8 de septiembre de 2009
Eran las doce de la mañana y Sergio recorrió con la mirada una vez más el portal junto al cual había aparecido el cadáver de Daniela Obando. Llevaba allí más de media hora tratando de imaginar qué había ocurrido en aquel oscuro lugar nueve días antes. El pasaje conducía desde una amplia plaza hasta la transitada calle José María Pereda. Justo enfrente había una extensa explanada acondicionada como aparcamiento, que era donde tenía estacionado su coche Salcedo, el hombre que encontró el cadáver. A la derecha del pasaje, entrando por José María Pereda, había un club de alterne, pero, por lo que se había publicado, la víctima no tenía nada que ver con el mundo de la prostitución.
Sergio había evitado hasta ese momento mirar cara a cara aquel suceso, pero el artículo publicado por Tomás Bullón y los nuevos datos que habían salido a la luz hacían que ya no pudiera mentirse a sí mismo durante más tiempo: aquello iba en serio. Quienquiera que fuese el autor de la carta que le habían entregado en Baker Street le conocía y le había retado personalmente a descubrirlo. Sin embargo, el asesino debía estar completamente loco para imaginar que la pasión que Sergio tenía por Sherlock Holmes lo capacitaba para deducir del mismo modo que el mítico detective consultor. Sergio tenía una memoria excelente y conocía mil detalles de las aventuras holmesianas que otros lectores olvidan o pasan por alto. Era también un novelista de éxito, pero no tenía las dotes de observación y deducción que, por lo visto, el asesino le presuponía.
No quedaba ni rastro de sangre junto al portal y, aunque se esforzó en imaginarse la escena, no logró sacar ninguna conclusión a propósito de qué pintaba él en todo aquel asunto.
El autor de la enigmática carta en la que retaba a Sergio había elegido para su redacción un juego de palabras, un código cifrado, que se mencionaba en la primera investigación que un joven Sherlock Holmes llevó a cabo en sus años universitarios. En los tiempos de «El Gloria Scott» Holmes tenía veinte años, no conocía a Watson y ni siquiera se había planteado aún ser detective profesional. De todos modos, no parecía que fuera casual que el asesino hubiera elegido aquella aventura, puesto que durante la misma el primer cliente de Holmes, el padre de su amigo Víctor Trevor, murió. Y aunque es cierto que no se puede culpar directamente a Sherlock de aquella muerte, sí se le puede reprochar el no advertir el peligro que corría el viejo Trevor. Y más grave fue su error en la aventura «Las cinco semillas de naranja», que parecía haber inspirado al enigmático remitente de su carta para meter dentro del sobre cinco pétalos de violeta. En aquella ocasión Holmes minusvaloró las capacidades de sus adversarios, nada menos que el Ku Klux Klan, cuando le dijo a su cliente, John Openshaw, que podía regresar a su casa con la convicción de que sus enemigos no le causarían daño alguno, al menos de momento. Pero se equivocó trágicamente, y el joven Openshaw fue asesinado.
—Dos errores de Holmes —murmuró Sergio mientras abandonaba el oscuro pasaje.
No había duda alguna de que el autor de las cartas conocía las aventuras holmesianas con cierto detalle. Pero ¿por qué había cambiado las semillas de naranja por pétalos de violeta? Era evidente que el asesino no pretendía retar a Holmes, sino a Sergio.
Durante la siguiente media hora vagabundeó por el barrio norte. Hacía más de diez años que no recorría aquellas calles estrechas donde se amontonaban bloques de viviendas destinados en su día a acoger gran parte del aluvión de mano de obra que había llegado cuatro o cinco décadas antes para trabajar en las entonces boyantes industrias locales. Ahora, el paro y la desesperación se habían instalado en muchas de aquellas viviendas.
