Sábado, 12 de septiembre de 2009
Fue una mañana de sábado repleta de sorpresas y sobresaltos.
A Diego Bedia lo había sacado de la cama una llamada de la comisaría anunciándole la aparición del cadáver de una mujer en un patio trasero de la calle Marqueses de Valdecilla y Pelayo. Lo despertaron alrededor de las seis y media de la madrugada, pero la noticia lo espabiló de inmediato.
Sergio Olmos tuvo dos sorpresas. Para empezar, despertó en compañía de Cristina Pardo. La segunda cena consecutiva había acabado como ninguno de los dos sospechó cuando eligieron el menú. Sergio estaba despierto mirando al techo de la habitación intentando escudriñar en él qué debía hacer con su vida ahora que se había cruzado en ella con la chica rubia que dormía a su lado. Fue entonces cuando sonó su teléfono móvil y el inspector Bedia le dio la primera de las sorpresas desagradables del día.
—¿Qué sucede? —preguntó un somnoliento Sergio.
—Otro crimen —respondió Diego—. Igual que en Hanbury Street.
El inspector le dijo que pasaría por el hotel de Sergio en media hora. ¿Podían tomar un café?, le había preguntado. Sergio dijo que sí.
Cuando se disponía a salir de su despacho, Diego se encontró con Murillo y con Meruelo. Los dos policías mostraban un aspecto sombrío.
—¿Qué sucede?
—El juez Alonso está reunido con el comisario —dijo Murillo—. No me gusta nada.
—¿Y Herrera? —quiso saber Diego.
—Está con ellos.
Aquello no tenía buena pinta, pensó Diego. Luego miró a Meruelo, cuyo semblante, habitualmente inexpresivo, parecía el de alguien que hubiera perdido a un familiar.
—¿Y a ti qué te pasa?
—Nada, cosas mías —gruñó el policía.
Diego y Murillo se miraron. Murillo se encogió de hombros.
—Voy a salir —anunció Diego.
—¿Y si preguntan por ti?
—No me habéis visto —dijo. Luego sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo dio a Meruelo—. Déjalo sobre mi mesa. Me lo acabo de olvidar.
Después salió a toda prisa de la comisaría. Imaginaba lo que se estaba cociendo en aquella reunión, y no tenía ganas de saber el resultado. Al menos, no de momento.
Cristina se despertó al escuchar a Sergio hablando por teléfono.
—¿Quién era?
—El inspector Bedia. Han encontrado a otra mujer muerta.
De un modo instintivo, Sergio abrazó a Cristina. Ella puso su boca cerca de sus labios. Se miraron a los ojos y se besaron apasionadamente.
—Será mejor que nos vistamos —dijo—. El inspector estará aquí en media hora. Quiere hablar conmigo.
Después de una ducha rápida, los dos bajaron a la cafetería del hotel. Y allí aguardaba a Sergio la segunda desagradable sorpresa de aquel día que parecía iba a resultar inolvidable. Al fondo de la cafetería, sentados alrededor de una mesa con un impecable mantel blanco, Enrique Sigler y Clara Estévez tomaban el primer café de la mañana.
Las miradas de los cuatro se cruzaron. Cristina no pudo evitar enrojecer, como siempre le sucedía en los momentos más inoportunos. Pensó que Clara no tendría dificultad alguna en sumar dos y dos al ver que estaba en compañía de Sergio a una hora tan temprana y en su hotel.
Sigler apenas levantó la cabeza del periódico que estaba leyendo. Los ojos de Clara sonrieron. Llevaba un vestido que Sergio no conocía. Era negro, precioso. El azul de la mirada de Clara lo desconcertó una vez más.
—Al final, estáis todos aquí —dijo Cristina mientras se sentaban a la mesa—. Quiero decir, los del Círculo Sherlock.
—Falta Víctor Trejo —contestó Sergio, que se había sentado de espaldas a Clara de un modo deliberado—. Pero sí, estamos casi todos. Y eso es lo raro.
—¿Qué quieres decir?
