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Sábado, 12 de septiembre de 2009

Diego entró en su despacho sin aliento. Lo dominaba un deseo irrefrenable por leer el informe sobre los crímenes de Jack que los hermanos Olmos y Guazo, el médico, le habían entregado. Pero al mismo tiempo tenía miedo a lo que pudiera encontrar en él.

Se sentó frente a su mesa y abrió el cajón donde guardaba el informe. Se reprochó a sí mismo haber leído solo lo que le sucedió a Mary Ann Nichols. Con manos temblorosas, buscó el segundo capítulo del dossier. El título le heló la sangre en las venas:

Patio trasero del n.° 29 de Hanbury Street. 8 de septiembre de 1888.

Diego echó una mirada apresurada a las primeras líneas del informe y descubrió que Hanbury Street era una de las calles de Whitechapel, el escenario de las correrías de Jack. En el patio trasero del número 29 de aquella calle fue encontrada muerta Eliza Annie Smith (Chapman, tras su matrimonio) el día 8 de septiembre de 1888.

Diego respiró profundamente y miró al techo del despacho. Luego cerró los ojos durante unos segundos, tratando de almacenar suficiente valor en su corazón para seguir leyendo.

La infortunada mujer era conocida como Dark[79] Annie. Había nacido en 1841, de modo que tenía cuarenta y siete años cuando fue asesinada en aquel patio, al que se podía acceder entrando por el portal de Hanbury Street. Un par de peldaños permitían bajar desde el portal hasta el patio, que tenía unos quince pies[80] por cada lado. Frente a las escaleras, había un cobertizo y a la derecha, una especie de armario.

El cuerpo de Annie fue encontrado en una posición que, tal y como había sospechado Diego, era exactamente la misma que la de la mujer que él mismo acababa de ver muerta. Por encima de la cabeza de Annie se encontraron manchas de sangre, posiblemente producidas por salpicaduras cuando su asesino le cortó la garganta. Diego leyó también que tres días después una niña del vecindario descubrió nuevas manchas de sangre en el patio adyacente al número 25 de Hanbury Street, a tan solo dos patios de distancia de donde se suponía que había sido asesinada Annie. Se trataba de sangre seca.

En el informe había una nota a pie de página realizada a mano recientemente por el doctor José Guazo. Diego lo supo porque Guazo había puesto su nombre a continuación de la nota. En ella, el médico recogía un dato aportado por la escritora Patricia Cornwell[81], que señalaba que el trazo de sangre tenía una longitud de entre metro cincuenta y metro ochenta.

La policía concluyó que el asesino había huido saltando la valla, pero iba tan cubierto de sangre que fue dejando un rastro a su paso. Se supuso que se quitó el abrigo y, para limpiarse, lo sacudió contra la pared trasera de la casa número 25. También se encontró un papel arrugado y manchado de sangre, y la policía imaginó que el asesino lo había usado para eliminar sangre de sus manos. Lamentablemente para los policías, y felizmente para el criminal, los medios científicos de Scotland Yard eran muy limitados como para sacar algo en claro de aquellas pistas que Diego veía como decisivas.

Jack, proseguía diciendo el informe, debía de haber llegado por aquellos patios traseros hasta el lugar del crimen. Y de igual modo salió de allí sin que, increíblemente, nadie lo hubiera visto. Sin duda, sus huellas dactilares debían de estar por todos los lados, pero la policía no tenía medios para estudiarlas.

Tras leer aquellas primeras líneas sobre la muerte de Annie Chapman, Diego comprendió lo que Tomás Bullón había querido decir: el asesino que estaba actuando en el barrio norte no se había limitado esta vez a buscar un callejón oscuro, como si fuera Buck's Row, sino que se tomó la molestia de encontrar un patio trasero que tuviera un cierto parecido con el de Hanbury Street. Accedió a él rompiendo el candado de la puerta y salió sin ser visto por nadie tras construir un escenario similar al que Scotland Yard se encontró en el asesinato de Dark Annie.

Pero lo más increíble es que ni en 1888 ni tampoco ahora haya un solo testigo. El informe era desalentador:

El inmueble estaba habitado por varias familias que alquilaban a la señora Richardson unas habitaciones de unos treinta metros cuadrados.

—Ático: John Davis con su mujer y sus tres hijos (miran hacia la puerta principal), Sarah Cox (mira hacia el patio), una anciana.

—Segunda planta: hacia la puerta principal: el matrimonio Thompson y una hija adoptada. Hacia el patio: las hermanas Copsey, que trabajaban en una fábrica de cigarros.

—Primera planta: la señora Richardson y su nieto de catorce años. Hacia el patio: el señor Walker y su hijo, un impedido psíquico.

—Planta baja: la señora Annie Harriet Hardiman y su hijo de dieciséis años. Vivían en la parte delantera. La parte trasera se había habilitado como cocina.

