4 de septiembre de 2009
El inspector jefe Tomás Herrera acababa de escuchar la historia más extravagante de cuantas había tenido ocasión de oír a lo largo de sus ya, casi, cincuenta años de vida. Llevaba en la profesión suficiente tiempo como para haber visto de todo, pero nunca había sospechado que un día su mejor hombre le vendría con una historia sobre Holmes, el doctor Watson y todo aquel enredo del Círculo Sherlock y los fanáticos que lo integraban. Había trabajado, como Diego Bedia, en algunas de las comisarías más duras del país y no creía posible que, a esas alturas, hubiera algo que lo sorprendiera. Se las había tenido que ver con locos de las más diversas especies, pero si lo que le habían contado a Bedia aquellos tres chiflados era cierto, sin duda estaban por llegar días desagradables. De todos modos, prefería dejar aparcada la teoría detectivesca que acababa de conocer hasta que Murillo y Meruelo juntaran las piezas necesarias para tener una visión más amplia de quiénes eran en realidad aquellos tres hombres que habían traído la enigmática carta a la comisaría. Había que ver si se encontraban más huellas en el papel y en el sobre, aparte de las de Marcos y Sergio Olmos, y también aguardaban con interés lo que pudiera contener el ordenador personal del escritor.
Desde la muerte de su esposa, las convicciones religiosas de Tomás Herrera se habían deteriorado notablemente. Tampoco es que fueran especialmente sólidas antes de la enfermedad que se la llevó para siempre de su lado hacía un año, pero si antes su relación con Dios se reducía a alguna misa dominical, algún funeral y alguna que otra boda a la que los invitaban, desde que vio cómo sellaban el nicho donde iba a descansar su mujer para siempre, no había tenido ni necesidad ni ganas de cruzar palabra alguna con Dios. Y, sin embargo, ahí estaba ahora, de camino a la iglesia.
—¿Cómo has pensado enfocar el tema? —preguntó a Diego, que caminaba a su lado masticando un silencio espeso—. Me siento incómodo interrogando a un cura viejo sobre un crimen, la verdad.
—No lo vamos a culpar de asesinato —repuso Diego, tratando de quitar hierro al asunto—. Simplemente, vamos a ver qué nos cuenta del barrio. Por lo que sabemos, a esa chica, Daniela, se la veía con frecuencia en la Casa del Pan, ¿no? Pues nadie mejor que el cura para explicarnos cómo funciona ese invento.
Tomás asintió y guardó silencio. Conocía a don Luis desde hacía unos cuantos años. No fue él quien ofició el funeral de su esposa, porque la ceremonia tuvo lugar en otra parroquia de la ciudad, pero había coincidido con el cura en alguna ocasión y tenían amigos en común, como Santiago Bárcenas, el abogado. Sabía que el cura y el abogado frecuentaban una asociación de apasionados de la historia local, e incluso Tomás tenía alguno de los libros que habían editado.
Cuando llegaron a la parroquia no fue don Luis quien salió a recibirlos, sino un cura joven, de sonrisa ancha y rostro aniñado.
—¿Qué desean? —preguntó Baldomero.
Los dos policías se presentaron y explicaron el motivo de su visita. Don Luis aún no había llegado, pero no tardaría, anunció el párroco.
—Tal vez usted nos pueda dar información sobre la chica que asesinaron hace unos días. —Diego decidió probar fortuna. Quizás podrían sacar algo nuevo mientras llegaba don Luis.
—¿Se refieren a Daniela? —La expresión de Baldomero se ensombreció—. Solía venir por la parroquia a la hora de las comidas. No es que fuera una habitual —aclaró—, pero la conocíamos.
—Y, dígame —intervino Herrera—, ¿cómo funciona ese comedor social suyo?
—Nos mantenemos a duras penas con subvenciones del gobierno regional y del ayuntamiento, además de las aportaciones que hacen algunos fieles. Si quieren que les diga la verdad, no sé cuánto resistiremos.
—Pero ¿dan de comer a cualquiera?
