6 de septiembre de 2009
Diego había dormido en casa de Marja. Jasmina trabajó aquella noche en el pub hasta altas horas de la madrugada. Cuando acabó la jornada, se dejó convencer por unos amigos para ir de fiesta a una de esas salas que cierran al amanecer. Antes de llegar a casa desayunó en una cafetería y fue allí donde leyó la noticia: «La policía ocultó información sobre el asesinato de una mujer inmigrante».
El artículo era extenso y parecía muy bien documentado. Lo publicaba uno de los periódicos de mayor tirada a nivel nacional. Jasmina compró un ejemplar. Suponía que Diego aún no se habría enterado de lo que aparecía en el periódico.
Diego estaba en la ducha cuando Jasmina llegó. Marja todavía estaba en la cama, pero despierta.
—Tienes cara de felicidad —bromeó Jasmina.
—Y tú pareces un vampiro, con esas ojeras.
—¿Y Diego?
—En la ducha. —Marja advirtió algo extraño en su hermana—. ¿Qué sucede?
—Mira esto. —Dejó caer el periódico sobre la cama.
Diego entró en la habitación con la toalla alrededor de la cintura. Las dos hermanas le miraron con expresión preocupada. Él las contempló durante unos segundos con atención. Resultaba sorprendente cuánto se parecían las dos, a pesar de no ser hermanas realmente. Su estatura estaba por encima de un metro setenta, tenían el cabello de color rojo y la piel clara. Sin embargo, había diferencias si se observaba con atención. Jasmina era un poco más delgada, y su manera de moverse era menos grácil, más masculina quizá.
—¿Qué sucede? —preguntó Diego.
—Mira lo que publica este periódico.
El inspector de policía leyó el titular y sintió que sus piernas se aflojaban. «La policía ocultó información sobre el asesinato de una mujer inmigrante». El articulista se hacía eco de la rueda de prensa que el comisario Gonzalo Barredo había ofrecido días antes explicando aquellos aspectos del crimen de Daniela Obando que se habían decidido hacer públicos. Entonces se estimó que era mejor no detallar el resto de las heridas que la joven había sufrido para no alarmar aún más a la población, y porque podría ser de interés estudiar el perfil del hombre que era capaz de hacer algo así sin que nadie supiera en qué línea trabajaban. Pero aquel periodista parecía haber accedido a información reservada. Lo sabía todo.
Jack el Destripador ha vuelto, o al menos eso parece. El crimen de Daniela Obando, una joven hondureña que apareció muerta recientemente en un pasaje oscuro de la zona que en la ciudad se conoce popularmente como el Mortuorio, parece obra del célebre asesino que sembró el terror durante el otoño de 1888 en el East End londinense.
La policía ocultó información sobre lo que realmente le sucedió a Daniela Obando. No solo le rebanaron la garganta con dos terribles cortes, sino que su cuerpo sufrió casi exactamente las mismas mutilaciones que padeció Mary Ann Nichols, también llamada Polly Nichols, y que fue la primera víctima (o tal vez la tercera) de Jack el Destripador.
A pesar de que gran parte de los informes sobre los crímenes de Jack desaparecieron de forma enigmática, las informaciones de la prensa de la época y las declaraciones de algunos policías permiten reconstruir el informe forense de lo que le sucedió a Mary Ann Nichols el 31 de agosto (el mismo día en que Daniela fue encontrada muerta) de 1888.
Polly Nichols, una prostituta de cuarenta y cuatro años, apareció ese día asesinada en un callejón de Whitechapel llamado Buck's Row, hoy conocido como Durward Street. Le faltaban cinco dientes y mostraba una laceración en la lengua. En la mandíbula apareció un moratón, tal vez producido por la fuerza con la que el asesino la asió por la espalda para degollarla. Las dos heridas que mostraba en la garganta eran exactamente iguales a las que Daniela Obando tenía en su cuello. Un corte era menos profundo y grande que el otro, que había llegado a seccionar los tejidos hasta llegar casi a las vértebras. Las heridas fueron producidas por un cuchillo u otro tipo de arma blanca de filo largo. La policía dudó entonces sobre si el crimen había tenido lugar en aquel callejón o había sido llevada hasta allí desde la verdadera escena del crimen, dado que no se encontró demasiada sangre, al menos en un primer momento. Más tarde, al levantar el cuerpo de la desdichada, sí se observó la presencia de una mancha de sangre en el suelo.
