5 de septiembre de 2009
El inspector jefe Tomás Herrera y Diego Bedia tomaron el primer café del día en la comisaría escuchando lo que José Murillo y Santiago Meruelo habían podido averiguar la noche anterior en El Campanario, el garito en el que Ilusión había visto entrar a la desdichada Daniela Obando la última noche en la que se la vio con vida. A pesar de que los dos policías redactarían un informe escrito, el avance que habían ofrecido en aquella mañana gris no era muy alentador.
Para decirlo en pocas palabras, no habían sacado nada en limpio de su visita. El local, explicaron los dos policías, estaba siempre lleno de gente. No es muy grande, pero sí más amplio de lo que a simple vista y desde fuera podía pensarse. Cuenta con un piso inferior y otro superior, donde están los reservados. La clientela es de lo más variada. La gente entra y sale, y nadie había reparado en aquella chica que luego fue encontrada muerta a menos de un kilómetro de allí. La música suele estar alta, la luz es suficientemente tenue como para favorecer el escenario de los diferentes negocios que allí tienen lugar, y todo el mundo parecía tener una sensibilidad especial para detectar a un policía a distancia. En cuanto a su visita por la sede del partido de Morante, las cosas habían ido bastante mejor. Los voluntarios habían montado una especie de bar en el que se servían cafés y refrescos con el fin de sumar fondos y acercar sus propuestas a los vecinos. Murillo y Morante tomaron más de un café y tuvieron una conversación muy productiva con un hombre bajito que padecía estrabismo y que resultó ser el jefecillo de un grupo de encuestadores contratados por el partido. El hombrecillo era bastante hablador, y no parecía tener buen concepto de Morante. Pero aún le merecía peor opinión el cabeza visible de la organización juvenil del partido, un muchacho grandote con aspecto poco inteligente al que todos llamaban por su apellido, Velarde.
Toño Velarde, les dijo el hombrecillo, era engreído y violento. Mostraba siempre una pose chulesca que, sin embargo, no parecía contrariar a Jaime Morante. Al candidato parecía agradarle aquel joven que no mostraba reparos en decir en voz alta que el problema más urgente que tenía la ciudad era la presencia de inmigrantes infestando algunos de sus barrios.
—¿Creéis que fue el culpable de la agresión a la prostituta uruguaya? —preguntó Diego.
—Puede ser —respondió Murillo—. Podríamos detenerlo y someterlo a una rueda de reconocimiento si la chica se presta a ello.
Diego dudó.
—Si lo hacemos y ella no lo reconoce o no se atreve a denunciarlo, le pondríamos sobre aviso —reflexionó Diego—. Creo que será mejor tenerlo controlado, no vaya a ser culpable de algo más que de aquella agresión.
—Por cierto, está ahí fuera el escritor —dijo Murillo—. Creo que ha traído el ordenador.
—¿Qué habéis averiguado de él y de su hermano? —preguntó Herrera.
—Al parecer, el escritor es uno de los autores de éxito —dijo Meruelo—. En los últimos años ha publicado algunas de las novelas más vendidas. Muchas se han traducido a varios idiomas y lo han convertido en un hombre bastante rico. Está soltero. Mantuvo una relación durante bastantes años con su agente literaria, Clara Estévez, pero rompieron hace unos meses. Ella ha ganado recientemente un premio literario muy importante. Sergio vivía con ella en Madrid, cerca de Las Rozas. No tiene ningún tipo de antecedente. Está limpio, hasta donde sabemos.
—Su hermano es soltero —intervino Murillo—. Trabaja como administrativo en el ayuntamiento, como ya sabéis, y parece un hombre discreto que jamás se mete en líos. Tanto él como su hermano fueron estudiantes brillantes. Tenían un currículo académico extraordinario, pero Marcos tuvo que abandonar los estudios universitarios cuando murió su padre. Durante un tiempo, se encargó del negocio familiar, una zapatería en la calle Anunciación. Unos años después se presentó a una oposición en el ayuntamiento y realizó uno de los exámenes más brillantes que se recuerdan. Vive solo en el piso de la familia. Es el secretario de la Cofradía de la Historia. —Murillo miró a sus superiores antes de añadir—: Ya sabéis, esa asociación cultural que edita libros sobre la ciudad y todo eso.
—¿Y el médico? —preguntó Bedia.
—José Guazo. —Murillo consultó sus notas—. Vive en la avenida de España, es viudo desde hace unos años y no tiene hijos. Ejerce como médico de medicina general. Junto a los doctores Pereiro y Heriberto Rojas, pasa consulta gratuita en ese comedor social del barrio.
