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7 de septiembre de 2009

Para imaginarse el ambiente que se vivía en la comisaría tal vez sería apropiado fantasear con la idea de ser los vecinos de un volcán que se creía extinto desde hacía cientos de años y que un mal día descubren que está a punto de entrar en erupción. La tensión de la comisaría que dirigía el comisario Gonzalo Barredo era similar. Todo el mundo iba y venía, las órdenes circulaban veloces, y los gritos que ocasionalmente se proferían en los despachos se escuchaban con inquietante claridad fuera de ellos.

Sergio, Marcos y José Guazo atravesaron aquel ambiente espeso con cautela. Sergio no podía dejar de recordar las insinuaciones que el inspector jefe Tomás Herrera había deslizado la última vez que estuvo allí, como si él hubiera tenido algo que ver con aquel crimen. Aunque mirándolo con frialdad, pensó, era lógico que aquel policía lo estudiara con desconfianza. Después de todo, la carta que había recibido y entregado a la policía era una de las principales líneas de investigación, y eso lo situaba en un primer plano que no le agradaba en absoluto.

La antesala del despacho de Diego Bedia estaba desierta. Ni Meruelo ni Murillo, los dos cancerberos del inspector, se encontraban allí. Bedia salió a recibirlos mostrando un aire sombrío.

—No tengo mucho tiempo para atenderles. —Su tono era cortante—. Si viene a por su ordenador —añadió, mirando a Sergio—, aún no lo tengo, pero creo que en un par de días le será devuelto.

—No, no es por eso por lo que venimos. —Sergio trató de sonreír para rebajar la tensión—. Es por otra cosa.

Diego señaló unas sillas y los cuatro tomaron asiento.

—Ustedes dirán.

—El otro día, cuando estuve aquí con usted y con su superior, les pregunté si la mujer asesinada tenía entre sus ropas un peine, un pañuelo blanco y un pedazo de espejo roto. —Sergio miró directamente a los ojos al policía—. Me dijeron que no, pero supongo que, a la vista de lo que dice la prensa, me mintieron también.

Diego se removió en su asiento.

—Si han venido aquí a insultar o a hacer reproches sin fundamento, tal vez me vea en la obligación de recordarles dónde se encuentran y con quién están hablando. —Sus ojos negros echaban chispas—. Tengo suficiente trabajo como para que vengan ustedes con tonterías.

—No lo son —intervino Marcos—. Mi hermano les hizo esa pregunta por algo muy sencillo: Mary Ann Nichols, la primera (o la tercera, según algunos) víctima de Jack el Destripador fue encontrada muerta con todas las ropas que tenía, algo frecuente entre aquellas mujeres que carecían de casa propia, y entre sus pertenencias había un sombrero de paja forrado de terciopelo negro, un peine, un pañuelo blanco y un pedazo de espejo roto.

—Díganos, inspector —añadió Guazo—, ¿tenía esa mujer esos objetos encima?

Diego se pasó la mano por la incipiente perilla que se estaba dejando crecer. Marja se había mostrado encantada con la idea y le gustaba acariciar la rasposa superficie.

—Sí, tenía esas cosas en los bolsillos, pero no les dimos la menor importancia —admitió Diego—. ¿A quién se le iba a ocurrir que estábamos ante un chiflado que se cree Jack el Destripador?

—En realidad, no es exactamente igual a Jack. —Sergio entregó una carpeta al policía—. Tal vez le interese leer esto.

Diego iba a preguntar qué nuevo misterio era aquel, cuando entraron en el despacho Murillo y Meruelo en compañía de un sujeto tripudo, de cara sonrosada y aspecto de hombre poco inteligente. Los dos policías se detuvieron bajo el dintel al ver que Diego tenía compañía, pero el inspector los invitó a entrar. Sin embargo, las sorpresas no habían hecho más que empezar.

—¡Joder! ¡Joder! —exclamó el recién llegado—. ¿No te jode? ¡Los hermanos Olmos!

—¿Tomás? ¿Tomás Bullón? —Marcos se levantó y abrazó al desconocido.

Tomás mostraba un aspecto poco aseado, vestía una chaqueta de tweed raída en las coderas y una camisa de pequeños cuadros azules que se abombaba escandalosamente en la zona abdominal. El pantalón vaquero le quedaba demasiado justo y parecía que tuviera dificultad para respirar embutido en él.

