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7 de septiembre de 2009

El barrio estaba consternado. La segunda entrega del reportaje de Tomás Bullón había zarandeado el espíritu de todos sus habitantes, incluso el de los más serenos. Si aquello era cierto, se decían, si aquel periodista no mentía y las circunstancias que rodeaban el crimen de Daniela Obando eran tan parecidas a las del primer brutal asesinato cometido en Londres en 1888 por Jack el Destripador, ¿quién podía decirse a salvo? La policía había ocultado la información, ¿por qué?

En los quioscos de prensa, el periódico que publicaba el artículo de Bullón se había agotado. Se trajeron más ejemplares de otros pueblos, y sobre todo de la capital de la provincia. Los lectores leían con avidez un artículo que provocaba en ellos el terror y el morbo.

Londres. Finales del verano de 1888.

La ciudad era la capital del mundo. Con más de seis millones de habitantes, ninguna metrópoli occidental podía comparársele. Aún resonaban en sus calles los ecos del Jubileo de Oro de la reina Victoria, que había celebrado su quincuagésimo aniversario en el trono el 20 de junio del año anterior. El actor norteamericano Richard Mansfield era aclamado por su extraordinaria representación de El doctor Jekyll y míster Hyde, en el Henry Irving Lyceum. Pero aquel esplendor solo alcanzaba a una parte de la ciudad. Quienes vivían en Chelsea, Kensington, Westminster, Fulham y otros distritos semejantes eran los mismos cuyo pecho henchía de orgullo por los logros británicos. Eran ellos quienes frecuentaban el Parlamento, el Museo Británico o la Galería Nacional. Eran las gentes de Trafalgar o de Charing Cross quienes creían vivir en un país invencible.

Pero había otro Londres. Un Londres que, en cierto modo, se parecía al barrio donde apareció muerta Daniela Obando: el East End.

Con alrededor de dos kilómetros cuadrados, seiscientos mil habitantes y miles de prostitutas, tenía en los barrios de Whitechapel y Spitalfields la sala de máquinas de aquel monstruo donde todo era miseria. Eran los barrios adonde llegaban en aluvión los inmigrantes judíos procedentes del este de Europa, y los irlandeses que habían escapado del hambre producida por la crisis de la patata. La sociedad victoriana llamaba a los habitantes de Whitechapel la «gente del cubo de la basura». Existen informaciones de la época que afirman que en Whitechapel estaban localizados por la policía sesenta y dos burdeles, pero había infinidad de casas donde se ejercía la prostitución y que no eran conocidas.

Las calles estaban mal iluminadas con unas débiles farolas de gas que en aquel dédalo de callejones, patios y pasadizos se encontraban, además, muy alejadas unas de otras. Era allí donde algunas mujeres trataban de sobrevivir vendiendo su cuerpo al mejor postor. Pero no eran solo los marineros de paso y los soldados de permiso sus clientes, sino también los mismos caballeros Victorianos que, al calor de las chimeneas de sus mansiones, las tildaban de «desgraciadas» y rebajaban la condición de la mujer muy por debajo de la del hombre. Las enfermedades, la desnutrición y el alcoholismo delimitaban la esperanza de vida de aquellas infelices…

Cristina Pardo y María, su compañera de oficina y amiga, estaban igual de consternadas que los demás. O más. Después de todo, ellas habían conocido a Daniela, habían hablado con ella en varias ocasiones en la oficina y le habían conseguido algunos trabajos. Sabían que tenía problemas con el alcohol, pero Daniela no se metía en líos. ¿Quién podría haber cometido un acto como aquel?, se preguntaban.

Cristina intuyó que aquel asesinato no traería nada bueno para el proyecto de la Casa del Pan. Eran muchos los vecinos que no veían con buenos ojos a los inmigrantes y, para colmo, aquel político, Morante, azuzaba los ánimos recordando tiempos pasados donde amplias zonas del distrito estaban ocupadas por praderas bucólicas y no por edificios sucios formando calles estrechas y lóbregas. Les hablaba de un tiempo que ya no existía ni regresaría jamás, pero aquel mensaje parecía estar calando entre los mayores y también entre los jóvenes que, desesperados, sin empleo ni posibilidad de construir una vida propia, veían cómo se marchitaban sus ilusiones mientras los inmigrantes comían la sopa boba en la Casa del Pan.