—No, a cualquiera no. —El cura se levantó y se dirigió a un archivador. Sacó de allí una carpeta y extrajo unos documentos—. Tenemos un listado que nos ha facilitado la Oficina Municipal de Integración de personas que se encuentran en una situación económica desesperada, pero solo podemos ofrecer un número reducido de comidas. No llegamos a todos, lamentablemente.
Diego guardó silencio. Se veía que el cura se tomaba en serio su labor pastoral y que sentía aquel proyecto como algo personal.
—¿Podría darnos una copia de ese listado? —preguntó Tomás Herrera. Pero al ver que la sombra de una duda se instaló en el rostro del cura, añadió—: Si se siente más cómodo, se lo pediremos a la Oficina de Integración.
—Lo preferiría —confesó Baldomero.
En ese momento entró en la oficina parroquial don Luis. Al ver a los dos policías se detuvo, extrañado. Solo conocía al mayor. Le pareció que Tomás Herrera había envejecido demasiado teniendo en cuenta que no había pasado tanto tiempo desde que coincidieron en una comida en homenaje al abogado Santiago Bárcenas, amigo de ambos. Supuso que la pérdida de su esposa era la que lo había hecho adelgazar de aquel modo, aunque seguía siendo un hombre fuerte, con cierto aspecto militar acentuado por el corte de pelo que lucía.
—Señor Herrera, ¿qué le trae por aquí?
—Le presento al inspector Diego Bedia. —Tomás sonrió, al tiempo que estrechaba la mano del sacerdote—. Estábamos preguntando a su colega —miró a Baldomero con cierta incomodidad, porque no sabía si el término colega era el más adecuado para la ocasión— sobre cómo funciona ese comedor social que tienen en la parroquia y si conocía a Daniela Obando, la joven que fue asesinada hace unos días.
—Lástima lo de esa chica —respondió el cura.
—¿La conocía usted? —intervino Diego.
—No, la verdad es que no —dijo don Luis—. No voy mucho por el comedor social.
Baldomero lo miró con una extraña expresión que a Diego no le pasó desapercibida. Parecía que había cierta tensión entre los dos sacerdotes.
—Entonces, ¿no la vio usted la noche en que fue asesinada?
—Naturalmente que no. —El cura miró a los policías extrañado—. Ya le digo que no suelo trabajar con los inmigrantes. Esa labor pastoral la hace el padre Baldomero.
—La noche del crimen estaba usted en la parroquia, supongo. —Tomás no sabía cómo plantear aquella cuestión. Ilusión, la prostituta uruguaya, había afirmado que vio a don Luis por las calles del barrio a una hora avanzada, pero se sentía incómodo preguntándole al cura dónde estuvo la noche del crimen.
—Sí, claro que sí —dijo don Luis sin vacilar.
Los dos policías guardaron silencio. ¿Por qué mentía el sacerdote? ¿Qué tenía que ocultar?
—Bien, han sido de mucha ayuda —dijo Tomás—. Si les necesitamos, volveremos a visitarles.
Los dos sacerdotes parecían aliviados cuando los policías salieron de la casa parroquial. Era evidente que aquella visita había alterado a ambos, pero solo ellos sabían los motivos.
—Tal vez se equivocó esa chica, la prostituta que te dijo que había visto a don Luis por el barrio a altas horas de la noche. —Tomás caminaba junto a Diego dando unas enormes zancadas y con la vista puesta en algún lugar muy lejano.
—No lo creo —respondió Diego—. Parecía muy segura de lo que había visto aquella noche.
Un par de calles por detrás de la iglesia de la Anunciación había una minúscula plaza muy mal iluminada y con unos jardines en pésimo estado. Por la noche, aquella plaza era el centro de reunión de todo tipo de gente. Allí se daban cita prostitutas, bebedores solitarios, músicos callejeros y traficantes de droga. En la zona más lóbrega abría sus puertas El Campanario, y cerca de allí estaba la Oficina de Integración.
—Esta noche Murillo y Meruelo se van a dar una vuelta por ese garito —dijo Bedia mirando el letrero de El Campanario—. La uruguaya vio entrar a Daniela allí la noche en que desapareció.
