil pistas, y él iba pavoneándose de un micrófono a otro, de un set de televisión a otro, como una verdadera estrella. ¿Cómo se las había arreglado para llegar tan pronto al lugar de los hechos?, le preguntaban sus colegas. Él se negaba a revelar las fuentes que le habían permitido obtener aquella primicia. Y, mientras tanto, las fotografías del cadáver que había tomado desde la ventana de Socorro Sisniega se subastaban a precios desorbitados entre las agencias y los periódicos.

Desde primera hora de la mañana, los vecinos se habían concentrado cada vez en mayor número en las inmediaciones del patio. La policía impedía el paso, y al mismo tiempo tomaba fotografías y grababa discretamente en vídeo a todo el mundo. Existía la posibilidad de que el asesino estuviera entre el vecindario recreándose con todo aquello.

Para desgracia de la policía, y para mayor regocijo de Bullón, el vecindario ya no miraba con mal gesto al periodista que en sus artículos había comparado el barrio con los más oscuros rincones del Londres Victoriano. Antes al contrario, se comenzaron a escuchar gritos contra la policía, acusándola de ineficaz. Y, cuando los representantes políticos municipales se acercaron a la zona, fueron increpados e insultados por muchos de los asistentes.

Entre los presentes estaba Jorge Peñas, el presidente de la asociación de vecinos. Peñas era un hombre de mediana estatura, con una amplia calva, nariz prominente, y muy vinculado a la parroquia del barrio. Se trataba de uno de esos hombres entregados a la causa vecinal por vocación, plenamente identificado con el proyecto de integración que pretendía llevar a cabo el párroco Baldomero. Pero aquellos acontecimientos lo estaban poniendo en una situación extremadamente difícil. A duras penas había conseguido controlar a la junta directiva de la asociación que presidía, donde una mayoría de sus miembros planteaban la posibilidad de convocar una manifestación exigiendo seguridad en el barrio. Viendo el enorme revuelo que se había organizado, con cadenas de televisión nacionales y con toda aquella gente yendo y viniendo, Peñas pensó que le iba a resultar extremadamente difícil mantener bajo control al vecindario.

De pronto, uno de aquellos periodistas lo reconoció.

—¿Qué piensa la asociación de vecinos de estos crímenes? ¿Se sienten seguros?

El hombre que le preguntaba era grueso, vestía una americana de tweed sobada y vieja, y no se había afeitado.

—Soy Tomás Bullón —se presentó—, periodista.

—Prefiero no hacer declaraciones —dijo Peñas.

—Pero la asociación de vecinos tendrá algo que decir, ¿no es así? —insistió Bullón.

Peñas trató de zafarse del acoso de aquel hombre, pero el diálogo que mantenían pronto fue advertido por algunos periodistas más y, antes de que pudiera evitarlo, varias cámaras fotográficas dispararon contra él sin piedad. Algunas cámaras de televisión corrieron hacia su posición, mientras él trataba de espantarlos con sus manos.

—No tengo nada que decir —aseguraba. Pero su voz se veía silenciada por las preguntas de los periodistas.

—¿Es cierto que van a organizar patrullas de vecinos en el barrio? —preguntó Bullón.

Bullón no había oído a nadie decir tal cosa, pero, dijese lo que dijese Peñas, él tenía claro lo que iba a escribir aquella tarde.

—No hemos decidido nada de eso —contestó Peñas, que en su avance a ciegas estuvo a punto de caer al suelo tras enredarse con el cable de uno de los focos de alguna de las televisiones.

—Pero no niega que eso sea posible —dijo maliciosamente Bullón, y retiró su grabadora de delante de la boca de Peñas, sin esperar su respuesta.

El presidente de la asociación de vecinos negó aquel extremo, pero nadie le escuchó.

Las primeras noticias del nuevo asesinato se dieron a conocer en los programas de radio en aquella mañana del sábado. Pero Ilusión no se enteró de nada de lo ocurrido hasta casi las once de la mañana.

Cuando escuchó la noticia, se quedó petrificada. Muy cerca del patio donde había aparecido aquella mujer había estado ella la noche anterior con aquel jovencito que le dejó un dinero fácil y rápido. Era el segundo crimen y la segunda vez que veía al cura y al hombre alto con barba por la calle bien entrada la noche. Además, recordó al muchacho con pinta de matón que la había mirado a los ojos aterrorizándola.