La policía de la ciudad ocultó algunos detalles del crimen de Daniela Obando que lo hacen aún más atroz y que lo emparientan con el de Polly Nichols. Como esta última, a Daniela le practicaron una salvaje herida en el abdomen. Era muy profunda y atravesaba amplias capas de tejido. Desde la pelvis se había rajado el cuerpo hasta las mamas, y los intestinos se asomaban a través de los labios de la herida. Se habían producido también otros cortes en la zona genital hasta completar la salvaje agresión. El asesino, además, arrancó cinco dientes a Daniela, seguramente para lograr que su cuerpo mutilado se pareciera aún más al de Polly Nichols. Por último, dejó junto al cadáver un sombrero de paja forrado de terciopelo negro. La policía no ha sabido entender ese mensaje del asesino, o si ha sabido lo ha ocultado.
Ese detalle es terriblemente esclarecedor, porque junto al cuerpo de Polly Nichols fue encontrado precisamente un sombrero de paja recubierto de terciopelo negro que la prostituta había mostrado orgullosa horas antes de morir en la pensión de mala muerte en la que había dormido los últimos días de su vida.
La policía deberá aclarar en las próximas horas las razones por las cuales ocultó estos detalles del crimen de Daniela Obando y si tiene alguna pista de quién pudo haber cometido un crimen como este. De momento, el distrito norte de esta ciudad tiene algo más en común con el East End del Londres victoriano: no solo hay prostitutas, patios sucios, callejones oscuros y mafias que se mueven a su antojo; ahora también cuenta con su propio Jack el Destripador.
Diego se dejó caer en la cama. El artículo era demoledor, y lo más inquietante es que toda la información era correcta. ¿Cómo había conseguido Tomás Bullón, el periodista que lo firmaba, aquellos datos? Solo había dos opciones, o bien había logrado que Gregorio Salcedo, el vecino que encontró el cadáver, se lo contara, o había accedido de algún modo al informe forense preliminar. La segunda posibilidad le daba más vértigo que la primera, de modo que prefirió creer que Salcedo había cobrado una buena cantidad de dinero por romper su compromiso de guardar silencio.
¡Jack el Destripador! Pero ¿qué coño decía aquel tipo? Y, por cierto, ¿dónde había oído el nombre de aquel periodista? Había que localizarlo de inmediato.
—¿Es cierto lo que dice el periódico? —preguntó Marja, acariciando la espalda aún desnuda de Diego. Jasmina se disculpó diciendo que estaba agotada y que se iba a dormir.
—Totalmente cierto. —Miró a la joven pelirroja y le besó los labios suavemente.
—¿Y por qué no dijisteis todo lo que sabíais?
—Se pensó que era innecesario dar los detalles más escabrosos —explicó Diego mientras se vestía—. ¿Para qué necesitaba saber la gente que a esa pobre muchacha le habían rajado de ese modo y que los intestinos estaban al aire? Además, tal vez ese comportamiento del criminal nos permitiría encontrarlo más fácilmente.
—¿Qué va a pasar ahora?
—No lo sé —reconoció Diego. Se calzó los zapatos y miró a su novia—. Pero te aseguro que habrá jaleo.
Ajeno por completo a los problemas que se le venían encima a la comisaría de la ciudad, Sergio Olmos aguardaba la llegada de su hermano Marcos y de José Guazo. Era casi la una de la tarde y Sergio suponía que no tardarían en llegar. Iban a comer juntos, y para Marcos los horarios de la comida eran sagrados.
Miró por la ventana. Por fin, un día que parecía sonreír. Entre las nubes asomaba el sol y los prados verdes rezumaban vida. La idea de comer juntos había sido de Guazo. El bueno de Guazo, salvo cuando consideraba que se ofendía a Watson, siempre se había alineado junto a Sergio en los viejos tiempos del Círculo Sherlock, cuando las discusiones podían comenzar por el detalle más nimio. Pero en los últimos años el médico había sido para Sergio una imagen borrosa, un retrato al que el paso del tiempo había deteriorado hasta emborronar sus facciones. Pero resultaba que, por una u otra razón, los últimos días aquel retrato había recuperado su color.