—Piénsalo con calma —dijo, bajando la voz y echándose adelante sobre la mesa. Cogió las manos de Cristina entre las suyas—, el que está matando a esas mujeres conoce las historias de Holmes que a nosotros nos apasionaban. Está retándome, como si él fuera Jack el Destripador y yo Sherlock. Es alguien que me conoce muy bien.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Diego Bedia. Ninguno de los dos había visto llegar al inspector. Diego detuvo su mirada en las manos entrelazadas de Cristina y Sergio, y sintió una punzada de celos. Sin embargo, de inmediato se cruzó en su memoria la imagen de Marja durante la noche, su cabello pelirrojo sobre la almohada, sus manos acariciando su espalda…
—¿Puedo sentarme? —preguntó el policía.
Sergio colocó una silla junto a la suya.
—¡Vaya! —exclamó Diego—. ¡Medio Círculo Sherlock en el mismo hotel! —dijo mientras saludaba con la cabeza a Clara Estévez y a Sigler—. Espero que todos tengáis una buena coartada para explicar dónde estuvisteis esta noche.
—Mira, si estás insinuando que tengo algo que ver con ese crimen del que me hablaste antes, pierdes el tiempo —dijo Sergio, sin disimular su enfado—. Y, como supongo que ya habrás hecho tus propias deducciones, te diré que Cristina y yo cenamos juntos y hemos pasado la noche más juntos aún que cuando cenamos.
Cristina enrojeció, pero corroboró lo que Sergio acababa de decir volviendo a coger la mano del escritor entre las suyas y asintiendo con la cabeza.
Diego dibujó una sonrisa forzada.
—No sospecho de ti —confesó—, pero estoy de acuerdo contigo en que quien está detrás de todo esto es alguien que te conoce muy bien.
—¿Alguien del círculo?
—Alguien que conoce bien las aventuras de Holmes y los crímenes de Jack —respondió el inspector—. Pero eso no basta. Hay algo personal que le ha llevado a tomarse todas esas molestias: las notas escritas en tu ordenador, burlándose de ti incluso en tu propio retiro, asesinando a esas mujeres en tu ciudad natal… Está claro que no pretende presentarte como un sospechoso. Da por hecho que nadie puede sospechar de ti. Lo que quiere es burlarse de Sergio y de Sherlock Holmes.
—¿Quién puede odiarte tanto? —preguntó Cristina.
Sergio y Diego miraron instintivamente hacia la mesa de Clara.
—Sigler no creo que te tenga mucho aprecio —dijo Diego mientras hacía un gesto al camarero y pedía un café con leche—. Me has dicho que es bastante celoso y que, cuando Clara mantuvo una relación con Víctor Trejo, se sintió despechado. Luego está la propia Clara —añadió, mirando a la bella escritora—. Tú vas por ahí diciendo que te ha robado una novela con la que ha ganado un premio suculento, y aparte es la única que, según tú, conoce la clave de acceso a tu ordenador.
—Oye, te agradecería que no dijeras eso de que voy por ahí acusando a Clara como si yo fuera un imbécil o un mentiroso.
Diego alzó la mano pidiendo disculpas.
—Después están los otros, a los que ridiculizaste en aquellos años del círculo con prepotencia gracias a tu memoria.
—¿Morante y Bullón?
Diego asintió.
—A Morante, además, le viene muy bien este barullo en el barrio —prosiguió Diego—. Los crímenes están alterando la vida allí, y la gente está cada vez más en contra de los inmigrantes, un sector al que Morante no muestra ninguna simpatía en sus mítines. Por otro lado, es un tipo calculador, frío, y especializado en los adversarios de Holmes.
—¿Y Bullón?
—Bullón es un oportunista. Toda esta historia le está haciendo ganar un buen dinero, de modo que le interesa que haya más crímenes. Se apresuró a montar toda esa intriga sobre Jack, y hoy resulta que me lo he encontrado en la escena del crimen. Estaba allí cuando yo llegué.
—¿Cómo se enteró?