¿Quién sería la mujer asesinada?, se preguntó. Esperaba no conocerla. Pero eso no consolaba a Ilusión. Debía ir a la policía, pensó, y decir que había visto al hombre de la barba; que la noche en que desapareció Daniela también lo había visto por la zona, pero olvidó mencionarlo, y que también había visto por allí a aquel bruto que la había apaleado días antes.

Sergio acompañó a Cristina hasta su casa, Dieron un largo paseo desde el hotel hasta el barrio después de despedirse del inspector Bedia, por el que Sergio comenzaba a tener un aprecio sincero. Le parecía un hombre honesto en el que se podía confiar. Lamentaba que se hubiera visto envuelto en semejante embrollo, porque era evidente que quien estaba asesinando a aquellas mujeres se lo iba a poner muy difícil a la policía.

Cristina y Sergio caminaron un buen trecho en silencio, unidos de la mano. Ninguno de los dos sabía bien cómo enfocar aquella relación. Sergio le había dicho que no quería hacerle daño. No podía ni quería prometerle nada. Ella tampoco sabía si estaba preparada para una aventura como aquella. No se trataba de la edad —quince años no le parecía una diferencia insalvable—, sino lo que suponía estar junto a un hombre famoso, que no quería echar raíces en ningún lugar concreto, y menos aún en la ciudad donde ella trabajaba.

De pronto, Cristina rompió el silencio.

—¿Crees que el asesino de esas mujeres es uno de tus amigos? —preguntó cuando llegaron a la iglesia de la Anunciación, muy cerca de donde estaba la oficina en la que ella trabajaba.

—No lo sé —confesó Sergio—. Me cuesta creerlo. De todos modos, como decía Holmes, si eliminamos lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad.

—¿Quién puede odiarte tanto como para matar a unas mujeres solo para probar que no puedes descubrirlo?

—Supongo que hubo un tiempo en el que cualquiera de los del círculo estaría resentido conmigo —reconoció Sergio—. De joven aún era más prepotente que ahora. —Sonrió. Ella le dio un golpe con la cadera y se echó a reír—. Pero me parece imposible que tantos años después alguien sea capaz de algo así.

—¿Qué habría hecho Holmes en tu caso? —quiso saber Cristina.

Sergio se detuvo. Aquella pregunta tenía enjundia. Hasta ahora no se le había ocurrido pensar como lo hubiera hecho Holmes, sencillamente porque él no tenía las facultades de observación y deducción del detective. Sin embargo, quienquiera que fuera el asesino, parecía querer jugar a aquel juego.

Antes de que Sergio pudiera responder, una mujer bajita y rellena corrió hacia ellos. Sergio no la había visto en su vida.

—¡Gracias a Dios que te encuentro! —exclamó la desconocida al ver a Cristina—. No sabía si los sábados trabajabais o no, pero fui hasta tu oficina.

Cristina se había quedado sin habla. Graciela, la echadora de cartas, era, sin duda, la persona que menos esperaba encontrar aquella mañana.

—Sergio —dijo Cristina, cuando logró reponerse de la sorpresa—, te presento a Graciela. Graciela es una experta en tarot —explicó.

Solo fueron precisos un par de minutos para que Sergio se pusiera al día sobre quién era aquella mujer rechoncha y pequeñita que lucía una coleta pasada de moda. Cristina le explicó que había acompañado a su amiga María un día a la consulta de Graciela. La tarotista, por su parte, miró con curiosidad a Sergio. En las cartas creía haber visto a varios hombres involucrados en aquellos crímenes. Alguno vestía de negro, como Sergio. El problema residía en que no sabía si aquellos hombres eran policías o el mismísimo asesino. Tal vez, se tranquilizó, Sergio formara parte de las escenas que había creído ver simplemente por ser amigo de Cristina.

—¿Qué querías? —preguntó Cristina a Graciela.

Ella miró a Sergio con recelo antes de responder. Cristina, no obstante, la animó a hablar.

La tarotista explicó a la pareja lo que las cartas le habían anunciado, y cómo esas visiones comenzaron después de la visita de Cristina a su casa. Después de escuchar a Graciela, Sergio cerró los ojos y respiró profundamente.

—¿Qué sucede? —preguntó Cristina.

—Es increíble —dijo Sergio—. Todo esto parece una pesadilla.

—¿A qué te refieres?

