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Cuckmere Haven, Sussex (Inglaterra)

24 de agosto de 2009

El Círculo Sherlock!

Las palabras sonaron en la pequeña casita de Cuckmere Haven como un conjuro. Cada una de las sílabas recorrió la estancia y obraron un singular sortilegio capaz de desgarrar la telaraña del olvido que Sergio había tejido durante los últimos veinticinco años alrededor de todo cuanto tenía que ver con el Círculo Sherlock.

Durante sus años universitarios Sergio dedicaba el tiempo imprescindible a sus estudios de filología, volcando en cambio todo su ímpetu en la teoría de la literatura y la literatura comparada. A pesar de lo tacaño que se mostraba con su tiempo cuando se trataba de preparar los exámenes, los resultados siempre eran espectaculares, algo que no tardó en llamar la atención en el mundillo universitario.

Un día se acercó a él un joven a quien no había visto hasta entonces.

—¿Sergio Olmos? —preguntó el desconocido, y añadió sin esperar la respuesta—: En el campus se habla mucho de ti. Me llamo Víctor Trejo.

Al parecer, los resultados académicos del desconocido eran tan impactantes como los de Sergio, si bien todo su esfuerzo lo desarrollaba en la Facultad de Económicas. Según explicó, tanto había oído hablar del famoso estudiante de filología que había decidido conocerlo en persona.

Víctor tenía la misma edad que Sergio. Su cabello era rubio y ensortijado sobre las orejas, y desarmaba a cualquiera con una mirada azul untada de ingenuidad; tal vez la ingenuidad que da el haber vivido siempre al resguardo de los apuros económicos que la familia de Sergio, en cambio, debía padecer para poder darle estudios.

El muchacho rubio resultó ser muy hablador, y no tardó Olmos en descubrir que procedía de una acaudalada familia del sur. Sus padres eran dueños de enormes latifundios, donde se dedicaban a la agricultura y a la cría de ganado de lidia y caballar.

Fue precisamente a través de Víctor Trejo como Sergio conoció la existencia de un extravagante grupo de estudiantes que se reunía semanalmente en la trastienda de una librería de viejo situada en un callejón de Madrid.

—Allí tiene su sede el Círculo Sherlock —le informó en voz baja Víctor.

Aquello sí tenía gracia, pensó Sergio. ¡El Círculo Sherlock!

—¿Sherlock? ¿Tiene que ver con Sherlock Holmes? —preguntó.

—¿Acaso conoces a alguien que se llame así y merezca ser recordado? —Víctor sonrió.

Sergio pudo saber entonces que aquel grupo de entusiastas universitarios pugnaban entre sí por ser los más extraordinarios conocedores de todas y cada una de las sesenta aventuras que componen el llamado canon holmesiano escrito por sir Arthur Conan Doyle. El escritor escocés, como era frecuente en aquella época, había publicado los relatos del famoso detective como capítulos sueltos en publicaciones periódicas. En total Doyle dejó escritos sesenta relatos, los mismos a los que aquel grupo de estudiantes parecía reverenciar[2].

—Nosotros preferimos decir Sacred Texts —precisó Víctor.

—De modo que Escritos sagrados. —Sergio sonrió entre dientes.

—¿Te apetecería ir el próximo viernes? —propuso Víctor en un arrebato de cortesía a todas luces improcedente, dado que ningún miembro del grupo podía invitar individualmente al círculo a un aspirante sin haber consultado previamente a los demás. Por eso se arrepintió de inmediato y se mordió el labio inferior. A Sergio no le pasó inadvertido aquel tic y lo miró con gesto burlón.

—Vaya, si te viera ahora Holmes diría que se encontraba ante un hombre que acaba de cometer una torpeza, que está nervioso y arrepentido por algo que ha dicho y por eso se muerde el labio.

—¡Muy observador! —Víctor abrió desmesuradamente sus ojos y contempló de nuevo a Sergio como si jamás lo hubiera visto—. ¿Has leído alguna aventura de Holmes?

—¿Por qué no me retáis tú y tus amigos el próximo viernes y lo descubrís? —repuso Sergio con sorna.

—Te advierto que podemos interrogarte sobre el detalle más nimio —le avisó Víctor, recién recompuesta su habitual expresión beatífica.

—Nada es pequeño para una inteligencia grande —replicó Sergio, ganándose de inmediato el respeto de su nuevo y único amigo universitario.

—¡Demonios! ¡Eso es de Estudio en escarlata!