—No lo sé —confesó Diego—. Lo malo es que sí he comprobado que cuando se produjo el primer asesinato estaba en Barcelona. No pudo ser el que cometiera aquel crimen. —El policía hizo hincapié al decir aquel.
—¿Quieres decir…?
—Que, como ya te he dicho, necesita más asesinatos para vender sus artículos. Y, además, su teoría del copycat se había debilitado mucho cuando pasó el día 8 de septiembre y no se produjo ningún crimen. Ahora, en cambio, el asesino se ha esmerado hasta límites increíbles para emular a Jack.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Cristina.
—Ahora os lo cuento. —Diego dio un sorbo al café—. Aún nos quedan Guazo y tu hermano.
La afirmación cogió a Sergio totalmente desprevenido.
—¡Imposible! —exclamó.
—Para serte sincero, eso mismo pienso yo —reconoció Diego—. Pero he hecho que los sigan a todos de un modo discreto.
—¿Has hecho qué?
—Todos estáis bajo vigilancia, aunque veo que no me he enterado de todo lo que ocurría. —Sonrió al ver las manos de la pareja aún entrelazadas.
Instintivamente, Cristina soltó la mano de Sergio.
—Tu hermano y Guazo estuvieron ayer en la Cofradía de la Historia hasta las diez de la noche. Marcos acompañó a Guazo a su casa, y luego fue dando un paseo hasta la suya. Después, ya no volvió a salir.
—Marcos y Guazo son los únicos que me han ayudado en todo este lío. —Sergio miraba al policía desconcertado.
—Mi deber es sospechar de todo el mundo —replicó Diego Bedia—. Me dijeron que Morante estuvo en la sede de su partido hasta las nueve de la noche. Después fue a la reunión de la Cofradía de la Historia. De allí salió poco después que tu hermano y que Guazo. Bullón estuvo en un club de putas y luego se fue al hotel donde se hospeda. Y esos dos —dijo, mirando a Clara y a Sigler— cenaron juntos en el mismo restaurante que vosotros. Abandonaron el local más tarde y vinieron directamente al hotel. Pensaban marcharse mañana. —Diego hizo una pausa—. Y solo nos queda Víctor Trejo.
—Pero no está aquí.
—No, que sepamos —matizó Diego—. He hecho mis averiguaciones. Trejo se marchó de viaje hace un mes a Inglaterra para cerrar unos negocios. Después regresó y se ha tomado unas vacaciones. Nos dijeron que estaba en París y que luego tenía pensado volar a Lanzarote. Estamos intentando encontrarlo. En su oficina nadie tiene la dirección de los hoteles donde pensaba alojarse, y no ha llevado teléfono móvil. Parece que es un tipo bastante excéntrico. Le gusta desconectarse de todo cuando está descansando.
Sergio sonrió. Sabía mejor que nadie que Víctor era un tipo realmente singular. Solo a alguien como él se le podía ocurrir dar vida a algo tan estrambótico como el Círculo Sherlock. Gracias a la fortuna de su padre, aquella vieja librería de Madrid se transformó en un salón Victoriano. Suya era la colección de objetos de Sherlock, suyas las fotografías y suyo el dinero con el que se pagaba al sastre que confeccionaba los trajes de época que todos ellos lucían en aquellas reuniones.
Víctor, como Holmes, era uno de los hombres más desordenados que Sergio había conocido. El detective guardaba su tabaco en unas babuchas persas, almacenaba puros en el cubo de carbón y disparaba con su pistola cartuchos Boxer desde la butaca perforando con los impactos la pared de sus habitaciones con un patriótico «V. R.». Trejo, por su parte, olvidaba los libros en cualquier bar, pero salvaba sus exámenes gracias a su portentosa inteligencia. Amaba el boxeo solo porque Holmes había sido un púgil extraordinario, y de entre todos los miembros del círculo era el único que sostenía con vehemencia que el detective había sido un hombre de carne y hueso, no un invento literario. Incluso había hecho suya una teoría que había leído en alguna parte según la cual en el cementerio parisino de Père-Lachaise había una tumba de mármol negro en la que solo se leían dos iniciales grabadas: «S. H.». Para él, aquella era la tumba de Holmes, quien, como todo el mundo sabe, tenía parientes franceses.