—¿Se conocen? —preguntó Diego.

—Naturalmente —respondió Guazo—. Tomás formó parte del Círculo Sherlock. —Se levantó y abrazó al periodista.

Diego comprendió entonces por qué razón el nombre de aquel tipo le había resultado familiar cuando leyó el artículo del periódico.

—¡Joder! ¡Joder! —El vocabulario del periodista no parecía muy amplio—. ¡El bueno del matasanos! ¡José Guazo!

El ambiente en el despacho parecía el propio de una fiesta, al menos entre los cuatro antiguos compañeros de aventuras universitarias. Diego Bedia los observó con atención sin poder evitar establecer relaciones. No podía ser casualidad que uno de ellos hubiera recibido aquella carta extravagante en Londres, cifrada según un código que aparecía en las aventuras de Sherlock Holmes, ni que la única persona que conocía la clave de acceso al ordenador en el que se escribió aquella carta fuera la antigua compañera sentimental de Sergio Olmos; una mujer que había tenido relaciones con otros miembros de aquel club de estudiantes al que todos pertenecieron. Y ahora, para colmo, aparecía aquel periodista escribiendo un artículo sensacionalista pero cargado de información veraz. Y, por último, estaba el nada desdeñable dato de que Jaime Morante, que pretendía ser alcalde de la ciudad, hubiera formado parte del mismo círculo y anduviera por ahí dando mítines en los que ponía a caer de un burro a los inmigrantes. Y había un dato más que le habían aportado Murillo y Meruelo en sus investigaciones: resultaba que el mayor de los dos hermanos, Marcos, y el médico, Guazo, formaban parte de la Cofradía de la Historia, de la cual eran también miembros el propio Morante y el cura don Luis, que había sido visto en el barrio donde vivía Daniela Obando la misma noche de su desaparición. Y lo más curioso era que el cura lo había negado.

Diego miró con atención a Marcos y a Guazo y repasó mentalmente el informe que habían elaborado sus hombres. Marcos Olmos era un hombre peculiar. A tenor del informe que tenía sobre él, había abandonado los estudios universitarios para cuidar de su madre y velar por el negocio familiar tras el súbito fallecimiento de su padre. Saneado el negocio, había opositado a una plaza como administrativo en el ayuntamiento y había realizado el examen más espectacular que se recordaba. Nadie entendía el motivo por el cual no había mostrado jamás deseo alguno de mejorar laboralmente. Tras la muerte de su madre, vivía solo en el antiguo piso familiar. Disfrutaba de una posición económica holgada y no se le conocía pareja estable alguna.

En cuanto a Guazo, sabían que era viudo. Su mujer había fallecido en un accidente de tráfico hacía unos años. El matrimonio no tuvo hijos y el médico se entregó en cuerpo y alma a su trabajo. Al parecer, desde hacía unos meses, junto con otros dos médicos, prestaba servicios gratuitos en la parroquia de la Anunciación después de que Baldomero, el cura más joven, lo hubiera ganado para su causa.

—Señores, creo que deberán dejar su emotivo encuentro para más tarde —dijo el inspector—. Me gustaría hablar con el señor Bullón a solas.

El periodista parecía estar encantado de la vida.

—No os preocupéis. —Guiñó un ojo a sus antiguos compañeros universitarios—. Nos vemos más tarde. ¿Sabéis que Morante se presenta para alcalde? —Sin esperar la respuesta de sus amigos, añadió—: ¡Joder! ¡Joder! ¡Esto es increíble! He quedado con Morante para cenar. ¿Os apuntáis?

—Le repito que lo que tengan que hablar sobre su vida privada lo hagan fuera de aquí —intervino Diego.

—Léase esos documentos. —Sergio señaló el dossier que el inspector había dejado sobre su mesa.

Diego los miró con curiosidad. ¿Qué clase de historia sería aquella?

Murillo, Meruelo y Bedia apretaron las tuercas al periodista todo cuanto pudieron, pero resultó ser un hueso más duro de roer de lo que podría suponerse al ver su aspecto. El tipo tenía callos y escamas suficientes. Por lo que sabían de él, a Tomás Bullón lo había dejado su mujer un par de años antes. Tenía una hija menor de edad, y debía pasar una pensión a su exmujer que dejaba muy menguada su economía. Pero un par de libros transgresores sobre los movimientos neonazis y sobre las mafias de la prostitución lo habían aupado en los últimos meses a puestos nobles en las listas de libros más vendidos. Esos éxitos editoriales le habían reportado un dinero que había logrado detener la hemorragia que padecían sus finanzas. Bullón no trabajaba para ningún medio concreto, sino que vendía al mejor postor sus historias. Vivía en Barcelona y tenía ciertos problemas con la bebida, lo que le había puesto en situaciones realmente comprometidas en varias ocasiones.

