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10 de septiembre de 2009

Sergio Olmos levantó la vista del voluminoso libro que estaba leyendo. Sobre el escritorio de su habitación de hotel había numerosos folios repletos de notas que había ido tomando a lo largo de las veinticuatro horas que llevaba allí encerrado. Se frotó los ojos con las manos y estiró sus entumecidas extremidades. Miró su reloj y descubrió que eran las cinco de la tarde. Estaba demasiado cansado como para analizar con calma todo aquello, de modo que decidió salir a la calle y hacer lo que el día anterior le había dicho a su hermano, pero luego no hizo: ir de compras.

El día antes había salido de la casa de Marcos cerrando la puerta tras de sí con estrépito. Se había sentido engañado por su hermano y por Guazo, pero veinticuatro horas después no estaba tan seguro de haberles juzgado correctamente. Después de todo, ellos no habían tenido una relación con Clara ni habían sido traicionados por ella ni eran los creadores de una novela que luego Clara había publicado con su nombre. De manera que Marcos y José Guazo no tenían motivo alguno para estar enojados con ella. Sin embargo, a Sergio le dolía que no hubieran sido sinceros con él.

A pesar de haber dicho a su hermano la tarde anterior que iba a comprar ropa, cuando salió a la calle cambió de idea. En lugar de eso, se dirigió a la mejor librería de la ciudad, situada en la misma calle en la que vivía José Guazo. Hacía años que no iba a aquella librería. ¿Lo reconocería Javier, su propietario?

Minutos después, salió de dudas. Javier emergió de la pequeña oficina situada al fondo del local con unas gafas cabalgando sobre el puente de su nariz en inestable equilibrio. Afortunadamente, las lentes estaban aseguradas con un cordón que unía sus patillas.

—¡Sergio Olmos! —gritó Javier—. ¡Menuda sorpresa!

—¡Hola, Javier!

—¿Cuántos años sin verte por aquí? Te has olvidado de los de casa.

—Sabes que no es así —respondió Sergio.

—¿Qué querías?

—¿No tendrás, por casualidad, alguna edición de las aventuras de Sherlock Holmes?

—¿Te interesa alguna en concreto?

—En realidad, quería todas. ¿Tienes alguna edición completa del canon?

—Mmmmm. —Javier dedicó unos segundos a pensar antes de ir hasta el ordenador donde estaban catalogados todos los fondos de la librería. Al cabo de un rato, encontró lo que Sergio buscaba—. Me queda algo, espera.

Javier se perdió durante unos instantes entre las estanterías y al cabo de un rato regresó con un voluminoso tomo que contenía Todo Sherlock Holmes.

—¡Perfecto! —Sergio sonrió al leer el nombre del responsable de la edición—. Jesús Urceloy, un auténtico especialista. Justo lo que buscaba.

Después de despedirse del librero, Sergio se fue directo hasta su hotel y se encerró en la habitación. Desconectó su teléfono y trató de aislarse de la idea que lo martilleaba continuamente: el Círculo Sherlock, sin él y sin Trejo, iba a cenar aquella noche invitado por Clara Estévez.

Abrió el frigorífico de la habitación y se sirvió un generoso vaso de ron. Fue el primero de los que apuró a lo largo de la tarde mientras daba vueltas al significado que podía tener la segunda carta que había recibido: «¿Quién la tendrá?».

¿Quién le odiaba tanto como para asesinar a una mujer en aquel juego siniestro? ¿Quién había concebido aquella partida mortal en la que alguien retaba a Holmes en la persona de Sergio?

La primera nota no ofrecía dudas sobre ese reto: «En el Mortuorio aparecerá la primera degollada. Hasta la más pequeña violeta se marchita entre tus manos, Holmes». Se retaba a Holmes, se le enviaba la carta a Baker Street, pero quien la recibía era Sergio, y se había escrito en uno de sus papeles y con su propio ordenador. Para colmo, la muerte anunciada se había producido en su ciudad, y el asesino había imitado el primer crimen de Jack el Destripador.

