Sábado, 12 de septiembre de 2009
Durante más de cuarenta años Socorro Sisniega se había levantado a desayunar con su esposo, Damián, antes de que él se fuera a trabajar. Incluso lo había hecho en las mañanas de invierno más crudas, cuando él debía acudir al relevo de las seis de la mañana en la fábrica. Después, lo despedía con un beso en el umbral de la casa de su humilde piso en la calle de Marqueses de Valdecilla.
Mientras los tres hijos del matrimonio fueron pequeños, Socorro regresaba a la cama tras despedir a su marido y remoloneaba entre las sábanas durante hora y media. Una hora más tarde, se levantaba y comenzaba a adelantar trabajo antes de que los tres pequeños —dos niñas y un niño —saltaran de la cama y comenzara el gran jaleo: supervisar el baño, el desayuno, el vestido, los útiles para el colegio…
Los años pasaron con extraordinaria rapidez. Casi todo cambió alrededor de Socorro, salvo su amor por Damián. Los niños se hicieron mayores, se casaron y se fueron de la ciudad. Damián y ella envejecieron juntos, pero la salud de él se había visto deteriorada mucho más de lo que los dos hubieran deseado. Socorro, en cambio, conservaba aquel cuerpo delgado y fibroso, aunque las carnes habían caído y estaba surcado por mil arrugas, que había enamorado a Damián hacía muchos años.
Socorro Sisniega mantenía la costumbre de madrugar. Era cierto que ya no se levantaba a las cinco de la mañana, pero nunca se la encontraría en la cama después de las seis. Damián le reñía por aquel hábito que consideraba absurdo.
—¿Se puede saber qué tienes que hacer tú a esas horas? —gruñía el viejo.
Pero ella no le hacía caso. Le gustaba el silencio del amanecer. Tomaba el café y regaba las plantas del patio trasero, un espacio con suelo de hormigón de unos cuarenta metros cuadrados tapiado con bloques y al que se accedía desde la calle por una puerta de metal. La vivienda de Socorro y Damián estaba en la planta baja del número 11 de aquella calle. Se trataba de un edificio que incluía los números 5, 7 y 9, además del 11.
En el portal de Damián y Socorro vivían doce familias. En cada uno de los cinco pisos, a los que se debía añadir el bajo en el que habitaban ellos, había dos puertas. Las dos viviendas del bajo tenían el patio al alcance de la mano, puesto que algunas de sus ventanas miraban hacia allí y estaban cerca del suelo.
Aquel sábado, Socorro abrió una de las ventanas que miraban al patio. El agua de la lluvia repiqueteaba en los cristales, de modo que se había ahorrado el trabajo de regar las plantas. Pero, a pesar de todo, le gustaba respirar el aire frío del amanecer.
Su patio estaba oscuro. Pero aún lo estaban más los patios contiguos, que se extendían a lo largo de toda la parte trasera del bloque de viviendas. El suyo se hallaba más cerca de una farola que iluminaba los callejones próximos. Lejos estaba Socorro de imaginar que aquella maldita luz cambiaría los últimos años de su vida de un modo irreparable. Lo que vio bajo la luz mortecina de la farola heló su sangre.
Minutos más tarde, el amanecer de aquella zona del barrio se vio transformado radicalmente. La zona comprendida entre la calle Marqueses de Valdecilla con la calle Juan de Herrera habían quedado acordonada. Los policías parecían brotar de un modo instantáneo por todas partes. Se estaba tomando declaración a todos los vecinos de la zona. Uno de aquellos hombres no tardó en llevar la voz cantante.
—¿Quién la encontró? —preguntó Diego Bedia a uno de los agentes.
—Se llama Socorro Sisniega —respondió el policía—. Vive en uno de los dos pisos de la planta baja. Tiene setenta y nueve años. Con ella solo vive su marido, Damián, que tiene un año más que ella.
Diego asintió mientras contemplaba aquella escena dantesca y los primeros efectivos de la policía científica comenzaban a hacer su trabajo. El inspector Bedia, que no acostumbraba a rezar, lo hizo en aquella ocasión ansiando que apareciera alguna pista que condujera hasta el loco que había llevado a cabo la barbaridad que estaba contemplando.