Bullón se mostró sereno y rocoso durante el interrogatorio.

¿Cómo había obtenido la información que había publicado? ¿Acaso tenía algo que ver con aquel crimen? ¿Por eso sabía los detalles de las heridas que tenía la víctima? Los policías tensaron y aflojaron la soga. Lo presentaron como uno de los principales sospechosos, dada la información que manejaba. Los beneficios que le iba a reportar, sin duda, el haber sido el primer periodista en sacar a la luz aquellos detalles no hacían sino apretar más la cuerda alrededor de su cuello. Tenía un móvil para cometer el crimen, le dijeron. De hecho, todos lo habían visto en la televisión mientras lo entrevistaban en varías cadenas, seguramente después de haber percibido un buen pellizco. Pero ni las amenazas ni las lisonjas parecían afectar a Tomás Bullón lo más mínimo. Dejó a buen recaudo la identidad de su informador, se encastilló en la idea de que había ido a la comisaría en señal de buena voluntad y que podía marcharse de allí cuando le diera la gana. Añadió que esperaba que por el bien de la ciudad dejaran de perder el tiempo con él y salieran a la calle en busca del criminal que se creía Jack el Destripador.

Diego comprendió que no sacarían nada en limpio de aquel hombre de aspecto sucio y desagradable. Después de casi una hora de interrogatorio, lo dejó marchar, pero le pidió a Meruelo que no lo perdiera de vista.

Cuando se quedó solo, reparó en la carpeta que Sergio Olmos le había entregado. Al abrirla, descubrió que contenía un amplio dossier dedicado a los crímenes de Jack el Destripador. Picado por la curiosidad, abrió el capítulo dedicado a la muerte de Mary Ann Nichols.

31 de agosto de 1888. Buck's Row.

Mary Ann (Polly) Nichols nació el 26 de agosto de 1845 (tenía cuarenta y cuatro años en el momento de su muerte) en Shoe Lane. Su padre era Edward Walker, un cerrajero-herrero, y su madre se llamó Carolina. Contrajo matrimonio con William Nichols el 16 de enero de 1864. Parece ser que ofició la ceremonia el vicario Charles Marshall, en Saint Bride's Church.

Fruto de aquel matrimonio nacieron cinco hijos: John Edward, Percy George, Alicia Esther, Eliza Sarah y Harry Alfred.

William y Mary se separaron en 1881 debido a que ella tenía adicción a la bebida y ejercía como prostituta. Él dejó de pasarle la pensión de cinco chelines en 1882. No obstante, el padre de Polly declaró en su momento que la separación se debió a que William había tenido una relación extramatrimonial con una enfermera que cuidaba de Mary Ann durante su último parto, extremo este que William no negó, pero aseguró que no fue el motivo de su separación, sino el hecho de que su esposa ejerciera como prostituta. La última vez que ambos se vieron fue en 1886, con motivo del entierro de uno de sus hijos.

Tras su separación, Mary Ann vivió un tiempo con su padre, pero su afición al alcohol los separó para siempre. Polly mantuvo después una relación con un herrero llamado Thomas Dew, quien también la abandonó alrededor del mes de octubre de 1887. Desde entonces, malvivió en asilos y casas de hospedaje como Lambeth Workhouse, asilo del número 18 de Thrawl Street (Spitalfields), un callejón miserable que unía de este a oeste Commercial Road y Brick Lane. Allí convivió con otra prostituta llamada Emilly Holland.

En mayo de 1888, Mary entró a trabajar como criada en la casa del matrimonio formado por Samuel y Sara Cowdry, en Ingleside, Rose Hill Rd, Wandsworth. Por aquellos días escribió a su padre dándole la buena nueva y mostrándose muy orgullosa de su nuevo empleo. Pero dos meses después los señores la despidieron al descubrir que había robado ropa valorada en tres libras y diez chelines.

El 24 de agosto estuvo en la casa de huéspedes White House, en el 56 de Flower Street, una de las zonas consideradas más peligrosas de la ciudad.