Poco después, Trejo se despidió de Sergio y este, de inmediato, se arrepintió de haber accedido a reunirse con aquel grupo, al que no había tardado en calificar de lunáticos. Jamás había cultivado las relaciones sociales. En los dos años que llevaba en la universidad no había logrado ninguna amistad ni tampoco sentía necesidad alguna de disfrutar de ella. Se consideraba a sí mismo mejor que cuantos le rodeaban, lo que hacía que le mirasen como lo que realmente era: un tipo altivo y distante. A Sergio le aterraba la vida ordinaria, pero le parecía aún más insoportable la vida de los demás.

¿Por qué había aceptado aquella invitación entonces? Sencillamente porque aquel joven de mirada limpia había pronunciado las palabras mágicas, las mismas que un día lejano de su infancia escuchó por vez primera: ¡Sherlock Holmes!

Víctor Trejo debió de recibir la autorización del resto de los miembros de la excéntrica hermandad, puesto que al día siguiente volvió a encontrarse con Sergio y reiteró con extrema cortesía su invitación para visitar el lugar de reunión de su club. A Sergio le pareció cómico el modo en el que la invitación le fue formulada, puesto que parecía que su interlocutor se hubiera transportado a otra época. Sus formas y su manera de hablar ayudaban a llegar a esa peregrina conclusión.

Víctor le entregó una tarjeta de visita donde se podía leer: «Círculo Sherlock», y debajo aparecía la dirección de una librería de viejo donde tenían lugar aquellos aquelarres literarios.

Y así fue como el viernes fijado, a las ocho de la tarde, Sergio Olmos se encontró en un callejón remoto del Madrid de los Austrias adonde no parecía haber llegado jamás la modernidad. Era una tarde ventosa y fría de un oscuro mes de noviembre. El estudiante de filología llevaba en una mano un paraguas negro y en la otra, la tarjeta de invitación que Trejo le había entregado.

No se cruzó con ningún viandante cuando enfiló el estrecho callejón y comenzó a buscar el lugar donde había sido citado casi a ciegas, pues no había más luz que la que derramaba pobremente una viejísima farola. Después de dejar atrás dos sombríos portales, en la acera izquierda vio el destartalado letrero que anunciaba su destino.

La librería resultó ser un garito ruinoso, compuesto por un mostrador de madera aceitoso y varias estanterías enclenques que soportaban el peso liviano de muy pocos libros. Al frente de tan ilustre ministerio se encontraba un anciano gordinflón que debía haberse jubilado varios siglos antes y que, por lo que pudo llegar a descubrir Sergio después, seguía acudiendo al local por pura inercia. De hecho, la librería ya no era de su propiedad, sino que había sido adquirida por el padre de Víctor a petición suya con el propósito de empadronar allí a su enigmático club.

Víctor salió a su encuentro de inmediato, aunque a Sergio le costó reconocerlo. Hasta ese instante creía estar preparado para casi cualquier extravagancia, pero sus previsiones se vieron superadas por completo. Trejo vestía un atuendo de lo más delirante compuesto por levita negra, cuello alto, chaleco blanco, guantes de idéntico color, zapatos de charol y polainas de color claro. Todo ello coronado por un sombrero de ala ondulada que, sin embargo, no lograba ocultar los rizos rubios que asomaban sobre sus orejas.

—Todos están deseando conocerte. —La sonrisa de Víctor se acompañó con un gesto de la mano, invitando a Sergio a subir por una angosta escalera que había al fondo del cuchitril.

La escalera, que tenía diecisiete peldaños, condujo a ambos a lo que Sergio interpretó como un mundo paralelo, pues ¿de qué otro modo se podría tildar la escena que apareció ante sus ojos?

De pronto, se encontró pisando una gruesa alfombra que lo aislaba no solo del suelo, sino del mundo real. La estancia estaba amueblada de forma inequívocamente victoriana. De algún modo inexplicable se había construido una chimenea que proporcionaba un amoroso fuego. De la repisa colgaban unas babuchas persas que, nada más verlas, Sergio no tuvo la menor duda de que contenían tabaco para pipa, tal y como acostumbraba a hacer el más extraordinario detective de todos los tiempos. Aquí y allá había papeles en aparente desorden. No obstante, el recién llegado intuyó que en su disposición había un cuidadoso esmero. Los matraces químicos, el violín que dormitaba sobre un sillón…, todo era perfecto. Se trataba de una recreación bastante verosímil del salón del 211B de Baker Street descrito por sir Arthur Conan Doyle. Las paredes estaban repletas de fotografías de lugares que él no había visitado, pero que conocía sobradamente por cuanto había leído sobre ellos: Pall Mall, Oxford Street, King Charles Street, Queen Ann Street, los páramos de Dartmoor, Yorkshire, Sussex… Y, por supuesto, ¡Baker Street!