—¿Alguna de las dos sabéis quién fue James Lees?

Diego Bedia llegó a la comisaría bastante después del mediodía. Imaginaba que el inspector jefe Tomás Herrera le tendría reservada una buena bronca, pero eso hubiera sido una bendición en comparación con lo que realmente le aguardaba.

Tuvo mucha suerte en llegar a su despacho sin tropezarse con nadie de los que estaban involucrados en aquella investigación. Se sentó ante su mesa y miró el teléfono móvil, que había olvidado deliberadamente. Comprobó que Tomás Herrera le había llamado cinco veces, y que Santiago Murillo lo había hecho en tres ocasiones y además le había dejado un mensaje en el buzón de voz. Estaba a punto de escuchar el mensaje cuando Murillo entró en su despacho.

—¿Has escuchado lo que te dije en el mensaje?

—No, acabo de llegar —respondió Diego—. ¿Qué pasa?

Pero Murillo no tuvo tiempo de responder, porque en ese momento aparecieron el comisario Gonzalo Barredo y el inspector jefe Herrera. Junto a ellos, se presentaron dos hombres más. Al ver a uno de ellos, a Diego se le revolvieron las tripas. Miró a Murillo y el policía le devolvió una mirada cómplice. Diego comprendió de inmediato lo que Murillo había querido decirle.

Los siguientes minutos fueron tremendamente desagradables para Diego Bedia. El comisario Barredo le dirigió unas durísimas palabras por lo que consideró una actitud irresponsable al haberse ausentado de la comisaría sin dar explicaciones sobre adónde iba, aparte de olvidar su teléfono móvil. La monserga giró después hacia la ineficacia de la investigación que se estaba llevando a cabo sobre los crímenes de aquellas mujeres, sobre la situación insostenible que se vivía en el barrio, sobre el monumental enfado del juez Alonso y sobre el triste papel que la comisaría estaba jugando en aquel maldito asunto. De manera que el juez había exigido la llegada de personal especialmente cualificado —aquellas palabras escocieron a Diego aún más—, y desde la comisaría provincial se había enviado a los inspectores de la Brigada de Homicidios Gustavo Estrada e Higinio Palacios.

Tomás Herrera miró a Diego y, sin que el comisario ni los demás lo advirtieran, le hizo un gesto pidiéndole calma y silencio. Diego supuso que el horno no estaba para bollos, y el comisario Barredo desconocía la relación que Gustavo Estrada mantenía con la exmujer de Diego. Por tanto, pensó Bedia, no debía ver fantasmas en aquella decisión del comisario. En cambio, estaba seguro de que Estrada había movido todos los resortes posibles para que le asignaran aquel caso. Diego lo vio sonreír con aquella cara de hipócrita y supuso que Estrada estaría encantado de detener al asesino y ridiculizarle a él.

Diego sintió la enorme mano de Murillo sobre su hombro. El gesto era claro: debía mantener la calma.

Explicada la situación, y exigiendo estar permanentemente al tanto de la investigación, el comisario dejó a solas al inspector jefe Tomás Herrera, quien a pesar de todo seguía al frente del caso, a Diego, a Murillo, y a los recién llegados Gustavo Estrada e Higinio Palacios.

Estrada era un tipo delgado, de piel olivácea, ojos grises y pose chulesca. Uno de esos tipos de pelo engominado y mirada prepotente. Diego, al mirarlo, volvió a tener la misma impresión de siempre: no sabía qué era lo que tanto atraía a su exmujer en aquel tipo, salvo que fuera un amante extraordinario. Diego, en ese campo, se consideraba dentro de la media, y, con el paso de los años, tal vez un poco por debajo de esa marca.

Higinio Palacios lucía un bigote espeso, tenía algo de sobrepeso, y Diego le calculó unos cincuenta años de edad. Parecía un hombre sencillo, un profesional atento a todo lo que se decía, y le recordó a Meruelo por ser bastante callado. Por cierto, pensó Diego, ¿dónde coño estaba José Meruelo?

Como si hubiera escuchado sus pensamientos, el taciturno Meruelo entró en la sala poco después. Traía una copia de los informes que hasta ese momento se habían redactado sobre la muerte de Daniela Obando, así como toda la información recopilada durante aquella mañana en el lugar del crimen.