—No hay mucho más que añadir —concluyó Murillo—. Ninguno de los tres ha tenido jamás el más mínimo problema con la justicia. Y ninguno de los dos que viven aquí ha salido del país recientemente, de modo que no fueron ellos los que llevaron esa carta a Londres.
Diego pidió a sus dos hombres que salieran e hicieran pasar a Sergio. Instantes después, el escritor entró en el austero despacho del policía.
—Le presento al inspector jefe Tomás Herrera —dijo Diego, a quien sorprendió una vez más la elegancia de Sergio. El escritor se había presentado con un impecable traje negro, aunque diferente del que ya conocía el inspector, y una inmaculada camisa blanca. Ahora que conocía algo más de la vida de Sergio, comprendía que aquel hombre pudiera gastarse un dineral en ropa si le apetecía.
Sergio estrechó la mano huesuda y fuerte de Tomás Herrera y se sintió cohibido ante la mirada penetrante del policía. Era un hombre algo mayor que Diego. El corte de pelo —de color gris —y el aspecto atlético, a pesar de la edad, le hicieron pensar que estaba ante un militar en plena forma.
—Veo que ha traído el ordenador —comentó Diego, mirando el maletín que llevaba el escritor.
—Espero que sean discretos —pidió Sergio—. Toda la información de mi libro está aquí, y también otros documentos importantes para mí.
—No se preocupe, está en buenas manos —lo tranquilizó Tomás Herrera. El inspector le invitó a tomar asiento y se inclinó hacia delante en la silla que había elegido—. Me dice Diego que estaba usted escribiendo una novela sobre Sherlock Holmes, ¿es cierto?
—Algo así —respondió Sergio—. Es una ficción sobre los años perdidos de Holmes. —Miró a Diego antes de añadir—: Como ya le dije a usted, desde el día 4 de mayo de 1891 en que Sherlock cae en las cataratas de Reichenbach mientras lucha contra su adversario más feroz, Moriarty, hasta que reaparece sorprendentemente el día 5 de abril de 1894 en «La aventura de la casa vacía», nadie sabe con certeza dónde estuvo, salvo por las vagas pistas que el mismo Holmes ofreció. Me parecía que era una buena excusa para construir una novela.
—Ya —dijo lacónicamente Herrera. Durante unos instantes pareció estar procesando aquella información mientras se pasaba la mano por la cara, perfectamente rasurada—. De modo que usted estaba en Inglaterra cuando ocurrió la muerte de esa joven.
Sergio no esperaba un comentario así y tardó en reaccionar.
—¿Qué quiere decir?
—Pura rutina —intervino Diego—. Espero que lo comprenda, pero debemos tener toda la información posible.
—He sido yo quien ha venido voluntariamente aquí con la carta que les entregué —protestó Sergio—. Y ahora les traigo mi ordenador personal para que busquen lo que quieran. ¿Qué más quieren de mí?
—No se altere —dijo Herrera.
—¿Que no me altere? —Sergio se retrepó en su asiento—. ¿Cómo quiere que no me altere cuando un desconocido me ha dejado una carta absurda usando un código que aparece en una aventura de Sherlock Holmes y anticipa el asesinato de una mujer, además de retarme a mí? Y, para colmo, usted parece tener dudas de mi versión.
—Le ruego que se tranquilice. —La voz de Tomás Herrera sonó firme y autoritaria—. Supongo que usted puede probar sin problema que estaba en Inglaterra en esa fecha, de modo que no hay por qué elevar el tono.
Sergio dijo que podía probar, naturalmente, que estaba muy lejos del lugar del crimen cuando este tuvo lugar. Su casera podía corroborarlo, así como el pastor de las ovejas que pacían plácidamente junto a su casa, y luego estaban las compras con cargo a su tarjeta de crédito, realizadas en Londres en esos días.
—Y, dígame, ¿cómo iba a argumentar su novela? —Diego parecía verdaderamente interesado en aquel asunto—. Quiero decir, ¿en qué se iba a basar para poder rellenar esos años perdidos de Holmes?
Sergio se relajó al poder entrar en un terreno que le era familiar, aunque supuso que el policía había dado aquel giro a la conversación precisamente para que se sintiera cómodo.
