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9 de septiembre de 2009

El día amaneció triste. Mirando al cielo, la gente hacía conjeturas y pronósticos sobre lo que sucedería. ¿Regresaría la lluvia? ¿El sol sorprendería a todos con alguna sonrisa?

Sin embargo, aquellas personas que se cruzaban en la calle e intercambiaban saludos y comentarios meteorológicos eran quienes no formaban parte de un extravagante y siniestro juego cuyas reglas solo conocía quien lo había concebido. Para muchos de los que, sin saber cómo les había sucedido tal cosa, estaban involucrados en tan singular partida, aquella mañana los sorprendió inmersos en un mar de dudas.

Sergio Olmos despertó sobresaltado. Apenas había dormido tres horas después de que se despidiera del inspector Bedia. Durante buena parte de la noche el contenido de la enigmática nota que había recibido fue el protagonista de sus pensamientos. Le había dado mil vueltas a aquella pregunta: «¿Quién la tendrá?». Pero, más allá de recordar que era uno de los interrogantes que aparecían en «El ritual Musgrave», no conseguía entender qué se le quería preguntar. Por otra parte, tal vez no existiera ninguna relación entre el mensaje y esa aventura de Holmes. Y, sobre todo, ¿qué parentesco podía tener aquella carta con el crimen que lo había llevado de nuevo a su ciudad después de tantos años? ¿Por qué no se había producido un nuevo asesinato en la fecha que él había calculado?

Sergio miró el reloj. Las nueve de la mañana. Su hermano ya estaría trabajando en el ayuntamiento. Dudó si llamarle al teléfono móvil que Marcos le había dado. Al final, decidió contarle lo ocurrido.

Marcos Olmos estaba ante su ordenador pasando a limpio las notas que había tomado durante la última comisión informativa en la que estaba asignado como secretario. Pura rutina. De pronto, sonó su móvil. Era Sergio. Había guardado en la memoria del teléfono el número de su hermano. Sergio le puso al corriente de lo que había sucedido la noche anterior: el sobre que le habían dejado en el hotel, el mensaje que contenía, los nuevos pétalos de violeta y el círculo rojo como firma.

Marcos guardó silencio durante unos segundos. Respiró con calma y trató de hacerse una composición de lugar. Coincidía con su hermano en que era probable que la pregunta del mensaje guardara relación con «El ritual Musgrave», pero tampoco podía estar seguro del todo. Solo era una frase, nada más. Aunque dado que la primera nota los había conducido al relato holmesiano titulado «El Gloria Scott», parecía posible que el autor del nuevo mensaje llamara la atención sobre alguna aventura de Sherlock Holmes. Y eso fue lo que le respondió a su hermano. Además, el círculo rojo parecía despejar cualquier duda al respecto. El círculo le pareció, como a Sergio, una pista evidente que conducía a las historias protagonizadas por el detective.

Quedaron en verse por la tarde, en casa de Marcos.

—Por cierto, ¿cuándo vas a dejar ese hotel y te vienes a casa?

—No sé, déjame que lo piense. Creo que me sentiría raro allí. Y tampoco quiero molestarte.

—¿Cómo me vas a molestar tú?

—Bueno, ya veremos.

Se despidieron emplazándose para la tarde.

—Nos vemos a las cuatro en casa —dijo Marcos.

Tomás Bullón estaba de un humor insoportable. El día 9 de septiembre había amanecido como si tal cosa; un puñetero día más. La teoría del copycat que con tanto esmero había pergeñado en sus artículos se apagaba como la llama de una vela. Sin embargo, no era la cera la que se consumía, sino su credibilidad.