La segunda carta guardaba relación con «El ritual Musgrave», además de añadir el inquietante círculo rojo. Su conversación con el inspector Diego Bedia había desembocado en la idea de que, si en «La aventura del Círculo Rojo» ese símbolo anticipaba la muerte por traición de quien abandonaba a una oscura hermandad criminal, tal vez el mensaje que Sergio había recibido tenía un sentido similar. Pero a lo largo de su vida Sergio solo había pertenecido al Círculo Sherlock, y no se consideraba un traidor al mismo, dado que lo abandonó cuando Víctor Trejo lo disolvió.

¿Quién lo retaba? ¿Por qué? Él no era Holmes, tan solo un aficionado a sus aventuras que había memorizado innumerables detalles de su contenido, pero nada más.

Había comprado el volumen completo de las aventuras del detective pensando que quizá repasando algunos detalles de las mismas sacaría algo en limpio. De modo que dirigió su energía a repasar los casos que investigó Holmes durante los meses de terror en los que Jack el Destripador reinó en Whitechapel.

Muchas veces, en las reuniones del círculo habían discutido los motivos que pudo tener Holmes para no esforzarse en capturar a Jack. Quienes veían en él un simple personaje de novela, argumentaban que era lógico que su creador, Arthur Conan Doyle, no hubiera intentado que Sherlock arrestara a un asesino que ni siquiera la policía de verdad había logrado encerrar. Pero otros reprochaban rencorosamente la cobardía de Holmes.

Durante aquella tarde y buena parte de la noche, Sergio estuvo dándole vueltas a aquel asunto. Cuando la imagen de Clara cenando con los demás lo asaltaba, el ron borraba la escena de su mente y regresaba al mundo Victoriano que tan fascinante le había parecido siempre.

Sentado en el escritorio de la habitación, abrió la copia del informe sobre Jack que Guazo conservaba. Leyó una nota del Times del sábado 1 de septiembre de 1888:

Otro asesinato de la peor especie se cometió en las cercanías de Whitechapel en las primeras horas de la madrugada de ayer. El autor y sus motivos siguen siendo un misterio. A las cuatro menos cuarto, el agente de policía Nelly pasó por Buck's Row, en Whitechapel, y encontró un cadáver de mujer, tendido sobre la acera. Se detuvo para levantarla, creyendo que estaba ebria, y descubrió que le habían cortado la garganta casi de oreja a oreja…

La nota de prensa proseguía dando algunos detalles sobre el asesinato de Mary Ann Nichols. Pero ¿dónde diablos estaba Holmes el 31 de agosto de 1888, cuando se cometió ese crimen?

Lo cierto es que no consta que el detective hiciera ninguna investigación en el momento en que Jack atacó por vez primera, y eso siempre le había parecido a Sergio inquietante, además de molesto, puesto que él siempre había defendido a Holmes en aquellos debates del círculo. A pesar de su benevolencia con Sherlock, los datos fríos eran devastadores: desde el 7 de abril[77] hasta el 12 de septiembre[78], no conocemos con certeza las fechas de las investigaciones de Holmes.

Sergio había tomado notas refrescando su memoria. Entre esas dos fechas, el famoso detective consultor había trabajado en asuntos que luego Watson no publicó. Se tienen referencias indirectas de esas investigaciones a través de los relatos que sí vieron la luz, pero no sabemos con seguridad la fecha en la que Holmes estuvo trabajando en ellos, de manera que tal vez sí podía haberse ocupado de la muerte de Mary Ann Nichols.

En El sabueso de los Baskerville se mencionan dos casos que investigó antes de septiembre: «El pequeño asunto de los camafeos del Vaticano» y «El pequeño caso de Wilson». De igual modo, en El signo de los cuatro se asegura que por esas fechas Sherlock esclareció «La pequeña complicación doméstica de la señora de Cecil Forrester», «El caso de la mujer más atractiva que Holmes había conocido» y «El caso de la joya de Bishopgate». Pero ¿en qué fechas exactamente ocurrieron esos incidentes?

