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En una ciudad del norte de España

24 de agosto de 2009

La Casa del Pan, se leía en el cartel de la entrada.

Frente a la iglesia de la Anunciación, una construcción neogótica que se había convertido en el mojón que separaba el barrio norte del centro de la ciudad, la parroquia había puesto en marcha un proyecto social tan ambicioso como polémico. Pero no era la primera vez que la comunidad parroquial decidía convertir el mensaje evangélico en una acción social directa. Muchos años antes, la parroquia se había alineado junto a los movimientos obreros más reivindicativos, participando en manifestaciones y viéndose inmersa en cargas policiales. Y ahora, cuando el barrio se había superpoblado de inmigrantes de las más variadas procedencias, había creído que era su obligación procurar su integración, además de dar de comer al hambriento. El problema residía en que había muchos hambrientos, y muchos parroquianos que consideraban que el pan debía repartirse primero entre los de casa antes que entre los forasteros.

—Ni te imaginas cómo era esta zona cuando yo era un chaval —dijo don Luis, un cura barrigón y de mirada recelosa—. ¿Quién me iba a decir a mí, que no quise ir a las misiones, que las misiones vendrían a mí?

—Exagera usted, padre —respondió Baldomero, sazonando sus palabras con una de sus habituales sonrisas limpias—. En cuanto a esta zona, le diré que he visto muchas fotografías, y ya sé que aquí y allá no había más que prados y cuatro casas dispersas. Pero el mundo cambia, padre —añadió, mirando a la cola de inmigrantes que, como cada día, se iba formando en busca de un plato caliente—. Y Cristo estaría con ellos si estuviera aquí.

—No manosee el nombre de Cristo, se lo ruego —bramó don Luis, antes de alejarse rumiando sus reproches contra Baldomero.

Ajenos a la enésima discusión entre los dos párrocos, los voluntarios que cocinaban y servían el centenar de comidas que a diario repartía la Casa del Pan siguieron con su tarea. Solo Cristina Pardo había advertido el malhumor con el que el viejo sacerdote abandonó el local.

—¿Otra discusión? —dijo la muchacha a Baldomero.

—Dios aprieta, pero no ahoga —respondió el joven sacerdote.

—Pues a veces no estoy yo tan segura —replicó Cristina—. Solo tienes que mirarlos.

Los dos contemplaron la larga fila que formaban los hombres y las mujeres que habían acudido al comedor social. Tampoco aquel día habría para todos. El presupuesto con el que contaba la Casa del Pan solo permitía dar cien comidas al día, por lo que cada vez el número de personas que se quedaban sin comer era mayor.

—¿Has intentado hablar de nuevo con el concejal? —preguntó Cristina.

—Sí, y con el alcalde también. —Baldomero movió negativamente la cabeza—. Pero ahora todo el mundo está más pendiente de las elecciones que de esta gente. Y también lo he intentado con los bancos, y con la Cámara de Comercio e Industria, pero no he obtenido más que promesas, y lo que necesitamos es dinero.

—Si no llegan más subvenciones, no podremos seguir.

Ambos guardaron silencio, porque los dos sabían que era verdad. El comedor social se sostenía con fondos que la parroquia había logrado del ayuntamiento de la ciudad, del gobierno regional y de generosas aportaciones de algunos feligreses. Sin embargo, eran conscientes de que había parroquianos que preferían que sus limosnas fueran al cepillo de la iglesia y se emplearan en sacar brillo a las imágenes que adornaban el templo. Y cada vez era más creciente el ruido de quienes se mostraban decididamente en contra de un proyecto como aquel.

—Y luego está don Luis —se lamentó Baldomero—, que no sólo no suma, sino que yo creo que anda por ahí haciendo que otros resten.

Don Luis había superado con holgura la frontera de los sesenta años. Vestía de rigurosa sotana, bajo la cual se perfilaba su rotunda silueta. Sus manos rollizas y su cara sonrosada hacían que quien no lo conociera suficientemente creyera que estaba ante un sacerdote rural sin más filosofías que las precisas para su humilde puesto en el engranaje clerical. De todos modos, tal dictamen resultaría, además de apresurado, erróneo, porque don Luis era un hombre muy leído. Es posible que pocos sacerdotes de su quinta estuvieran en disposición de presentar un currículo académico como el suyo y una hoja de servicios tan brillante, lo cual no hacía sino añadir más misterio al enigma de por qué se había conformado con estar durante tantos años en la parroquia de la Anunciación, cuando se le habían hecho generosas ofertas para hacer carrera.