Baldomero le había contado a Cristina la visita que dos inspectores de policía habían realizado a la parroquia. Uno de ellos era el novio de Marja, el mismo que había escuchado el relato de Ilusión. Después de que Baldomero le hubo explicado el motivo de aquella visita de la policía, Cristina imaginó que no tardarían en pasar por la oficina en busca del listado de inmigrantes que frecuentaban el comedor social y que Baldomero prefirió no entregarles.

En cualquier patio oscuro, dando la espalda a su cliente, aquellas mujeres se dejaban penetrar después de levantar las ropas que solían vestir, que eran todas las que poseían y que llevaban puestas, dado que no tenían una vivienda propia donde dejarlas. Llegado el fin de semana, puesto que el sábado solía ser día de cobro, era más fácil conseguir el dinero para malvivir y volver a emborracharse en el Ten Bells o en cualquiera de los otros pubs de una zona que, desgraciadamente, no tardó en hacerse famosa. Se trataba de un área no demasiado grande, donde la distancia entre los dos puntos más alejados no llegaba a los dos kilómetros, y que tenía por arterias principales Whitechapel Road, Whitechapel High Street y Commercial Street. El centro espiritual de aquel infierno era Christ Church.

Don Luis y Baldomero leyeron el periódico con semblante sombrío. Los dos curas habían discutido muchas veces sobre la conveniencia o no del proyecto del comedor social. Don Luis nunca se había posicionado en público en contra de su joven compañero de parroquia, pero Baldomero intuía que a sus espaldas había pulsado algunos resortes del poder político y eclesiástico para echar el cerrojo a la Casa del Pan. Según Baldomero creía, las reticencias del viejo cura no se debían a motivos raciales, sino a su deseo de evitar una fractura entre los feligreses que resultara irreparable.

La mayor parte de los fieles se había posicionado junto al viejo cura, a quien consideraban un referente espiritual desde hacía tanto tiempo que parecía formar parte de la iglesia de la Anunciación desde su misma construcción. En cierto modo, Baldomero entendía a su compañero. Don Luis había nacido en aquella ciudad, conocía a buena parte de las familias, muchas de las cuales tenían hijos en paro o atravesaban una situación económica de extrema dificultad, pero nunca se atreverían a dejarse ver por sus vecinos acudiendo a un comedor de beneficencia.

La fisura social se había trasladado también a la asociación de vecinos. En la junta directiva había división de opiniones. Al contrario de lo que sucedía en la calle, en la asociación la mayoría apoyaba a Baldomero. Eran hombres y mujeres comprometidos con la lucha por los derechos sociales, pero ahora se encontraban enfrentados con algunos de sus vecinos. Sabían que no eran mala gente; tan solo personas que lo estaban pasando mal, y la miseria es mala consejera. Por otra parte, el incansable aumento de la inmigración y la existencia de algunas bandas organizadas en la zona parecían dar la razón a quienes con más pasión se oponían a los inmigrantes. ¿Por qué encontraban tanto abrigo y apoyo entre los poderes públicos?, se preguntaban. ¿Recibimos los españoles idéntico trato o somos los últimos de la fila?, denunciaban.

Baldomero había encontrado pintadas contra la Casa del Pan en varias ocasiones. Era fácil percibir cómo menguaba la asistencia a sus ceremonias, y no le fue difícil establecer relaciones entre su apoyo a los inmigrantes y el pinchazo que un día sufrieron las cuatro ruedas de su coche. Sin embargo, ¿Cristo hubiera repartido los panes y los peces solo a los españoles?

—Lo que no hubiera hecho es dárselo antes a los inmigrantes que a los españoles, sino a la vez —solía responderle don Luis.

—No cerramos la puerta a los españoles —se defendía Baldomero—. Pueden venir igual que los demás.

—¡Qué poco conoces a tus feligreses! ¿Crees que su orgullo les va a permitir venir a un comedor social y compartir mesa con prostitutas y delincuentes?

—Don Luis, usted sabe perfectamente que no es cierto que todos los que vienen al comedor sean ese tipo de personas.

El viejo sacerdote suspiró y se sumergió en uno de aquellos libros suyos sobre la vieja historia de la ciudad.

Prostitutas, obreros e inmigrantes formaban la fauna humana. El escritor Jack London describió el barrio de este modo terrible: «Era una sucesión de harapos y suciedad, de toda la clase de enfermedades, de úlceras, moraduras, indecencia, monstruosidades y caras bestiales». Algunos grupos políticos, como el Partido Radical, que aspiraba a conseguir por aquel entonces la mayoría de los votos en el East End en las inminentes elecciones municipales, denunciaban el abandono al que se sometía a esa zona deprimida de Londres por parte de las autoridades.

