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4 de septiembre de 2009

Aquella era la primera vez que Sergio entraba en una comisaría de policía. Resultó ser un edificio mucho más grande de lo que había sospechado. Tiempo después descubrió que allí trabajaban ciento veinte policías.

Al poco de poner sus pies dentro del edificio, salió a su encuentro un agente uniformado de maneras educadas pero firmes. Sergio explicó que tenían cita con el inspector Diego Bedia, y el policía, alto y de hombros fornidos e incipiente barriga, les pidió amablemente que esperaran en una salita de poco más de ocho metros cuadrados amueblada con dos filas de asientos de plástico unidos entre sí y que, por lo que enseguida advirtieron, era la antesala de una habitación donde se formulaban denuncias y se prestaba declaración. En las paredes no había otra decoración que algún póster sobre los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, y el tiempo pareció ralentizarse de pronto. Sergio se fue encontrando visiblemente más incómodo, mientras que Marcos y José Guazo parecían extrañamente relajados.

Su hermano, de vez en cuando, le ponía la mano sobre la rodilla para tranquilizarlo. Sergio siempre había podido contar con él. Marcos jamás le había fallado, y se reprochó a sí mismo una vez más su incapacidad para mostrar cariño hacia los demás. En su relación con Clara, siempre era ella la que más daba, la que se acercaba a él, la que iniciaba el beso. Por supuesto que Sergio amó a Clara, y también quería profundamente a su hermano, pero la habilidad que demostraba escribiendo no era la misma a la hora de compartir sus sentimientos con los demás. Al menos en eso, se consoló, tenía mucho en común con Holmes.

La sala estaba iluminada violentamente por un fluorescente. Aquella inmisericorde claridad delataba aún más la crueldad con la que el paso del tiempo había tratado a su hermano y a su amigo de la juventud. Aunque era cierto que Sergio era dos años más joven que ambos, le pareció que aquello no justificaba su aspecto. Los había encontrado marchitos, en especial a Guazo. Suponía que era la consecuencia de la enfermedad que, según le había informado su hermano, había padecido recientemente. Lo miró disimuladamente y volvió a percibir algo raro en su amigo, pero no sabía de qué se trataba. En un momento dado, la mirada del médico se cruzó con la suya.

—Aún no me lo puedo creer. —Guazo sacudió la cabeza—. El famoso novelista ha vuelto. —Rio, dándose una palmada en la rodilla—. ¡Maldita sea!

Sergio iba a decir algo cuando el policía que los había hecho esperar allí entró en la sala y les pidió que lo acompañaran. Dóciles, los tres salieron tras el agente, que los condujo hasta un ascensor. Aquí y allá Sergio observó algunas puertas que en su imaginación se tornaron la entrada a calabozos y lugares de interrogatorio.

Subieron tres pisos y la puerta se abrió frente a unos despachos. En una mesa estaba sentado un policía de unos treinta años de aspecto atlético, brazos hercúleos y pelo corto de color rubio. Desde la mesa de al lado los contempló un hombre de cabello ensortijado y barba de varios días. Tras esas mesas había una puerta, a la que se dirigió el agente que los escoltaba. El policía golpeó la puerta con los nudillos.

—¿Inspector Bedia? —dijo después de llamar.

De inmediato salió a saludarlos un hombre alto, de ojos negros y una mirada profunda tan atractiva como inquietante. Tenía una espalda ancha, la nariz recta y el rostro pulcramente rasurado, salvo en la zona de la perilla. Sergio, que tenía la costumbre de sacar parecidos a todo el mundo, creyó ver en el inspector a un futbolista italiano cuyo nombre no recordaba.

—Diego Bedia. —El inspector los saludó uno por uno con un apretón de manos firme, al tiempo que parecía analizarlos de arriba abajo—. Pueden pasar, por favor.

Mientras entraban en el despacho del inspector, Sergio sintió clavados en su espalda los ojos de los otros dos policías, el de los brazos de hierro y su silencioso vecino barbado.