Una semana antes, el recuerdo de su viejo amigo estuvo presente en Sergio mientras caminaba por Paddington, como ya le había sucedido cuando rastreaba Kensington el día antes. Londres mostraba aquella mañana un rostro más sombrío que en los días precedentes. Las nubes aparecían grises y compactas, y la temperatura había bajado notablemente. La gente que iba y venía por las calles, o que se amontonaba en el metro cuando lo tomó Sergio, se había abrigado. También él lo había hecho, pero estaba dispuesto a seguir con el programa que se había propuesto realizar en Londres antes de regresar a su refugio de Sussex. Y aquel era un día especial, porque iba a regresar, una vez más, a Baker Street.
Sin embargo, había decidido ir primero hasta Paddington. Desde allí caminaría hasta Baker Street. John Hamish Watson había vivido en aquella zona después de contraer segundas nupcias, y Sergio quería tomar algunas notas, e incluso tal vez intuir dónde tuvo casa y consulta el doctor.
De haber estado allí, Guazo habría ofrecido mil detalles sobre el inseparable compañero de Holmes, pensó Sergio, pero creía que con lo que él mismo recordaba era suficiente para hilvanar parte de un futuro capítulo de su libro.
En diciembre de 1887 murió la primera esposa del médico, Constance Adams. Las navidades de aquel fatídico mes comenzaron, no obstante, con un nuevo caso para Holmes en el que su compañero estuvo presente. El propio doctor comienza su narración de «El carbunclo azul»[61] diciendo que acudió a Baker Street dos días después de Navidad con el propósito de transmitir al detective las felicitaciones propias de la época.
Cuando entró en la habitación, Watson encontró a Holmes en bata, tumbado en el sofá y rodeado de periódicos que parecía haber devorado. La conversación que tuvo lugar entre ambos podría considerarse como profética, a tenor de la enigmática nota que le fue entregada en Baker Street poco después.
—Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier combinación de acontecimientos es posible… —dijo Holmes.
El detective consultor había hecho aquella afirmación a propósito de los cuatro millones de londinenses que se movían de un lado para otro, mientras contemplaba la calle desde la ventana de su salón. Sergio estaba cerca de comprobar hasta qué punto un día como otro cualquiera puede convertirse en extraordinario.
Tras resolver el caso del carbunclo azul, un rubí de increíble belleza que había sido robado, la pareja se vio involucrada en una historia que nunca fue publicada por Watson[62], pero no ocurrió lo mismo con la siguiente aventura. El doctor tuvo motivos especiales para relatarla de un modo prolijo, pues durante la misma se menciona por vez primera la figura siniestra de James Moriarty, de quien Holmes sospechaba que era el cerebro que coordinaba en la sombra el mundo del crimen de Londres[63].
John Watson conoció a Mary Morstan, su segunda esposa, durante la resolución del problema titulado «El signo de los cuatro», cuyos hechos tuvieron lugar entre martes 18 y el viernes 21 de septiembre de 1888. Era una joven rubia, menuda y delicada que vestía, a decir del doctor, de un modo exquisito. Con ella se estableció en Paddington.
Sergio rememoraba aquellos pasajes literarios sin poder evitar que el recuerdo de José Guazo cruzara por su mente. Nunca nadie había defendido tanto al galeno como aquel estudiante de medicina y miembro del Círculo Sherlock.
En cierta ocasión, precisamente el día en que Marcos Olmos iba a asistir por vez primera a una de las reuniones del círculo tras la muerte de Bada, hubo una disputa a propósito del carácter mujeriego de Watson.
El grupo estaba aguardando la llegada de Marcos, que había dicho a Sergio que iría por su cuenta a la reunión. Los minutos se fueron alargando y el ambiente, sin saber por qué, se espesó. Sigler tuvo entonces la ocurrencia de hacer un comentario que pretendió ser gracioso, pero que desencadenó la tormenta.
—Cuando pienso en el pobre Watson, no puedo comprender cómo han llegado a decir algunos estudiosos que Holmes y él eran homosexuales. ¿Acaso no han advertido cómo babeaba el doctor cada vez que aparecía una dama?
