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8 de septiembre de 2009

Háblame del círculo. —Diego levantó la mano reclamando la atención del camarero y pidió en voz alta un café cortado—. ¿Quieres tomar algo? —preguntó a Sergio.

Sergio dudó. Al final se decidió por un café con hielo y Diego gritó al camarero el pedido. El reloj estaba a punto de marcar la una de la madrugada y se habían quedado solos en la cafetería.

—¿Qué quieres saber?

—No lo sé —respondió Diego—. Nada en concreto y todo a la vez. Creo que quien está detrás de todo esto es alguien que o pertenecía a vuestro grupo u os conocía a todos muy bien.

Sergio se alegró de que fuera Diego quien pusiera en voz alta aquella sospecha. Él también había llegado a esa conclusión, pero le costaba poner voz a sus pensamientos. Le resultaba especialmente doloroso decir aquello, porque suponía enfrentarse a sombras de su pasado.

—No es preciso ser Sherlock Holmes para sospecharlo —añadió Diego—. Hasta ahora tenemos dos cartas escritas por una persona desconocida en tu propio ordenador y usando tus propios folios. Quienquiera que sea te conoce bien, sabía dónde estabas y parece ser un erudito de las aventuras de Holmes, como tú. Los mensajes tienen que ver con esas historias de detectives, y el asesinato de Daniela fue anticipado en la primera carta. E igualmente en el crimen se simuló uno de los cometidos por Jack el Destripador, al que parece ser que vosotros dedicasteis tiempo mientras existió el círculo, ¿no es así?

Sergio asintió con la cabeza, luego suspiró profundamente.

—Está bien, ¿qué quieres que te cuente?

—Para empezar, háblame de cómo eran tus relaciones con los demás.

Sergio reflexionó durante unos segundos antes de responder. ¿Sus relaciones con los otros miembros del círculo? Pues, para ser sinceros, no habían sido demasiado buenas, al menos con una parte de ellos. Y ahora, veinticinco años más tarde, debía reconocer que en gran medida eso había sido así por su arrogancia y su soberbia.

—Verás —carraspeó—, no quiero ocultarte que mi carácter me pierde en muchas ocasiones. Reconozco que soy bastante soberbio y distante, y en los tiempos de estudiante creo que lo era aún más. Supongo que la edad, como a Holmes, me ha dulcificado. —Su boca trazó una sonrisa amarga—. Y al final me las han dado todas en el mismo papo, como ya sabes.

Diego sonrió. Suponía que Sergio se refería a la jugada que le había hecho Clara Estévez. Sin poder evitarlo, su pensamiento se desplazó hacia aquella enigmática mujer a la que vería seguramente tan solo dentro de unas horas. Ella había prometido responder a las preguntas que fueran necesarias.

—Como ya has observado —prosiguió Sergio, ajeno a la dirección que habían tomado los pensamientos del policía—, mi hermano y yo tenemos una memoria bastante mejor que la de la media de la gente. En nuestros tiempos de estudiantes eso era una bendición. Apenas teníamos que dedicar unas horas de estudio para memorizar lo que los demás tardaban días en aprender. Teníamos mucho tiempo libre y lo llenábamos leyendo o aprendiendo idiomas. Yo hablo varios bastante bien. —Sergio se interrumpió cuando llegó el camarero con los dos cafés. Esperó a que el camarero se fuera para proseguir—: Esa misma facilidad para memorizar las cosas permitía a mi orgullo engordar más y más. Nadie parecía estar a mi altura, salvo Marcos, cuya capacidad es bastante mayor que la mía. Pero, al contrario que yo, Marcos es un tipo humilde, no le importan más que sus libros y la historia de esta puta ciudad. Yo, en cambio, siempre he sido tremendamente vanidoso.

—¿Quieres decir que no eras muy popular en el círculo?

—No, no es eso —negó Sergio—. Claro que era popular, solo que precisamente por eso tuve serios problemas en alguna ocasión.