A los pocos minutos se dio cuenta de cuánto había cambiado aquel barrio. Ni él ni su familia habían vivido allí, sino en el centro, la zona más comercial. Pero todo el mundo en la ciudad conocía aquel distrito por ser uno de los más antiguos y emblemáticos. La iglesia de la Anunciación era el mojón que lo separaba del centro urbano, de manera que casi todo el mundo conocía aquellas calles. Pero ahora, al mirar a su alrededor, Sergio tuvo dudas. Las calles eran las mismas, y los patios y callejones tortuosos seguían en el mismo lugar, pero la gente que iba y venía en nada se parecía a la de sus recuerdos. Se cruzó con numerosos norteafricanos, con negros de las más diversas procedencias, con orientales y con hombres y mujeres que parecían proceder de todos los países de la Europa del Este. Recordó el artículo de Bullón y sintió vértigo al pensar qué sucedería si alguien relacionaba aquel crimen con una acción de violencia xenófoba.
Sus pies lo condujeron hasta la plaza en la que se alzaba la iglesia de la Anunciación mientras trataba de ordenar las ideas que bullían en su cabeza. Fue entonces cuando vio a los inspectores Diego Bedia y Tomás Herrera. Por un instante, tuvo la tentación de esconderse. No tenía ninguna gana de hablar con ellos, pero ellos ya le habían visto, y tratar de ocultarse resultaría una acción infantil, además de sospechosa.
El inspector jefe Tomás Herrera estaba de un humor terrible. La polvareda que los artículos de Bullón habían levantado era enorme, y ellos, a pesar de que hacían cuanto podían, no tenían nada nuevo. Con lo único que contaban era con aquella extravagante historia sobre Sherlock Holmes. La policía científica no había aportado ningún dato al que agarrarse, y todos parecían estar caminando a ciegas. Tenía confianza en Diego. Sabía que era un policía honrado, intachable y muy meticuloso, pero era difícil caminar sin luz en medio de la oscuridad. La primera línea de investigación que había seguido, la de la violencia de género, se había desvanecido entre sus dedos a las pocas horas de haber iniciado las pesquisas. Daniela era viuda, no tenía pareja alguna y no se dedicaba a la prostitución. Hasta donde sabían, era una mujer discreta, solitaria y silenciosa cuya única debilidad era la bebida, a la que había recurrido para olvidar a su difunto esposo, según les dijo Ilusión, la prostituta uruguaya.
Meruelo y Murillo se habían puesto manos a la obra en dos líneas de investigación que, al menos hasta el momento, no habían resultado más fructíferas. Se trataba de averiguar lo que se cocía alrededor del partido de Morante, y en especial tenían controlado a Velarde, que parecía liderar la sección juvenil de aquel grupo político. La paliza que presuntos simpatizantes de Morante habían propinado a Ilusión la misma noche en la que se vio con vida por última vez a Daniela les había hecho pensar que aquella vía, tal vez, condujera a alguna parte. Pero las esperanzas seguían siendo solo esperanzas.
Y luego estaba aquel cabrón de periodista, al que también tenían controlado. Los artículos que había publicado eran incendiarios, sensacionalistas y amarillos a más no poder, pero había que reconocer que estaban bien documentados. El tipo parecía conocer hasta el último detalle del escenario del crimen. Una visita de Murillo a Salcedo, el hombre que encontró el cadáver aquella madrugada, esclareció el misterio. Murillo lo presionó lo justo, y el hombre se vino abajo. Sí, confesó, había sido él quien suministró los datos al periodista. Pero qué querían que hiciera, explicó, si le puso encima de la mesa un cheque de mil euros.
¿Qué podían hacer ahora? ¿De qué hubiera servido empapelar a Salcedo? La prensa, y en especial Bullón, se les echaría encima, y ya tenían bastante de lo que preocuparse.
Por otra parte, los artículos de Bullón guardaban relación con las insinuaciones que había hecho Sergio Olmos antes incluso de que se publicaran aquellas historias en el periódico. Las heridas del cuerpo de Daniela y los objetos que aparecieron entre sus ropas parecían alentar la delirante hipótesis de un nuevo Jack el Destripador. Y eso, increíblemente, conducía a la misma época en la que se situaba la vida de Sherlock Holmes, el personaje literario estrechamente relacionado con la puñetera carta que Olmos había recibido en Londres.