Mary Ann Nichols era una mujer de físico poco agraciado. Medía apenas un metro sesenta, era obesa, tenía los ojos marrones, la tez oscura y el pelo entre marrón y gris debido a las canas. Tenía los dientes decolorados y le faltaban cinco piezas. Presentaba una cicatriz pequeña en la frente desde su infancia.

En la noche del jueves 30 de agosto al viernes 31, el tiempo fue desapacible en Londres. Hubo lluvia, truenos y relámpagos. Jamás se había visto un verano tan terrible como aquel. La oscuridad del cielo se veía tiznada de rojo debido a un incendio que se había declarado en los muelles próximos, en Shadwell.

A las once, Polly Nichols fue vista por Whitechapel Road. A las doce y media regresó al hospedaje del 18 de Thrawl Street, de donde la expulsaron de la cocina alrededor de la una y veinte o dos menos veinte, porque no tenía dinero para pagar. A pesar de ello, pidió que le guardasen una cama y prometió regresar con dinero, al tiempo que se mostró orgullosa de su nuevo sombrero de paja forrado de terciopelo negro.

Al leer aquella referencia al famoso sombrero de paja, Diego no pudo evitar estremecerse. ¿De verdad había un loco en su ciudad que pretendía emular a un asesino en serie de finales del siglo XIX? ¿Hasta dónde sería capaz de llevar su delirio aquel perturbado?

A las dos y media, su amiga Emilly Holland la encontró en la esquina entre Osborn Street y Whitechapel Road. El reloj de la iglesia marcó la hora, razón por la cual después Emilly pudo ofrecer ese valioso dato. Mary estaba borracha y se apoyaba en la pared para sostenerse en pie. Confesó a Emilly que había conseguido tres veces dinero, pero se lo había gastado en bebida. Emilly se ofreció a llevarla al albergue, pero Mary se negó y dijo que iba a buscar dinero de nuevo. La conversación duró alrededor de ocho minutos. Polly se marchó por Whitechapel Road dando tumbos. Fue la última vez que se la vio con vida.

En aquellos días y en aquel barrio terrible, la tarifa de una prostituta oscilaba entre los tres y los cuatro peniques, o incluso era posible comprar sus servicios a cambio de un trozo de pan. Tres peniques era el precio de un vaso de ginebra.

La zona de Spitalfields y Whitechapel se extiende entre Commercial Road y Brick Lane, con la ronda Whitechapel como línea sur, y concurrían en ella los peores albergues y tugurios de Londres. Irónicamente, su epicentro era la iglesia de Cristo, construida en 1729 por sir Nicholas Hawksmoor, uno de los más famosos arquitectos ingleses de su época, y del que se cuentan leyendas que lo vinculan a la masonería o a cultos paganos.

Buck's Row era un callejón empedrado y oscuro en el que había un matadero de caballos. Desde el lugar donde Emilly vio a su amiga hasta aquel callejón la distancia no era mucha. Apenas setecientos metros separaban el recuerdo de Mary Ann viva de su nuevo estado. Buck's Row no era un lugar agradable debido al frecuente olor a sangre y vísceras de animales. Tanto de noche como de día se podían ver matarifes con sus delantales ensangrentados, lo que algunos autores estiman que fue una ventaja para Jack, que pudo pasar desapercibido a pesar de que sus ropas, inevitablemente, debían estar empapadas de sangre. Después del crimen la calle cambió su nombre por el de Durward Street.

Diego se levantó de su sillón y se dirigió a la máquina de café. Murillo y Meruelo habían salido a la calle y de pronto se sintió terriblemente solo. Estuvo tentado de llamar a Marja, pero al final cambió de idea. No quería preocuparla aún más. Volvió a su asiento, tomó un sorbo de café y siguió leyendo.

En el número 22 de Doveton Street, Bethnal Green, vivía por aquel entonces un cochero llamado Charles Cross, quien trabajaba para la firma Pickford's. Los almacenes y cocheras de su empresa estaban en Broad Street, no lejos de Liverpool Street, de manera que cada mañana atravesaba Whitechapel camino de su empleo. Comoquiera que su jornada comenzaba a las cuatro de la mañana, aquel 31 de agosto de 1888 llegó a Buck's Row caminando por Brady Street entre las cuatro menos veinte y las cuatro menos cuarto. Hacía frío a aquella hora y se arrebujaba dentro de su chaquetón mientras se adentraba en el sucio y maloliente callejón. De pronto, un bulto extraño apareció ante sus ojos.