—¿Qué tipo de problemas?

—Discusiones, e incluso peleas con algunos otros a los que humillaba burlándome de sus conocimientos sobre Holmes.

—Explícate.

—Está bien, pero tal vez sea tarde para que te cuente todo esto. —Miró de reojo su carísimo reloj.

—No tengo prisa, ¿y tú?

—Ninguna.

Al mirar hacia su pasado con absoluta sinceridad, Sergio comprendió que, con la excepción de su hermano Marcos, todos los miembros del círculo podían haberse sentido ofendidos por su arrogancia en alguna o en muchas ocasiones. Después de tantos años, sin embargo, creía que podía ser algo más benévolo consigo mismo. Le parecía que, aunque seguía siendo un hombre frío y distante, ya no era el muchacho soberbio de aquellos años. Sabía que Watson había escrito en «La aventura de la casa vacía» que los años de ausencia no habían suavizado el carácter de Holmes; pero esa apreciación del doctor no era del todo cierta. Tal vez la manera en que el detective trata a su amigo a partir de entonces es aún más despectiva y un tanto tiránica, pero Holmes había cambiado tras su enigmática desaparición en las cataratas de Reichenbach. Ya no consumía cocaína, y hay historias, como «La aventura de la inquilina del velo»[72], en la que una mujer llamada Eugenia Ronder le cuenta la desgracia que padeció cuando un león arrancó un mal día la belleza de su rostro para siempre, y Holmes se mostró conmovido y la consoló. Incluso Watson se vio obligado a escribir que pocas veces había visto gestos de humanidad como aquel en su amigo. Y unos años después, cuando el doctor fue tiroteado salvando la vida a Holmes[73], se vio al detective tan afectado que Watson escribió que había comprobado que aquel gran cerebro poseía también un gran corazón.

De modo que algo había cambiado en Holmes tras sus misteriosos años perdidos. Algunos exegetas han dicho que se vio influenciado por el budismo tibetano, y de hecho Sherlock confesó a su compañero tras su sorprendente reaparición que, entre otros lugares, había estado en el Tíbet y se había entrevistado con el Gran Lama en Lhasa.

Pero más allá de que Holmes se hubiera dejado influenciar o no por el budismo, sí parecían advertirse cambios en su carácter. Y si alguien que reconocía que su cerebro había dominado siempre sobre su corazón había podido cambiar, Sergio también creía posible que su viejo orgullo hubiera menguado ahora que se acercaba a los cincuenta años y Clara le había propinado la mayor de las bofetadas que recordaba.

De modo que sí, reconoció al policía, había sido un cabrón estirado cuando trató con los demás en el Círculo Sherlock.

—Cuéntame algo sobre tus relaciones con ellos. Por ejemplo, con Morante.

Diego no había elegido al azar ese nombre. Que Ilusión, la prostituta, hubiera sido agredida por simpatizantes del político, tal vez liderados por Toño Velarde, era algo que tenía presente durante la investigación.

Con Jaime Morante había discutido pocas veces, pero fueron memorables, respondió Sergio. Se necesitaba ser muy impertinente para sacar de sus casillas a Morante, un hombre calculador, frío y tremendamente inteligente. El lenguaje matemático parecía no tener secretos para él, lo mismo que la parte más oscura de las historias holmesianas. A Morante le apasionaban precisamente los adversarios que el detective había tenido durante su carrera. Él explicaba esa devoción diciendo que cuanto más afilado era el ingenio del contrincante, con mayor precisión trabajaba la materia gris de Holmes. Morante amaba el modo en que el detective razonaba, en completa soledad, y no haciendo partícipe a nadie de sus deducciones hasta que llegaba el momento preciso. Holmes, como dejó escrito Watson, llevaba al extremo el principio de que el único conspirador seguro es el que conspira solo[74]. Así era Morante, al menos en los tiempos universitarios en que Sergio lo conoció. Siempre sumido en sus silencios, analizando a los demás a través de aquellos ojos de lagarto escondidos tras sus perennes ojeras.