Al término de la reunión con los miembros de la brigada que investigaba el caso, y que se había prolongado durante más de una hora, todos habían salido desanimados. Tomás Herrera se fue a su despacho y repasó una vez más los informes que tenía sobre la mesa con las diferentes líneas de trabajo que hasta ahora habían seguido y que iba a enviar al juez Alonso. Media hora después fue en busca de Diego. Tenían una visita pendiente a la Oficina de Integración. Estaría bien echarle un vistazo al listado de las personas que desde allí se habían ofrecido a la parroquia para ser tenidos en cuenta como beneficiarios preferentes en el comedor social.
Encontró a Diego pegado al teléfono. Diego le hizo un gesto para que aguardara un instante. Herrera lo miró mientras esperaba a que colgara. Le pareció que Bedia había adelgazado en los últimos días, o tal vez era aquella perilla que se había dejado crecer. De pronto, Diego le pareció uno de esos seductores italianos de grandes ojos negros, muy masculinos y siempre dispuestos a ir detrás de la primera chica que cruzara por delante de su motocicleta. Sin saber por qué, se lo imaginó en Nápoles o en una ciudad costera de Italia contemplando el mar, remangado y sonriente. La idea estuvo a punto de hacer que sonriera, pero logró evitarlo.
—Era Clara Estévez —dijo Diego al colgar el teléfono.
Tomás, que seguía dentro de su particular fantasía, tardó unos segundos en caer en la cuenta de que Clara Estévez era la antigua amante de Sergio Olmos y también su exagente literaria; la misma que, según el escritor, le había robado una novela, la había publicado con su nombre y se había forrado ganando un premio literario. Pero no olvidaba lo más importante para el caso: Clara Estévez era la única persona que, según Sergio, conocía la clave de acceso a su ordenador.
—¿Y qué dice?
—Que no tiene ningún problema en venir y colaborar en lo que pueda —respondió Diego—. Ni siquiera hizo falta que le recordara que podría ser citada por el juez si fuera preciso.
—¿Qué te pareció?
—Sorprendida. Dijo que no tenía ni idea de todo este asunto y que hace tiempo que ella y Sergio Olmos no se ven. Afirma que no sabía que Sergio estuviera en Inglaterra.
—¿Cuándo vendrá?
—Tratará de estar aquí mañana.
Salieron de la comisaría y caminaron hasta la iglesia de la Anunciación. Diego miró hacia el cielo.
—Panza de burra —dijo.
Herrera gruñó y meneó afirmativamente la cabeza. Otro día gris en la recta final del verano más desconcertante que recordaban en la ciudad, y no solo por la climatología.
Una de las ventajas de vivir en una ciudad de poco más de cien mil habitantes era que se podía prescindir del coche muchas veces. Las distancias no eran largas, y a veces era más rápido ir a pie que en un vehículo. Muchas calles eran estrechas, existían graves problemas de aparcamiento y había momentos del día en que se organizaba un pequeño caos en varios puntos de la ciudad al mismo tiempo. Además, desde la comisaría hasta la Oficina de Integración no había más de dos kilómetros de distancia.
Alrededor de la iglesia de la Anunciación había una zona ajardinada donde solían apostarse emigrantes que trapicheaban con droga, buscadores de fortuna y paseantes con sus perros. Los dos policías barrieron la plaza con la mirada, enfocaron con ojos de experto a los camellos y drogadictos, pero pronto todo su interés se centró en un hombre alto, vestido con un impecable traje de color negro y una impoluta camisa blanca. Los dos se dieron cuenta de que Sergio dudó por un instante al verlos. Tal vez, incluso, pensó en fingir que no los había visto, pero le fue imposible.
—¡Caramba, el escritor! —bromeó Tomás Herrera.
—¿Qué hace por aquí? —quiso saber Diego.
Sergio dudó. Podía responder cualquier cosa, pero comenzaba a estar cansado de tener que dar explicaciones por cada paso que daba o sobre las cosas que sabía o intuía. No era culpable de nada y nada tenía que ocultar.