No se había repuesto aún de su sorpresa cuando otro cochero, llamado Robert Paul, entró en Buck's Row procedente también de Brady Street. No hubo necesidad de cruzar muchas palabras. Era evidente lo que tenían ante sus ojos. El cuerpo de una mujer se había cruzado en su camino. Estaba tendida en la acera izquierda, junto a una cuadra. Alguien había levantado su falda y la había dejado allí exhibiendo su intimidad, puesto que no llevaba ropa interior. Cross de inmediato supuso que estaba muerta, pero Paul prefirió agacharse y tocarla para comprobarlo. La desdichada tenía las manos frías y no respiraba.

Los cocheros se dijeron que lo mejor era ir en busca de algún policía. Caminaron por Old Montague y por Brick Lane, y vieron al agente Constable Mizen (número 55 de la División H, de Whitechapel) en el lado oeste del cementerio judío, cerca de Hanbury Street. Los tres regresaron a Buck's Row y, para su sorpresa, descubrieron a dos hombres junto al cadáver. La débil luz de la linterna de Mizen rasgó las tinieblas cuanto pudo, que no era mucho, y descubrieron que los intrusos eran los agentes John Neil (número 97 de la División J) y John Thain (96 de la misma División J), quienes en su ronda se habían tropezado con el cuerpo de Mary Ann. Los dos policías patrullaban en soledad, pero aquel callejón era un punto en el que sus respectivas áreas de vigilancia convergían. Al parecer, Neil había llegado a las cuatro menos cuarto y alumbraba con su lámpara de ojo de buey el cuerpo de la mujer. Lo extraordinario era que la ronda de Neil lo había hecho pasar junto a aquel establo a las tres y cuarto, y entonces no había visto ni oído nada extraño.

Sonó el teléfono y Diego Bedia se sobresaltó. Sintió como si alguien lo agitara y lo sacara de un sueño extraño. Por unos instantes aquel relato lo había transportado a la noche del 31 de agosto de 1888. Le había parecido sentir la fría caricia de la niebla que brotaba del río Támesis, y en su boca se mezcló la saliva con la ceniza procedente de las chimeneas y del incendio de los muelles que se mencionaba en el relato. A Diego incluso le sorprendió que a su alrededor hubiera tanta luz después de haberse transportado a unas calles lóbregas y malolientes.

—Señor, soy Meruelo. —La voz del policía le pareció irreal—. He seguido al periodista y le he visto entrar en el local donde se reúne esa gente de la Cofradía de la Historia. El dueño de la cafetería se llama Antonio Pedraja. —Meruelo pasó las hojas de su bloc de notas y Bedia sonrió ante la meticulosidad de su compañero—. El tipo lleva toda su vida trabajando en cafeterías y parece que ha hecho algo de dinero en los últimos años. Aquí tiene trabajando para él a cuatro personas, y es propietario desde hace tres años. Antes pagaba un alquiler. Por lo que sé, arriba están algunos de los que componen esa cofradía, entre ellos Marcos Olmos y el doctor Guazo, además de otro médico —Meruelo volvió a pasar las hojas de su bloc—, Heriberto Rojas. Y acaba de llegar el político de marras, Morante. ¿Quiere que me quede por aquí?

—Sí, vamos a ver qué hace después Bullón.

—¿Sabe algo de Murillo?

—Aún no, pero espero que averigüe si fue Salcedo el que nos ha traicionado contándole todo lo que sabe al periodista.

Los ojos de Diego se enredaron de nuevo en el segundo artículo que Bullón había dedicado al asunto y se preguntó qué nuevas sorpresas lo aguardaban en los próximos días. Luego, regresó a la lectura del informe.

El cuerpo sin vida de Mary Ann Nichols estaba junto a los establos propiedad del señor Brown, y casi debajo de la ventana de la casa de Emma Green, una viuda que vivía en compañía de sus dos hijos y de su hija. La señora Green declaró no haber escuchado nada anormal aquella noche. Dormía junto con su hija en la parte delantera de la vivienda y se acostó alrededor de las once. Sus dos hijos se habían ido a dormir antes que ella. Otros vecinos de la calle que fueron interrogados declararon también que nada extraño había perturbado su sueño aquella infausta noche.