Por supuesto, el personaje por el que el estudiante de matemáticas tenía mayor simpatía era por Moriarty, el antagonista de Holmes por excelencia. Sin embargo, el incidente que marcó las relaciones entre Sergio y Jaime tuvo que ver con otro de los grandes criminales a los que tuvo que enfrentarse Sherlock: Charles Milverton, quien, en palabras del detective, era «el hombre más malo de Londres».

Aquella tarde en el círculo, Morante había dado una exhibición sobre Milverton, el rey de los chantajistas. La tertulia estaba integrada en aquella ocasión por Bada, Víctor Trejo, Enrique Sigler y Sergio. Ni Guazo ni Tomás Bullón estuvieron presentes cuando Sergio y Morante llegaron a las manos.

Morante había recordado detalles físicos del chantajista Charles Milverton que ni siquiera Sergio había sido capaz de recordar, lo que había producido un extremo placer al matemático. ¿Quién podía acordarse de cuántos años tenía Milverton, un tipo bajo, de cara redonda y gafitas de montura de oro? Al ver que Sergio no recordaba ese dato, Morante esgrimió una sonrisa de triunfo realmente perversa. Entonces, con voz untuosa, dijo que Milverton tenía cincuenta años cuando ocurrieron los hechos narrados en aquella aventura[75].

Tanto escoció a Sergio la derrota que reprochó a Morante la que calificó como perversa pasión por los más miserables criminales de las historias de Holmes. No contento con ello, insinuó que tal vez su pasión no era por los criminales, sino por el mal. Y, ya embalado como estaba, se mostró sarcástico al afirmar que si Holmes estuviera allí no habría considerado a Milverton, como afirmó en aquella aventura, el asesino que mayor repulsión le causaba de entre los cincuenta con los que se había tenido que enfrentar. De haber estado con ellos aquella tarde, dijo, el que más repulsión le hubiera generado era Morante, por su enfermiza pasión por lo que hacían los criminales y que él tal vez no se atrevía a llevar a cabo por pura cobardía o por incapacidad intelectual para ello.

A partir de ese instante, los hechos se sucedieron de un modo rápido e imprevisto. La máscara habitual que Morante tenía por expresión se quebró. Fue sustituida por la ira pintada en sus ojos y la rabia en su boca. Saltó de su sillón de un modo tan vigoroso como inesperado y se lanzó a por Sergio Olmos dispuesto a obligarle a comerse su ofensa. Pero Sergio estuvo suficientemente rápido como para evitar la acometida.

Los otros miembros del círculo sujetaron a los dos estudiantes. Morante y Sergio intercambiaron miradas desafiantes. El matemático retó al estudiante de filología diciéndole que, si esperaba vencerle, jamás lo conseguiría. Sergio sabía muy bien de dónde había tomado aquella frase el matemático, de modo que no le sorprendió lo que dijo a continuación el flemático Morante:

—Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su pensamiento.

A los demás aquel diálogo les pareció de lo más críptico.

—Entonces tal vez mi respuesta ya ha pasado por el suyo.

—¿Qué coño queríais deciros de ese modo? —preguntó Diego.

—Reprodujimos una parte del diálogo que el malvado profesor Moriarty mantiene con Holmes en «El problema final» —explicó Sergio—. Moriarty dirigía en la sombra a todos los criminales de Londres y Holmes se las había arreglado para encontrar una fisura en la intrincada red que el criminal había tejido a su alrededor. Moriarty amenazó a Sherlock, pero este no se inmutó. Luego sufrió varios intentos de asesinato y finalmente tuvo que huir de Londres hasta que la policía cerrara el lazo alrededor de la organización de Moriarty.

—De manera que nuestro candidato a la alcaldía se sentía más identificado con los criminales que con la ley. —Diego resopló.

—Era un juego intelectual, nada más —explicó Sergio—. Cosas de estudiantes que nos creíamos eruditos; o sea, una estupidez propia de jóvenes.