Tomás Herrera asintió.
—No olvides pedir en la Oficina de Integración el listado que tenía el cura —recordó a Bedia.
Sin saber por qué, la perspectiva de ver a Cristina Pardo le resultó sumamente atractiva a Diego. Inconscientemente, miró el reloj. Había quedado con Marja para cenar.
Marja Tesanovic era alta, de piel clara y cabello del color del bronce. Hacía poco más de un año que había encontrado un trabajo estable en un hotel situado en un pueblecito alejado tres kilómetros de la ciudad. Allí, hacía las camas, limpiaba las habitaciones, e incluso a veces hacía labores de recepcionista. Gozaba del afecto del dueño del hotel, un hombrecillo de cabello despeinado, prominente barriga y aire despistado.
Cada mañana, Marja se subía a un autobús que cubría el trayecto desde la ciudad hasta la playa próxima, situada a diez kilómetros. El autobús tenía una parada a cien metros del hotel donde ella trabajaba. Le gustaba ir con tiempo hasta la parada del autobús, saboreando cada momento, porque sabía muy bien que la vida podía reservarte raciones de amargura cuando menos se espera, de manera que había aprendido a paladear los instantes felices que el destino le entregaba con cuentagotas.
Seis meses antes le correspondió vivir una mañana muy especial. En realidad, en aquel momento no podía prever que su vida fuera a dar un giro inesperado, porque las grandes señales de nuestro camino siempre se interpretan a posteriori. Era una mañana fría. Las afueras del barrio norte, en el que Marja vivía, estaban cubiertas de escarcha. Subió al autobús como siempre y, como siempre que había un asiento libre, ocupó una plaza próxima a la ventanilla. El cristal estaba empañado y abrió con sus largos y blancos dedos una grieta por la que mirar al exterior.
El autobús intentó incorporarse al carril, pero una furgoneta de reparto estaba ocasionando un considerable atasco al haberse detenido en medio de la calzada. Los conductores de media docena de vehículos hacían sonar sus bocinas, y pronto todo el mundo tuvo los nervios a flor de piel. También un taxista, cuyo vehículo se encontraba justo al lado del autobús en el que viajaba Marja, protestaba airadamente.
En la parte de atrás del taxi viajaba un hombre de ojos negros, nariz afilada y rasgos profundamente masculinos. La mirada de aquel desconocido se cruzó con la de Marja y ambos sonrieron. La joven serbia conoció de ese modo tan inesperado al inspector Diego Bedia, cuyo coche se había averiado precisamente aquella mañana obligándole a pedir un taxi para ir al trabajo. La Bea, como dirían Meruelo y Murillo, se había quedado con el piso en el que vivían, que estaba en el centro de la ciudad, y él había alquilado un pequeño apartamento de dos habitaciones cerca de la playa.
A la mañana siguiente, cuando estaba a punto de subir al autobús, Marja se sorprendió al ver en la parada al hombre alto y moreno que le había sonreído el día anterior desde el taxi. Se concedió a sí misma el placer de volver a encharcar sus ojos azules en la oscuridad de la mirada de aquel hombre, que parecía bastante nervioso cuando le dirigió la palabra por vez primera.
Diego Bedia era una de las mejores cosas que le habían sucedido a Marja en sus veintiocho años de vida. Tal vez se podría pensar que la muchacha aún no había vivido lo suficiente como para tener tan pésimo concepto de la vida, pero se cambiaría de idea de inmediato si se conociera su historia.
Aún no había cumplido los diez años cuando su madre, Mirjana, falleció. Su padre, Nikola, se entregó a la bebida con frecuencia y eso lo convertía en un hombre peligroso, dada su condición de militar. En los tiempos de la guerra de los Balcanes,
Nikola participó activamente en algunas atrocidades cuyos detalles, afortunadamente para ella, Marja no conoció hasta muchos años después.
