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Desde la tarde del día 10 hasta la noche del día 11 de septiembre de 2009

Felisa Campo encendió un nuevo cigarro. Era el tercero desde que había aparcado cerca de la comisaría sin saber qué hacer. Estaba muy nerviosa, y tenía motivos para ello. Era la primera vez que se veía en una circunstancia así. A un negocio como el suyo no le convenía en absoluto que la mirada de la policía recayera sobre él más de lo necesario. Si a la policía le daba por meter la nariz en sus cosas, posiblemente encontraría algo que seguramente incomodaría a Felisa y además espantaría a los clientes.

Por otro lado, Yumilca Acosta había desaparecido, y ella le tenía un aprecio especial a aquella mulata grande y generosa. Felisa, con cuarenta años a las espaldas, había vivido lo suficiente como para endurecer su corazón tanto como era necesario si pretendía sobrevivir en su oficio, pero aquella dominicana era su debilidad. Sabía que Yumilca ahorraba cuanto podía para enviar dinero a su familia, que seguía cuidando de la niña que Yumilca había traído al mundo cuando apenas era una adolescente.

La mulata le había abierto su corazón en varias ocasiones, y Felisa, que no tenía hijos ni marido ni nada parecido a una familia propia, le había tomado especial cariño. Del mismo modo que no le resultaba en absoluto agradable María, la rumana que, no obstante, era íntima de Yumilca. María era fría y distante, pero había clientes que valoraban mucho aquella piel suya casi traslúcida y su cabello rubio, que le daba un cierto aspecto angelical. A pesar de su escasa simpatía hacia la rumana, Felisa la mantenía en el club porque sabía que era muy buena en su trabajo.

Precisamente, había sido María la que más le había insistido para que acudiera a la policía. Hacía dos días que ninguna de las dos sabía nada de Yumilca, y aquello era impropio de la joven mulata. La última vez que Felisa había hablado con ella fue después de que hiciera un servicio en un hotel de la ciudad. Yumilca la había llamado explicándole que no se encontraba bien y que iba a irse a casa. Desde entonces, no había vuelto a tener noticias suyas.

Felisa exhaló el humo del cigarro rubio por la ventanilla de su coche. Volvió a mirar hacia la comisaría y tomó una decisión. Creía que se lo debía a Yumilca. Salió del coche, cerró la puerta y dio una pequeña carrera hasta la entrada de la comisaría para evitar la lluvia que caía a aquella hora de la tarde. Ya en el umbral, cerró los ojos y contuvo la respiración antes de decidirse a entrar.

Un policía de servicio le salió al paso.

—¿Qué desea?

—Quiero denunciar una desaparición.

Graciela sintió un escalofrío al ver las cartas boca arriba. De nuevo la mirada gélida de la muerte se cruzó en su camino, pero esta vez creía ver algo más en los arcanos. El tarot no le daba nombres ni direcciones, pero Graciela estaba segura de que se iba a cometer otro asesinato, y las cartas le hacían presentir que tenía que ver con la joven rubia que trabajaba en la Oficina de Integración; la amiga de María. Sin embargo, los cartones decían que esa muchacha no iba a ser la víctima.

El crimen de aquella mujer sudamericana, Daniela, había sucedido poco después de que María y su compañera de trabajo fueran a casa de Graciela para consultarle a las cartas qué futuro amoroso las aguardaba. Bueno, recordó Graciela, en realidad, la única que preguntó fue María. La otra chica apenas abrió la boca, y se la veía muy incómoda y nerviosa. Pero sin que Graciela pudiera saber el motivo, las cartas del tarot comenzaron a hacer siniestros anuncios en los que siempre aparecía la muerte relacionada de alguna manera con aquella mujer rubia. ¿Por qué?

Todo aquello era absurdo, se dijo Graciela los primeros días en que le ocurrió eso mientras hacía tiradas de cartas en solitario. ¿Qué tenía que ver aquella muchacha, cuyo nombre no recordaba, con los crímenes? ¿Debía ir a hablar con ella? Pero ¿qué podía decirle sin que pareciera una loca? ¿Y la policía? ¿La escucharía a ella, una tarotista, la policía?