¿Cosas de estudiantes? El inspector Diego Bedia procesó en silencio la información. La masticó con calma y trató de sacar el máximo sabor posible. Al colocar los focos sobre Jaime Morante desde un ángulo tan inédito, Diego advirtió matices inquietantes en el político. ¿Sería posible que una tertulia literaria de antiguos universitarios le jodiera a él la vida?, se preguntó. ¿Era una simple casualidad que tres —en realidad cuatro si se añadía a Marcos Olmos en el lote —de aquellos antiguos estudiantes fueran de la misma ciudad? ¿Qué podía pensar del hecho de que otro más, el periodista, hubiera irrumpido como un elefante en una cacharrería publicando aquellos artículos incendiarios?

—¿Y Bullón? —preguntó Diego—. ¿Cómo te llevabas con Bullón?

—Tomás y Sebastián, quiero decir Bullón y Bada —precisó Sergio—, tenían una pasión diferente a la mía o a la de Morante. Por supuesto que habían leído las historias de Holmes, pero lo suyo, o de eso presumían al menos, eran los personajes secundarios; es decir, aquellos en los que apenas nadie repara. Hasta que yo me incorporé al círculo, creían saberlo todo sobre ellos.

—No me digas más —rio Bedia—, también los humillaste y tuviste con ellos alguna diferencia.

—Todavía me duele el puñetazo que Bada me dio una tarde en una cervecería —bromeó el escritor.

A continuación, rememoró para el policía la famosa pelea de aquella ya lejana tarde de cervezas. Pero confesó que no fue la única disputa seria que mantuvo con ellos. Incluso después del entierro de Bada, Bullón y Sergio se enzarzaron en una discusión en la que, como de costumbre, Sergio salió airoso a costa de ridiculizar al estudiante de periodismo.

Como solía suceder, el alboroto se generó de la manera más inesperada. Sucedió al mencionarse durante una tertulia el nombre de Shinwell Jonson. Aquella tarde el debate había girado a propósito de los espías con los que Holmes contaba en los bajos fondos de Londres. Shinwell, un tipo tosco, grandote, de rostro colorado y aspecto muy poco inteligente, era uno de aquellos informadores. Al mencionar su nombre, todos se situaron mentalmente en «La aventura del cliente ilustre», pues es en esa historia donde se menciona a Jonson.

Aprovechando sus excelentes conocimientos sobre esos personajes aparentemente inservibles, Bullón trató de incrementar su prestigio preguntando a los demás si recordaban el nombre del presidio en el que, según se dice en esa aventura, Shinwell Jonson había cumplido dos condenas.

Aún no se había incorporado al círculo Marcos Olmos. De hecho, fue en aquella reunión, la primera tras dar sepultura a Bada, cuando Víctor Trejo sometió a votación la posibilidad de invitar al mayor de los hermanos Olmos a integrarse en el club. De manera que, al no estar Marcos, solo Sergio podía ser capaz de conservar aquel dato en su extraordinaria memoria. Y, desgraciadamente para Bullón, Sergio dijo el nombre de aquella prisión: Parkhurst. Pero Sergio no estaba satisfecho con anotarse aquel tanto inverosímil y dio un paso más. Refrescó la memoria de los demás mientras caminaba arriba y abajo por el local del círculo dando algunos detalles del contenido de aquella historia, en la que se menciona la existencia de un chantajista de mujeres llamado Adelbert Gruner. Morante aguzó el oído al escuchar el nombre de uno de sus malvados favoritos, un tipo que guardaba fotografías y detalles escabrosos de la vida de algunas mujeres para, posteriormente, chantajearlas. Pero el reto que Sergio lanzó a los contertulios fue totalmente inesperado.

—Puesto que tanto cree saber, señor Bullón, sobre los personajes secundarios, ¿recuerda qué tipo de adorno tenía en su exterior el libro en el que ese chantajista guardaba sus comprometedores informes?