Más tarde llegaron los demás crímenes de Jack, y Holmes tampoco intervino. Tres de aquellos asesinatos sucedieron en el mes de septiembre. El día 8 de ese mes, Annie Chapman fue asesinada en el número 29 de Hanbury Street. Y en la noche del 30 de septiembre encontraron la muerte Elisabeth Stride y Catherine Eddows. ¿Dónde se había metido Holmes?

Desde el martes 18 hasta el viernes 21 de septiembre, Holmes y Watson se habían visto involucrados en una de sus aventuras más notables: El signo de los cuatro. Por aquel entonces, Holmes consumía con frecuencia cocaína disuelta al siete por ciento, y Watson lo presenta al lector como un personaje siniestro, que odia la vida cotidiana si esta no le ofrece un enigma singular en el que sumergirse. De modo que ¿por qué no investigó a Jack el Destripador, sin duda el criminal más sanguinario de la era victoriana? Un hombre como Holmes, que ya por entonces había publicado monografías sobre los diferentes tipos de ceniza de los cigarros, así como sobre las influencias que los diversos trabajos tenían en la forma de las manos de las personas, e incluso una obra sobre las huellas de las pisadas; un hombre como él, pensó Sergio, debía haber sido más hábil que la policía metropolitana.

Además, durante aquel mes de septiembre, Holmes había presentado a Watson a su extraordinario hermano Mycroft, de modo que el detective hubiera contado con la sagacidad de su hermano mayor para resolver aquel crimen. Pero en lugar de ir hasta Whitechapel, se dejó seducir por las brumas de los pantanos de Dartmoor, al oeste de Inglaterra, y aceptó el mítico caso de El sabueso de los Baskerville. Sin embargo, Sergio había tratado de defender a su héroe en alguna ocasión recordando que en un primer momento Sherlock no acepta acompañar a sir Henry Baskerville hasta su casa de Devonshire. La excusa que el detective esgrimió, según había anotado Sergio, era la siguiente: «Me es imposible estar ausente de Londres por tiempo indefinido, debido al número de consultas que recibo y las constantes llamadas que me llegan de los distintos distritos».

Tal vez Holmes sí estaba colaborando con Scotland Yard en esas fechas para tratar de arrestar a Jack, solía argumentar Sergio ante los demás contertulios del círculo. Pero incluso a él sus palabras le resultaban poco convincentes, puesto que inmediatamente después de esas líneas, Holmes mencionaba un único caso en el que, teóricamente, estaba trabajando: el de un hombre notable de Londres que estaba siendo chantajeado. Y eso mismo era lo que argumentaban los más críticos con Holmes dentro del círculo, como Morante, Bullón o Bada. Para ellos, Sherlock, simplemente, se inhibió porque no podía hacer otra cosa, dado que jamás existió.

En el fragor de la batalla, Víctor Trejo, que se alineaba junto a Sergio, aún tenía arrestos para decir que era lógico que Holmes no confesara públicamente que estaba trabajando en el caso de Jack. Era un secreto, sostenía. Pero Bada, Bullón y Morante recordaban que Holmes sí que estuvo en los pantanos mientras Watson pensaba que se hallaba en Londres, de modo que no pudo investigar nada en Whitechapel.

Watson y Holmes estuvieron en Dartmoor hasta el sábado 30 de octubre de 1888. Desde esa fecha hasta «El misterio de Copper Beeches», cuyos hechos tienen lugar en abril de 1889, hay un nuevo e irritante vacío que Sergio no podía llenar como quisiera. El 9 de noviembre de 1888, Jack había llevado a cabo su último y más terrible crimen: el brutal asesinato de Mary Jane Kelly. ¿Dónde estuvo Holmes en esa época?