Para colmo, los naipes comenzaban a ofrecer confusas informaciones. Graciela no estaba segura de cómo debía interpretar aquello. Una mujer estaba en peligro, pero no estaba muerta aún. Los cartones, por primera vez en muchos años, confundían a Graciela. Se cruzaban las imágenes de varias personas, de mujeres y de hombres; sobre todo hombres. Pero ¿quiénes eran esos hombres? ¿Qué debía hacer?, se preguntó una vez más.

—Yo no me preocuparía tanto por lo que digan —gruñó Morante—. ¡Mírame a mí! Una parte de la ciudad me odia porque he decidido jugar a un juego en el que algunos creen que solo pueden participar ellos. Y otros me temen, lo cual no te voy a negar que me resulta agradable. —Trazó una sonrisa torcida con la boca antes de dar una palmada en la rodilla de Tomás Bullón—. ¡Así que anímate, joder! ¡Que les den por culo a todos! Además, ¿quién te dice que no puede haber más muertes? —El político rio como si aquello tuviera muchísima gracia.

Toño Velarde estalló en una carcajada epiléptica, como si interpretara la segunda voz en un dueto con su líder político. También Velarde, como el chófer de Morante, había adquirido la costumbre de reír sacando la lengua. En la comisura de su boca había saliva seca, y su rostro estaba congestionado por la risa.

—No te burles, joder —protestó Bullón—. ¿No te das cuenta de que había construido una teoría que ahora se cae a pedazos? Les prometí a los lectores un caso de copycat, y ahora resulta que no pasa nada de nada. ¡Ya tenía que haberse cometido otro crimen!

—¿Por qué? —Morante adoptó una expresión severa, la misma que mostraba a sus alumnos durante sus brillantes clases de matemáticas—. ¿Cuáles son los datos del problema? —La pregunta retórica no buscaba la respuesta de Bullón, al que no permitió hablar—. Tu teoría se ha estructurado sobre una base que parece sólida, pero luego has elucubrado por tu cuenta, y eso es peligroso. Veamos: el día 31 de agosto de 1888 nuestro admirado y escurridizo Jack asesina en Buck's Row a Mary Ann Nichols. El día 31 de agosto de este año, alguien tiene la estrambótica idea de matar a una de esas extranjeras aquí mismo. Las heridas que presentan los cadáveres se parecen demasiado como para no establecer relaciones y, por otro lado, están esos detalles que tú aireaste: el sombrero de paja, los intestinos al aire y todo el resto. Hasta ahí todo correcto, ¿no es cierto?

Bullón bebió un trago de whisky y asintió. Se pasó un pañuelo por la frente. Estaba sudoroso.

—De manera que tú llegas a la conclusión de que alguien está imitando a Jack, y te sacas de la manga todos esos artículos muy bien traídos en los que comparas Whitechapel con el barrio norte, algo que, por otra parte, a mí me viene estupendamente. —En la cara de Morante se dibujó una sonrisa torcida—. De modo que te animo a que sigas haciéndolo. Cuanto más irritada esté la gente contra las autoridades y contra los inmigrantes, más pescaremos nosotros, ¿verdad, Toño? —añadió, volviéndose hacia Velarde.

«Un tonto útil», pensó Morante mientras miraba a aquel bruto que reía sacando la lengua. «O, tal vez, dos tontos útiles», se dijo al posar la vista sobre el gordinflón Bullón.

—Los datos son reales, pero tú comienzas a elucubrar, amigo mío, con demasiada alegría. Deduces que, si hay un tipo que mata como Jack y que comete un asesinato el 31 de agosto (el mismo día en que lo hizo Jack por primera vez), deberá volver a matar el 8 de septiembre, fecha en la que el Destripador dio buena cuenta de Annie Chapman. Pero ¿por qué? ¿Qué razón hay para que la pauta se mantenga? ¿En qué se basa el copycat? ¿En el modo en el que se cometen los crímenes o en algo, a mi juicio, más anecdótico como es la fecha en que tienen lugar?

Bullón miró a su amigo por encima del vaso que sostenía en alto. Entornó los ojillos y sintió cómo el aire fresco de la esperanza entraba por sus enormes fosas nasales.

—¿Cómo puedes exigir a quienquiera que matara a esa hondureña que cumpla al dedillo el calendario de Jack? —preguntó Morante—. ¡Joder, eso es imposible! La policía ronda el barrio más que las moscas a la miel, y tus artículos precisamente han conseguido ponerles aún más en guardia.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bullón, que seguía con la máxima atención el razonamiento de su amigo.