—Si no les importa, preferiría que me tutearan. —Su tono era educado y trató de que pareciera también sereno—. Ya que, supongo, vamos a tener que hablar con frecuencia, sería más cómodo dejar las formalidades.
Los dos policías guardaron silencio y Sergio interpretó que no se oponían a su propuesta.
—He estado dando una vuelta por el barrio —confesó— y he visitado el lugar donde apareció muerta esa mujer.
—¿Ha descubierto algo, Sherlock Holmes?
Sergio se sintió molesto con la nueva pulla de Tomás Herrera, pero trató de no aparentarlo.
—Me temo que no. Además —dijo, fijando su mirada en Herrera—, tienes que saber que no creo tener ningún don especial para la deducción. No soy Holmes. Solo soy un lector apasionado de sus historias y con buena memoria.
—Y también tienes que ser alguien con enemigos muy peligrosos —dijo Diego, empleando el tuteo por vez primera—. ¿Quién te puede odiar tanto como para retarte en un duelo como el que se plantea en la carta que te entregaron?
—No lo sé —admitió Sergio.
—Tal vez te convendría —Tomás Herrera se corrigió—, nos convendría a todos, que hicieras memoria para ver a quién has podido ofender tanto como para que plantee un juego tan macabro como este.
Por primera vez, Sergio sintió que el inspector jefe no se burlaba de él, sino que le hablaba en confianza, como si no dudara de su palabra ni lo viera ya como un sospechoso. Quizás, pensó, lo había juzgado mal.
—¿Puedo preguntar qué hacéis por aquí? —Sergio no sabía si era prudente ir más allá en la recién adquirida camaradería con los dos inspectores—. Espero que no se haya producido un nuevo crimen.
Los dos inspectores lo miraron asombrados.
—¿Por qué preguntas eso? —quiso saber Diego.
—Es 8 de septiembre —recordó Sergio—. El segundo crimen de Jack, el de la prostituta llamada Annie Chapman, tuvo lugar un día como este. No olvidéis que la muerte de Daniela ocurrió el 31 de agosto, el mismo día en que Jack asesinó a Mary Ann Nichols.
Diego lamentó no haber seguido leyendo el resto del voluminoso informe que le habían entregado sobre los crímenes de Jack.
—Pues no —respondió Herrera—. No hay más crímenes, de modo que siento estropear tu fantasía sobre un criminal en serie.
—Ojalá estés en lo cierto —dijo Sergio—. De haber sucedido, el crimen habría tenido lugar de madrugada.
—Evidentemente, esto no es Whitechapel ni estamos en el siglo XIX —aseguró Diego—. Nadie en su sano juicio puede pretender emular a un criminal como aquel en nuestros días. Este barrio no tiene nada que ver con el East End del Londres victoriano ni nosotros somos tan incompetentes como demostraron serlo los policías entonces.
—Tenían menos medios —recordó Sergio.
—Desde luego que sí —concedió Diego—, pero parece que la teoría del asesino en serie inspirado en Jack se desvanece, ¿no?
Sergio debía reconocer que eso era cierto, salvo que el primer asesinato se hubiera cometido el día 31 de agosto por pura casualidad, aunque, sin saber por qué, no lo creía posible.
—¿Y qué os trae por aquí?
—Vamos a la Oficina de Integración que el ayuntamiento tiene en el barrio para atender a los inmigrantes. —Diego miró a Tomás Herrera para ver qué cara había puesto al escuchar la confidencia que acababa de hacer a Sergio. Le pareció que el gesto de su superior no era desaprobatorio, de modo que se atrevió a ir más lejos—. ¿Quieres venir con nosotros?
Tomás Herrera miró a Diego como si no hubiera comprendido bien lo que había dicho, y Sergio se mostró a la par aturdido y agradecido por la confianza que le otorgaba Diego. Y antes de que Herrera pudiera abrir la boca, aceptó acompañar a los dos policías.
Cristina Pardo estaba cansada, no había dormido bien en los últimos días y, cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Daniela Obando aparecía en su mente. El día anterior, María había sido la primera en llegar a la oficina y se había encontrado con pintadas en las que se arremetía contra los inmigrantes y también contra ellas. Las llamaban putas y antiespañolas. El ambiente en el barrio se iba enrareciendo cada vez más.