En sus provocadores reportajes —que, por cierto, le habían dejado unos suculentos beneficios a los que no estaba dispuesto a renunciar así como así— no se había limitado a informar, sino a especular. Después de haberse anotado el impactante tanto que supuso dejar con el culo al aire a la policía local desvelando detalles del crimen que ellos habían preferido silenciar —sin pensar ni por un instante que tal vez perjudicase seriamente la investigación sacando a la luz la descripción de las heridas que Daniela presentaba en el abdomen—, revistió los hechos con la lúgubre luz del pasado Victoriano. Había presentado a un imitador de Jack el Destripador donde todo el mundo había visto simplemente a un asesino. Había anunciado una cadena de crímenes que nadie más había vaticinado, y había soliviantado a buena parte del barrio. Unos se sentían ofendidos porque aquel tipo que nadie conocía, un forastero recién llegado, se atreviera a comparar sus calles con las de un maloliente barrio londinense del siglo XIX; y otros se habían puesto de uñas porque creían que la policía los trataba con la misma indiferencia que había mostrado en Londres para con las gentes humildes.

Había amanecido un día más y Tomás Bullón se encontraba sin el cadáver que había previsto. Si el asesino había matado a Daniela el 31 de agosto imitando a Jack, e incluso se había esforzado en presentar un escenario similar al que la policía metropolitana de Londres se encontró en Buck's Row, lo lógico era que el 8 de septiembre se hubiera descubierto un nuevo cadáver. Pero no había sido así.

También Tomás, como Sergio, se había hecho la misma pregunta: ¿se habían equivocado al creer que había un loco capaz de imitar a Jack el Destripador?

Bullón temía que todo su plan de trabajo se viniera abajo simplemente por el acierto de la policía. Sí, era cierto que aún no habían dado con el asesino, pero no lo era menos que se había incrementado la presencia policial en el barrio. Los coches de la policía patrullaban con más frecuencia por las calles, y tal vez al criminal simplemente le estaba siendo imposible llevar a cabo su plan. Era comprensible, se dijo Bullón. En el Whitechapel Victoriano un tipo cuya indumentaria estuviera salpicada de sangre podía pasar desapercibido, puesto que había mataderos y talleres de curtidos de donde salían los operarios llenos de sangre. La policía no tenía entonces medios para diferenciar la sangre de un animal de la de una persona, y apresar a un criminal como aquel era cuestión de tener una suerte increíble. Pero, se lamentó el periodista, quien quisiera hacer algo parecido en estos días lo tendría realmente complicado. Seguramente no duraría en la calle ni un día. Nadie podía pretender matar a una mujer de un modo tan salvaje en plena calle y aspirar a irse de rositas. El tipo tenía que ser muy cauto. Tal vez aguardaba su oportunidad.

Aquella idea tranquilizó a Bullón. Sí, se dijo, quizá no todo estaba aún perdido.

Unos golpes en la puerta de su despacho despertaron a Diego Bedia. Abrió los ojos con dificultad. La claridad de la mañana le hirió profundamente. Tenía la boca seca, la ropa arrugada y un terrible dolor de cuello. Tardó unos cuantos segundos en situarse: estaba en su despacho.

Diego había pasado la noche con Jack el Destripador, aunque en su sueño había mantenido una larga charla con Frederick George Abberline, el inspector de Scotland Yard que intentó, sin éxito, atrapar al escurridizo asesino del East End de Londres.

Los informes que le habían dejado los hermanos Olmos lo presentaban como un policía muy profesional, riguroso, que había ingresado en la policía metropolitana en 1863 y que había obtenido ochenta y cuatro menciones de honor, además de gozar de un merecido reconocimiento por parte de las autoridades. Tenía cuarenta y cinco años en la época en que sucedieron los hechos de Whitechapel.

Abberline solía arreglar relojes, lo que decía mucho de su paciencia y meticulosidad. Sin embargo, nada de eso le sirvió en aquel endiablado caso. ¿Le sucedería lo mismo a Diego?