Sin embargo, lo cierto era que Polly Nichols yacía muerta en la acera. Su cabeza miraba al este. Junto a ella, a su derecha, había quedado el sombrero de paja del que tan orgullosa se había mostrado horas antes en el albergue. Las faldas estaban subidas por encima de sus caderas. Las palmas de las manos se mostraban abiertas, hacia arriba, y los brazos estaban extendidos a lo largo del cuerpo. Los intestinos de la mujer miraban llenos de curiosidad a los dos cocheros y a los tres policías a través de la terrible herida abdominal.

El policía Neil creyó advertir aún cierta temperatura en la víctima, y ordenó a Thain que fuera a casa del doctor Rees Ralph Llewellyn, que vivía en el número 152 de Whitechapel Road. En aquella época, los médicos hacían la función de forenses e incluso tomaban la decisión, que hoy corresponde a un juez previo certificado médico, de trasladar el cadáver. Llewellyn no era un especialista, sino un médico de medicina privada que no formaba parte del grupo de galenos que habitualmente trabajaban para Scotland Yard y que atendían a los agentes en caso de necesidad y acudían a los lugares de los crímenes cobrando por ello una o dos libras por autopsia efectuada. En aquella ocasión se acudió a Llewellyn, simplemente, porque vivía a solo unos trescientos metros de Buck's Row.

Mientras Thain iba en busca del doctor Llewellyn, el agente Mizen fue enviado a por refuerzos a la comisaría de Bethnal Green. Por su parte, el agente Neil inspeccionó la zona. La puerta del establo o almacén junto a la que yacía el cadáver tenía unos dos metros de altura y estaba cerrada. En la acera de enfrente estaba situado el almacén Essex Wharf. Neil llamó a la puerta y salió un hombre llamado Walter Purkins, quien declaró no haber escuchado ruido alguno. Tampoco su mujer ni sus hijos. Se habían acostado alrededor de las once y media.

Para entonces había llegado también el sargento Kirby, que fue el encargado de interrogar a la señora Green, quien vivía en el número 2 de Buck's Row y bajo cuya ventana estaba el cadáver.

Los policías repararon en algunos datos singulares. No se vieron huellas de carro, y les pareció que había poca sangre para el tipo de lesiones que presentaba la mujer. ¿La habían matado allí o la había dejado allí después de asesinarla en otro lugar?, se preguntaron.

Diego interrumpió la lectura. En su caso no había la menor duda de que Daniela Obando había sido asesinada en otro lugar y su cuerpo fue colocado, de un modo que ahora sabía que no era nada casual, en el pasaje donde fue hallada también por un obrero que iba a su trabajo. Había indudables coincidencias, como las heridas que había sufrido la víctima, el día del crimen (31 de agosto), el famoso sombrero de paja (cuya pista se estaba siguiendo tratando de localizar dónde pudo haber sido comprado, aunque de momento no habían tenido éxito en sus pesquisas), la disposición de los brazos a lo largo del cuerpo, la cabeza mirando hacia el este, y sobre todo el sigilo con el que el criminal había trabajado.

El doctor Llewellyn dictaminó que la hora de la muerte se había producido unos treinta minutos antes (sobre las cuatro menos veinte). El cuerpo estaba ya frío cuando él llegó a Buck's Row. En su informe el doctor constató: laceración en la lengua, hematoma en el lado derecho del maxilar inferior (dedujo que tal vez se produjo por un puñetazo o «por la presión del pulgar» del asesino), magulladura circular en la parte izquierda de la cara, y dos cortes en el cuello (una incisión de diez centímetros de largo que comenzaba a dos centímetros y medio por debajo de la mandíbula, bajo la oreja izquierda, y otra que comenzaba también en el lado izquierdo dos centímetros por debajo de la primera y un poco separada de la oreja. Tenía unos veinte centímetros de longitud y atravesó vasos sanguíneos, tejido muscular y cartílago, rozando las vértebras, y finalizó a siete centímetros y medio del lado derecho de la mandíbula).

Realizó una descripción muy vaga de unos cortes abdominales: una incisión irregular en el lado izquierdo del abdomen y tres o cuatro cortes descendentes en el lado derecho, aparte de cortes transversales y pequeños tajos «en las partes pudendas».