—¿Dices que Víctor ha ido a París? —preguntó Sergio al recordar aquella teoría de la tumba de Holmes.
—Eso parece, y también a Inglaterra, precisamente en la época en la que tú recibiste la primera carta —respondió Bedia—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Bueno, cuéntame eso de un nuevo Hanbury Street.
Diego apuró la taza de café, se limpió los labios con una servilleta de papel y dedicó los siguientes diez minutos a narrar todo lo que había sucedido aquella mañana en un patio trasero del barrio norte.
A medida que el relato avanzaba, Cristina se iba encontrando cada vez peor. Su malestar alcanzó el clímax cuando Diego dijo que creían que la mujer asesinada era una prostituta que había desaparecido hacía cuatro días y que se llamaba Yumilca Acosta.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Diego.
—Sí, no se preocupe. —Cristina esta vez estaba pálida como el mantel de la mesa—. Es solo que conozco a esa chica.
—¿De veras?
Cristina asintió. Había hablado con ella en alguna ocasión y sabía que de vez en cuando iba a la Casa del Pan.
—Igual que Daniela —murmuró Diego. Luego miró a Sergio—. Hay algo más. ¿Recuerdas la segunda nota? «¿Quién la tendrá?».
Sergio se dio cuenta de inmediato de por dónde iban los pensamientos del policía.
—¿Crees que esa chica fue secuestrada hace cuatro días y después fue asesinada dejándola en ese patio como si fuera el número 29 de Hanbury Street? —Sergio comprendió que aquello podía tener sentido—. De modo que la nota estaba dando pistas, pero no la entendimos.
—Eso creo —admitió Diego—. Pero hay más. La última vez que alguien vio con vida a la primera víctima, Daniela, fue varios días antes de que la encontráramos muerta.
—¿Quieres decir que alguien secuestra a esas mujeres y luego las mata?
—Eso es mucho más creíble que pensar que alguien es capaz de asesinar a una mujer en plena calle hoy en día y no ser visto por nadie. Y aún más difícil de admitir si el barrio está siendo patrullado como nunca hasta ahora. Además, las evidencias son claras: ninguna de esas mujeres fue asesinada donde la encontramos.
—El tipo no puede recrear los asesinatos de Jack —murmuró Sergio—. Esto no es Londres ni el barrio es Whitechapel en el siglo XIX.
—Sin embargo, reta a Holmes —añadió Diego, mirando a Sergio.
—He repasado los casos en los que Sherlock trabajó durante los meses en los que Jack actuó en Whitechapel y Spitalfields —confesó Sergio—. Está claro que, si hay alguien tan loco como para reprochar a Holmes que no investigara a Jack, tiene base para ello. Sherlock dispuso de ocasiones sobradas para dedicar tiempo a la muerte de aquellas mujeres. Si Sherlock hubiera sido alguien de carne hueso, claro.
—Pero entre vosotros —recordó el inspector— sí había algunos que lo veían así, ¿no? Por ejemplo, Trejo. Y luego estaban los que reprochaban a Holmes que no metiera sus narices en aquellos crímenes, como Bada, Morante y Bullón.
Sergio asintió. Él, recordó, siempre había estado más cerca de Trejo que de los otros.
—Volviendo a nuestro asesino, he leído el informe sobre lo ocurrido en Hanbury Street —dijo Diego—. Creo que nos equivocamos al pensar que el crimen iba a ocurrir el día 8 de septiembre. Ya ves, la han asesinado hoy, día 12, pero las heridas del cadáver se parecen demasiado a las que sufrió Annie Chapman como para no tenerlo en cuenta. —Por deferencia a Cristina, prefirió no comentar que el médico forense temía que le hubieran extirpado algunos órganos.
Sergio sacó un calendario de su cartera. Era el día 12 de septiembre, sábado. De pronto, palideció. Comprendió de inmediato lo que Diego quería decir. ¡Cómo había sido tan estúpido!