Diego y Abberline tenían algo en común: no les gustaba ser el centro de atención de nada. De Abberline, por lo que el inspector Bedia había podido saber, no se conservaban fotografías. No parecía que le gustara figurar. De todas formas, sí habían sobrevivido dibujos en algunas revistas de la época en los que se podía contemplar a un hombre fuerte, de pobladas patillas, al que la juventud abandonaba y dejaba tras de sí una evidente caída de cabello.

Durante su sueño, Diego había interrogado a Abberline por su diario. El policía inglés había recopilado en un centenar de páginas recortes de prensa con los datos de aquellos casos que había investigado. Incluso había hecho anotaciones en los márgenes. Se trataba de un cuaderno de tapas negras, según decían todos los investigadores, que dejó a todos sorprendidos cuando Abberline murió en 1929. Nadie se ha explicado jamás adónde fueron a parar las páginas en las que el inspector debería haber dado su versión sobre los hechos de Whitechapel de aquel otoño de 1888. Contra todo pronóstico, los casos recopilados por el inspector daban un salto en el tiempo desde octubre de 1887 hasta marzo de 1891. ¿Por qué no había dejado escrito nada sobre Jack, siendo el caso más famoso de todos los que investigó? ¿Tal vez su orgullo herido por no poder arrestar al criminal le había hecho actuar de esa forma?

En las páginas de su diario Abberline explicaba que algunos de los casos que no mencionaba habían sido obviados porque sabía que a las autoridades no les gustaba que los policías retirados divulgaran aspectos de las investigaciones que habían realizado. Pero eso no disuadió a otros contemporáneos suyos para airear todo lo que creían saber sobre aquellos crímenes, como hicieron Melville Macnagthen o Henry Smith.

En el sueño, Diego dudaba de la explicación de Abberline y le exigía una respuesta que, tal vez, pudiera servirle como luz en medio de la oscuridad que reinaba en su propia investigación. Pero cuando Abberline parecía dispuesto a confesar los motivos de su silencio, alguien llamó a la puerta del despacho de Diego sacándolo de su sueño.

—¡Joder! ¡Estás hecho una mierda! —exclamó la inspectora Beatriz Larrauri—. ¿No me digas que has dormido aquí?

Diego quiso decir que sí, pero solo acertó a emitir un extraño ruido. Luego carraspeó y trató de comprobar si era capaz de hablar. Al escuchar su voz, descubrió que le era posible.

—Me quedé dormido leyendo. —Se frotó los ojos y se metió la camisa arrugada por dentro del pantalón. Después miró el reloj—. ¡Las ocho y media! ¡Joder!

—Oye, ya sé que cuando tienes un caso te obsesionas, pero todo tiene un límite.

Diego inspiró profundamente. No tenía ganas de discutir con su exmujer. Su matrimonio había estado repleto de momentos como aquel.

—¿Qué querías? —preguntó Diego, cambiando de tema.

—Este fin de semana te toca estar con la niña.

¡Ainoa!

Diego lo había olvidado. Se había olvidado hasta de su hija, se reprochó. Aquel puñetero asunto lo estaba volviendo loco.

—Supongo que ese mamón de Estrada estará disfrutando con todo esto, ¿no? —gruñó—. Imagino que él ya tendrá su teoría al respecto e irá fanfarroneando diciendo por ahí que él ya hubiera cogido al asesino.

—Diego, no empecemos —respondió la Bea.

Él levantó las manos y mostró las palmas pidiendo calma a su exmujer. Odiaba a Estrada, el cabrón que se había tirado a su mujer en su propia cama. Odiaba su fanfarronería y sus aires de superioridad solo por el hecho de que lo habían destinado a la Brigada de Homicidios de la capital de la provincia.

—Vale, vale. No he dicho nada —se disculpó.

—Perdón —dijo José Meruelo desde el umbral de la puerta—. Están aquí Clara Estévez y Enrique Sigler.

El inspector jefe Tomás Herrera franqueó el paso a Clara Estévez y a Enrique Sigler. Tras ellos, entró en la sala Diego Bedia.