—El comisario Barredo me ha dicho que tienen ustedes información sobre el crimen de Daniela Obando —dijo Diego, tras ofrecerles un café que todos rechazaron—. ¿Quién de ustedes es Marcos Olmos?

—Soy yo —dijo Marcos.

—¿Usted es el que trabaja en el ayuntamiento? ¿El que llamó al comisario?

Marcos asintió. Explicó que conocía al comisario Gonzalo Barredo de algunos actos institucionales en el ayuntamiento, que habían tenido la ocasión de hablar un par de veces y que, por esa razón, lo telefoneó.

—Él me dijo que era usted quien estaba llevando la investigación.

Diego asintió en silencio.

—¿Y bien? ¿Qué es lo que saben?

—¿Qué sabe usted sobre Sherlock Holmes? —Sergio había necesitado toda su valentía para poder hacer aquella pregunta, y cuando se escuchó a sí mismo pronunciándola ante un inspector de policía auténtico y en una comisaría donde se trataba de aclarar un crimen tan horrendo como real, comprendió que acababa de decir una verdadera estupidez.

—¿Cómo dice? —Los ojos negros de Diego cayeron sobre Sergio provocando aún mayor desconcierto en el escritor.

—Holmes. —Marcos salió en ayuda de su hermano—. Ya sabe, el detective de las novelas.

—Me temo que no estoy para perder el tiempo, señores. —La masculina voz de Bedia delató su impaciencia—. Si tienen realmente algo que decir, háganlo ahora o váyanse antes de que todo esto empeore.

Sergio guardó silencio y dejó sobre la mesa del policía el sobre que lo había conducido hasta allí.

—¿Qué es esto? —preguntó Diego.

—La información que habíamos prometido —respondió Marcos.

Las fuertes manos de Diego abrieron el sobre sin vacilar y se encontró con los cinco pétalos de violeta y con la carta, cuyo contenido leyó en voz alta:

En soledad, en el más sombrío Mortuorio, el silencio aparecerá por sorpresa. La única y primera vida está degollada. Mientras tanto, hasta se pudrirá la alegre y más frágil. La pequeña y humilde violeta cae y se desangra y marchita, lánguida, muerta, entre ellos y tus otras dos manos, mi querido Holmes.

—¿Qué coño significa esto? —Levantó la mirada del papel y pareció haber tomado la decisión de ordenar el inmediato ingreso en el calabozo de aquellos tres chiflados.

—Por eso le pregunté primero si sabía algo sobre Sherlock Holmes —se apresuró a responder Sergio—. Esa carta solo tiene sentido si se lee según una clave que aparece en uno de sus relatos.

—«El Gloria Scott» —apuntó Guazo, que hasta ese instante se había mantenido al margen de la conversación—. El mensaje está cifrado.

—Me parece que ustedes no son conscientes de dónde están ni de con quién están hablando. —Era evidente que la irritación de Bedia crecía por momentos—. Tienen treinta segundos para explicarse.

—Está bien. —Sergio respiró hondo y cerró los ojos durante cinco segundos buscando las palabras adecuadas—. Soy escritor. Acabo de llegar de Inglaterra, donde me encontraba escribiendo, o más bien intentándolo, una novela que gira sobre la figura de Sherlock Holmes, pero eso no viene ahora al caso. Lo que a usted le interesa saber es que hace unos días, estando en el museo dedicado al detective que se encuentra en Baker Street, un chico que dijo llamarse Wiggins…

—¡Wiggins! ¿Se da cuenta? —dijo de pronto Guazo, como si aquel detalle fuera de lo más revelador para Bedia, quien lo fulminó con la mirada. Guazo se escondió aún más en el fondo de la silla que le habían asignado.

—Bien —prosiguió Sergio—, aquel chico me entregó esa carta. En el sobre había asimismo esos cinco pétalos de violeta.