—Veo que reconoces esos lugares —dijo Víctor, siguiendo con sus ojos la dirección en la que miraba Sergio—. ¿Has estado allí?

Sergio negó con la cabeza, incapaz de articular palabra alguna.

—Yo sí, pero soy el único de todos nosotros. Las fotos son mías —reveló.

—En realidad, caballero, no es usted el único que ha visitado los santos lugares —aclaró una voz al fondo de la sala.

—Ella, señor, no cuenta —replicó enojado Víctor.

Entre una humareda alimentada generosamente por pipas y cigarros habanos, Sergio descubrió a cinco jóvenes que, como su anfitrión, parecían haberse escapado de algún libro de Charles Dickens o de Robert Louis Stevenson. Todos vestían a la moda victoriana. Se abrieron paso entre el espeso humo del tabaco y se apresuraron a presentarse.

Así fue como Sergio Olmos conoció a Tomás Bullón, estudiante de periodismo; Sebastián Bada, estudiante de derecho; Enrique Sigler, estudiante de bellas artes; José Guazo, estudiante de medicina, y Jaime Morante, estudiante de matemáticas. ¡El Círculo Sherlock al completo!

—Caballeros —dijo Trejo, tras carraspear ceremoniosamente—, reitero mis disculpas por mi inexcusable proceder al haber invitado al señor Olmos sin el consentimiento previo de todos ustedes. Pero, como la descortesía por mi parte ya se había producido y ninguna culpa tiene de ella nuestro invitado, propongo que descubramos hasta qué punto es merecedor o no de unirse, si lo desea, a nuestro club.

Sergio apenas podía parpadear, y menos aún cuando descubrió en las estanterías de aquella sala de unos cuarenta metros cuadrados la colección completa de las aventuras del famoso detective consultor que parecía iluminar las vidas de aquel grupo de fanáticos. Pero había algo más, algo extraordinario: una colección de ejemplares, que parecían originales, de The Strand Magazine, publicación periódica donde Arthur Conan Doyle dio a conocer inicialmente buena parte de las historias del detective de su invención. Olmos localizó, entre otros, un número de octubre de 1893 en el que aparecía El tratado naval. Más allá, la débil luz de la sala le permitió descubrir un ejemplar de diciembre de 1910 que incluía La aventura del pie del diablo, y casi junto a él otro ejemplar, de mayo de 1893, que fue el que el estudiante llamado Enrique Sigler cogió con mucha ceremonia. Sigler era un muchacho moreno, apuesto, de modales exquisitos. Tenía unos profundos ojos verdes y unas manos largas y delicadas. Su porte era tan aristocrático que llevaba aquel traje de época con total naturalidad. Abrió el libro y dijo:

—Caballeros —el tono de su voz era solemne y un tanto untuoso—, veamos si nuestro invitado es capaz de estar a nuestra altura. —A continuación, leyó en voz alta una pregunta—: ¿A quién pertenecía?

—Al que se ha ido —respondieron los demás en un tono monocorde, como si fuera un acostumbrado ritual.

—¿Quién la tendrá? —volvió a preguntar Sigler.

—El que vendrá —respondieron todos.

En ese instante, todas las miradas se centraron en Sergio, salvo la de Sigler, que leyó una nueva pregunta en voz alta:

—¿Dónde estaba el sol?

Sergio Olmos no tardó ni siquiera un segundo en comprender lo que se esperaba de él, y respondió:

—Sobre el roble.

El grupo de jóvenes se sintió plenamente complacido por la respuesta, pero aún parecían tener dudas sobre el invitado. Una nueva pregunta salió de la boca de Sigler:

—¿Dónde estaba la sombra?

—Bajo el olmo —replicó muy seguro Sergio.

—¿Dónde estaba colocada? —preguntó Sigler.

—Al norte diez y diez, al este cinco y cinco, al sur dos y dos, al oeste uno y uno, luego debajo —contestó Sergio.

Todos prorrumpieron entonces en una cerrada ovación. Las siguientes respuestas sonaron como una única voz sumadas todas a la de Sergio.

—¿Qué daremos por ella?

—Todo lo que es nuestro.

—¿Por qué deberíamos hacerlo?