Junto a una de las paredes del patio, cerca de la ventana de Socorro Sisniega, el cadáver de una mujer mostraba al mundo la obra de un demente. El cuerpo había sido cubierto cuando llegó Diego. Al contemplar aquel horror estuvo a punto de vomitar.
Se trataba de una mujer alta y robusta, mulata, a la que alguien había cortado el cuello de forma salvaje. Sus ojos sin vida miraban hacia el lado derecho, las piernas estaban separadas. La mano izquierda estaba colocada sobre el pecho izquierdo, mientras que el brazo derecho se hallaba extendido. Sobre el hombro izquierdo se había dispuesto de un modo macabro parte del abdomen y de los intestinos. La cara de la desdichada estaba abotargada, y entre los dientes asomaba la lengua. Parecía que la hubieran asfixiado antes de cortarle el cuello.
En la garganta le habían practicado un tajo tan violento que la cabeza apenas se sostenía unida al cuerpo. Daba la impresión de que, incluso después de haberla cortado de ese modo, el asesino había intentado separarla aún más.
—¡Joder, qué horror! —exclamó una voz detrás de Diego.
El inspector jefe Tomás Herrera acababa de llegar. El minúsculo patio ya había sido tomado por los técnicos de la policía científica. Solo Herrera y Diego Bedia se encontraban en ese momento junto al cadáver. La lluvia había cesado.
—Mira esto. —Diego señaló un grupo de objetos que se encontraban a los pies del cadáver.
—¿Qué coño significa?
—No lo sé —reconoció Diego. De pronto, tuvo una intuición—. No me extrañaría que tuviera que ver con los crímenes de Jack.
—¡No me jodas! —exclamó Herrera.
La mirada de los dos policías se dirigió de nuevo a los pies de la mujer asesinada. Junto a ellos, ejecutando una caprichosa coreografía, había un trozo de tela muy fina —parecida a la muselina—, un peine y un sobre. Después de que la policía científica tomara innumerables fotografías del escenario y de la disposición de aquellos objetos, descubrieron que dentro del sobre había dos aspirinas normales y corrientes. En el sobre, escrito en tinta azul, se leía: «Sussex Regiment». Además, en letras rojas: «London Aug. 23, 1888». Al dorso, aparecía escrita una letra «M», un «2», y las letras «Sp».
—Si la hubieran matado aquí, debería haber mucha sangre —dijo Herrera—. Alguien la trajo hasta aquí ya muerta, rompió el candado de la puerta de entrada —añadió, señalando con la mirada la puerta que daba acceso al patio— y la dejó aquí tirada.
Diego no dijo nada. Una mezcla de irritación y náusea se había apoderado de él. Le habían arruinado el sábado que pensaba disfrutar en compañía de su hija Ainoa. Afortunadamente, Marja libraba aquel fin de semana en el hotel y había dormido en casa de Diego. Marja se había quedado con la niña.
El juez Ricardo Alonso llegó minutos más tarde. Tomás Herrera fue a su encuentro y le puso al corriente de lo sucedido. El juez estaba visiblemente molesto. La investigación de la muerte de Daniela Obando seguía estancada. No había pruebas que permitieran seguir ninguna línea de investigación fiable, y Tomás Herrera no se atrevía a considerar como algo serio aquella historia del copycat. El médico forense se unió a ellos y dio cuenta de las primeras averiguaciones, que resultaron ser escalofriantes.
—A falta de que la autopsia revele más información, a esa mujer le han sacado parte de los intestinos por una herida tremenda practicada en el abdomen con un cuchillo u otro tipo de instrumento cortante de unos quince centímetros de longitud. A la vista del aspecto de los labios de la herida, yo diría que es un arma extremadamente afilada. —El doctor carraspeó antes de proseguir. A pesar de su experiencia, se le veía incómodo y tal vez un poco asustado—. Los intestinos fueron colocados sobre el hombro izquierdo de la mujer, no sé por qué razón. Y, aunque me gustaría estar más seguro, yo diría que le han extraído algunos órganos.
—¿Cómo ha dicho? —El juez había palidecido.
Diego Bedia dejó al doctor explicando que prefería hacer la autopsia para dar más detalles. Una vez fuera del patio, salió a la calle Marqueses de Valdecilla y respiró profundamente. Había infinidad de curiosos que se habían agolpado allí, mientras que, desde las ventanas situadas sobre el patio en el que había aparecido la mujer, se asomaban los vecinos como quien contempla desde un palco una representación teatral.