—Era un libro marrón —intervino Morante.

Sergio movió afirmativamente la cabeza.

—Pero ¿y el adorno?

Después de unos instantes en los que la tensión fue creciendo y las miradas de Bullón y Sergio se cruzaban como espadas en un campeonato de esgrima, el futuro periodista reconoció su derrota. No lo sabía, confesó.

—Un escudo de armas grabado en oro —dijo Sergio—. Ese era el adorno de aquel libro.

Guazo y Trejo aplaudieron a Sergio. En los ojos de Bullón, en cambio, había tanto odio que incluso Sergio se asustó.

—Hace tanto tiempo de eso que no recordaba la rabia con la que Tomás me miró aquella noche —confesó Sergio a Diego Bedia.

—Ya veo —respondió lacónico el policía.

Diego comenzaba a pensar que aquella extravagante reunión de estudiantes vestidos de época debió de ser una olla a presión cuyo fuego alimentaba generosamente Sergio. No sabía si era orgullo o estupidez lo que había llevado al entonces presuntuoso Olmos a comportarse de ese modo. Mirándolo ahora, no le parecía tan insultante. Aunque había altivez en su porte, no advertía en él la prepotencia y la petulancia con la que el propio Sergio se estaba describiendo al evocar aquellas disputas.

—En cambio, Guazo parece que siempre estaba de su lado, ¿no? —quiso saber Diego.

—Menos cuando le pisaba el juanete de su querido Watson. —Sergio rio—. Pero sí, la verdad es que me tomó un cariño que yo creo que no merecía. Apenas le hacía caso, y eso que venía casi todos los días al piso que mi hermano y yo compartíamos. Era generoso, nos invitaba a copas las pocas veces que Marcos y yo salíamos. Además, con Marcos hizo una buena amistad. Ya los ve hoy, ¿no? A los dos les apasiona esta ciudad.

—¿A ti no?

—No —respondió Sergio sin dudar—. En absoluto. Cuando era joven, sí. Pero poco a poco me fui distanciando de todo lo que había aquí. No me gusta ese provincianismo decadente que, como decía Antonio Machado, desprecia cuanto ignora.

—¿De modo que con Guazo discutiste sobre Watson?

—¡Ya lo creo! Pero jamás llegamos a las manos. Guazo me apreciaba mucho, y yo a él también, aunque a mí siempre me cuesta expresar esas cosas. Es un tipo entrañable. Yo solía bromear con él como Holmes con su amigo médico. Le provocaba diciéndole que se explicaba tan mal como escribía Watson. Sherlock siempre reprochaba a su amigo su estilo literario y lo calificaba de sensacionalista. Yo lo hacía aposta.

—¿Pero no peleaste con él?

—¿Con Guazo? —Sergio jamás había pensado ni siquiera en enfadarse con una de las pocas personas que lo había soportado en aquellos años—. Naturalmente que no. Guazo es un buen hombre, de veras.

—¿Y los demás?

—Bueno, nos quedan Víctor Trejo y Enrique Sigler.

Diego aguardaba expectante. ¿Cómo torearía Sergio la papeleta de hablar de los dos hombres con los que su expareja había tenido relaciones antes que con él? Además, parecía ser que Clara Estévez había vuelto a caer en manos del primero de esos novios, Sigler.

—Eran muy diferentes. —Sergio miró a la oscuridad a través de la ventana de la cafetería, como si alguien proyectara sobre aquel fondo negro la película de sus recuerdos—. Víctor y Sigler procedían de familias acomodadas, como ya te dije el otro día en la comisaría. Trejo era quien pagaba todo aquello: el local, los trajes y todo lo demás. Casi todos los objetos de la colección sobre Sherlock eran suyos, salvo algunas fotografías que había hecho Clara.

—Que entonces era su novia, ¿no es así? —Diego contempló con atención el rostro de Sergio y le vio encajar el golpe con elegancia.