La secuencia aproximada de los hechos, según las diferentes investigaciones, pudiera ser la siguiente:

• Cinco menos cuarto: John Richardson, el hijo de la señora Richardson, que no vivía en el inmueble, iba de camino al mercado de Spitalfields. Había habido un robo de herramientas días antes y entró en el patio para ver si todo estaba en orden. No vio nada extraño. El delantal de cuero que sabía que era de la familia seguía en el mismo lugar donde lo habían dejado, junto a un grifo y una cuba de agua. Se detuvo porque algo en su bota lo molestaba. Se sentó y descubrió que era una protuberancia de cuero. La arrancó. Algunos informes dicen que lo hizo con un cuchillo de cocina de unos doce centímetros de largo. Estuvo sentado durante unos minutos en el umbral de acceso al patio, justo al lado de donde después apareció el cadáver de Annie. Pasado ese tiempo, Richardson se marchó. No vio ni oyó nada extraño.

• Cinco y media. Elisabeth Long dice haber visto a esa hora a Annie Chapman hablando con un hombre que no era mucho más alto que ella junto al 29 de Hanbury Street. Estaba segura de la hora porque escuchó el reloj de la Black Eagle Brewery, en Brick Lane. El hombre estaba de espaldas y lo describió como corpulento, cuarentón, vestido con un abrigo oscuro y una gorra de cazador de color marrón. No le pareció un trabajador. Por su aspecto, juzgó que era extranjero. Long dijo que escuchó al hombre preguntar a Annie: «¿Lo harás?». A lo que ella respondió: «Sí». Luego Long se alejó hacia Spitalfields y no oyó nada más.

• Albert Cadosch. Su testimonio fue tan esclarecedor como dudoso. Algunas fuentes, como el Daily News del 10 de septiembre de 1888, afirman que entró en el patio del número 27, separado solo del 29 por una frágil valla de madera cuyas tablas estaban deterioradas y existían huecos entre ellas, a las cinco y veinte. Otras fuentes dicen que a las cinco y media Cadosch aseguró haber escuchado un grito de mujer diciendo: «¡No!», y luego un golpe en la valla. Sin embargo, pensó que tal vez era una disputa doméstica.

¿Qué hacía Cadosch en el patio? The Times indicaba que el hombre se estaba recuperando de una enfermedad y no se encontraba bien. Había salido al patio porque iba al servicio, que estaba situado allí. Tal vez, se ha especulado, una vez dentro del retrete no escuchó la agresión que se producía al otro lado de la valla. Pero ¿cómo no vio el cuerpo tendido de Annie a través de los agujeros que tenía la empalizada? Se ha respondido que quizá desde el ángulo en el que él estaba no se vería, e incluso que su precaria salud y el hecho de que, a pesar de todo, tuviera que ir a trabajar (era carpintero) hicieran que no fuese aquella disputa su máxima prioridad en aquel momento, y ello a pesar de que la altura de la valla oscilaba solo entre un metro cincuenta y cinco y uno setenta de altura. No obstante, si realmente era aquella hora, ¿cómo es que Elisabeth Long pudo ver a Annie Chapman a las cinco y media en la parte exterior del edificio con el desconocido?

Otros testimonios retrasan la presencia de Cadosch en el patio hasta más tarde de las cinco y media.

Por otra parte, ¿no es extraño que Elisabeth Long fuera capaz de retener tantos detalles de la escena de Annie con su acompañante? Es cierto que el alba rompió aquel día a las cuatro cincuenta y uno y el sol salió a las cinco y veinticinco, pero ¿no es extraordinario que Long reconociera de inmediato a Chapman? Por otra parte, ¿no resulta extraña la precisión con la que los testigos afirmaban la hora en la ocurrieron aquellos hechos?

• Cinco cincuenta y cinco. John Davis, inquilino del ático del edificio, salió para ir al mercado y se encontró el cadáver de Annie tendido en el patio, entre la valla que separaba los patios 29 y 27 y los escalones que daban acceso al patio. En esos escalones había estado sentado Richardson una hora antes y allí no había cuerpo alguno, según declaró. La cabeza de Annie apuntaba al edificio. De inmediato, se dio aviso a la policía, personándose el agente Joseph Chadler, de la comisaría de Commercial Street.

La inquilina que vivía en la planta baja, la más próxima al patio, Harriet Hardiman, aseguró no haber escuchado nada durante toda la noche. Solo a las seis de la mañana notó un alboroto en el patio y envió a su hijo para ver qué sucedía. Él fue quien le contó que había aparecido una mujer muerta.

Diego estaba desconcertado. Según el informe, aquellas viviendas eran una especie de colmenas repletas de inquilinos que entraban y salían constantemente. ¿Cómo pudo ocurrir que nadie viera al asesino? Además, si los hechos ocurrieron de este modo, no concordaría el relato de Cadosch con el de Elisabeth Long. Aunque parecía ser que algunas fuentes proponían que tal vez Cadosch entró en el patio más tarde, o que Long equivocó la hora. Quizá, sostenían, en realidad, Long vio a Annie y a su asesino antes de entrar en el patio. Una vez allí, Cadosch escuchó el grito de la mujer justo cuando era asesinada. El golpe que oyó contra las vallas sería el producido por el cuerpo de Annie al caer sin vida.