—Lo primero que nos gustaría saber es si necesitamos que esté un abogado presente —dijo Sigler—. Tal vez hemos sido unos ingenuos viniendo de este modo, sin nada preparado. Pero no tenemos nada que ocultar.

—No, no se trata de un interrogatorio formal —dijo Herrera—. Les agradecemos su colaboración. De momento —recalcó—, solo queremos aclarar algunas cosas.

—Muy bien —dijo Sigler.

—Para empezar —Tomás Herrera miró directamente a los ojos a Sigler—, solo queremos hablar con la señora Estévez, no con usted —las palabras sonaron aún más gélidas de lo que el inspector jefe había calculado—, de modo que le rogaría que guardara silencio.

Sigler se removió en su asiento y estaba a punto de responder, pero Clara puso su mano sobre su brazo derecho y con la mirada le pidió que se contuviera.

Diego había observado con atención a la pareja. Recordaba todo lo que Sergio le había contado. Sigler, en efecto, seguía siendo un hombre atractivo, a pesar del paso del tiempo. El pelo negro se veía manchado de blanco en las sienes y en las patillas, pero eso no le restaba encanto alguno. Los ojos eran verdes, estaba recién afeitado, vestía un traje que Diego supuso que debía de ser bastante caro, y recordó lo que sabía sobre el heredero de aquel hombre que en el siglo XIX tuvo la genial idea de importar las selfactinas y modernizar la industria textil catalana.

Y luego estaba ella, Clara. «La mujer».

Nada más verla, Diego la reconoció. La había visto en la televisión, y quizá en algún periódico. Pero era mucho más hermosa al natural. Los ojos eran azules, chispeaban como si siempre rieran. Llevaba el cabello negro corto, lo que le daba un aspecto juvenil a pesar de haber pasado de los cuarenta. La boca era generosa, sonreía con facilidad y parecía extraordinariamente tranquila. De camino a la sala donde todos estaban sentados, Diego había ocupado el último lugar de la fila, de modo que tuvo una perspectiva inolvidable de la espalda de Clara. Y le gustó lo que vio. Realmente, le gustó mucho. Pero se obligó a pensar en Marja, cuyo trasero no tenía nada que envidiar al de Clara Estévez.

—Ustedes dirán. —Clara sonrió.

Tomás Herrera dejó que Diego hiciera un rápido repaso a la situación, silenciando aquellos detalles que estaban bajo el secreto de sumario.

Clara y Sigler escucharon al inspector relatar la increíble historia en la que todos estaban metidos. Sigler se removió incómodo cuando escuchó el nombre de Sergio Olmos, pero guardó silencio. Los ojos sonrientes de Clara parecieron ensombrecerse al llegar a aquella parte del relato en la que aparecía Daniela Obando degollada. Y, después, Diego puso delante de los dos la primera de las notas que Sergio había recibido. De la existencia de la segunda solo estaban al corriente Tomás Herrera y él mismo. Aún no había podido decírselo a Meruelo y a Murillo.

Clara leyó una vez la nota.

—«El Gloria Scott» —dijo.

Enrique Sigler la miró de un modo extraño. Estaba claro que él no había entendido el mensaje o, si lo había comprendido, era un actor magnífico.

—Un mensaje cifrado usando el mismo tipo de clave que aparece en esa aventura de Holmes —añadió la escritora.

Diego recordó que Sergio le había dicho que Clara sabía más de Sherlock que todos los miembros del círculo juntos, exceptuando a Marcos. Clara era muy inteligente, había insistido Sergio.

—¿Cómo es posible que lo haya interpretado tan rápido? —preguntó Tomás Herrera.

—Si no hubiera aparecido el nombre de Holmes en el texto, seguramente ni yo ni nadie hubiera podido descifrar el mensaje tan pronto —reconoció Clara—. Pero la pista de Holmes es tan clara que, para quienes conocemos bien esas aventuras, resulta sencillo de interpretar.

Clara miró a Sigler buscando apoyo.