Aquella afirmación fue acogida con risas de asentimiento por todo el mundo, salvo por Guazo.
—No le consiento a usted que hable en ese tono —vociferó.
—¡Por favor, no se ponga así, señor Guazo! ¿No recuerda lo que escribió Watson sobre Mary Morstan en «El signo de los cuatro»?
Guazo frunció el ceño.
Al comienzo de la historia, Watson se demora retratando con crudeza a su compañero de piso, puesto que tras la muerte de Constance había regresado a Baker Street. El doctor dibuja a Holmes como un hombre autodestructivo, que considera la existencia un aburrimiento si no sale a su encuentro algún reto intelectual. Su mente, aseguraba, se rebelaba contra el estancamiento, razón por la cual buscaba un plácido asilo en la cocaína disuelta al siete por ciento. Sus dedos, largos y blancos, dice Watson, se movían nerviosos en esos periodos de inactividad.
—A usted lo que le molesta son las críticas que Holmes hace de Estudio en escarlata durante esa aventura —dijo aquel lejano día Sergio, para mayor enojo de Guazo.
En efecto, durante las primeras líneas de ese relato el detective se burla, una vez más, del estilo literario de su amigo. Le reprocha que en la publicación de Estudio en escarlata haya barnizado de romanticismo un problema que debía haber sido enfocado, según su criterio, de un modo frío y sin emoción, como requería la ciencia en la que él convertía sus investigaciones.
—Bastante desgracia tenía Holmes de ser un desagradecido con el único hombre que lo soportaba y que daba a conocer sus capacidades —replicó Guazo—. Mi indignación no se debe a que se haya citado El signo de los cuatro porque en sus páginas Holmes se burle del estilo literario del mejor hombre que jamás se cruzó en su camino. Mi indignación nace del concepto que todos ustedes tienen del doctor.
—¿Quién de ustedes recuerda de qué material era la pipa de Holmes que se menciona en ese relato? —preguntó Víctor Trejo, con el claro propósito de rebajar la tensión.
—De raíz de brezo, naturalmente —respondió de inmediato Sergio.
—Todos ustedes prestan únicamente atención a lo que dice o hace ese vanidoso detective, pero lo más lamentable es que no son capaces de ver quién es su creador.
—¿Otra vez vuelve usted con eso de que Watson creó a Holmes? —intervino Morante.
—Watson tenía bastante con mirar a las mujeres como si fuera un sátiro —dijo Sigler, provocando un coro de risas y un mayor despecho en Guazo—. Fijaos cómo babea al describir a la señorita Mary Morstan. —Carraspeó y leyó las frases del libro que tenía en sus manos—: «Su rostro no tenía facciones regulares ni una complexión hermosa, pero su expresión era dulce y amistosa, y sus grandes ojos azules resultaban particularmente espirituales y atractivos». —Hizo un alto y añadió con una mueca irónica en la boca—: Y ahora llega lo mejor, cuando nos habla de su experiencia con las faldas: «A pesar de que mi experiencia con las mujeres abarcaba muchas naciones y tres continentes distintos, yo jamás había visto un rostro que ofreciera tan claros indicios de un carácter refinado y sensible».
Sigler detuvo la lectura y recorrió con la mirada los rostros de todos los demás. Después, estalló de nuevo la risa, mientras el rostro de Guazo se acaloraba aún más.
—Todos ustedes se creen muy listos —dijo encolerizado—, pero en el fondo no saben más que lo que Holmes hace o dice. Y ustedes —miró a Bada y a Bullón— solo prestan atención a los secundarios, o a los malvados, como hace usted. —Morante inclinó la cabeza en señal de asentimiento—. Pero ¿cuántos han prestado atención a lo que Watson hace o dice? ¿Quién de ustedes, por ejemplo, recuerda qué tipo de bala recibió Watson en Afganistán? Él mismo lo dice unas líneas antes de que se mencione la dichosa pipa de raíz de brezo.
Todos los miembros del Círculo Sherlock enmudecieron. Nadie, ni siquiera Sergio Olmos, sabía la respuesta. Guazo los miró con profundo desprecio, incluso a Sergio. Y entonces se escuchó una voz grave y algo pastosa.
—Fue una bala de jezail, una especie de mosquete que usaban los guerrilleros afganos.