Sin embargo, quien había muerto no era un español, sino una pobre viuda hondureña cuyo marido había fallecido en un accidente laboral cuyo único culpable era su jefe, puesto que sus empleados se veían obligados a trabajar sin las normas de seguridad exigidas en una empresa de trabajos Verticales. Y el jefe del difunto esposo de Daniela era español, no inmigrante.
Resultaba extraordinario el modo en el que se interpretaban los acontecimientos: las víctimas eran consideradas culpables. Por lo que ella sabía, la policía no tenía aún prueba alguna que concluyese que aquel crimen era obra de un extranjero.
—¿Conoces a esos?
La pregunta de María sacó a Cristina de sus cavilaciones. Habían entrado tres hombres en la oficina. De inmediato reconoció al inspector Diego Bedia, el novio de Marja. Había hablado con él en la comisaría el día en el que acompañó a Ilusión a declarar sobre lo que había visto la noche en que Daniela desapareció. Los otros dos hombres le resultaban totalmente desconocidos. Uno de ellos tenía el pelo gris cortado al estilo militar, parecía algo mayor que Diego, era alto, de cara angulosa y porte atlético. Pero toda su atención se centró en el tercer hombre. Era más alto que Bedia y un poco menos que el hombre del pelo gris. Vestía de un modo elegante, con traje negro y camisa blanca. Ropa de marca, pensó. Tenía el cabello castaño, un poco largo para el gusto de Cristina. Las entradas hacían que su frente pareciera más amplia.
—Somos los inspectores Bedia y Herrera —dijo el hombre del cabello gris—. ¿Podemos hablar con la persona responsable de la oficina?
María se había adelantado a Cristina y saludó a los recién llegados. Al saber que se trataba de policías, María se mostró menos locuaz que de costumbre, pero aun así Cristina se percató del modo en que su amiga miraba al inspector Herrera. Trató de no enrojecer, como siempre le ocurría en situaciones como aquella.
Sergio se quedó en un prudente segundo plano cuando los dos policías se presentaron. Mientras Herrera saludaba a una joven morena, de amplia sonrisa y caderas generosas, su mirada se posó sobre una chica que estaba sentada en un escritorio al fondo de la sala. Era rubia, media melena, ojos claros y expresión dulce.
A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, la cara de Cristina se encendió. Y roja como estaba, sostuvo cuanto pudo la mirada del hombre del traje negro. Cuando comprendió que no le quedaba más remedio que salir al encuentro de los recién llegados, dado que ella era la responsable de la oficina, salió de detrás de su escritorio y trató de parecer lo más serena posible.
—Señor Bedia —dijo, extendiendo la mano en dirección a Diego—, nos conocimos hace unos días en la comisaría, cuando acompañé a Ilusión y a Marja.
Diego la reconoció de inmediato. ¿Quién podría olvidar a aquella chica? Era alta, de cuerpo bien proporcionado y mirada limpia. Marja le había hablado de ella después de su encuentro. Por lo que sabía, sentía su trabajo como una pasión. Aquel puesto parecía irle como anillo al dedo, y se había convertido en uno de los apoyos básicos de Baldomero, el cura joven, para dar vida y sostener el comedor social. Marja le había dicho que había nacido en aquel barrio, que su familia era modesta y que (eso se lo dijo entre risas, por si estaba interesado) Cristina era soltera.
—Claro que la recuerdo. —Diego trató de rehacerse tras mirar a los ojos a la chica, que parecía visiblemente ruborizada.
Le presentó a Tomás Herrera y le explicó el motivo de su visita: que habían hablado unos días antes con el párroco Baldomero a propósito de si Daniela Obando frecuentaba o no el comedor social; que el cura les dijo que sí, que solía ir por allí en ocasiones; que le habían preguntado al sacerdote si solo frecuentaba el comedor la población inmigrante y que Baldomero había explicado que también iban algunos vecinos del barrio que eran españoles, pero que era una minoría; y que les confesó que la Oficina de Integración le había proporcionado un listado de personas que se encontraban en situación de mayor necesidad en el barrio y eran las que, de un modo prioritario, recibían las raciones que se cocinaban en la Casa del Pan.