—Para responder a la confianza.

Nuevos aplausos siguieron a la última respuesta de aquel cuestionario sin sentido para alguien que no fuera miembro del Círculo Sherlock.

—Os lo dije —se vanaglorió Víctor Trejo—. Os dije que no me equivocaba con él. La mediocridad no reconoce nada por encima de sí misma, pero el talento reconoce al genio al instante —añadió, riendo su propia gracia.

Algunos de los presentes abuchearon cómicamente al engreído Trejo, y a Sergio le pareció excesivo tanto el hecho de que se apropiase de una cita sublime de El valle del terror[3] como que lo hiciera para echarse flores a sí mismo.

El viento golpeó con fuerza los dos ventanales que asomaban a la calle, ante los cuales pendían unas cortinas de color avellana. Sergio descubrió también una mesa vestida con un mantel blanco sobre la cual había un juego de té. La tetera parecía llena, y de ella salía un humo generoso que se mezclaba con el producido por aquellos fumadores.

—Podría decir, caballero, algo más sobre la aventura de donde hemos sacado el ritual que inicia nuestras reuniones —preguntó Sebastián Bada, el estudiante de derecho.

Bada tenía una complexión robusta, pero no era grueso. Su rostro rubicundo se sostenía sobre un cuello poderoso, y sus movimientos eran firmes y seguros. Había algo de marcial en él.

—Por supuesto —repuso Sergio con frialdad—. Los hechos suceden el día 2 de octubre de 1879. Sherlock tiene, por tanto, veinticinco años. Por aquel entonces ya se había establecido en Londres, pero no en Baker Street, como supongo que ustedes saben bien. Las preguntas que han formulado, caballeros —sin querer se había dejado llevar por el tratamiento ceremonioso de sus adversarios intelectuales—, forman parte del llamado Ritual Musgrave[4]. Holmes asegura que es el tercer gran caso en el que intervino, pero realmente es el segundo del que tenemos alguna noticia. El primero fue «El Gloria Scott[5]». El caso llegó a sus manos después de que un antiguo compañero de sus tiempos universitarios en Cambridge llamado Reginald Musgrave le pidiera ayuda ante las extrañas desapariciones que habían ocurrido en la propiedad de su familia, en Sussex. Al final, la trama condujo a Holmes a descubrir nada menos que la corona real de los Estuardos, después de descifrar el significado de las preguntas que ustedes me han formulado.

Se escucharon exclamaciones: «¡Bravo!», «¡Excelente!». Y todos los miembros del círculo parecieron entusiasmados por la extraordinaria memoria del invitado, especialmente el estudiante de medicina, José Guazo, que dirigió variados elogios a Sergio, si bien este se mostró, como era su costumbre, distante. Para él, aquel alarde nemotécnico no era especialmente significativo. Sus profesores podrían aportar numerosos datos sobre su extraordinaria capacidad memorística.

—No está mal, pero no lancemos aún las campanas al vuelo, señores. —La voz áspera y susurrante de Jaime Morante, el estudiante de matemáticas, se abrió paso entre la algarabía—. ¿Me dejan probar a mí, caballeros?

Todos asintieron y aguardaron con expectación las preguntas de aquel joven alto, seco y envarado, que peinaba hacia atrás su cabello con brillantina. Sus ojos negros se entornaron sobre las incipientes bolsas oscuras que se iban perfilando debajo de ellos, a pesar de ser solo un par de años mayor que Sergio. Una sonrisa de suficiencia se pintó en sus labios.

—Veamos —dijo tras una pausa teatral—. En «La aventura de los planos del Bruce - Partington»[6] muere un funcionario del gobierno.

—Arthur Cadogan West —lo interrumpió Sergio sonriente.

El estudiante de matemáticas carraspeó molesto.

—No era algo tan simple lo que yo quería preguntar, estimado amigo. —Sus labios se curvaron pintando una sonrisa condescendiente—. En las ropas del muerto se encontraron dos entradas para el teatro. ¿Sabe de qué teatro le hablo?

Sergio acusó el golpe, pero su rostro siguió siendo una máscara para sus contertulios. Sin duda, Morante había elegido una de las mejores historias de Doyle. La resolución de aquel caso le valió a Holmes como pago nada menos que un alfiler de corbata con esmeralda entregado por la reina Victoria en persona. Pero la respuesta que le pedían tardó en brotar de sus labios unos segundos más de lo que él hubiera deseado. Al final de los cinco segundos empleados en recordar, dijo:

—Teatro Woolwich. Las entradas eran para el teatro Woolwich.