—Por supuesto —dijo Enrique Sigler, como si él hubiera sido capaz de llegar por sí mismo a aquella conclusión—. Supongo que Sergio les habrá hablado del Círculo Sherlock, ¿no es así?

Diego dijo que sí, que les había hablado de aquella época universitaria, de las relaciones entre Clara y Sigler, del posterior noviazgo de Clara con Víctor Trejo, y de todo lo demás. Diego también sabía, aunque eso no lo dijo, que Sigler era posiblemente quien menos sabía sobre Holmes. Sergio le había explicado que el atractivo de aquellas historias para Sigler residía en la atmósfera victoriana que se respiraba en ellas. De igual modo, le apasionaban las obras de Charles Dickens, de Oscar Wilde o el Drácula de Bram Stoker.

—El caso es que la carta ha sido escrita en el ordenador de Sergio Olmos —explicó el inspector jefe Herrera—. Se ha usado un papel que él mismo había desestimado.

Clara dio la vuelta al papel instintivamente y trató de leer lo que Sergio había escrito. ¿Qué demonios hacía él en Sussex? Pero Herrera le arrebató el papel antes de que ella pudiera leer su contenido.

—El señor Olmos —prosiguió Herrera— asegura que siempre cierra el ordenador y lo apaga por completo cuando no está trabajando en él.

—Eso es cierto —corroboró Clara—. Es un poco paranoico con eso de la seguridad.

—Según él, no le faltan motivos para serlo —dijo Diego. De pronto se dio cuenta de su imprudencia. ¿Por qué había tenido que decir eso? ¿Y si no era cierto que Clara hubiera robado una novela a Sergio, tal y como este aseguraba?

Clara lo miró y sus ojos volvieron a sonreír. Luego también su boca se abrió y se escuchó una risa fresca en la sala.

—Bien, y ¿qué quieren saber? —La escritora se volvió hacia Tomás Herrera, obviando el comentario de Diego.

—Por lo que sabemos, es usted la única que conoce la clave de acceso al ordenador de Sergio.

—Pero, bueno, ¿qué insinúa usted? —intervino Sigler—. Clara no tiene nada que ver en todo esto. Llamaremos a nuestros abogados.

—Cálmese, hombre —replicó Herrera sin mirar a Sigler. Toda su atención estaba centrada en Clara—. Lo único que queremos saber es si usted puede probar que no tiene nada que ver con la redacción de esa carta.

—¿Cuándo dice Sergio que se la entregaron?

Diego consultó sus notas.

—El 27 de agosto —dijo.

—Pues puede usted descartarme como sospechosa —bromeó Clara—. Durante los últimos quince días de agosto, Enrique y yo estuvimos de viaje en Italia. Lo podemos demostrar sin ningún problema. Tenemos las facturas del viaje, del hotel, y aparte tenemos testigos.

—Fuimos con un matrimonio amigo nuestro —añadió Sigler.

—¿Me pueden decir los nombres de esos amigos? —preguntó Diego.

Sigler le dijo los nombres y Diego los anotó. Sigler, además, le facilitó los teléfonos de la pareja que les había acompañado por Italia y prometió que les enviarían de inmediato desde Barcelona las facturas del viaje y de los hoteles. Diego Bedia asintió sin decir nada.

—¿Cuándo conoció usted a Sergio? —preguntó Herrera.

—¿A qué viene esa pregunta? —Sigler saltó como un resorte. Diego recordó que Sergio le dijo que cuando Clara rompió con Sigler e inició una relación con Víctor Trejo, Sigler huía de ella como los vampiros de la luz del sol. Parecía ser un tipo muy celoso, concluyó.

—Seguro que ya se lo habrá contado él, ¿no? —El tono de Clara siempre era igual de sosegado. Su voz tenía un matiz grave que la hacía muy sugerente—. Fue durante los años de universidad, en Madrid.