Llewellyn llegó a la errónea conclusión de que el asesino era zurdo, imaginando que el ataque se había producido cara a cara con la víctima, de ahí que comenzaran los cortes del cuello de izquierda a derecha. Además, creyó que las heridas mortales habían sido las producidas en el abdomen y que los cortes en el cuello fueron posteriores. Lo pensó porque no observó sangre abundante en el lugar, pero en realidad la mayor parte de la sangre estaba bajo el cuerpo de la víctima, que él no se molestó en mover. Y dictaminó que el arma criminal había sido un cuchillo de hoja larga y muy afilada.

Ahora bien, los datos de la autopsia, practicada al día siguiente (1 de septiembre) han desaparecido, de modo que es muy posible que las informaciones que conocemos no hagan verdadera justicia al horror que los transeúntes que pronto fueron llenando la calle pudieron descubrir.

¿Es casual la desaparición de esos datos? Muchos informes sobre Jack el Destripador se han perdido, al igual que los de otros criminales, pero ¿existe realmente un rippergate?[67] ¿Sabía algo Scotland Yard que se quiso ocultar?

Hay muchos autores que coinciden en el hecho de que era frecuente que se perdieran informes sobre los casos, de modo que se llevaron después a los archivos municipales de Kew. Parece ser que los archivos de los funcionarios se destruían de un modo habitual a finales del siglo XIX cuando cumplían sesenta y un años. Y, por otro lado, la central de Scotland Yard fue destruida parcialmente en un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque existen otras fuentes de información, y algunos autores proponen que tal vez el doctor se autocensura para no dar detalles morbosos durante el juicio. Algunos debaten si las heridas tenían algo que ver con las que habían provocado la muerte a otras prostitutas anteriormente.

Existe cierto consenso entre los especialistas a la hora de afirmar que el asesino de Mary Ann Nichols fue el mismo que después acabó con la vida de las siguientes mujeres. Estiman que la herida abdominal por la que se veían los órganos internos de la mujer hubiera sido la puerta de acceso que Jack emplearía para destriparla tras su muerte, llevándose alguno de sus órganos, como hizo en crímenes posteriores. Pero tal vez en el instante en que iba a proceder a realizar su siniestra tarea escuchó unas pisadas que anunciaban que alguien se aproximaba. Sin duda, el cochero Cross aguó su cruenta fiesta, que hasta ese instante había llevado a cabo con una sangre fría estremecedora y una pericia sospechosa.

Obviamente, el doctor Llewellyn se equivocó al imaginar un asesino zurdo que había matado a su víctima cara a cara asestándole una puñalada en el abdomen. Los especialistas se muestran convencidos de que Jack acechaba a sus víctimas o les proponía relaciones sexuales para, en un momento de descuido, atacarlas por la espalda.

Mary Ann llevaba encima en el momento de su muerte todo cuanto poseía en aquel mundo cruel en el que le tocó vivir. Además del sombrero de paja, una chaqueta marrón que contaba con siete botones de latón, un mantón de franela, un vestido de gasa, dos enaguas, medias negras de algodón, leotardos, un corsé marrón, botas de hombre, un peine, un pañuelo y un pedazo de espejo roto.

¡Un peine, un pañuelo y un espejo roto! ¿En qué clase de locura se había dejado atrapar?, pensó Diego. Sergio Olmos había sospechado que aquellas cosas podían haber aparecido en el cadáver de Daniela Obando, pero ¿cómo iban a imaginar en la comisaría que aquello tenía algo que ver con un crimen que había sucedido en 1888 en Londres? ¿Debía sospechar del escritor por haber deducido aquello con tan pocas pistas como eran las heridas en la garganta y el sombrero de paja del que había hablado la prensa hasta entonces? ¿Sergio era muy inteligente o era un claro sospechoso? ¿Habría escrito él mismo la carta que les entregó?

Ojeó el resto del informe sobre el crimen de Polly Nichols y descubrió que no aportaba mucho más a lo que el propio Tomás Bullón había publicado en la segunda entrega de su gran exclusiva. Tan solo se detuvo en la lectura de algunas noticias de prensa de la época que se habían añadido al dossier y que aparecían traducidas.

Times de Londres, sábado 1 de septiembre de 1888.