—¿Y qué diablos tiene que ver eso conmigo y con mi investigación? —El instinto de Bedia le dijo que tal vez aquella gente no estaba del todo loca, aunque no alcanzaba a ver adónde conducía semejante historia.

—Verá usted —tomó la palabra Marcos—. En abril de 1893, sir Arthur Conan Doyle publicó un relato titulado «El Gloria Scott». —Los datos fluían de la boca de Marcos como si tal cosa, como si los hubiera leído instantes antes o tuviera la información delante de sus ojos—. El caso es que, en ese relato, Sherlock Holmes descifra una nota tan extravagante como la que usted ha leído. Aquella nota decía así:

La negociación de caza con Londres terminó. El guardabosques Hudson ha recibido lo necesario y ha pagado al contado moscas y todo lo que vuela. Es importante para que podamos salvar con cotos la tan codiciada vida de faisanes.

Al escuchar aquello, Diego ni siquiera acertó a decir nada. Sus dudas sobre la cordura de aquellos tres personajes, sin embargo, se habían disipado por completo. Pero antes de que pudiera echarlos a patadas, escuchó algo realmente sorprendente.

—Holmes resolvió aquel mensaje —dijo Sergio, recogiendo el testigo de su hermano— leyendo la primera y la tercera palabras siguientes del texto, y así sucesivamente, de manera que la cosa quedaba de este modo. —Miró a su hermano y este comprendió el juego.

—«La caza terminó. Hudson lo ha contado todo. Vuela para salvar la vida» —recitó Marcos, visiblemente orgulloso de su memoria.

—¿Me están diciendo que esa carta suya sigue el mismo juego de palabras? —preguntó Diego desconcertado.

—Pruebe usted mismo —lo invitó Marcos.

A pesar de su reticencia, Diego comenzó a leer de ese modo (leyendo la primera palabra y luego la tercera siguiente) la, aparentemente, estúpida carta que le habían dejado:

En soledad, en el más sombrío Mortuorio, el silencio aparecerá por sorpresa. La única y primera vida está degollada. Mientras tanto, hasta se pudrirá la alegre y más frágil. La pequeña y humilde violeta cae y se desangra y marchita, lánguida, muerta, entre ellos y tus otras dos manos, mi querido Holmes.

—«En el Mortuorio aparecerá la primera degollada. Hasta la más pequeña violeta se marchita entre tus manos, Holmes» —leyó titubeante Bedia. Aquello era una verdadera locura.

—¿No fue en el Mortuorio donde apareció el cadáver de esa chica? —preguntó Sergio, que de sobra sabía que el número de la calle José María Pereda donde había aparecido Daniela estaba en la zona que popularmente se conocía en la ciudad como el Mortuorio—. Pues si a usted todo esto le sorprende, imagínese a mí cuando leí en Internet la noticia. Hasta ese momento creía que todo era una broma absurda, ¿comprende?

Diego no respondió. Estaba tratando de asimilar aquella información y dio la vuelta al papel. Entonces vio fragmentos de un relato que nada tenía que ver con aquella historia.

—¿Y esto?

—Eso es lo realmente extraordinario —replicó Sergio—. Ese papel es mío; quiero decir que son fragmentos de la novela que estoy escribiendo y que había desechado. Alguien ha escrito esa carta en mi propio ordenador, que yo había dejado apagado, y eso se lo puedo garantizar.

—¿Y quién lo hizo? —Diego citaba abrumado.

—Si usted lo averigua, tendrá a su asesino, ¿no cree?

—Lo que está claro es que alguien ha retado a Sherlock Holmes en la persona de mi hermano —dijo Marcos con absoluta calma—. Si se fija bien, el texto trata de dejar en evidencia a Holmes, puesto que asegura que «hasta la más pequeña violeta se marchita entre tus manos, Holmes». Y no solo eso, sino que anuncia que en el Mortuorio «aparecerá la primera degollada».