Los casos que resolvió entre una y otra fecha —desde el 30 de octubre de 1888 en que regresan de Dartmoor hasta abril de 1889 —no debían de ser demasiado notables cuando Watson no los relató y se limitó a citarlos de pasada: «La atroz conducta del Coronel Upwood», a propósito del escándalo de naipes que tuvo lugar en el Club Incomparable, y «La desdichada madame Montpensier», historia en la que el detective defendió a esa dama de la acusación de asesinato que pendía sobre ella por la muerte de su hijastra. También a finales de aquel año investigó «La tragedia de Abbas Parva». Sin duda, ninguno de esos asuntos llegaba a hacer sombra al enigma de Jack el Destripador.

¿Qué sucedería ahora si alguien pretendiera revivir aquellos momentos retando a Holmes en la persona de Sergio para detenerlo? Era una idea delirante, pensó el escritor. Pero tal vez podía tener mucho sentido para alguien como el asesino que rondaba por la ciudad. En todo caso, como el inspector Bedia había dicho, el criminal era alguien que conocía muy bien a Sergio y que se manejaba con soltura en las aventuras de Sherlock Holmes.

Al salir del hotel se sintió en un mundo irreal. Llevaba veinticuatro horas respirando el ambiente Victoriano de la Inglaterra de Holmes, y su ciudad, que tan pocas simpatías despertaba en él, le pareció aún más decadente y desagradable. Todo el encanto de los coches de punto, la almidonada educación con la que un caballero se dirigía a una dama o el falso recato de ella mirando de soslayo al hombre que hacía latir su corazón se desvanecieron de pronto. Al respirar profundamente, Sergio percibió el extraño aroma que impregnaba la ciudad exhalado por las fábricas. Tan solo el cielo, plomizo y amenazando lluvia, le devolvió transitoriamente a su adorado Londres.

Tenía que comprar un paraguas, se dijo. Y un abrigo. Y algunas camisas y un par de trajes. Desde luego, también dos pares de zapatos. Había traído muy poca ropa para una estancia que amenazaba con alargarse mucho más de lo que hubiera deseado. No obstante, dudaba si en la ciudad encontraría el tipo de vestuario que él acostumbraba a lucir.

Caminó por el casco antiguo, la zona más comercial, mirando algunos escaparates mientras daba vueltas a la idea que William Stuart Baring-Gould había manejado y según la cual Holmes sí detuvo a Jack el Destripador. Según el célebre autor de Sherlock Holmes de Baker Street, Holmes ideó un plan para capturar a Jack, y tuvo éxito.

Después del crimen de Mary Jane Kelly, el detective se disfrazó de prostituta y recorrió las calles de Whitechapel. Desde luego que no era una prostituta muy atractiva: demasiado alta, demasiado flaca, con una nariz demasiado grande…, y padecía una leve cojera que la obligaba a caminar con un bastón. Pero al salir de una taberna no tardó en advertir que era seguido por un hombre fuerte envuelto en una capa negra y tocado con un sombrero de ala ancha. Una bufanda cubría la parte inferior de su cara, de manera que no había modo de saber quién era. Poco después, el hombre embozado habló con la prostituta y fueron juntos hasta un patio frío y sucio. Allí, el desconocido sacó un chuchillo de carnicero provisto de una hoja de veinte centímetros e intentó asesinar a la mujer. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando comprobó que la mujer era en realidad Holmes, y que el bastón en el que se apoyaba se había convertido en un afilado estoque. Holmes y Jack lucharon cuerpo a cuerpo, pero en un momento del lance el asesino sorprendió al detective y este cayó al suelo golpeándose la cabeza contra una piedra. Sherlock estaba a merced del asesino, pero fue en ese momento cuando Watson surgió de entre las sombras y logró evitar la muerte de su amigo.

Scotland Yard nunca dio a conocer el incidente, según la hipótesis de Baring-Gould, debido a que quien se escondía bajo la identidad de Jack era el inspector Athelney Jones.

Sergio miró un nuevo escaparate. Su mente aún seguía atrapada en las primeras horas de la mañana del domingo 11 de noviembre de 1888, cuando supuestamente Holmes atrapó a Jack, pero su cuerpo sintió que alguien tocaba su brazo.

—¡Hola! ¿Cómo estás? —dijo una voz de mujer.