—Pues que, si hay alguien lo suficientemente loco como para matar a una mujer como si fuera Jack, debe de ser sumamente inteligente, frío y calculador como para no dejar la más mínima pista. No creo que improvise, y no va a ser tan estúpido de jugarse el pellejo el día en el que todo el mundo está pensando que va a actuar, ¿no te parece?

—¿Crees que habrá más crímenes?

Morante se pasó la mano por el mentón. Sus ojeras parecieron acentuarse aún más mientras sopesaba lo que debía contestar. Sus ojos se cruzaron con los de Toño Velarde antes de que se decidiera por una respuesta.

—No tengo ni idea, pero te voy a ser sincero: no serías tú el único que sacaría provecho de la muerte de otra de esas putas inmigrantes en ese barrio.

La cena con Cristina había sido tan especial que, al final de la velada, después de acompañarla hasta el portal de su casa, en pleno distrito norte, Sergio se atrevió a preguntar si le apetecería cenar de nuevo al día siguiente.

Cristina miró a los ojos a aquel hombre alto, que transitaba por la cuarentena y que parecía salido de algún libro de otra época. Debía reconocer que aquel traje negro le sentaba muy bien, y que el abrigo le daba una pincelada gótica inquietante y atractiva. Todo era demasiado negro en su atuendo y, sin embargo, Sergio parecía tener luz propia.

No tardó en decirle que sí, que estaría encantada de volver a cenar con él al día siguiente.

De modo que, aquel viernes desapacible y húmedo, estaban sentados a la mesa de uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. La calidad de la cocina del local era de sobra conocida, pero Sergio no podía saber que aquel había sido exactamente el restaurante en el que Clara y los demás miembros del Círculo Sherlock habían cenado la noche anterior. Y, por lo que enseguida descubrió, Clara había quedado prendada de la cocina del local, razón por la cual había decidido repetir la noche siguiente.

Cuando las miradas de Sergio y de Clara se encontraron, el mundo guardó silencio. Fueron unos segundos densos e infinitamente largos. Sergio dudó sobre lo que debía hacer, pero Clara le tomó la delantera.

Sergio la vio dejar atrás a Enrique Sigler y dirigirse sin vacilar a la mesa que él ocupaba en compañía de Cristina. A pesar de todo cuanto la odiaba, no pudo evitar recordarla desnuda, en su cama. Seguía igual de hermosa que cuando la conoció en sus tiempos universitarios. Tal vez su cuerpo se había ensanchado levemente, pero eso no le restaba ni un ápice de encanto. Estaba radiante.

—Buenas noches, Sergio. —Clara sonrió y miró a Cristina—. Soy su expareja y, como supongo que te contará muchas cosas de mí, quería decirte que no todas serán ciertas.

—¡Clara, por favor! —Sergio se levantó de la silla, visiblemente incómodo.

—No he venido a armar una escena —repuso Clara—, tan solo a saludarte, y a ti también, quienquiera que seas. —Miró a Cristina unos segundos y luego dedicó de nuevo toda su atención a Sergio—. Y también quiero decirte que no tengo nada que ver con la nota de la que me ha hablado la policía.

—Pero tú eres la única que conoce la clave de acceso a mi ordenador —protestó Sergio.

—Ya sé que la conozco, pero no puedo garantizar que tú no se la hayas dicho a alguien más —replicó Clara.

—Yo no se la he dicho a nadie. Solo confié en ti, y ya he visto el resultado.

—Como ya te dije —Clara miró a Cristina de nuevo—, no todo lo que te cuente es cierto. De todos modos —dijo a Sergio—, Enrique y yo estuvimos en Italia los últimos quince días de agosto, así que me puedes borrar de tu lista de sospechosos.

Clara se dio la vuelta y se dirigió hacia Sigler, quien saludó con un movimiento de cabeza a Sergio. De pronto, Clara se detuvo, se volvió hacia la mesa de su expareja y dijo:

—Nos iremos en un par de días. Por cierto, espero que te sintieras pagado con la fotografía.

Sus ojos sonrieron. Estaba verdaderamente bella, pensó Sergio.