Todos se giraron, pero Sergio ya sabía quién era el dueño de aquella voz grave y masculina: Marcos acababa de llegar.
El bullicio urbano estaba cerca de su cénit diario mientras Sergio caminaba despreocupadamente aquel día, que ahora le parecía lejano, por las inmediaciones de la estación de metro de Paddington. De vez en cuando se detenía, observaba los edificios y trazaba imaginarios itinerarios que, pensaba, Watson debía haber realizado por aquella zona, a la que se trasladó tras casarse en el mes de mayo de 1889.
Presuponía que la boda debía de haber tenido lugar en ese mes, dado que durante el mes de abril el doctor había colaborado con Holmes en la resolución de «El misterio de Cooper Beeches»[64], y a lo largo de sus páginas no hay mención alguna a un cambio en el estado civil de Watson. Sin embargo, en el relato siguiente, «El misterio de Boscombe Valley»[65], las circunstancias personales del doctor habían variado.
Para un erudito holmesiano como Sergio Olmos, no era difícil recordar el inicio de aquel relato. Watson no deja lugar a la duda cuando escribe en la empuñadura de su narración: «Estábamos una mañana sentados mi esposa y yo cuando la doncella trajo un telegrama».
Luego era evidente que ya había contraído matrimonio.
Para su sorpresa, era Holmes quien remitía el telegrama anunciando que había sido reclamada su presencia en Boscombe Valley y que tenía pensado partir en tren precisamente desde Paddington, donde vivía Watson, a las once y cuarto. Añadía que nada le complacería más que ser acompañado por su viejo amigo.
Sergio recordaba que aquellas urgencias propias de Holmes siempre habían sido juzgadas por José Guazo como un ejemplo más del egoísmo del detective. A su juicio, evidenciaban la poca consideración que tenía para con su amigo y para con el resto del mundo. Todo parecía tener que girar a su alrededor, solía añadir. Y tal vez no le faltaba algo de razón, porque aquel telegrama solo dejaba media hora de margen al bueno del doctor para convencer a su esposa de que le permitiera marchar (si bien en el relato ella se muestra extrañamente condescendiente, teniendo en cuenta los peligros que siempre rodeaban a Holmes, e incluso propone que un médico amigo atienda a los pacientes de su marido) y vestirse para la ocasión.
¿Dónde pudo haber tenido lugar aquella escena?, se preguntaba Sergio mirando a un lado y a otro, como si la ciudad no hubiera mudado su aspecto mil veces desde hacía más de un siglo. ¿Dónde había estado el hogar de Watson en Paddington?
Semejantes interrogantes, con casi toda seguridad, no se los planteaba ni una sola de las miles de personas que circulaban por las calles adyacentes. La excentricidad era tan notable que lo más razonable hubiera sido pensar que nadie más que Sergio vivía en la ficción de un Londres Victoriano que no solo ya no existía, sino que para el mundo cuerdo jamás había existido, puesto que pertenecía a la ficción literaria.
Unos vigorosos golpes en la puerta de su habitación arrastraron a Sergio desde sus recuerdos hasta su presente en aquel hotel. Sin duda, imaginó, era Marcos quien aporreaba de aquel modo la puerta. Y acertó.
—Tienes que leer esto. —Marcos irrumpió en la habitación como un ciclón. A pesar de haber adelgazado del modo en el que lo había hecho, su elevada estatura y su porte hacían de él un hombre espectacular. Un rayo de sol se filtró por la ventana y provocó un gracioso brillo sobre su cabeza afeitada.
Guazo entró en la habitación a continuación. A Sergio le pareció que su piel era aún más traslúcida, y que la huella de la enfermedad que había padecido lo había dejado ciertamente deteriorado. Pensó que tenía que preguntarle a su hermano qué tipo de dolencia había padecido el médico. Pero su atención se desvió de inmediato hacia el titular de una noticia que aparecía en el periódico que su hermano le había dado: «La policía ocultó información sobre el asesinato de una mujer inmigrante».
Levantó la cabeza y miró a su hermano. Marcos lo apremió a leer.
—Fíjate quién lo escribe —dijo Guazo.
Los ojos de Sergio volaron hasta el final del artículo.
—¡Tomás Bullón! —exclamó el escritor—. ¿Cómo es posible?