Sergio se giró y se encontró con un primer plano del rostro bellísimo de Cristina Pardo. La chica estaba visiblemente ruborizada, pero aun así sus pecas destacaban en la piel limpia, y los ojos azules resultaban irresistibles.

—¡Hola! —Sergio trató de recordar el nombre de la muchacha, pero no lo logró.

—Cristina —dijo, al ver que él no recordaba su nombre—. Nos conocimos en…

—En la Oficina de Integración de los Inmigrantes. —Sergio se apresuró a completar la frase. Quería demostrar que, aunque no recordaba su nombre, sabía perfectamente dónde la había visto.

Cristina, que se había sentido levemente decepcionada al ver que él no recordaba cómo se llamaba, se sintió complacida cuando Sergio demostró que no había olvidado dónde se conocieron.

—¿Qué haces por aquí?

—Buscar algo de ropa.

—¿Del estilo de esa que llevas, tan elegante? —Cristina sonrió.

—Me gusta, es mi estilo. —Sergio se sintió un estúpido al decir aquello—. ¿Sabes dónde puedo comprar un par de trajes, unas camisas y un abrigo? También me vendrían bien dos pares de zapatos.

—¡Vaya, cuánto dinero piensas gastar!

Él se encogió de hombros.

—Tengo que estar en una hora en la oficina —dijo Cristina—. Tengo una reunión, pero hasta entonces te puedo acompañar, si tú quieres.

Claro que quería. Sergio se sintió a gusto en su ciudad por primera vez desde su llegada. Ni siquiera el cielo gris, opresivo y siniestro, le importó. Comenzaron a caer unas gotas de lluvia.

—Y un paraguas —dijo Sergio—. Creo que también me vendría bien un paraguas.

Dedicaron la siguiente hora a revisar un par de tiendas exclusivas que había en la ciudad. No eran las boutiques que Sergio solía frecuentar, y los trajes no estaban a la altura de los que compraba habitualmente, pero podrían servir para salir del paso mientras tuviera que estar allí. En cambio, encontró un abrigo negro magnífico. Con solo ponérselo, sintió que era suyo.

—¡Vaya! ¡Pareces salido de una novela de vampiros! —se burló Cristina—. ¿No será demasiada ropa negra? —Sin embargo, ella lo miró con una no disimulada admiración. Le gustaba aquel hombre, aunque debía de ser quince años mayor que ella, según había calculado.

¡Una novela de vampiros! Sergio sonrió. No estaba mal, se dijo mirándose al espejo.

Completó su compra con algunas camisas —blancas, naturalmente—, dos pares de zapatos muy caros, y ropa interior, que eligió con cierto pudor.

También compraron un paraguas.

Sergio dejó una propina generosa para que todas aquellas prendas le fueran enviadas a la habitación de su hotel. Solo se llevaron el paraguas, bajo el cual se cobijaron los dos y emprendieron el camino hacia la oficina de Cristina.

—¿Tienes que trabajar por la tarde? —preguntó Sergio.

—A veces sí —explicó Cristina—, pero la reunión no es exactamente de trabajo, auque también. He quedado con uno de los curas del barrio.

—Será mejor que no te moleste.

—No, no, te puedes quedar. —Cristina sintió que había sido demasiado impulsiva en su respuesta. Parecía desesperada ante la posibilidad de que él se marchara. Intentó arreglarlo—. Quiero decir que, si quieres, te puedes quedar.

En la puerta de la oficina aguardaba un hombre joven, vestido de un modo informal, con vaqueros azules, un suéter verde y una camisa de cuadros. Llevaba encima un chaquetón oscuro. El pelo era rubio y lucía una sonrisa un poco infantil.

—Sergio —dijo Cristina—, te presento a Baldomero, uno de los párrocos del barrio.

Sergio miró al cura y el sacerdote hizo lo propio. Se estrecharon la mano. Sergio advirtió que Cristina estaba un poco incómoda, y llegó a pensar que tal vez hubiera algo entre ella y el cura, pero desestimó esa idea.