Jaime Morante tomaba un café con Toño Velarde, el gigantón que lideraba los grupos juveniles de su partido. El artículo había conseguido que asomara una sonrisa en su cara, habitualmente vestida con una expresión severa. Las ojeras que se dibujaban bajo sus ojos parecían aquella mañana menos oscuras, y hasta se diría que aquel día había conseguido disimular mejor su calvicie disponiendo estratégicamente los ralos cabellos que con tanto mimo engominaba.

—¡Una puta menos! —filosofó Velarde.

Morante lo miró por encima de su taza de café. No soportaba a aquel grandullón. Observó con desagrado la saliva seca que lucía en las comisuras de la boca y le ofendió el fuerte aroma a colonia barata que exhalaba. Sin embargo, sonrió.

—Si quieres ser político, y lo serás —mintió Morante—, debes medir más las palabras. Las palabras deben servirte para atar tus verdaderos pensamientos al silencio, ¿comprendes?

Velarde movió afirmativamente la cabeza, pero Morante no estaba seguro de que hubiera captado el mensaje. Demasiado sutil para aquel imbécil al que, a pesar de todo, utilizaba en su propio beneficio. Aquel estúpido había sido jugador de fútbol del equipo local hasta hacía un par de años. Su comportamiento en el campo, que cualquiera hubiera tildado de antideportivo, había logrado encandilar a muchos de los que pensaban que el fútbol consistía en un ejercicio irreflexivo cargado de testosterona. Y a eso nadie ganaba a Velarde. Desde su puesto en la defensa maltrataba al balón, era incapaz de tener una relación más allá de unos segundos con el esférico, pero tenía el don de enardecer a la grada jugando al límite. Su leyenda creció hasta el extremo de que a muchos entrenadores les pareció un elemento imprescindible en su esquema, como si Velarde fuera capaz de entender qué era un esquema.

Cuando abandonó el fútbol, muchos de quienes lo adoraron en sus tiempos de gladiador siguieron saludándolo como si fuera una celebridad, y entre los más jóvenes de la ciudad muchos creían haber visto en él un modelo a seguir.

Hasta que Morante le echó el ojo, Velarde había ido de acá para allá haciendo trabajos de lo más variado, además de entrenar a un equipo juvenil de fútbol. Morante había sabido construir a su alrededor un amplio abanico de seguidores de los más diversos ámbitos sociales, y el deporte no podía faltar entre ellos. De modo que un día habló con Toño Velarde y le prometió muchas cosas si él llegaba a la alcaldía. De momento, le dijo, necesitaba a un hombre joven, con raza, que fuera la cabeza visible de su organización entre determinados sectores juveniles. Y Velarde, tal vez cegado por alguna visión en la que él aparecía como primer teniente de alcalde, aceptó.

Aquel fue el territorio elegido por un depredador sin igual al que pronto se conoció como Jack el Destripador. Las heridas de Daniela Obando, las más terribles y silenciadas por la policía, la disposición de su cadáver —con la cabeza mirando al este, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y las manos con las palmas hacia arriba—, el sombrero de paja forrado de terciopelo negro y todo cuanto este periodista ya ha contado a sus lectores hace que ese crimen se parezca sospechosa y terriblemente al primero que todo el mundo atribuye a Jack el Destripador. Ahora bien, ¿será el último? ¿Actuará la policía con más diligencia de lo que lo hizo en 1888…?

Sergio Olmos leyó con creciente preocupación el reportaje de Bullón. No había duda de que sabía cómo conseguir el efecto deseado, pensó. Era sorprendente la facilidad con la que iba mezclando la situación de los habitantes de Whitechapel de finales del siglo XIX con la del barrio norte de su ciudad. ¿En qué se parecían en realidad? No había nada que permitiera sostener la comparación que, de un modo absolutamente sensacionalista, realizaba Bullón. Habían pasado más de cien años. La iluminación era excelente en el barrio; el diseño urbano, aun siendo algo caótico, no era comparable con el siniestro Whitechapel; el número de habitantes del barrio —alrededor de veinticinco mil —era muy inferior y, teóricamente, se trataba de un área más sencilla de controlar. En cuanto a la presencia de prostitutas, no había datos alarmantes que lo diferenciaran de cualquier otro lugar. Nadie en su sano juicio podría pretender asesinar a una mujer en plena calle hoy en día del modo en el que lo hizo Jack. Bullón estaba jugando a un juego tremendamente peligroso, se dijo Sergio, y dejó el artículo a la mitad, justo cuando comenzaba el relato del crimen de Mary Ann Nichols en Buck's Row. Sin embargo, tuvo que reconocer que había un indudable parecido entre el crimen de Daniela Obando y el de Mary Ann. Y eso era algo que él mismo había detectado.