—Imagínate cómo deben estar en la comisaría. —Marcos miró por la ventana de la habitación. El sol le obligó a entornar los ojos—. Si lo que escribe Tomás es cierto, la cosa va a traer cola.
Los tres amigos comieron juntos en un céntrico restaurante de la ciudad. La comida era magnífica. Siempre había sido así en La Villa. Guazo, no obstante, comió poco, y Marcos tampoco parecía ser el hombre de apetito voraz que Sergio recordaba.
—Los años no pasan en balde —se disculpó el hermano mayor.
Pero la comida no fue el tema central de la conversación. Después de que los tres se pusieran al día sobre lo que había sido de sus vidas en los últimos años en los que el contacto de Sergio con ellos apenas había existido, la conversación derivó una vez más hacia el artículo firmado por Bullón. A pesar de todo, a Sergio no le había pasado inadvertida cierta sensación de incomodidad en Guazo y en su hermano cuando les contó el modo en el que Clara había conseguido la documentación básica para su aclamada y premiada novela. Se prometió que buscaría un momento más adecuado para preguntarle a solas a su hermano sobre el particular.
—Todo esto parece una pesadilla —reconoció Sergio—. Primero, la carta cifrada en la que un loco reta a Holmes a través de mi persona; luego, el asesinato de esa desconocida, y ahora confirmamos nuestra sospecha de que Jack ha regresado.
—Habrá que ir mañana a ver al inspector Bedia —propuso Marcos.
Sergio tuvo una idea.
—¿Aún conserváis alguno de vosotros los dossieres que elaboramos en el círculo sobre los crímenes de Jack?
—Naturalmente —respondió ofendido Marcos—. ¿Tú no?
No. Sergio reconoció que no había guardado aquella información que habían elaborado en sus tiempos de estudiantes, cuando decidieron jugar a especular sobre qué papel había tenido realmente Sherlock Holmes durante los asesinatos que Jack el Destripador cometió en Londres durante el final del verano y el comienzo del otoño de 1888.
La polémica se suscitó gracias a Morante, que fue quien lamentó que Holmes se hubiera inhibido de un modo tan escandaloso durante aquellos crímenes. ¿Cómo fue que no los investigó? ¿Acaso tuvo miedo?
Las discusiones fueron intensas y en ocasiones muy subidas de tono. Unos defendían a Holmes —Sergio, Marcos y Víctor—; otros lo criticaban —Bullón, Morante y Sigler—. El segundo grupo atacaba al primero argumentando que la inacción del detective durante aquellos crímenes demostraba sin el menor género de dudas que Holmes no fue un personaje real. En su opinión, de haber existido, la conducta de Holmes no tenía excusa alguna. Obviamente, aquel ataque en toda regla iba dirigido a Víctor Trejo, que se mantenía firme en su idea de que Holmes fue alguien real. Mientras tanto, Marcos y Sergio, que rebajaban las expectativas de los más apasionados y recordaban que Sherlock era un personaje de ficción, se defendían aduciendo que sir Arthur Conan Doyle lanzó algunas teorías realmente interesantes a propósito de Jack el Destripador después de haber investigado personalmente esos crímenes. Además, los defensores de Holmes recordaban lo ocupado que había estado el genial detective en aquellos meses en los que Jack cometió sus atroces crímenes, pero al mismo tiempo que esgrimían su argumento se daban cuenta de lo poco convincente que resultaba.
En cualquier otra circunstancia, los ataques a Holmes hubieran sido del agrado de Guazo. No obstante, los críticos comenzaron a meter en el mismo saco de la cobardía tanto al detective como a su compañero, lo que obligó a Guazo a situarse en la trinchera opuesta a Bullón, Morante y Sigler.
Era tal el grado de apasionamiento que había alcanzado la disputa que se impusieron la tarea de estudiar con detenimiento cuanto se sabía de los crímenes ocurridos en Whitechapel para después cotejar aquellos sucesos con la propia actividad de Holmes y Watson en esos días.
—Yo creo que también conservo aquellos papeles —afirmó José Guazo.
—Pues no se hable más. —Marcos dio un sorbo a su café—. Mañana iremos a ver al inspector Bedia y le entregaremos una copia, por si le sirve de algo.