—Bueno, los escritores tenemos que ser capaces de orquestar una trama de ficción sobre un soporte que parezca sólido. —Se subió los caros calcetines negros que lucía bajo el traje y cruzó una pierna sobre la otra—. Como saben, Watson era el cronista de casi todas las aventuras de Holmes. —Los dos policías guardaron silencio, tal vez porque desconocían ese detalle—. El caso es que hay una historia muy interesante que se titula «El problema del puente de Thor» que me dio la idea. Al principio de esa historia Watson dice, por primera y única vez, dónde están ocultos sus archivos, los que contienen todo cuanto sabía de Holmes, desde los casos publicados hasta aquellos que jamás vieron la luz. Asegura que esa información estaba en los depósitos del banco Cox & Co., en Charing Cross, y dentro de una caja de hojalata estropeada en cuya tapa se leía: «Doctor John H. Watson, antiguo médico del ejército de la India».
—Y usted plantea al lector que ha encontrado esa documentación y ahí se desvela el gran secreto sobre dónde estuvo Holmes en ese tiempo —dijo Diego, que parecía cada vez más entusiasmado con todo aquello.
—Esa es la idea —reconoció Sergio—. Lógicamente, para que tenga verosimilitud, el lector tiene que aceptar que esa caja existió, que hubo una sucursal bancaria situada en esa zona de Londres, y que el azar la ha puesto en mis manos un siglo después.
—Entiendo. —Tomás Herrera miró al escritor de un modo extraño—. ¿Y la gente cree en todas esas historias?
—Es un juego, una ficción —respondió Sergio—. Pero para mucha gente, Holmes fue un personaje real, lo mismo que Watson. ¿No sabe usted que aún hoy en día llegan cartas a nombre de Sherlock Holmes al 221B de Baker Street? ¿Sabía usted que cuando sir Arthur Conan Doyle decidió acabar con su personaje en las cataratas de Reichenbach los lectores se echaron a la calle en manifestaciones? Si no comprende que entre el autor y el lector se establece una relación de complicidad sin la cual es imposible el éxito de la historia, es que no ha leído nunca una novela de aventuras. —Las palabras de Sergio sonaron mucho más duras de lo que había previsto.
—Tal vez esté en lo cierto —replicó Tomás Herrera, sin que se advirtiera en su tono acritud—. Y, dígame, ¿quién conoce la clave para entrar en su ordenador si es que, como usted declaró, estaba apagado? ¿Cómo pudo alguien escribir esa nota que luego recibió y que estaba escrita sobre uno de los papeles que usted mismo había desestimado para su novela?
Se había acabado el territorio conocido. El inspector jefe demostraba que tal vez no era un lector consumado, pero sí un tipo con una excelente memoria, pues parecía conocer perfectamente todo cuanto Sergio había declarado a Diego Bedia el día anterior.
—Ya respondí a esa pregunta. —Sergio miró a Diego.
—Su antigua agente literaria —intervino Bedia. El policía consultó las notas que había tomado en su anterior conversación con Sergio—. Se llama Clara Estévez. Era su pareja hasta hace poco.
—De todas formas —preguntó Herrera—, ¿no podrían haber cogido esos folios suyos y haber escrito la carta en otro ordenador?
—Naturalmente —reconoció Sergio—, pero lo curioso es que guardaron el texto en el disco duro de mi ordenador, como si quien lo hizo quisiera dejar claro que me conocía y que se podía burlar de mí.
—¿Puede haber sido esa mujer? —preguntó Herrera.
A Sergio le molestó que los dos policías hablaran de Clara y de su relación con ella. Sintió como que los dos hombres cotilleaban sobre su vida ignorando que él estaba presente.
—No lo creo —respondió Sergio—. Pero es la única persona, al menos que yo sepa, que conoce la clave de acceso a mi ordenador.
—¡Esto adquiere un giro de lo más interesante! —exclamó Herrera—. ¿Dónde podemos encontrar a la señora Estévez?
A Sergio le pareció extraño de nuevo escuchar el nombre de Clara en boca de aquel policía, y aún más que la llamara «señora».
—No está casada —aclaró—. Nunca nos casamos. Hemos vivido juntos veinte años, pero rompimos no hace mucho.
—¿Cuál fue la razón? Espero que comprenda que debo preguntarle esto —dijo Diego, siempre más afable y comedido que su jefe.
—Lo entiendo. —Sergio comenzó a sentir un calor incómodo sin saber por qué—. Un día descubrí que ella se había marchado y que había entrado en mi ordenador y había copiado una novela que yo tenía muy avanzada. —Sin poder evitarlo, sus ojos se perdieron entre los recuerdos, muy lejos de la comisaría—. Gracias a esa obra, Clara ha recibido hace poco el Premio Otoño de Novela, uno de los más importantes que se conceden en España. A lo mejor lo han visto en las noticias. —Miró a los policías con curiosidad, pero los dos hombres parecían ajenos a las noticias que interesaban en el mundillo de Sergio Olmos.