Meruelo dio una copia de los informes a Estrada y a Palacios. Ambos se sumergieron durante unos minutos en la lectura de los mismos. Palacios no alzó la mirada ni una sola vez mientras los leía; Estrada, en cambio, miraba de vez en cuando a Diego y sonreía con desgana.

Cuando concluyó su lectura, Estrada miró a los cuatro policías que tenía delante y exclamó:

—¡Jack el Destripador! ¡Sherlock Holmes! —De pronto rompió a reír—. ¿Esto es todo lo que tenéis?

—¿Y qué coño sabes tú de todo esto, si no has hecho más que aterrizar como un puto paracaidista? —le espetó Diego.

—A veces, el que llega en segundo lugar es el que se lleva el gato al agua —repuso Estrada.

La pulla tenía un clarísimo doble significado para Diego, y Tomás Herrera y Murillo también captaron el doble sentido. Diego se levantó como un resorte. Estrada hizo lo mismo, mientras Higinio Palacios miraba la escena absolutamente desconcertado. Estaba claro que desconocía la relación que Estrada mantenía con la exmujer de Diego.

Tomás Herrera se interpuso entre los dos inspectores y recordó que era él quien estaba al mando de aquella investigación. Miró a Estrada a los ojos y le anunció que no toleraría la más mínima fricción en el grupo. Exigió a Diego la misma profesionalidad, y a continuación hizo un repaso de todo lo que había sucedido en las últimas semanas para completar la información que Estrada y Palacios tenían sobre aquellos asesinatos.

No se había cumplido media hora desde el comienzo de la reunión cuando un agente llamó a la puerta de la sala donde estaban reunidos.

—Disculpen —dijo el agente—. Una mujer asegura tener información sobre el asesinato de esta mañana.

Los policías se levantaron a la vez, como si respondieran a una orden, e hicieron entrar a la mujer. Al verla, todos, salvo Estrada y Palacios, reconocieron a Ilusión, la prostituta uruguaya con la que habían hablado tras la muerte de Daniela Obando.

Ilusión no lucía aquella mañana sus mejores galas. Vestía un chándal, unas zapatillas de deporte y un chaquetón. Estaba sin maquillar, y sus ojos aparecían aún algo hinchados, como si acabara de despertar.

—Me he enterado de la muerte de esa mujer —dijo.

Tomás Herrera pidió a Murillo que fuera a por un café para la joven. El policía lo trajo instantes después y se lo dio a la prostituta. Ella alzó los ojos y esbozó algo parecido a una sonrisa.

—Yo estuve anoche muy cerca de ese patio —explicó, tras dar un sorbo al café—. La otra vez, cuando estuve aquí, les dije que había visto a ese sacerdote viejo por el barrio, y anoche lo volví a ver.

Diego y Herrera intercambiaron una mirada cómplice. Los dos habían hablado con don Luis tras el primer asesinato, pero el cura había negado haber estado en el barrio durante la noche en la que Daniela fue vista con vida por última vez. Y ahora resultaba que de nuevo lo habían visto no lejos del escenario del crimen.

—Pero la otra vez olvidé decirles que vi también a otro hombre —prosiguió Ilusión—. Un hombre alto, delgado, con barba. Vive en el mismo piso en el que vivía Daniela. —La prostituta hizo un alto y suspiró—. Anoche también lo volví a ver. Llevaba una bolsa de deporte negra.

Diego, Meruelo y Murillo recordaron de inmediato al hombre ruso, Serguei, a quien habían interrogado tras el primer crimen.

—Lo recuerdo —dijo Diego—. Le interrogamos, y también a su mujer.

—Una tía enorme —dijo Meruelo—, que parecía odiar a las putas. —De pronto, miró a Ilusión y comprendió que había metido la pata—. Disculpe —murmuró, mirando a la uruguaya.

—También vi a uno de los que me apaleó la noche en que desapareció Daniela —dijo Ilusión, obviando el desafortunado comentario de Meruelo—. Andaba por allí con carteles de ese político que se presenta para alcalde.

—¿Cómo es ese hombre? —preguntó Herrera.

—Es joven —explicó Ilusión—, alto, fuerte, y mete miedo.

—¡Velarde! —exclamó Murillo.

Estrada se incorporó de pronto.

—¿No estamos tardando en interrogar a esa gente? —preguntó mientras se ajustaba el cinturón—. Yo me encargo del tipo que apalea a las mujeres —añadió—. Palacios vendrá conmigo. Los demás id a por el cura y a por el ruso.