Pero para quienes lo conocían de verdad, tal enigma no existía; salvo que se considere asunto hermético el hecho de que un hombre carezca de otra ambición que la de servir allí donde nació. Y ese era el caso de don Luis, quien, entre otras muchas erudiciones, contaba con la de ser un especialista consumado en la historia local.

Tenía el viejo sacerdote un pronto terrible. De haber sido un papa renacentista, tal vez el retrato que más se ajustaría a su perfil sería el del pontífice Julio II, aquel anciano de barba blanca que encabezaba personalmente los ejércitos vaticanos para conquistar los territorios del centro de Italia. Un papa furibundo, pero culto, amante del arte y con quien tuvo sus más y sus menos Miguel Ángel Buonarroti.

Pero sucedía que don Luis amaba un mundo perdido, un tiempo que ya no existía: el de la ciudad que lo vio nacer y en la que jugó, como tantos otros, en aquellas praderas donde ahora había edificios sombríos en los que, como chinches, se apretujaban los inmigrantes.

La ciudad donde don Luis había nacido y ejercía su labor pastoral no figuraba entre las cincuenta más notables de la región hasta el siglo XVIII. Si hubiéramos podido echar un vistazo al censo en aquel momento, habríamos comprobado que en aquellos años su población no superaba los trescientos habitantes. Sin embargo, apenas un siglo después multiplicó por más de diez esa cifra, y luego no dejó de crecer ininterrumpidamente hasta superar los cien mil.

En su origen, el terruño del viejo cura no había sido otra cosa que un rancio señorío feudal a cuyo alrededor se agruparon el resto de las aldeas nacidas a la sombra de otras casas solariegas. Pero todo cambió con una serie de medidas que afectaron al comercio y al transporte.

Sucedió que, a pesar de que la ciudad carecía de puerto, terminó por convertirse en el raíl por el cual los productos agrícolas meseteños llegaban hasta el boyante puerto de la capital de la región. Y aquel trasiego de productos favoreció un cambio en la estrategia económica que terminó por definir a la ciudad, puesto que la mercancía traía de la mano dinero y personal. Naturalmente, aquel flujo de seres y dinero hizo preciso un comercio que satisficiera las necesidades de los recién llegados. Al mismo tiempo, algunas industrias comenzaron a ver aquel verde paraje bañado por un caudaloso río como idóneo para establecer sus factorías.

Cuando el siglo XVIII iba a echar el cerrojo, una licencia real otorgó a la localidad venia para llevar a cabo un mercado semanal. Y a esa bendición se añadió la lluvia fina que significó para las haciendas locales el mercado colonial. Los empresarios que aún dudaban si instalarse o no en la comarca despejaron sus dudas, y pronto aparecieron exitosas firmas que trabajaban en aquellos productos que ultramar favorecía: desde la harina a la cerveza, desde los tejidos de algodón a los curtidos. El empuje era tan grande que ni siquiera las guerras napoleónicas lograron quebrar la tendencia al crecimiento.

El golpe de fortuna definitivo para la ciudad de don Luis se demoró hasta mediado el siglo XIX, cuando una orden real dispuso que el ferrocarril que iba a enlazar la costa norte del país con las tierras de pan atravesara la ciudad. El empujón económico fue irreversible. Había de todo y todo podía ocurrir. Se transformaba el azúcar, se cosía calzado, se explotaban las minas próximas… Y así fue como ocurrió que la estructura minúscula de un pueblo cedió al fortalecerse la musculatura económica, y de resultas de la metamorfosis emergió una boyante ciudad cuyo crecimiento parecía no tener fin.

Naturalmente, la sociedad local también cambió. La burguesía y los notables comenzaron a adquirir algo más que una conciencia de clase y fomentaron la aparición de las más variadas entidades, desde las culturales a las recreativas, desde las caritativas a las económicas. Y en el seno de una de aquellas familias con pedigrí municipal nació muchos años después don Luis.

—¿De veras crees que don Luis sería capaz de maniobrar a tus espaldas para acabar con este proyecto? —Cristina miró directamente a Baldomero. Al devolverle él la mirada, ella desvió sus ojos azules visiblemente avergonzada.

El sacerdote no pareció reparar en el arrobo de la muchacha y reflexionó brevemente antes de responder.

—No, no lo creo. —De nuevo la sonrisa se dibujó en su rostro—. En realidad, no es tan agrio como parece. —Y, bajando la voz, añadió—: Algunos de estos desdichados me han dicho que don Luis visita las casas de los enfermos del barrio y consuela incluso a muchos que no entienden lo que les dice porque no hablan español.

La mirada de Cristina quedó enredada de nuevo más tiempo del debido en los ojos del cura.

—Será mejor que vayamos a echar una mano a los voluntarios, ¿no crees? —dijo él.

Ella asintió.