—¿De qué coño está usted hablando? —Diego sintió de pronto que estaba viviendo algún tipo de pesadilla. No era posible que él se viera involucrado en semejante historia de folletín. Pero al mismo tiempo una luz diminuta se iba abriendo en su mente indicándole que merecía la pena seguir escuchando a aquel trío tan singular.

—Le está anunciando que habrá más muertes —explicó Guazo, quien pareció haber recuperado la compostura.

—¡Exacto! ¡«Las cinco semillas de naranja»! —exclamó alborozado Marcos.

Diego lanzó una mirada suplicante hacia Sergio, en quien lentamente había creído descubrir un grado menor de chifladura que en los otros dos. Parecía un hombre inteligente y de buena posición económica, a juzgar por su impecable traje, sus zapatos de marca y todo lo demás. Un tipo con mucho mundo recorrido que podría haber decidido quedarse en Londres o donde le diera la puñetera gana y no haber traído aquella carta hasta su despacho.

—Verá usted —Sergio pareció comprender la llamada de auxilio del policía—, mi hermano se refiere a otro de los relatos de Holmes. En «Las cinco semillas de naranja» Sherlock recibe un día de una terrible tormenta la visita de un cliente.

—Para ser del todo precisos —intervino Marcos—, hablamos de finales de septiembre de 1887, y el cliente se llamaba John Openshaw.

Diego pasó por alto aquella información, que le pareció irrelevante y le confirmó su sospecha de que el hermano mayor estaba más loco que el pequeño, y animó a Sergio a proseguir.

—Resultó que la familia de Openshaw había vivido en América, pero años antes un tío suyo había regresado a Inglaterra estableciéndose en Sussex. Allí pasaba sus días disfrutando de una considerable fortuna, hasta que un día recibió una carta que contenía cinco semillas de naranja. Era la advertencia de su inminente muerte, según después se comprobó.

—La amenaza se cumplió —añadió Guazo—. Lo perseguía el Ku Klux Klan. Y no fue la única muerte.

—¿Y creen que quien ha escrito esta carta ha jugado con la misma idea?

—En efecto —admitió Sergio—. Lo que no sabemos es por qué ha preferido las cinco violetas en lugar de las cinco semillas de naranja.

—¿Y por qué el asesino del que ustedes me hablan iba a dirigirse a usted, señor Olmos?

—No lo sé —admitió Sergio—. No tengo ni idea, pero sí le puedo decir que la elección de «El Gloria Scott» y «Las cinco semillas de naranja» no es casual. De los sesenta relatos protagonizados por Holmes y que fueron publicados, en muy pocos fracasó, y aún en menos murieron sus clientes. Pues bien —hizo un alto para mirar directamente al inspector—, en esos dos relatos sus clientes fallecieron porque Holmes se equivocó.

—Ya, muy bien. —Diego trataba de valorar todo aquello y aún no sabía en qué casilla clasificarlo—. De momento, la carta se queda aquí —anunció—. La enviaremos a la policía científica para ver si son capaces de encontrar algo. ¿Cuándo se la entregaron a usted?

—El día 27 de agosto —contestó Sergio—. Cuatro días antes de que esa joven apareciera muerta.

—Inspector —intervino Marcos—, además de las huellas de mi hermano, en la carta encontrarán las mías. No tuve la precaución de ponerme guantes cuando Sergio me la mostró en mi casa.

Diego asintió y anotó la información. Miró a Guazo y le preguntó si él también la había tocado. El médico negó con la cabeza. Marcos le había recitado el mensaje, pero no llegó a tocar el sobre.

—¿Me dice que ha sido escrita en su ordenador? —preguntó Bedia. Sergio asintió—. Necesitaremos echarle un vistazo.

—Ningún problema —dijo Sergio—. A primera hora de mañana se lo traeré yo mismo, si le parece bien.

Diego se mostró conforme.