Palacios se levantó de su asiento y decidió acompañar a Estrada, que ya estaba abriendo la puerta cuando se escuchó la voz de Tomás Herrera.

—Las órdenes las doy yo —dijo de un modo seco y claro—. Yo coordino este grupo y yo asignaré lo que vamos a hacer cada uno.

Diego miró a Estrada y sonrió. Estrada se envaró aún más.

—Diego —dijo Herrera—, vete con Murillo a ver a Morante. Que os diga dónde encontrar a Velarde.

Tomás Herrera no tenía especial interés en que Diego fuera en busca de Toño Velarde, pero le pareció que era una buena manera de poner a Estrada en su sitio. Estrada iría a donde él, Tomás, lo enviara, no a donde se le antojara.

—Meruelo —añadió Herrera—, acompaña a Estrada y a Palacios al piso donde viven los rusos.

—No hace falta que vaya Meruelo —protestó Estrada—. No olvide que he nacido en esta ciudad. Conozco el barrio de sobra. Por eso me han asignado a este caso. —Y añadió—: Por eso y por mi experiencia en homicidios.

—Sí, ya sé que usted sabe muchas cosas —dijo Herrera sin inmutarse—, pero se da la circunstancia de que las órdenes las doy yo.

Estrada y Herrera cruzaron sus miradas durante unos segundos. Gustavo Estrada estaba mordiéndose la lengua. ¿Qué coño le iban a enseñar a él aquellos patanes? Sin embargo, no quería enemistarse con el inspector jefe. Su objetivo debía ser atrapar al asesino, colgarse la medalla y humillar aún más a Diego Bedia.

Cuando se quedó solo, Tomás Herrera miró por la ventana. Se preguntó si podría controlar aquella situación. Aquel tipo, Estrada, le parecía un engreído y un cabrón, pero lo habían enviado desde arriba y no podía hacer nada. En cuanto a Diego… Herrera pensó que un hombre bueno no merecía más castigo del que ya tenía.

Después, cerró la puerta tras de sí y comenzó a darle vueltas a lo que debía preguntar a don Luis.

No. Dijeron las dos mujeres. Ninguna había oído hablar nunca de James Lees.

—Robert James Lees fue un famoso médium de la época en la que Jack cometió sus crímenes —explicó Sergio. Entornó los ojos y comprendió que Graciela no sabía de lo que estaba hablando en realidad—. Me refiero a Jack el Destripador —aclaró a la vidente—. Después del segundo crimen, el de Annie Chapman, que tanto se parece al que se ha cometido en ese patio esta mañana, James Lees dijo haber visto en sueños al asesino. Incluso aseguró que su visión estaba escrita en un cuaderno junto a la cabecera de su cama cuando despertó al día siguiente, y sostuvo que él no lo había escrito.

»Semanas después, mientras viajaba a bordo de un autobús camino de Nothing Hill Gate, tuvo la convicción de que un hombre que se iba a apear del autobús en aquel momento era Jack el Destripador. Lees saltó del vehículo y siguió al hombre hasta una lujosa casa del West End. Al parecer, era la casa de un famoso médico. Algunas fuentes[83] aseguran que la policía arrestó a ese médico y lo internaron en un manicomio, e incluso se aseguró que las autoridades zanjaron el asunto fingiendo el entierro del doctor dando sepultura a un ataúd vacío. Otras versiones proponen algo más inquietante. —Sergio bajó la voz—. Se dijo que existió una conspiración en la que estaba involucrada la casa real británica. Aquel médico, dicen algunos, era sir William Withey Gull, que vivía en Park Lane, y el inspector Abberline, encargado de la investigación de Jack, fue a interrogarlo a su casa en compañía de James Lees. La esposa del médico reaccionó violentamente ante aquella visita y los echó. Otros dicen que el propio médico respondió a sus preguntas y se declaró culpable de los crímenes para exculpar al verdadero asesino, su paciente, el príncipe Albert Víctor, duque de Clarence, el hijo mayor del príncipe de Gales y, por tanto, segundo en la línea sucesoria al trono inglés.

Las dos mujeres se quedaron sin habla.

—Creo que deberíamos hablar otra vez con el inspector Bedia —concluyó Sergio, mirando a Cristina.

El escritor marcó el número del teléfono móvil de Diego, pero estaba apagado o fuera de cobertura en aquellos momentos.