—Supongo que quieres saber cómo reaccionó Víctor cuando ella lo dejó para estar conmigo. —No aguardó la respuesta del policía—. Víctor se lo tomó mucho mejor de lo que lo había hecho Sigler cuando él se interpuso entre Enrique y Clara. Seguimos siendo amigos después de que ella lo dejara por mí. En cambio, Sigler huía literalmente cada vez que Clara se dejaba caer por el círculo después de una de nuestras reuniones. Pero, ahora, ya ves…

—Han vuelto.

—Eso parece. —Sergio recordó la fotografía que tenía en el corcho de su casita de Sussex, en la que se veía a Sigler cogiendo por la cintura a Clara.

—¿Te dije que vienen mañana?

—Mañana, ¿quiénes?

—Clara Estévez y Enrique Sigler.

Sergio guardó silencio durante unos segundos. Diego lo respetó.

—¿Les habéis citado? —preguntó Sergio cuando se repuso de la noticia.

—A él, no —precisó Diego—. Solo a ella. Tú nos dijiste que era la única persona, al menos que tú supieras, que conocía la clave de acceso a tu ordenador.

Sergio asintió. Era lógico. Pero ¿y él? ¿Por qué venía?

—En cuanto a él —añadió Diego, como si leyera el pensamiento del escritor—, nos dijo si era posible acompañarla. No vimos inconveniente alguno.

—Al final, el Círculo Sherlock estará casi al completo.

—Eso parece. Nos faltaría Trejo, solamente. ¿Sabes algo de él?

—No, desde hace unos años no sé nada —reconoció Sergio—. Sé que dirigía los negocios familiares: ganado caballar y de lidia, aparte de olivares y cosas así. Ya sabes, gente de dinero. Por lo que pude averiguar, el golpe de fortuna para los Trejo se produjo, irónicamente, durante la desamortización del siglo XIX. La desamortización de los bienes del clero en 1836, y especialmente la desamortización civil, la de la ley Madoz de 1855. Esa ley fue agua bendita para ellos. El gobierno se quedó con los bienes de los curas y con los de los grandes latifundistas, pero no se preocupó de redistribuirlos entre quienes estaban en peor situación económica. En lugar de eso, los vendieron en subasta pública al mejor postor. De modo que lo que al final lograron fue fortalecer aún más la estructura latifundista, porque solo quienes tenían dinero podían acceder a aquellos lotes de tierra. Y la familia de Víctor Trejo consolidó así una posición que, aun hoy en gran medida y a pesar de que la tierra ya no es de su prioridad, todavía mantienen.

—¿Y Sigler? ¿También a él lo humillaste en tus años de chulería erudita?

—Creo que a Víctor y Sigler no —respondió Sergio—. Supongo que debatiríamos mil veces sobre los aspectos más retorcidos de las historias de Holmes, pero ellos jamás se tomaban aquello tan en serio como los demás. A Enrique lo que le seducía de aquellas aventuras era la estética, la atmósfera victoriana. Le hubiera gustado estudiar en el Trinity College de Cambridge, vestir siempre como lo hacíamos en el círculo o coger un coche de punto para ir hasta Charing Cross, ¿comprendes? No conocía con tanto detalle como los demás los relatos que nosotros teníamos por sagrados.

—Comprendo.

—¿Has oído hablar alguna vez de las selfactinas?

La pregunta descolocó a Diego. Naturalmente que no había escuchado esa palabra en su vida.

—Pues ahí estaba la clave del comienzo de la fortuna de la familia de Sigler, por parte de su padre —explicó Sergio—. Un día me contó esa historia, y nunca olvidé la palabra de marras, que en realidad fue una especie de versión catalana de las inglesas self-acting machines, que se empleaban en el siglo XIX en la industria del algodón. Al parecer, un tatarabuelo, o algo así, de Sigler, fue uno de los primeros en introducir ese tipo de máquinas en Cataluña.

—Pero ese apellido, Sigler, no parece catalán.