De todos modos, pensó Diego, más allá de las diferencias horarias de quince minutos arriba o abajo, resultaba inexplicable que un asesino actuase a sangre fría cuando ya había amanecido en un patio repleto de vecinos que se iban levantando en un día de mercado, como era el sábado.

De pronto, Diego tuvo una idea. Era la segunda de interés que se le había ocurrido aquella mañana. Anotó la ocurrencia en su cuaderno, junto al dato que le había proporcionado Murillo a propósito de la desaparición de una prostituta tres días antes.

Durante unos segundos, contuvo la respiración. Finalmente, exhaló el aire y se dejó envolver por aquella historia lejana que ahora parecía ser la suya propia.

Davis, recordó el inspector Bedia, encontró el cuerpo de Annie Chapman a las cinco cincuenta y cinco. De modo que se habría despertado al menos diez minutos antes. De ser así, el asesino procedió a realizar su macabro trabajo en unos diez minutos a plena luz del día y logró salir del patio, absolutamente ensangrentado, sin llamar la atención de nadie. Y había llevado a cabo un trabajo de disección minucioso.

Todo aquello no tenía ningún sentido, lo mismo que lo sucedido aquella mañana en el patio trasero de la calle Marqueses de Valdecilla. La policía había interrogado a todos los vecinos y nadie había escuchado nada especialmente llamativo. ¿Cómo era posible?

Media hora después de que Davis encontrara el cuerpo de Annie, llegó al 29 de Hanbury Street George Bagster Phillips, médico forense. Tras su primer examen declaró que la mujer llevaba muerta dos horas, lo que suponía que había sido asesinada alrededor de las cuatro y media. Aquel dato, pensó Diego, echaba por tierra todas las declaraciones de los testigos. Era imposible que el crimen se hubiera cometido a esa hora, porque entonces los ruidos que escuchó Cadosch no habrían tenido nada que ver con el crimen. Y hubiera sido imposible que Elisabeth Long viera a Annie a las cinco y media, como declaró. La única explicación sería que Cadosch y Long mentían o habían equivocado las horas, pero Long había sido muy precisa al decir que había escuchado el reloj de la Black Eagle Brewery, en Brick Lane.

Diego comprendió el desconcierto de sus colegas ingleses. A la luz de la declaración del forense, todas las sospechas recayeron sobre Richardson, puesto que había estado en el patio a las cinco menos cuarto. Parecía imposible que no hubiera visto el cuerpo, dado que estaba tirado en el suelo a medio metro de donde él se sentó para arreglar su bota. La policía, por indicación del inspector Abberline, interrogó severamente al testigo, pero no encontró contradicción alguna con sus declaraciones anteriores.

En el informe se recogían las opiniones de algunos investigadores que se preguntaban si tal vez, como la puerta de acceso al patio se abría hacia el exterior y a la izquierda de Richardson, la propia puerta le impidió ver el cuerpo de la mujer en la oscuridad. Pero a Diego le pareció bastante inverosímil esa teoría. La otra opción era que el forense Bagster hubiera equivocado su diagnóstico. ¿Pudo haberse enfriado el cuerpo lo suficiente como para que Bagster se equivocara teniendo en cuenta que la temperatura mínima de aquel día fue de 8,6° C y la máxima que se alcanzó fue de 15,5° C?, se preguntaban los miembros del círculo en el informe. A Diego también eso le parecía difícil de admitir.

Sus dedos recorrieron las líneas del dossier buscando un dato. ¿Cuáles eran las posesiones que se encontraron junto al cadáver de Annie Chapman? Sin poder evitarlo, sus dedos temblaban temiendo hallar la respuesta. Y, finalmente, la encontró.

Annie llevaba encima todas sus posesiones, como solían hacer las prostitutas de la época. A saber: una falda negra, un chaquetón o abrigo negro, dos enaguas, un delantal, medias de lana, botas, una bufanda negra y debajo un pañuelo, una especie de faltriquera bajo la falda atada a la cintura con una cuerda, calcetines a rayas rojas y blancas, y tres anillos de bronce que habían desaparecido. Y, a sus pies, alguien había colocado un peine pequeño, un trozo de muselina y un sobre con dos píldoras.

Diego supo de inmediato qué estaba escrito en aquel sobre: «Sussex Regiment», en tinta azul, y en rojo: «London Aug. 23, 1888». Por la parte de atrás, una letra «M», y debajo un «2» y las letras «Sp». Como si fuera una dirección postal de Spitalfields.

Diego Bedia miró su reloj. Eran las ocho de la mañana. Pensó en llamar a Marja, pero temió despertar a Ainoa. Después estuvo valorando otra idea y luego marcó un número de teléfono.

—Sergio —dijo—, soy Diego Bedia. Creo que debemos hablar.

—¿Qué sucede? —preguntó un somnoliento Sergio.

—Otro crimen —respondió Diego—. Igual que en Hanbury Street.