—¿Y por qué cree que alguien le haría llegar una carta así?

—Para eso tendremos que hablarle del Círculo Sherlock —repuso Sergio.

Durante la siguiente media hora, el inspector de policía Diego Bedia recibió una clase magistral de las aventuras de Sherlock Holmes al tiempo que tenía noticia, por vez primera en su vida, de la increíble existencia de un grupo de universitarios que, veinte años antes, había organizado una tertulia literaria a la que asistían vestidos según la moda victoriana. El maestro conductor del relato fue Sergio, pero contó con la inestimable aportación del doctor José Guazo, quien, por otra parte, había ingresado en semejante club antes que ninguno de los presentes. Guazo explicó cómo un día había coincidido con un estudiante de economía llamado Víctor Trejo y con la novia de este, una preciosa joven llamada Clara Estévez, en la entrada de un cine club donde se proyectaba una película en la que Peter Cushing daba vida al famoso detective. Mientras aguardaba su turno en la fila para adquirir la entrada, Guazo escuchó la disputa que la pareja sostenía a propósito de cuándo había tenido lugar la primera boda del doctor Watson. Mientras Clara sostenía que la ceremonia se había celebrado el 1 de mayo de 1889, Víctor Trejo lo negaba vigorosamente.

—Como comprenderá —explicó Guazo al policía—, me vi obligado a intervenir.

Diego no salía del asombro. Aquella gente hablaba sobre Sherlock Holmes y Watson como si tal cosa, e incluso aquel doctor, Guazo, al que conocía por alguna referencia, hablaba con total seriedad a propósito de la obligación que creyó tener de intervenir para zanjar una discusión sobre el primer matrimonio de Watson. Todos ellos parecían haber escapado de algún centro psiquiátrico. No obstante, guardó silencio y animó al médico a proseguir.

—Naturalmente, le di la razón a la joven —explicó Guazo—. Añadiendo a su información que el primer día de mayo de 1889 había caído en miércoles.

Y así fue como se estableció la relación entre Trejo y Guazo. Por aquel entonces el grupo solo estaba integrado por el propio Víctor Trejo y por Enrique Sigler, el adinerado heredero de una familia de industriales catalanes. Más tarde se sumaron a las tertulias Jaime Morante, Sebastián Bada y Tomás Bullón. Finalmente, llegó al grupo Sergio y, por último, su hermano Marcos tras la muerte de Bada.

Después de escuchar la historia completa del Círculo Sherlock, el inspector Bedia tuvo que reconocer que en aquel relato había algunos elementos ciertamente notables a los que debería prestar atención en los próximos días. Para empezar, sus singulares informadores le habían proporcionado datos curiosos sobre el pasado universitario del candidato a las elecciones municipales Jaime Morante, quien había protagonizado un mitin político en el barrio horas antes de que asesinaran a Daniela Obando. Seguidores suyos habían apaleado en aquellas calles a Ilusión, la uruguaya amiga de Daniela. Luego estaba la interesante relación amorosa que aquella mujer, Clara Estévez, había mantenido con tres de los miembros del círculo: Sigler, Trejo y el propio Sergio Olmos, que había sido su pareja sentimental hasta hacía unas semanas, según le acababan de contar.

Parecía evidente, pensó el inspector, que alguna de aquellas personas estaba íntimamente relacionada con todo aquel asunto, pero había que ver de qué modo y por qué. Aquel juego que se traían entre manos sobre Sherlock Holmes invitaba a pensar que alguien del pasado de Sergio pretendía pasarle factura, pero sin duda aquella era la forma más estúpida en que se puede orquestar una venganza.

—Además de usted —preguntó Diego a Sergio—, ¿quién conoce la clave para acceder a su ordenador? Usted ha dicho que lo había dejado apagado, pero que alguien lo utilizó para escribir esta carta.

—Que yo sepa, solo hay una persona que conozca esa clave —respondió Sergio sin titubeo.