Diego Bedia, en cambio, prestó mucha atención a otra parte de aquel artículo incendiario. Su lectura le reafirmó en la idea de que aquel periodista era un irresponsable que podía poner en pie de guerra a todo un barrio.

Scotland Yard no estaba preparada en 1888 para capturar en poco tiempo a un asesino como aquel. Suponemos que hoy en día la policía sí está capacitada para enfrentarse a un criminal que pretenda emular a Jack. Lo único que los ciudadanos deben pedir es que la investigación no se parezca a la que se llevó a cabo en Londres en aquel tiempo.

Fue sir Robert Peel quien, en 1829, impulsó desde el Ministerio del Interior la creación de un cuerpo de policía para Londres. Debía tratarse de un organismo autónomo y dotado de medios humanos suficientes como para mantener el orden en una metrópoli tan enorme. La ciudad se estructuró en diecisiete divisiones con comisaría propia. Todas ellas estaban bajo la supervisión de una oficina central, cuyas dependencias se instalaron en el número 4 de Whitehall Place, que comunicaba con el solar de un antiguo palacio que los reyes de Escocia habían empleado cuando iban a Londres. Los londinenses conocían aquel paraje como Scotland Yard, y de ahí tomaría su popular nombre la policía metropolitana.

Sin embargo, los ciudadanos de Londres no mostraron la menor simpatía por aquellos hombres uniformados, a pesar de que sus chaquetas, pantalones azules y cascos de acero forrados con piel de conejo no los mostraban como unos militares al uso. Para colmo, su eficacia se veía mermada por la carencia de una verdadera estructura policial, ya que carecía de un cuerpo de detectives. La creación de una humilde oficina de detectives se demoró hasta mediados de la década de los cuarenta del siglo XIX, y hasta 1878, solo diez años antes de la aparición de Jack, no se creó el Departamento de Investigación Criminal.

Los policías que hacían su ronda por las calles de Whitechapel eran unos funcionarios sin demasiada preparación a los que se enviaba a patrullar provistos únicamente de un silbato, una porra y una linterna de ojo de buey a la que en los escritos de la época denominan «lámpara oscura». Aquella lámpara, pesada e incómoda de manejar, apenas conseguía arañar la tupida oscuridad que reinaba en las calles, muy mal iluminadas por farolas de gas. Con aquellos medios y dado el estado del conocimiento científico aplicado a la criminología, es hasta cierto punto disculpable el ridículo que la policía realizó desde el primer crimen de Jack…

Diego cambió de opinión: aquel periodista no era solo un irresponsable incendiario, sino un verdadero hijo de puta que estaba predisponiendo a la gente claramente contra la policía si él y sus hombres no tenían un acierto extraordinario en un tiempo récord. No era difícil leer entre líneas: mientras la policía londinense del siglo pasado carecía de medios, la comisaría local sí disponía de ellos, y la criminología era ahora una ciencia avanzada. Pero lo que aquel cabrón no decía es que, a pesar de todo, podía resultar difícil detener a alguien que parecía tener exquisito cuidado en lo que hacía. Hasta ahora, la policía científica no había encontrado ni una sola huella ni una pista que seguir. No había restos de ADN del posible asesino ni en el cuerpo de Daniela ni en la zona. Lo único que estaba claro era que el portal junto al cual había aparecido el cadáver no era el lugar del crimen; algo que, por lo que estaba leyendo, también se había considerado en 1888, al menos en un primer momento. El asesino que Diego perseguía, como Jack, no había violado a la mujer y había actuado con una pulcritud exquisita. ¿Jack habría sido tan meticuloso, o fueron sus colegas quienes facilitaron sus crímenes a causa de la falta de medios que padecían?

¿Cuánto tiempo habría durado Jack el Destripador en nuestras calles? ¿Se habría movido con la misma impunidad por el distrito norte que por Whitechapel y Spitalfields?