—En el primer crimen eligió exactamente la misma fecha que la muerte de Mary Ann Nichols, pero en el segundo lo que ha hecho, supongo que para despistarnos a todos, es tomar como referencia el día de la semana en que Jack mató a Annie Chapman. El día clave no era el 8, sino el segundo sábado del mes, exactamente igual que en 1888.
Diego miró a Sergio con una mezcla de admiración y miedo.
—Quienquiera que sea es tremendamente inteligente —murmuró el inspector—. Aún no sé qué resultados obtendrá la policía científica, pero temo que tampoco encontremos nada de interés. El tipo sabía que el barrio está controlado por la policía. Tenemos agentes de paisano que rondan los garitos, los bares de alterne y sitios así. Se patrulla el barrio más que nunca y, sin embargo, nadie ha visto nada extraño. Tiene una suerte loca.
—Como Jack —dijo Sergio—. Lo de Hanbury Street fue inexplicable. En aquellos patios siempre había gente, casi a cualquier hora. Y se supone que Jack mató a Annie cuando casi todo el mundo se estaba levantando o incluso saliendo de su casa. Era un día de mercado.
—Si lo que declaró aquella mujer —Diego hizo memoria—, Elisabeth Long, era cierto; es decir, que vio a Annie Chapman hablando con un hombre junto al 29 de Hanbury Street a las cinco y media, y el vecino que la encontró muerta se despertó a las seis menos cuarto y desayunó con su esposa, eso quiere decir que Jack trabajó a gran velocidad y con mucha suerte de no ser visto.
—Imaginemos que logró amordazarla, o incluso asfixiarla, como dicen algunos investigadores, poco después de que Elisabeth Long la viera. Logró llevarla al patio, le cortó la garganta y comenzó a destriparla poco después. Ya habría luces en las casas, estaba amaneciendo, y por las ventanas tenía que estar escuchando a los vecinos. No pudo tener más de diez minutos para… —Sergio se interrumpió, miró a Cristina y volvió a coger la mano de la joven.
—… para abrir su abdomen, extraer el útero, parte de la vagina y dos terceras partes de la vejiga. —Diego miró a Cristina—. Lo siento —se disculpó por haber completado el relato que Sergio había dejado inconcluso—, pero mañana supongo que ese periodista, Bullón, contará estos detalles y otros aún más macabros. —A continuación, se volvió hacia Sergio—: Y los cortes fueron precisos, de un auténtico experto.
—¡Dios mío! —exclamó Cristina—. ¿También a esa chica, a Yumilca, le han hecho eso?
—No lo sabemos —confesó Diego—. Aún no tenemos el informe forense.
—Como habrás leído en el dossier que te entregamos —recordó Sergio—, uno de los grandes debates que hay sobre Jack es si realmente tenía o no conocimientos de anatomía. Algunos creen imposible que pudiera actuar con tanta rapidez, sometido a la tensión de verse sorprendido en cualquier momento y trabajando a oscuras o con muy poca luz, si no sabía exactamente qué órganos buscaba y cómo llegar a ellos.
—Pero he visto en vuestro informe que Guazo había anotado algunas conclusiones de una escritora que niega que Jack tuviera conocimientos médicos.
—Patricia Cornwell —dijo Sergio—. Para ella, el asesino fue el pintor Walter Sickert, pero solo es una hipótesis más. A su juicio, no hacen falta demasiados conocimientos para destripar a una persona y encontrar el útero o los ovarios. Dice que por aquellos años la Anatomía de Gray[82] era ya muy popular, y que cualquiera podía tener acceso a esa obra y adquirir unos conocimientos básicos de anatomía. Pero a mí no me convence. No todo el mundo tenía a su alcance la posibilidad de leer una obra así, e incluso con esos conocimientos había que estar muy acostumbrado a trabajar bajo una fuerte tensión para abrir un cuerpo en plena calle y casi a oscuras, y acertar a sacar esos órganos.
—¿Crees que fue un médico? —preguntó Diego.
—No tengo ni idea —reconoció Sergio—. Pero era alguien que manejaba el cuchillo de un modo muy profesional.