Morante inclinó la cabeza levemente en señal de reconocimiento. Pero Sergio, molesto porque le había costado cinco segundos recordar lo que se le había preguntado, trató de resarcirse añadiendo datos que ninguno de los allí presentes podía recordar, como que los sucesos de esa aventura tuvieron lugar entre el jueves 21 y el sábado 23 de noviembre de 1895, cuando Holmes tenía cuarenta y un años de edad, y que durante el relato el detective informa a su inseparable Watson, que está escribiendo una monografía sobre los motetes polifónicos de Orlando Lassus. A continuación, Sergio rubricó su extraordinaria exhibición añadiendo que la semana en que esa aventura se desencadenó, todo Londres se había visto envuelto en una espesa niebla amarillenta, según asegura Conan Doyle al comienzo del relato.

El grupo se sintió superado por el recién llegado. El resto de la tarde, Sergio siguió deslumbrando a los demás con sus extraordinarios conocimientos sobre el canon de Sherlock Holmes, pero cuando le preguntaron el motivo de su pasión por el detective dudó antes de responder:

—Empecé a leer esas aventuras cuando era muy niño.

La reunión reportó a Sergio otras sorprendentes noticias, como que José Guazo, el fornido estudiante que pretendía ser médico, y Morante, el inquisitivo matemático, habían nacido en la misma ciudad que él. Pero Sergio no los conocía en absoluto. Ambos eran mayores que él, y habían estudiado en un colegio regentado por religiosos. Además, su círculo de amistades (¡como si Sergio hubiera tenido alguna amistad de verdad en su infancia!) era muy diferente.

José Guazo tenía la nariz ancha, rotunda. Sus ojos eran azules y sus movimientos, algo torpes. Parecía un hombre en quien se podía confiar. Con el paso de los días, Sergio observó que el fondo de melancolía que advirtió en los ojos de Guazo aquella tarde jamás se borraba, pero tardó meses en descubrir el motivo. Lo único que supo aquella tarde es que Guazo vivía en Madrid en casa de unos familiares.

En cambio, nada en Jaime Morante era hospitalario. Tal vez su don para las matemáticas lo hacía frío como un lagarto. Ni siquiera Sergio, que gozaba de una merecida fama de estirado y antisocial, lograba equipararse a Jaime, quien, sin embargo, se mostraba de un humor por completo diferente durante las reuniones del círculo. Siempre estaba dispuesto entonces para el ingenio y la broma inteligente. Los números no tenían secretos para él, y parecía que las obras de Doyle tampoco. Cuando Sergio lo conoció, ya había escrito varios artículos en revistas especializadas sobre problemas matemáticos especialmente difíciles. Era unánime la opinión de que le aguardaba un excelente futuro profesional.

El padre de Jaime Morante era funcionario, aunque nadie sabía bien de qué exactamente. Había sido trasladado a Madrid, pero toda la familia anhelaba regresar a su región natal. Morante era asmático, parecía tener el pecho hundido a pesar de que trataba siempre de ir erguido como una vela.

Al término de la velada, Sergio fue informado de que el círculo buscaba un séptimo miembro, puesto que, por alguna razón que nadie le explicó, esa cifra había sido juzgada como la más idónea cuando redactaron los estatutos del club. Y así fue como Sergio fue invitado formalmente a ingresar en el círculo.

Sin embargo, se mostró reacio a ello, dado que no le gustaban las relaciones sociales y se sentía mucho más cómodo entre libros que entre personas. Pero Víctor, y también José Guazo, insistieron hasta que se le agotaron las excusas.

Sergio quiso saber entonces, aunque se sintió profundamente incómodo al hacer la pregunta, qué gastos originaba aquella afiliación, a lo que Trejo respondió que no había ninguno. Él, o más bien su padre, financiaba aquel juego intelectual con la generosa aportación mensual que le concedía. El local, los libros, todo cuanto allí veía, incluidos los trajes de época victoriana, corrían por cuenta de su familia.

—Mi padre prefiere que emplee su dinero en cultura que en juergas —le aclaró Víctor—. ¡Y que me aspen si Holmes no es cultura!

Una semana después, Sergio vestía en la reunión correspondiente una excelente levita negra, una chistera reluciente, pantalones grises y polainas de color pardo. La obra de arte había salido de las manos de un viejo sastrecillo que Trejo había localizado sabía Dios dónde y al que pagaba generosamente.