Cuando Marja tenía quince años su padre formaba parte de un grupo paramilitar al que llamaban los Escorpiones. Aquel grupo estuvo a las órdenes del general Ratko Mladic durante los terribles acontecimientos que tuvieron por escenario Srebrenica en el mes de julio de 1995. Ni siquiera el hecho de que la zona estuviera bajo la protección de Naciones Unidas detuvo a los serbios seguidores de Radovan Karadzic para llevar a cabo su política de limpieza étnica. Poco antes de morir, Nikola confesó a su hija que él formó parte del grupo armado serbio que asesinó sin piedad a unos ocho mil bosnios; que no se hizo distinciones entre hombres, mujeres y niños, y que durante aquella orgía de sangre creyó siempre estar haciendo lo correcto.
Tras la toma de Srebrenica, los serbios ejecutaron y deportaron a decenas de miles de bosnios musulmanes. El padre de Marja participó en ejecuciones masivas que tuvieron lugar en Potocari. En su lecho de muerte explicó a su hija cómo los cuerpos sin vida de aquellos desgraciados fueron apilados sin el menor escrúpulo en carros o encima de tractores. Los cuerpos de los ejecutados se enterraban en fosas comunes, y Nikola aún creía escuchar los lamentos de algunos heridos que fueron enterrados cuando todavía estaban vivos.
Más de diez mil civiles y algunos cientos de soldados bosnios emprendieron la huida en dirección a Tuzla, pero el general Radislav Krstic, hombre de confianza de Mladic, tuvo noticia del hecho y ordenó por radio que ejecutaran a todos. Irónicamente, aquella orden fue interceptada por radio y grabada, sirviendo tiempo después para que el Tribunal Penal Internacional lo condenara a treinta y siete años de cárcel. El padre de Marja apretó el gatillo con seguridad, tanto cuando el objetivo eran mujeres como cuando se trataba de hombres. Sin embargo, Dios aguardaba el momento adecuado para soplar sobre su conciencia y avivar el fuego que aún existía en su corazón.
Ocurrió un día en que le ordenaron ir junto con tres soldados hasta una antigua fábrica de zinc de Potocari. Allí debían dar muerte a un grupo de civiles. Era una misión rutinaria, pero precisamente era el momento que Dios había elegido para llamarlo. El grupo de desdichados bosnios que aguardaba el tiro de gracia estaba integrado por cinco mujeres, diez hombres y una niña de diez años. Al principio, todo fue bien. Primero dispararon a los hombres y luego les llegó el turno a las mujeres, pero antes sus compañeros decidieron violarlas. Nikola Tesanovic, que había participado en juergas como aquella en varias ocasiones, se sintió incómodo en aquel momento. Tal vez la mirada azul de la niña le recordó de un modo extraño a su propia hija. La contempló con detenimiento y se sorprendió del parecido que aquella pequeña tenía con Marja. Pero los otros tres soldados, ajenos a los repentinos escrúpulos de Nikola, se disponían a comenzar su fiesta precisamente con la pequeña. La niña era pelirroja, como Marja, y lloraba sin saber qué hacer ni qué pretendían aquellos hombres. Uno de ellos la abofeteó para que se callara y le arrancó los harapos que tenía por ropa. Los otros dos soldados reían visiblemente complacidos. Pusieron a la niña de espaldas y los tres hombres se bajaron los pantalones dispuestos para el festín. En ese momento, Dios sopló en la conciencia de Nikola.
Antes de que pudieran reaccionar, los tres soldados habían recibido una bala en la cabeza.
Nikola miró alrededor y comprobó que nadie había visto lo ocurrido. Los únicos testigos eran las mujeres, que se habían quedado tan mudas como estatuas. La niña seguía allí, de espaldas y desnuda. Nikola preguntó a las mujeres si alguna era la madre de la niña. Ellas negaron con la cabeza. Habían matado a toda su familia días antes, le confesaron. Y entonces Nikola perdió la cabeza y tomó entre sus brazos a la pequeña y huyó de Potocari.
Días más tarde, llegó a su casa. Era increíble que durante el camino nadie hubiera reparado en aquella extraña pareja formada por el soldado y aquella niña pelirroja que no parecía musulmana.
Una vez en su casa, le dijo a Marja que tenía una nueva hermana que se llamaba Jasmina.