Clara revivió para los policías algunos detalles que ellos ya conocían por lo que Guazo, Marcos y Sergio Olmos les habían contado. De tanto escuchar la historia, ya creían que aquel maldito Círculo Sherlock formaba parte de sus vidas desde siempre.

—También con usted discutía Sergio a propósito de las aventuras de Holmes.

Clara rio. Aquella mujer era tremendamente atractiva, pensaron los dos policías. Ambos se intercambiaron una mirada que lo decía más claramente que las palabras.

—Claro que sí —dijo Clara—. Bueno, al menos lo intentó.

—¿Qué quiere decir? —quiso saber Diego, que se sentía fascinado escuchando aquella voz sutilmente grave.

Clara les explicó que la primera y última vez que Sergio trató de medir hasta dónde llegaban los conocimientos de Clara sobre las aventuras holmesianas fue cuando hablaron de Violet Hunter.

—¿Y quién diablos es esa mujer? —exclamó Herrera. Empezaba a estar harto de aquella gente, que creía que todo el mundo conocía las dichosas historias del detective.

Clara explicó que en el mes de abril de 1889 Holmes recibió en Baker Street una carta singular firmada por una mujer llamada Violet Hunter. La carta parecía ser una verdadera broma. La mujer consultaba a Holmes si debía aceptar o no un empleo como institutriz. Sherlock creyó, sinceramente, que había tocado fondo. Ya no había verdaderos criminales en Londres, y ahora su oficina se convertía en una agencia que daba consejos a señoritas desorientadas.

Sin embargo, la historia pronto fue adquiriendo un giro cada vez más inquietante. Y, lo que era mejor, Holmes se sintió profundamente impresionado por Violet en cuanto la vio. Tanto fue el interés del detective por la muchacha que Watson creyó que quizá una chispa de amor prendiera con aquella relación. Pero luego se demostró que no fue así.

El empleo que le proponían a la señorita Hunter suponía cumplir algunas exigencias realmente absurdas. Míster Jephro Rucastle poseía una casa de campo en Cooper Beeches, cerca de Winchester, y solicitaba una institutriz para su hijo, pero Violet debía cortarse el pelo tal y como Rucastle exigía, y lucir un vestido de un tono azul eléctrico que, aseguraba, a su esposa le encantaba. El sueldo era más que generoso, pero a Violet aquellas exigencias le parecieron extrañas y fuera de lugar.

—¿Y qué fue lo que ocurrió? —Tomás Herrera parecía haber sido seducido por la historia.

—Eso es lo de menos —intervino Diego—. Dígame por qué discutió con Sergio por primera y última vez a propósito de esa historia.

—Sergio quiso ponerme a prueba y resultó que quien le puso a prueba a él fui yo —confesó Clara.

—¿Ah, sí?

Al parecer, Sergio confió en su magnífica memoria y jugó todas sus cartas tratando de vencer a Clara. ¿Cómo se llamaba la hija de Rucastle que, según él, estaba en Filadelfia? Clara respondió: Alice. ¿En qué hotel se citó Violet con Sherlock? Clara respondió: Hotel Black Swan, en Winchester. ¿Cómo se llamaba el mayordomo de Rucastle? Clara respondió: Toller.

Pero, de pronto, Clara pasó al ataque. ¿Cómo se llamaba el mastín de Rucastle? Sergio respondió: Cario. ¿Cómo se llamaba la agencia de institutrices adonde Violet fue a pedir empleo? Sergio respondió: Westway's. Pero Westway había sido el fundador de la empresa, y no quien la dirigía en aquel momento. ¿Cómo se llamaba la señorita que la regentaba cuando Violet acudió allí? Y Sergio no respondió. Clara repitió la pregunta. Pero Sergio seguía en silencio. Sergio no sabía que la señora Stoper dirigía aquella agencia para institutrices enclavada en el West End.

Consciente de que se enfrentaba a un adversario temible, Sergio Olmos jamás volvió a poner a prueba a Clara Estévez.