La policía de la época cometió mil errores. No estudiaron el escenario en el que apareció Mary Ann Nichols de un modo profesional y científico. No recogieron muestras de sangre para analizar su estado (algo que podría haber ayudado a establecer la hora del crimen), pero eso era lógico, dado que no sabían diferenciar la sangre humana de la animal, y en Buck's Row y en sus inmediaciones podía haber sangre en cualquier parte procedente del matadero de animales. Pero no solo no recogieron sangre, sino que incluso limpiaron la que había en la acera y que procedía claramente de la propia Mary Ann Nichols. La técnica de las huellas dactilares estaba en pañales, lo que favoreció aún más al asesino. Scotland Yard no creó un departamento específico para el estudio de las huellas dactilares hasta 1901. Y, naturalmente, nada se sabía de las posibilidades del ADN como elemento para detener a un criminal, de manera que no se analizaron convenientemente ni el cuerpo de Mary ni sus ropas. En aquella época se dejaban seducir por teorías tan esperpénticas como las del francés Alphonse Bertillon, un policía francés que popularizó la técnica de la «antropometría». Según su hipótesis, era posible hacer un catálogo de las personas en función de sus rasgos físicos, de manera que, procediendo a la medición de algunas partes del cuerpo y teniendo en cuenta cicatrices, forma de la cabeza y otras variables semejantes, se podía saber si una persona era un criminal o no. Dicho de otro modo, la policía jamás hubiera sospechado de un caballero bien parecido y vestido de forma elegante.

No se tomó la temperatura de la víctima y en los informes no se hizo referencia alguna al rigor mortis[66], que puede acelerarse en función de variables externas (temperatura ambiente, masa muscular del fallecido, etc.). No se acordonó el escenario ni se protegió, como era lógico, puesto que, a medida que amanecía, cada vez hubo más personas curioseando por allí. Pudo ocurrir que el propio criminal asistiera divertido a la penosa actuación policial. Tampoco se tomaron fotografías del escenario del crimen y de la víctima, así como de los curiosos que rondaban por allí, lo que tal vez hubiera permitido retratar al mismísimo Jack. En cuanto a los interrogatorios a los vecinos, no se puede decir que fueran exhaustivos…

A medida que el reportaje avanzaba, la irritación de Diego iba creciendo. Aquel estúpido estaba disparando sobre la policía una y otra vez. Parecía insinuar que tal vez sus propios hombres estuvieran cometiendo aquellos errores casi infantiles de los colegas de Scotland Yard. Él disponía de una magnífica colección de fotografías de Daniela y del pasaje donde fue hallada. No hubo curiosos que se acercaran porque se impidió a los vecinos salir de sus casas. Los dos portales del pasaje quedaron acordonados, se instalaron focos que permitieron disponer de una luz excelente en aquellas horas de la madrugada, y se acordonó el perímetro reglamentario. Nada se dejó al azar, pero parecía que tampoco el asesino había dejado ningún cabo suelto.

El cuerpo de Mary Ann Nichols fue trasladado al asilo de Whitechapel a bordo de una carretilla de madera. El traslado del cadáver se hizo sin la autorización previa de un juez y sin la supervisión de un forense. La chapuza, como se ve, era espectacular. Por lo que se sabe, el cadáver llegó al improvisado depósito alrededor de las cuatro de la madrugada. El interno que atendía aquel asilo se llamaba Robert Mann, y sin que nadie se lo autorizara, y con la ayuda de otro interno llamado James Hatfield, desnudó a la difunta y procedió a lavar su cuerpo sin la más mínima supervisión policial ni forense. Cuando el juez o coroner Wynne Baxter se hizo cargo de la investigación judicial, montó en cólera al conocer lo que habían hecho los dos internos. Allí no había un forense profesional ni un especialista en anatomía ni un fotógrafo que tomara las instantáneas precisas. Y, naturalmente, tampoco hubo policía alguno. Hubiera sido enormemente valioso haber analizado las ropas antes de desnudar el cuerpo sin vida de Polly Nichols, de igual modo que se debería haber sometido a un riguroso estudio para ver si se podía encontrar algún resto del agresor. Las fotografías de las víctimas de Jack son muy pocas y de pésima calidad. En aquellos tiempos se fotografiaba el cadáver después de la autopsia empleándose unas máquinas de madera que solo podían enfocar de frente, motivo por el cual se colocaba el cadáver en posición vertical, manteniéndolo en pie gracias a una pared o dentro del ataúd…

El artículo proseguía recordando cómo Emilly Holland identificó a su amiga; identificación que también corroboró William Nichols, el exmarido de Mary Ann. Luego el articulista se perdía en los detalles del juicio que presidió el coroner Wynne E. Baxter y en la conclusión final a la que llegaron: asesinato cometido por persona o personas desconocidas.