—Y no lo es. Sigler es su segundo apellido, el de su madre, una mujer judía que se casó con Antoni Rosell, el padre de Enrique. Sigler sentía devoción por ella. A su padre, en cambio, apenas lo mencionaba. El matrimonio estaba divorciado, pero Enrique era hijo único, de modo que habrá heredado la fortuna paterna y materna.

—¿La madre también era rica?

—Según me contó, lo era bastante más que su padre. —Sergio miró a Diego antes de preguntar—: ¿De verdad no estás cansado?

—No tanto como para que me vaya sin saber el resto. Cuéntame.

—De acuerdo. —Sergio mojó los labios en el café con hielo—. En Cataluña fue tomando forma una industria textil poderosa desde el siglo XIX, y eso a pesar de que le pasaba como a Inglaterra, que ninguna de las dos tenían, en principio, especiales ventajas para ese tipo de industria. Inglaterra, al menos, tenía carbón abundante para las máquinas de vapor y una tremenda demanda que procedía de todo su imperio; Cataluña no. El caso catalán se produjo en gran medida por el proteccionismo del Estado, que hizo que productos extranjeros no pudieran competir con los catalanes, y la especial habilidad de Cataluña para negociar desde tiempos antiguos con Europa y con América. Pero, a pesar de todo, la tecnología de aquella industria siempre iba por detrás de la inglesa, y ahí fue donde aquel lejano tatarabuelo o lo que fuera de Enrique Rosell Sigler demostró ser un lince.

»En Cataluña existía la máquina bergadana de hilar, pero Rosell se atrevió a importar de Inglaterra enormes cantidades de unas máquinas de hilar casi totalmente automatizadas, self-acting machines, que pronto fueron rebautizadas como selfactinas. Naturalmente, los obreros las recibieron de uñas, porque suponían el despido de gran número de ellos. Pero desde mediados del siglo XIX el proceso de automatización de la industria del algodón catalán fue imparable, y los Rosell amasaron una enorme fortuna. A partir de entonces, supieron diversificar las inversiones de forma inteligente y, cuando a la industria textil catalana le llegó la época de las vacas flacas, la familia tenía una sólida posición accionarial en el sector de la banca y en el de la energía eléctrica.

—¿Y la madre de Sigler?

—La familia de Elina Sigler procedía de Estados Unidos, según me explicó Enrique. Judíos askenazis, emigrados de Alemania antes de que Hitler llegara al poder. Controlaban una buena porción de la tarta en el mundo de la banca, y el padre de Enrique la conoció en Nueva York durante un viaje de negocios. Se casaron y él la convenció para venir a vivir a Barcelona. Tuvieron dos hijos, pero la niña que nació antes que Enrique murió ahogada durante un verano en Mallorca. Enrique nunca me explicó los detalles. Ella tenía diecisiete años y Enrique, quince. A partir de entonces, el matrimonio comenzó a distanciarse hasta que, al final, se separaron. Enrique había ido a estudiar a Madrid para huir del ambiente familiar.

—De modo que Trejo y Sigler eran los dos millonarios del grupo.

Diego habló más para sí que para Sergio. Dos gallos en el mismo corral peleando por la misma chica, y resulta que llega un arrogante provinciano cuya familia no tenía más que una zapatería y les birla a la moza. Le costaba admitir que Trejo y Sigler no odiaran a Sergio, aunque no precisamente por humillarlos en los juegos florales sobre Sherlock Holmes.

—En realidad, había un millonario más —le corrigió Sergio—. Bueno, una millonaria: Clara Estévez.

—¿Quieres hablar de ella? Si no te apetece, no importa.

—No, tranquilo. No pasa nada. —Sergio agradeció el buen tacto del policía. Cada vez le caía mejor aquel tipo serio, duro y con pinta de italiano—. A Clara la conocí una noche, después de una de las reuniones del círculo. Cuando Trejo puso en marcha aquella tertulia, concibió el círculo como uno de aquellos clubes ingleses decimonónicos en los que las mujeres no tenían cabida. Se aprobaron unos estatutos que fijaron un número máximo de miembros: siete. Y, por esas razones, Clara no formaba parte del Círculo Sherlock. Pero, en realidad, junto con mi hermano, era la persona que mejor conocía las historias del detective.