—¿Y esa persona es…?

—Clara, mi antigua… —Sergio se detuvo dudando sobre qué calificativo emplear—, mi antigua agente literaria.

—¿Y dónde se la puede encontrar?

—No sé si estará en Madrid o en Barcelona —respondió, sin poder evitar que el recuerdo de la fotografía de Clara con Enrique Sigler cruzara veloz por su mente.

—Ya —dijo lacónicamente Bedia—. Y, por cierto, el nombre del chico que le entregó la carta —consultó sus notas—: ¡Wiggins! ¿Qué tiene de interés?

—Wiggins era el nombre del líder del grupo de chicos de la calle que servían de informadores a Holmes en los bajos fondos —se apresuró a aclarar Guazo—. No puede ser una casualidad.

—No, creo que no —aseguró Sergio—. Supongo que por eso me dijo cómo se llamaba. Para completar la charada.

—¿Y lo de las violetas? —El inspector los miró con cuidado uno por uno—. ¿Qué creen que significa?

Los tres amigos se miraron y guardaron silencio.

—Dígame una cosa, inspector. —Sergio miró con calma a Diego, en quien lentamente estaba comenzando a confiar—. ¿Han contado ustedes a la prensa todos los detalles de esa muerte?

La pregunta desarmó al policía durante unos segundos. Posiblemente, no había sospechado que pudieran interrogarle a él, y menos sobre un aspecto tan delicado de la investigación.

—¿Qué quiere decir?

Los dos hombres se sostuvieron la mirada. Ambos habían sentido una corriente de simpatía mutua a medida que transcurrían los minutos, pero Diego sabía dónde estaba el límite, y seguramente la frontera del silencio se extendía justo allí donde se había decidido cuando se ofreció la información del asesinato a los medios de comunicación. Y, aunque no podía negar que estaba ciertamente intrigado por la pregunta del escritor, pensó que la versión oficial era la mejor de las versiones posibles, al menos de momento.

—Me he llegado a plantear una teoría sobre ese crimen, pero me parece tan descabellada que ni siquiera me atrevo a compartirla —confesó Sergio—. Además, para que mi teoría tuviera algún sentido, el asesinato debería tener algunos otros componentes que no aparecen en esa noticia de prensa. Por eso le pregunté si habían contado todo.

—No sé a qué se refiere —Diego dudó—, pero lo que se ha contado es aquello que se ha creído oportuno para el buen desarrollo de la investigación.

Aquello era como no decir nada, pero cualquiera podía entender que no se había dicho todo sobre el asunto. El problema para Sergio era saber si lo que no se había dicho era precisamente lo que él sospechaba.

—Entiendo —respondió—. Bien, si no tiene ninguna otra pregunta, será mejor que nos vayamos.

—Respecto a su ordenador…

—Mañana a primera hora se lo traeré.

El inspector acompañó hasta la puerta del ascensor al peculiar trío, los despidió con un apretón de manos y entregó a Sergio su tarjeta, donde aparecía su número de teléfono. «Por si recuerda algo que no me haya contado», le dijo. Diego los siguió con la mirada hasta que entraron en el ascensor. No sabía qué pensar de ellos ni de su extraordinaria historia. Pero lo que estaba claro es que ahora tenía más cabos de los que tirar que antes de la reunión.

—¿Qué querían esos? —preguntó Meruelo.

—No os lo vais a creer. Quiero un informe completo de cada uno de ellos. Ya sabéis: dónde viven, qué les gusta, si tienen familia, hijos…, lo que sea. Y no olvidéis daros una vuelta por la sede del partido de Morante y por El Campanario.

Después llamó por teléfono al inspector jefe Tomás Herrera.

—Tomás, tengo algo que no te vas a creer.

—¿Sobre el asesinato?

—Algo así.

—¿Cómo que algo así?

—Oye, ¿tú has leído alguna de esas historias sobre Sherlock Holmes?