Al escuchar el relato, Diego murmuró:

—«La mujer».

—¿Cómo dice? —preguntó Sigler.

Clara miró al detective y sus ojos rieron. Diego se preguntó si habría escuchado lo que había mascullado.

—Bien, creo que podemos irnos. —Sigler se levantó de su asiento.

—Tal vez nos pongamos en contacto con ustedes en otro momento —deslizó Herrera.

—Pensamos quedarnos unos días aquí —anunció Sigler—. Aprovecharemos para ver a algunos viejos amigos. De todos modos, si nos necesitan tienen nuestros teléfonos.

Diego los vio salir de la sala, pero sus ojos se enredaron por debajo de la espalda de Clara Estévez.

Marcos Olmos y José Guazo llevaban más de media hora tratando de encontrar una solución que les permitiera salir airosos, en la medida en que tal cosa fuera posible, del inminente conflicto que se avecinaba. Sergio estaba a punto de llegar. Faltaban cinco minutos para las cuatro de la tarde, la hora en que los dos hermanos se habían citado para hablar sobre la nueva y enigmática nota que Sergio había recibido en su hotel.

—Debíamos habérselo dicho desde el principio —se lamentó Guazo.

Marcos guardó silencio, pero movió la cabeza afirmativamente. Estaba realmente preocupado. No sabía cómo reaccionaría su hermano ante lo que debían contarle. Guazo, pensó, tenía razón: debían habérselo contado cuando llegó.

—También es mala suerte que ella vaya a aparecer precisamente ahora —comentó Guazo.

—Era de suponer que la policía la llamara —repuso Marcos—. El caso es que Clara está aquí, y además se hospeda en el mismo hotel que Sergio. Espero que no se hayan visto antes de que se lo digamos nosotros.

—¿Y qué hacemos con la cena? Ya sabes que yo tengo cosas que hacer, y cada día me encuentro peor, Marcos. Tú lo sabes tan bien como yo.

—Yo no estoy mucho mejor que tú, José, pero creo que sería de muy mal gusto no ir a la cena con los demás. Espero que Sergio lo entienda.

El timbre del portero automático hizo que los dos amigos enmudecieran.

—Supongo que es él —dijo Marcos.

Marcos Olmos contestó a la llamada. En efecto, era Sergio. Abrió la puerta y aguardó la llegada de su hermano. Tenía pensado insistir para que Sergio abandonara el hotel y se mudara a casa, pero quizá cuando le contasen lo que tenían que decirle él se sintiera demasiado ofendido como para vivir bajo el mismo techo que su hermano.

—Buenas tardes —saludó Sergio—. ¡Hombre, Guazo! —añadió al ver al fondo de la sala al médico. A Sergio le pareció que José Guazo había menguado un poquito más en las últimas horas. Lo miró de arriba abajo y volvió a percibir algo raro en él, algo que no se ajustaba a los recuerdos que tenía del médico, pero siguió sin saber qué era.

Marcos había preparado café y lo sirvió en el salón. Los tres se sentaron alrededor de la vieja mesa familiar. Sergio no tardó en darse cuenta de que algo raro sucedía allí.

—¿Pasa algo? —preguntó.

Marcos carraspeó.

—Verás —Marcos parecía buscar las palabras con sumo cuidado—, tenemos que decirte algo.

—¿Qué sucede? ¿Es por lo de la nota nueva? ¿Sabéis algo?

—No. —Marcos movió la cabeza—. No es por lo de la nota. Se trata de algo que te teníamos que haber contado cuando llegaste, pero no nos atrevimos a decírtelo porque tal vez te enfadarías con nosotros.

Sergio paseó su mirada sobre las únicas dos personas en las que creía poder confiar y sintió un extraño escalofrío. ¿Qué estaba ocurriendo?

—Es Clara. —La voz de Guazo pareció un graznido.