—Nos preguntábamos —intervino Herrera— si sería posible tener una copia de ese listado. —Al ver el gesto de duda que se dibujó en la cara de Cristina, se apresuró a argumentar su petición—: Tal vez encontremos alguna relación entre Daniela y alguien que figure en esa lista y nos pueda abrir una nueva línea de investigación.
Cristina sabía que no podía negarse a dar esa información, pero lo lógico era que la petición se cursara de un modo oficial a la alcaldía. Mientras buscaba las palabras adecuadas para dar una respuesta que no se malinterpretara como falta de colaboración por su parte, reparó en que el hombre del traje negro se había quedado discretamente apartado y la miraba de soslayo.
—Disculpe, ¿usted también es policía? —Cristina había hecho acopio de todo su valor y miró directamente a los ojos al hombre silencioso. Su mirada verde le gustó.
—¡Oh, no! —Sergio sonrió. Se acercó a Cristina y le ofreció su mano—. No soy policía, me llamo Sergio Olmos. Soy…, bueno, he acompañado a los inspectores por casualidad.
María, que no perdía detalle de nada de cuanto allí ocurría y que parecía haber prestado tanta atención al hombre del cabello gris como el policía a ella, captó las miradas entre el tal Sergio y Cristina, y sonrió satisfecha.
—Verán —Cristina miró a los policías—, no tengo el menor inconveniente en facilitarles ese listado, pero, como comprenderán, debo estar autorizada para ello. Lo idóneo sería que cursaran una petición a la alcaldía y, una vez reciba una resolución que me lo ordene, les facilitaré la documentación que precisen.
—¿Saben ya algo de quién pudo matar a Daniela? —María miró en exclusiva a Tomás Herrera. La predicción de Graciela anunciándole que conocería a un hombre mayor que ella había comenzado a sonar con intensidad en su cabeza.
—Me temo que no podemos decir nada sobre la investigación —respondió el inspector jefe, lanzando una sonrisa bobalicona a María.
—Haremos lo que nos dice —anunció Diego—. Solicitaremos la documentación a la alcaldía.
Los policías saludaron de nuevo a las dos mujeres y Tomás Herrera sonrió ampliamente a María. Sergio estrechó la mano de ambas sin poder evitar preguntarse qué edad tendría Cristina. Los dos se miraron a los ojos durante el apretón de manos.
Raisa odiaba a las prostitutas. Si ella, su marido Serguei y los dos niños habían ido a parar a aquella habitación de alquiler en el corazón de un barrio oscuro y sucio, había sido por mala suerte y porque la vida puede ser muy perra en ocasiones. Su padre había sido un hombre fuerte del Partido Comunista en la antigua Unión Soviética y había favorecido desde los resortes del poder la carrera musical de Raisa y de su joven esposo. Ambos gozaban de prestigio como intérpretes de violín y tenían una vida que parecía inmejorable.
Pero la disolución de la Unión Soviética en los estertores del año 1991 significó el comienzo del fin. Muchos funcionarios del Partido Comunista cayeron en desgracia, y el padre de Raisa fue uno de ellos. Aunque ella se tapó los ojos y los oídos durante buena parte de su infancia y de su juventud porque intuía que conocer bien a su padre podía resultar doloroso, otras personas conocían muy bien qué clase de cabrón había sido Yegor Soloviov, y cuando tuvieron la más mínima ocasión cayeron sobre él y sobre su familia.
Yegor Soloviov fue asesinado una noche cuando regresaba a su casa. Como había enviudado tres años antes, su esposa no tuvo que fingir llorando ante el ataúd de un hombre que había finalizado muchas noches sus borracheras golpeándola mientras la pequeña Raisa se tapaba con las mantas para no escuchar nada.