—De modo que su expareja le robó la idea para un libro y le dejó plantado. —En el tono de Herrera se advertía cierto tono jocoso que no gustó a Sergio ni tampoco a Diego.
—¿Nos puede dar el teléfono de su antigua compañera? —preguntó Diego.
Sergio lo escribió en una hoja de papel, y añadió dos palabras más.
—William Escott. —Diego leyó lo que Sergio había escrito—. ¿Qué significa esto?
—La clave para que puedan acceder a mi ordenador —confesó Sergio.
—¿Tiene algún significado especial? —quiso saber Tomás Herrera.
Sergio miró al policía con desgana. Suponía que había interpretado durante la conversación el papel de tipo desagradable a propósito para que Diego apareciera como el hombre en quien uno puede confiar, de modo que se esforzó por ser amable.
—El famoso detective se llamó, en realidad, William Sherlock Scott Holmes —explicó—. Y, además de su capacidad para la observación y para la deducción, tuvo un talento especial para la interpretación artística. De hecho, en numerosas aventuras consigue engañar a los maleantes empleando diferentes trucos, entre ellos el disfraz. Tenía al menos cinco escondites en Londres que empleaba para disfrazarse según fuera preciso para la resolución de los casos, y eso lo aprendió en sus tiempos de actor.
—¡Holmes, actor! —exclamó Herrera, quien, a pesar de su aspecto brusco, parecía seducido también por aquella historia.
—Ya lo creo —sonrió Sergio. Parecía estar al fin relajado ahora que de nuevo pisaba terreno conocido—, de hecho formó parte de la Compañía Shakesperiana Sasanoff, con la que realizó una gira por Estados Unidos entre 1879 y 1880. Se cuenta que fue un magnífico Casio en Julio César, aparte de encarnar a Mefistófeles en Fausto y otros papeles notables.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con la clave de su ordenador? —quiso saber Diego.
—Durante esa época, su nombre artístico fue William Escott, con «E» —aclaró Sergio—, derivado de su verdadero nombre: William Sherlock Scott Holmes.
Les entregó su ordenador y ellos le prometieron devolvérselo en el plazo de tiempo más breve posible. Después charlaron en un tono más distendido sobre algunos aspectos de la vida de Holmes, sobre los tiempos universitarios del Círculo Sherlock y sobre todos los que lo integraron. Los policías mostraron especial interés en la figura de Jaime Morante, lo que a Sergio le pareció lógico dado que, por lo que su hermano Marcos le había dicho, ahora era un político notable en la ciudad que aspiraba a convertirse en alcalde.
La entrevista se saldó con sendos apretones de manos. Parecía que los dos policías habían despejado las dudas que pudieran haber tenido sobre la versión de Sergio.
—Por cierto, ¿por qué insinuó usted ayer al inspector Bedia que tal vez no habíamos contado todos los detalles del asesinato?
Era evidente que Tomás Herrera tenía la virtud de desarmarlo cuando menos lo esperaba. La pregunta había caído como una losa justo cuando estaba a punto de salir por la puerta del despacho de Diego Bedia.
—Es una bobada —respondió Sergio. Quería marcharse de allí cuanto antes—. Llegué a tener una teoría, pero me parece demasiado delirante.
—¿Más delirante que una carta escrita en un código sacado de una aventura de Sherlock Holmes? —Herrera sonrió.
—Sí, supongo que sí. —Sergio le devolvió la sonrisa.
—¿No la va a compartir con nosotros?
—No, creo que no. —Dudó unos instantes y finalmente añadió—: Salvo que esa mujer llevara encima un peine, un pañuelo blanco y un pedazo de espejo roto.
Los dos policías eran suficientemente veteranos en el oficio como para poder disimular, pero ambos sintieron el comentario de Sergio como un puñetazo en el estómago. A pesar de todo, lo encajaron de un modo impecable, y Diego consiguió responder de una manera convincente.
—Creo que no. No llevaba nada de eso encima.
Sergio los miró atentamente y creyó percibir el aleteo de una duda durante unos segundos, pero no podía estar seguro.
—No saben cuánto me alegro —respondió. Luego saludó con la cabeza a Murillo y a Meruelo, que estaban sentados ante sus mesas, y se dirigió hacia el ascensor. Sintió que el ambiente de la comisaría lo asfixiaba. Si se hubiera girado, habría sorprendido a los dos inspectores de policía totalmente descompuestos.