—¿No me digas?

Sergio asintió con un movimiento de cabeza.

—Clara es gallega. En aquel tiempo estudiaba bellas artes, además de música y canto, y vivía con su madre, una norteamericana que regentaba una agencia literaria de gran prestigio. Sus padres se habían divorciado, según supe después. Él representaba a una multinacional financiera en Madrid. —Sergio hizo un alto y apuró la última gota del café con hielo—. No te voy a ocultar que gracias a la madre de Clara conseguí abrirme camino en el mundo de la literatura. Es una mujer terrible, te lo aseguro. —Sergio rio—. Todo genio. Parece que hubiera nacido en Sicilia en lugar de Nueva Jersey.

—¿Qué posición tenía Clara en todo ese asunto de Holmes?

—No has leído «Escándalo en Bohemia», ¿verdad?

—No —admitió Diego.

—Sería largo de contar, pero te puede bastar con que te diga que en esa historia se cruza en la vida de Sherlock la única mujer a la que él admiró, y tal vez incluso amó. —Sin poder evitarlo, Sergio sintió como su mirada se empañaba. Trató de controlarse, pero le pareció que Diego había advertido su debilidad—. Aquella mujer, Irene Adler, había nacido en Trenton, la misma ciudad de donde procedía la madre de Clara. Eso había hecho que, desde pequeña, se sintiera atraída por el personaje y también por todo lo que tenía que ver con Holmes. Había ido a Inglaterra varias veces, e incluso algunas fotografías que adornaban el Círculo Sherlock eran suyas. Lo demás, como te dije, era de Víctor. Una colección magnífica, te lo aseguro.

—¿Qué fue lo que pasó en ese relato? —Diego comenzaba a sentirse atrapado por aquellas historias.

—Holmes tenía treinta y tres años cuando conoció a Irene —dijo Sergio, que había vuelto a mirar a la oscuridad de la noche, como si hablara consigo mismo—. Era el mes de mayo de 1887. Ella tenía seis años menos que Holmes, Watson la describe como una mujer de gran belleza, pero al mismo tiempo parece tener celos de ella[76]. Se esfuerza, desde el principio de la narración, en negar cualquier posible enamoramiento de Holmes con Irene, a la que llamará desde ese momento «la mujer». Decía que Sherlock era incapaz de enamorarse porque todas las emociones eran despreciadas por su inteligencia, pero…

Sergio dejó el final de la frase en el aire y cayó en una especie de ensimismamiento que pareció alejarlo por completo del hotel y de la compañía del inspector Bedia.

—¿Pero? —preguntó Diego.

—Disculpa —Sergio pareció despertar de un estado hipnótico—, creo que se me ha ido el santo al cielo. ¿Qué me has preguntado?

—Decías que Watson creía que Holmes era incapaz de enamorarse, pero…

—¡Ah, sí! Yo no estoy tan seguro, y somos muchos los seguidores de Holmes que creemos que sí se enamoró de Irene. En aquel caso, sacó de un apuro serio a un hombre de una sólida posición social, y la única recompensa que pidió fue una fotografía de Irene que siempre conservó. Y eso que ella lo ridiculizó en aquella aventura empleando uno de los típicos trucos de Sherlock: el disfraz. Pasó ante sus largas narices disfrazada como si fuera un joven delgado vestido con un impermeable y Sherlock no la reconoció. —Sergio miró a los ojos al policía y le dijo—: Léete la historia, merece la pena.

—Lo haré —prometió Diego. Le parecía que en aquella aventura había más cosas que se mezclaban con la vida de Sergio y con la de Clara. De pronto, deseó que la noche pasara cuanto antes para poder conocer a aquella mujer. «La mujer», sonrió para sí.