A pesar de todo, Raisa amaba a su padre, de modo que fue ella quien lloró su muerte y trató de exigir una justicia que nunca llegó. Antes al contrario, ella y su marido comenzaron a ver cómo se les cerraban todas las puertas. Los contratos que tenían firmados se convirtieron en agua de borrajas y los dos músicos decidieron un día abandonar el país.
Su vida con Serguei arrojaba este balance: en el haber estaban sus dos pequeños, de siete y cinco años; en el debe, todo lo demás. Y no es que Serguei fuera un mal marido, pero la vida había sido demasiado injusta con ellos hasta abocarlos a vivir en aquel piso miserable donde se cruzaba con putas de cualquier país.
Raisa odiaba a las putas. Muchas habían elegido vivir así; ella no. Pensó en Serguei. Debería haber regresado ya a casa. Eran más de las doce de la noche, y ella tenía que levantarse en tan solo unas horas para ir a trabajar. Raisa era una de las limpiadoras que tenía contratadas un salón de juego enclavado en el barrio.
Se removió inquieta en la cama. Serguei había perdido pelo, estaba más delgado que cuando lo conoció, pero conservaba aquel don para tocar el violín y para trabajar la madera con un simple cuchillo. Cada vez que una de aquellas mujeres se cruzaba en su camino, Raisa sentía celos. Casi todas eran más jóvenes que ella, que había llegado ya a los cuarenta años, y sus pechos parecían mucho más caídos si los comparaba con las hermosas tetas, turgentes y juveniles, de aquellas sudamericanas que iban y venían por el barrio. Se preguntaba si su marido las miraba cuando ella no estaba delante. Se preguntaba si había mirado también a Daniela, la hondureña que había vivido en el mismo piso que ellos. Raisa odiaba a las putas.
Yumilca Acosta había tenido aquella tarde un cliente especial, de esos que están de paso por la ciudad, que llaman a los teléfonos que aparecen en la sección de relax de los periódicos y que piden compañía. El tipo pagó el taxi y el servicio, más un suplemento por el desplazamiento de la chica. Total, doscientos euros le había costado la broma al gordito que se había follado. Un tipo casi calvo, pene pequeño, pelo en la espalda y culo más blanco que la leche. Pero al menos había sido educado, incluso había hablado con ella no como si fuera una prostituta, sino como una mujer. Se mostró considerado, aunque pronto evidenció que no era un atleta del sexo. Luego se durmió como un lechoncillo sobre los pechos de Yumilca, a quien el colchón le pareció cómodo y cerró los ojos plácidamente. Cuando los abrió, descubrió que llevaba cuatro horas en aquella habitación, había oscurecido y llovía suavemente. El gordito roncaba sobre su teta izquierda. Lo levantó con cuidado para no despertarlo, y se metió en la ducha. Después, se vistió y se puso unos zapatos de tacones enormes que montaron el suficiente revuelo para que el hombre del pene pequeño se despertara.
El tipo se puso las gafas —usaba unas de pasta negra bastante anticuadas —y se sorprendió al ver que llevaba dos horas con la joven mulata. Le iba a costar una fortuna, pensó.
Yumilca siguió el curso de los pensamientos del cliente con enorme facilidad. Los tenía calados a todos, pensó. De todas formas, aquel hombre la había tratado bien, de modo que no quiso abusar de él.
—No te preocupes por el dinero, mi amor —le acarició la papada—. Ya me pagaste suficiente.
Y se marchó.
A pesar de la lluvia, Yumilca se animó a caminar. Estaba contenta. Había pensado no regresar aquella noche al club. Se metería pronto en la cama, decidió, y dormiría hasta bien entrada la mañana. De modo que cogió su teléfono móvil y llamó a Felisa Campo, la dueña del club en el que trabajaba. Sí, le dijo, había acabado el servicio en el hotel. Le pidió permiso para irse a casa. No se encontraba bien, mintió a su dueña, y Felisa la creyó. Yumilca le dio las gracias y siguió moviendo ostentosamente su trasero de camino a casa.