Entraron en la oficina y Cristina explicó a Sergio en qué consistía el proyecto de la Casa del Pan y los problemas que estaban teniendo para mantenerlo a flote.

—Las subvenciones escasean —dijo Baldomero—, pero el número de personas que acuden al comedor es cada vez mayor. En el barrio hay mucha gente que mira con recelo el proyecto y, aunque en la asociación de vecinos la mayoría apoya la iniciativa por solidaridad, algunos de sus miembros comienzan a hacer ruido.

—Y luego están las elecciones —añadió Cristina.

—¿Qué pasa con las elecciones? —preguntó Sergio.

—Falta poco más de un mes para las elecciones municipales, y tiene muchas posibilidades de ganar un candidato que está usando el tema de los inmigrantes como arma electoral, y ha conseguido meter baza en la asociación de vecinos gracias a uno de sus hombres de confianza, que vive en el barrio y todo el mundo le conoce porque fue un popular jugador de fútbol en la ciudad.

—Se llama Toño Velarde. Es un bruto —completó la descripción Cristina—, un ignorante que anda por ahí metiendo miedo a los inmigrantes y haciéndole la campaña a Morante.

—¿Morante? ¿Jaime Morante? —preguntó Sergio sorprendido.

—¿Le conoces?

Sergio movió la cabeza afirmativamente. Sabía que se iba a presentar a las elecciones, pero desconocía el lado xenófobo del matemático, aunque tampoco le extrañó demasiado.

Sergio se sintió obligado a explicar, al menos de un modo resumido, cómo había conocido a Jaime Morante en la universidad. Luego habló de su hermano Marcos, a quien Baldomero resultó conocer, y de Guazo. Al doctor lo conocían tanto Cristina como el cura, puesto que era uno de los tres médicos que pasaban consulta gratuita a los inmigrantes en la Casa del Pan.

—No lo sabía —reconoció Sergio. Le pareció un bonito detalle, muy propio del generoso Guazo.

Después, la conversación se desvió hacia el crimen del que todo el barrio seguía hablando. Cristina quiso saber por qué había ido en compañía de los inspectores de policía a la oficina días antes, y él trató de resumir el motivo de su estancia en la ciudad. Le pareció que podía confiar en aquella chica y en el sacerdote, y les habló de la nota anónima y del resto. No obstante, prefirió silenciar la noticia de la segunda carta que había recibido para no alarmar a nadie innecesariamente. Aún no sabía si tendría que ver con un nuevo crimen o no.

—Me gustaría pediros discreción —dijo—. Y también que me informéis si averiguáis algo que me pueda ayudar.

—Por cierto —intervino Cristina—, esta mañana pasó por la oficina el inspector Tomás Herrera para recoger la lista de personas que van al comedor social y aquellas que se encuentran en una situación económica extrema. Como Daniela iba a comer allí de vez en cuando, creen que tal vez puedan sacar algo en claro mirando los nombres de los demás.

—¿Te preguntó algo más? —quiso saber Sergio.

—A mí, no —repuso Cristina—. Yo no estaba en la oficina en ese momento. La lista se la dio mi compañera, María.

Cristina sonrió involuntariamente recordando lo que su amiga le había contado. El policía, le dijo, había estado encantadoramente educado. Su pelo corto cano, aquel aspecto cuidado y atlético, su rostro varonil y todo lo demás habían dejado sin palabras a la enamoradiza María. Y el inspector le había insinuado si le acompañaría a cenar un día de estos. Ella, por supuesto, dijo que sí. Él había prometido telefonearla.

Media hora más tarde, Baldomero se disculpó.

—Debo irme, tengo misa en veinte minutos.

Cristina dio un beso en la mejilla al párroco, y Sergio volvió a sentir que había algo especial entre los dos.

Cuando se quedaron solos, se instaló entre ellos un extraño silencio.

—¿De modo que eres escritor? —preguntó Cristina.

—¿Te apetece cenar conmigo esta noche? —La voz de Sergio sonó mucho más segura de lo que él mismo estaba.

Ella dijo que sí.