—¿Clara? ¿Qué pasa con Clara? —Sergio enderezó la espalda. Guazo y Marcos advirtieron su incomodidad.

—Está aquí, en la ciudad —explicó Guazo—. La policía la llamó para que explicase dónde había estado cuando te entregaron la primera nota en Londres.

Guazo guardó silencio y miró a Marcos, buscando ayuda.

—Sospechaban de ella —prosiguió el hermano mayor. Se pasó la mano por la cabeza rapada en un gesto que denotaba su nerviosismo—. Ya sabes, ella es la única que conoce la clave de acceso a tu ordenador.

—Ya sé que está aquí. Me lo dijo ayer el inspector Bedia.

Durante unos segundos, los tres sorbieron en silencio el café. Descubrieron que se había enfriado y dejaron las tazas sobre la mesa.

—¿Y eso qué tiene que ver con vosotros? —preguntó Sergio—. ¿Por qué decís que me teníais que haber contado algo cuando llegué, si entonces Clara no estaba aquí?

—Verás. —Marcos carraspeó de nuevo—. Clara nos invitó a ir a la entrega de su premio. Invitó a todos los del Círculo Sherlock.

Sergio miró a su hermano con gesto sombrío. De pronto, comprendió lo ocurrido. A pesar de que se había publicado que Clara había dejado a Sergio, e incluso que este había insinuado que ella le había robado la idea de aquella novela, su hermano y su amigo Guazo habían ido a la fiesta en la que Clara recibió el maldito premio de los cojones. Recordó la fotografía que tenía colocada en el tablero de corcho de su casita de Sussex y reconoció al fin la espalda del hombre que aparecía en la imagen charlando con Bullón: ¡era Guazo!

En aquella fotografía aparecían Clara, muy sonriente, y Enrique Sigler cogiéndola por la cintura. Al fondo se veía a Víctor Trejo mirando la escena con una extraña expresión, tal vez repleta de odio o de celos, y, en otra parte de la fotografía, Bullón, con un vaso de whisky en la mano, hablaba con una persona que estaba de espaldas. Sergio no reconoció a Guazo después de tantos años sin verlo, pero ahora sabía que era él. El único que no aparecía en la instantánea era Marcos.

—¡Joder! —se lamentó Sergio.

—Lo siento —murmuró Marcos—. Pensamos que hubiera sido un desaire no acudir. Después de todo, nosotros no teníamos ningún problema con Clara.

Sergio no respondió. Su hermano tenía razón. Clara y ellos no habían tenido nunca diferencias. Incluso Marcos y Clara habían sido excelentes amigos, y los dos eran conscientes de que nadie sabía más sobre Sherlock que ellos dos. En cuanto a Guazo, nunca tuvo problemas serios con nadie.

—Está bien. —Sergio rompió su silencio—. No pasa nada, lo entiendo.

—Esta noche nos ha invitado a cenar a todos —confesó Guazo—. Pensamos ir, si no te importa.

Sergio se mordió el labio inferior. De modo que iban a cenar todos juntos. En realidad, solo faltaba Víctor Trejo para que el círculo estuviera al completo. Bueno, Víctor y él mismo, que naturalmente no tenía la menor intención de unirse a ellos; además, no le habían invitado.

—Morante y Bullón también van a ir —explicó Marcos.

—Pues que lo paséis bien —replicó Sergio con desdén.

—¿Hablamos de esa nota nueva que has recibido? —preguntó Marcos para tratar de dar un giro a la incómoda situación.

Sergio se levantó de su sillón.

—No, creo que voy a dar un paseo. Y también necesito comprarme algo de ropa. No me traje más que unas camisas y tres trajes. Nos vemos mañana, o cuando sea.

—Sergio, por favor. —Marcos cogió a su hermano por el brazo.

Sergio se zafó de su hermano mayor y se dirigió con paso decidido hacia la puerta. En el salón se escuchó el portazo como un adiós agrio, escrito con mayúsculas y en negrita.