Media hora más tarde había llegado al barrio. De pronto, tomó la decisión de invitarse a sí misma a un trago. Entró en un garito que conocía y se sorprendió al verlo lleno. Estaba acostumbrada a ir a esos locales a una hora mucho más tardía. Miró el reloj. Eran más de las doce de la noche.
Un tipo mostraba unas tallas hechas en madera a los clientes tratando de vender alguna. Yumilca lo había visto por el barrio alguna vez en compañía de una mujer alta, rubia y con cara avinagrada. Las tallas eran muy buenas, pensó, pero el tipo no parecía tener mucho éxito como vendedor.
Cuando pidió un ron con Coca-Cola, Yumilca Acosta desconocía que aquella sería la última noche en que sería vista con vida.
Sergio había cenado solo en el restaurante del hotel. No había visto a Marcos en toda la tarde porque tenía que cerrar algunos negocios de la zapatería en la capital. Guazo había tomado con él un café y Sergio le contó su visita a la Oficina de Integración con los dos policías, pero no se atrevió a hablarle de Cristina Pardo. El resto de la tarde lo había pasado en la habitación releyendo los informes que años antes había elaborado en el Círculo Sherlock sobre los crímenes de Jack el Destripador. Guazo le había hecho una fotocopia de los suyos y comprobó que algunos datos habían sido actualizados incorporando hipótesis e informaciones que habían salido a la luz en los últimos años.
No había tardado mucho en refrescar su memoria, que, a pesar de que los años iban notándose en tantas cosas, seguía siendo magnífica. Tal vez no estaba tan entrenada como en los tiempos del Círculo Sherlock, pero todavía era excelente.
Desde que se planteó la posibilidad de que algún loco hubiera pretendido emular a Jack en el crimen de Daniela, Sergio había temido la llegada del día 8 de septiembre. Si aquella hipótesis era cierta, en la madrugada de aquel día debía haber aparecido un nuevo cadáver, pero los policías no habían dicho nada de eso, y las televisiones y las emisoras de radio habían desplazado el caso de Daniela hacia el final de sus informativos o, incluso, ni siquiera lo mencionaban ya.
El cuerpo de Daniela había aparecido en la madrugada del día 31 de agosto, el mismo día en que Jack asesinó a Mary Ann Nichols. El segundo asesinato atribuido a Jack tuvo lugar en la madrugada del día 8 de septiembre. Su víctima fue Annie Chapman, pero era evidente que quien cometió el crimen de Daniela no había podido o no se había atrevido a llevar a cabo un nuevo asesinato ahora que la policía había incrementado su presencia en el barrio de forma evidente.
Sergio dio el último sorbo a su café y se dirigió a su habitación. Miró por la ventana y vio que seguía lloviendo. Aquella ciudad cada vez le parecía más inhóspita y fría.
—Señor, han dejado esto para usted. —El recepcionista agitó un sobre.
Sergio quedó atornillado al suelo. El sobre era exactamente igual al que le habían entregado en Baker Street hacía ya un par de semanas.
—Señor, es para usted —insistió el recepcionista.
Sergio se acercó al mostrador conteniendo la respiración. Cogió el sobre como si se tratase de un artefacto que estuviera a punto de explotar.
—¿Quién lo ha dejado?
—No lo sé, señor —confesó el recepcionista—. Entré en la oficina unos minutos y cuando salí alguien lo había dejado encima del mostrador. Como pone a su atención…
Sergio llegó a duras penas hasta el ascensor. Pulsó el número tres y llegó a su habitación. Dejó el sobre encima de la cama y lo miró largo rato sin saber qué hacer. ¿Debía llamar al inspector Bedia antes de abrirlo? Tal vez hubiera alguna huella, algún indicio que sirviera para desenredar el lío en el que alguien lo estaba metiendo. Abrió el mueble bar y estudió su contenido. Echó mano de un botellín de ron, lo abrió y se lo bebió de un trago. Después, rasgó el sobre con cuidado. De su interior cayeron cinco pétalos de violeta. Había también una nota. Sergio la leyó en voz alta:
¿Quién la tendrá?
Debajo de tan lacónico mensaje había un círculo de color rojo.