Otro asesinato de la peor especie se cometió en las cercanías de Whitechapel en las primeras horas de la madrugada de ayer. El autor y sus motivos siguen siendo un misterio. A las cuatro menos cuarto, el agente de policía Neil pasó por Buck's Row, en Whitechapel, y encontró un cadáver de mujer tendido sobre la acera. Se detuvo para levantarlo creyendo que estaba ebria, y descubrió que le habían cortado la garganta casi de oreja a oreja. Estaba muerta, aunque el cadáver aún conservaba su calor. Buscó ayuda al momento y envió a alguien a la comisaría y a buscar a un médico. El doctor Llewellyn, cuya consulta está a menos de cien metros del lugar, fue avisado y corrió a la escena del crimen. Hizo un examen rápido del cadáver y descubrió que, además del corte en la garganta, la mujer presentaba horribles heridas en el abdomen.

La policía no tiene ninguna teoría sobre los hechos excepto la de que quizá exista una banda de rufianes en el vecindario, que se dedica a hacer chantaje a estas desafortunadas mujeres y se venga de las que no encuentran dinero para ellos. Sus sospechas se basan en que, en menos de doce meses, otras dos mujeres han sido asesinadas en la zona, presentando heridas similares, y abandonadas en la calle a primera hora de la madrugada.

Otros periódicos de la época, como Daily News, Daily Telegraph, East London Advertiser, Echo, Evening News o Star publicaron informaciones similares el día 1 de septiembre y siguieron la noticia en ediciones posteriores. Diego imaginó lo que se les vendría a ellos encima si se producía un nuevo crimen en la ciudad. Por el momento, la historia había tenido una repercusión relativamente importante. Era cierto que la denuncia de Bullón sobre los datos omitidos en la rueda de prensa había atraído a algunos medios nacionales, pero pronto amainaría el temporal. El único peligro era Bullón, que parecía haber olfateado una historia fabulosa en aquel crimen. Pero si se cometía un nuevo asesinato, el barrio se llenaría de periodistas y reinaría un clima de histeria realmente peligroso. Por lo que dedujo de la lectura de aquellos recortes de prensa, el asunto de Jack fue un filón para algunos de aquellos periódicos. El resumen de todo lo publicado, en líneas generales, coincidía con el informe que Sergio Olmos le había facilitado. Sin embargo, hubo dos datos que reclamaron su atención. Por un lado, la mención expresa que se hacía en algunos periódicos a Frederick George Abberline[68], un inspector de Scotland Yard de cuarenta y cinco años de edad sobre cuyas espaldas recayó la dificultosa tarea de coordinar a todas las fuerzas de seguridad implicadas en el caso. Aquella tarea era casi imposible porque todos recelaban de todos, y eso a pesar del enorme prestigio que Abberline tenía en el cuerpo y del conocimiento que poseía de la zona, dado que había servido anteriormente en Whitechapel como inspector de la policía metropolitana.

El segundo dato que le llamó la atención fue el publicado en el New York Times del 1 de septiembre, porque ofrecía una clara discrepancia con todos los demás periódicos, en los que se afirmaba que nadie había escuchado nada sospechoso en la noche del crimen. No obstante, el periódico americano comenzaba su crónica de otro modo bien distinto.

Londres, 31 de agosto.

Un extraño y horrible asesinato tuvo lugar en Whitechapel esta madrugada. La víctima es una mujer que a las tres fue derribada por un desconocido y atacada con un cuchillo. La mujer intentó escapar y corrió unas cien yardas, varias personas que viven en las casas adyacentes oyeron sus gritos de auxilio. Pero nadie acudió a ayudarla…

¿Qué era aquello? ¿Por qué ningún otro periódico citaba a esos supuestos testigos? ¿Acaso fue una deformación de los hechos propiciada por el corresponsal? Diego sintió nacer en su interior la esperanza. Tal vez, se dijo, pudieran encontrar aún a algún testigo.

Todo lo demás, los errores de la policía de la época, su falta de medios y el modo en que se llevó el asunto por parte de aquellos colegas decimonónicos, ya había sido suficientemente aireado en el artículo de Tomás Bullón y Diego prefirió no leerlo. En cambio, trató de situarse en Buck's Row para compararlo con el pasaje de la calle José María Pereda que tan bien conocía. Al imaginar la escena que se encontraron los dos cocheros y los policías, tan parecida a la que él mismo vivió ante el cadáver de Daniela Obando, sintió un terrible deseo de abrazar a Marja. Tan solo unos cientos de metros separaban la casa de su novia de aquel siniestro callejón.