Los tres huyeron de su patria. Cada paso que lo alejaba de aquel horror purificaba las entrañas de Nikola. Marja tomó bajó su protección a la pequeña Jasmina, y realmente la sintió como hermana.
En su huida siempre mantuvieron rumbo hacia el oeste. Nikola hablaba a las pequeñas de España, un país al que por alguna desconocida razón veía como un paraíso a su alcance. Pero Dios había previsto que el antiguo asesino serbio no entrara en su particular tierra de promisión. Atravesaron media Europa, y durante el viaje consiguió todo tipo de trabajos para sobrevivir. Las niñas crecieron durante los casi tres años que duró su vagabundeo, pero, en Francia, Nikola cayó gravemente enfermo. La familia permaneció en Carcasona durante dos años. Sin embargo, Nikola nunca se recuperó.
Cuando Marja y Jasmina Tesanovic cruzaron la frontera y entraron en España, tenían veinte y quince años, respectivamente. Su padre le había dejado a Marja como herencia un retrato brutal de su verdadera identidad tras la confesión de sus delitos en su lecho de muerte y una inesperada cantidad de dinero que nunca le explicó de dónde la había sacado. Aquella suma no las convertía en millonarias, pero serviría para solucionar sus problemas durante un tiempo.
La vida nómada que habían llevado sirvió a las dos jóvenes para muchas cosas. Para empezar, tenían una asombrosa capacidad para aprender idiomas y para empaparse de toda la información que podía serles de utilidad para su supervivencia. Leían con avidez siempre que podían y ambas estaban dotadas de una inteligencia más que notable.
Marja tuvo los trabajos más variopintos durante aquellos años, procurando siempre que Jasmina estuviera a salvo. Supo que el dinero de su padre servía también para comprar voluntades y allanaba los senderos de la administración en muchas ocasiones, lo que favoreció sus planes para establecerse en España.
Las dos hermanas vivieron en varias ciudades antes de poner rumbo al norte. Los ahorros habían menguado de forma preocupante cuando se establecieron en el barrio, allí donde Diego Bedia la conoció tiempo después.
Jasmina, que tenía ya veintitrés años, trabajaba en un pub sirviendo copas por la noche y fregaba oficinas durante el día. Con lo que ganaba Jasmina y con la nómina de Marja, habían alquilado un piso situado en una planta baja en pleno corazón del barrio norte. Dos de sus ventanas daban a un oscuro patio al que se accedía a través de un callejón. Diego había tratado de convencerlas para que se mudaran los tres a un piso mejor, pero Marja se mostraba muy celosa de su independencia.
—¿Cómo estás, cariño? —La joven serbia besó suavemente a Diego en los labios.
A él le encantaba sentir la piel fresca y limpia de Marja. En el fondo, los dos eran unos exiliados. Ella había huido de su país, y él había escapado del amor cuando sorprendió a su exmujer con su amante en su propia cama. Aunque la dulzura de aquella mujer, a la que sacaba diez años, había conseguido que su corazón volviera a latir con pasión.
—Ha sido un día largo —respondió Diego, dejándose caer junto a ella en el sofá.
—¿Algo nuevo sobre el asesinato de esa chica? —preguntó Marja, aun sabiendo que a Diego no le gustaba hablar de su trabajo.
—No te creerías lo que me ha pasado hoy —contestó Diego pasándose la mano por la rasposa mandíbula—. ¿Tú has leído alguna de las historias de Sherlock Homes? —Al ver la sorpresa que se dibujó en el rostro de Marja, Diego sonrió antes de proseguir—. Pues se han presentado hoy en la comisaría tres tipos que parecían de lo más respetables y resultó que formaban el trío más insólito que se pudiera esperar. Un médico, un escritor y un funcionario municipal que se saben al dedillo todas esas historias del detective, al que parecen considerar como una persona de verdad, de carne y hueso.
—¿Y eso qué tiene que ver con la muerte de esa muchacha?
—Pues ahí está lo bueno —dijo el inspector—, que puede que tenga mucho más que ver de lo que podría imaginarse.