Diego enfocó la mirada y vio a Murillo, que se abría paso entre los curiosos.
—El hijo de puta del periodista está hablando con la testigo —anunció el policía.
—¿Qué?
Diego corrió hacia el portal número 11 y entró en casa de Socorro Sisniega como un ciclón. La mujer estaba sentada en la cocina en bata y camisón. Era delgada y estaba despeinada. Junto a ella, de pie, había un hombre que parecía mucho mayor. Debía de ser el marido, pensó Diego. Pero pronto solo tuvo ojos para Tomás Bullón, que estaba de espaldas, con la grabadora encendida y hablando despreocupadamente con Socorro. Diego se preguntó cómo diablos había llegado tan pronto. ¿Cómo se había enterado él del crimen?
—¿Qué coño está usted haciendo aquí? —dijo con brusquedad el policía.
Bullón se giró y lo contempló con un gesto torcido, pero parecía evidente que le divertía aquella situación.
—Mi trabajo —respondió—. Hago mi trabajo.
—¿Cómo es que ha llegado usted tan pronto? —preguntó Diego—. Es el único periodista que está aquí.
—Será que soy el que más trabaja, o el más listo —contestó Bullón con descaro.
Diego se volvió hacia Murillo y le hizo una seña.
—Haga el favor de sacar a este hombre de aquí.
Bullón alzó las manos y mostró las palmas.
—Calma, calma —dijo—. Salgo por mi propio pie. Después de todo —rio, mirando a Diego—, ya tengo todo lo que necesito. Esta vez no podrán ocultar nada a la prensa.
Diego apretó los dientes y se contuvo. Aquel cabrón se había aprovechado de la ingenuidad de los dos ancianos. Murillo se dio el placer de sacar a empellones con sus enormes brazos de culturista al obeso periodista.
—Tenga cuidado con lo que publica —gritó Diego.
—¿Me está amenazando? —replicó desde el portal Bullón—. Esta vez ha buscado un escenario similar —gritó aún más fuerte—. ¡Un nuevo Hanbury Street!
Murillo miró a Diego desconcertado.
—¿Qué ha querido decir? —preguntó a su superior.
—No lo sé —reconoció Diego—, pero me parece que va a tener que ver con toda esa historia de Jack el Destripador.
Socorro y Damián asistían a aquella conversación sin comprender nada de lo que aquellos dos hombres decían. En los ojos de la anciana solo tenía cabida la dantesca escena que el destino le había reservado cuando no le faltaba demasiado para doblar la última esquina de la vida.
—Creo que hay algo que debes saber —dijo Murillo.
Diego aguardó en silencio.
—La víctima responde a la descripción que teníamos de una mujer desaparecida desde hace tres días.
—¿Qué?
—Una mujer llamada… —Murillo consultó su cuaderno y pasó un par de hojas— Felisa Campo, que regenta un… —Murillo vio que Socorro y Damián lo miraban y decidió no decir club de putas— bar de alterne, denunció hace un par de días la desaparición de una de sus… empleadas.
Diego guardó silencio durante unos segundos, los necesarios para que una idea fuera madurando en su cabeza.
—¿Cuándo desapareció esa mujer?
—El martes, día 8, hizo una visita a… —Murillo advirtió que los ancianos seguían pendientes de sus palabras—, fue a un hotel para un trabajo. Cuando salió, llamó a su jefa y le dijo que se encontraba cansada. Pidió permiso para no ir a trabajar aquella noche, y ya no se la ha vuelto a ver. —Murillo hizo una pausa antes de añadir—: Hasta hoy.
Diego miró con dulzura a los dos ancianos
—Mi compañero les va a tomar declaración, ¿de acuerdo? No tengan miedo. —Luego se volvió hacia Murillo—: Busca a esa mujer, Felisa, para ver si reconoce el cuerpo. ¿Y Meruelo?
—Está en el quinto piso —explicó Murillo—. Él empieza desde arriba hacia abajo, y yo hablo con los vecinos de abajo hacia arriba.
—Dile a Tomás que me voy a la comisaría —dijo Diego.
—¿Qué pasa?
—Nada, pero quiero saber qué pasó en Hanbury Street.