En una ciudad del norte de España
4 de septiembre de 2009
El mismo día en que Diego Bedia recibía aquella inesperada pista para su investigación y que Tomás Bullón veía con los ojos enrojecidos por la resaca el cuerpo sin vida de Daniela Obando en la fotografía que le había enviado su amigo Osuna, Sergio Olmos había llegado a la ciudad donde nació. Hacía diez años que no pisaba aquellas calles, y lo que se encontró no lo defraudó en modo alguno. Todo seguía igual que siempre, la misma atmósfera decadente, la misma humedad a pesar de estar aún en verano, la misma calma provinciana que tanto odiaba.
Se hizo conducir por el taxista al mejor hotel de la ciudad. No era muy céntrico, pero tampoco las distancias eran tan grandes como para sentirse demasiado lejos de ninguna parte. Prefirió sin duda un hotel que ir directamente a la casa familiar, donde seguía viviendo su hermano, o al menos eso tenía entendido. Todavía no estaba preparado para verlo. Necesitaba unas horas de adaptación al medio. Tenía que ordenar su mente antes de llamar a Marcos, quien, por otra parte, seguramente no estaría en casa hasta más tarde, cuando hubiera acabado su insulsa jornada laboral en el ayuntamiento, donde trabajaba.
La habitación resultó ser excelente, a pesar de sus prejuicios. Era cierto que no tenía el pedigrí de las suites que había ocupado en medio mundo promocionando sus novelas, pero no se le podía poner ningún reparo. Colgó cuidadosamente el Versace y el Gucci que había traído como repuesto para el Armani que lucía, y colocó a su lado cuatro impecables camisas blancas de las mismas marcas. Después, dispuso cuidadosamente los dos pares de zapatos italianos en la parte inferior del armario y dejó el resto de sus cosas dentro de la maleta. Se quitó la chaqueta y la colgó delicadamente en una percha antes de dejarse caer sobre la cama, que resultó disponer de un colchón extraordinariamente reparador.
Durante la siguiente media hora contempló el techo de la habitación con meticulosidad, sin saber por qué. Era como si creyera posible encontrar allí arriba la respuesta al estúpido, y a la vez escalofriante, enigma que lo había llevado de vuelta a casa. ¿Quién había escrito aquella carta? ¿Qué juego era aquel? ¿Por qué había muerto aquella mujer? ¿Quién era aquel chico, Wiggins? ¿Debía ir directamente a la policía? ¿Querría ayudarlo su hermano?
En medio de aquella tormenta de ideas y preguntas apareció de ese modo otra vez Marcos. ¿Qué pensaría él de todo aquello? ¿Habría cambiado mucho? ¿Seguiría fumando en pipa, como era su costumbre?
La verdad es que Sergio estaba posponiendo aquel reencuentro porque, en el fondo, se avergonzaba de su comportamiento. Sabía que su hermano había hecho todo tipo de sacrificios por él, y lo quería sin duda alguna, pero a Sergio se le había ido la cabeza con todos aquellos éxitos suyos. Era cierto que nadie de su familia había llegado tan lejos, y que Arturo Olmos, aquel zapatero que llegó a la ciudad mediado el siglo XIX y abrió una zapatería en la comercial calle Ascensión dando inicio a la saga familiar, se hubiera sentido orgulloso de él. Pero seguramente aún más orgulloso se hubiera sentido de Marcos, si lo hubiera conocido.
Aquel zapatero, Arturo Olmos, era el bisabuelo de Sergio.
El abuelo de los dos hermanos heredó aquel negocio familiar y también el nombre del pionero, Arturo. Pero el segundo Arturo Olmos no se conformó con lo que había recibido en herencia, sino que logró ampliar el negocio y, a su muerte, pudo dejar a su único hijo el rico legado de tres comercios.
Aquel heredero afortunado era Siro, el padre de Sergio y Marcos. Sin embargo, en los años setenta las cosas se torcieron y la familia tuvo que vender dos de los comercios. Aquel dinero sirvió, además de para poder mantener a flote el negocio original, para que los dos hermanos pudieran cursar estudios universitarios en Madrid. Primero fue para allá Marcos, y todas las expectativas que tenían sus padres puestas en él se cumplieron por completo. Sus dos primeros cursos fueron tan brillantes como lo había sido su currículo académico a lo largo de su vida.
Dos años después llegó a la capital Sergio, quien, para enojo de su padre, decidió estudiar literatura, en lugar de algo de provecho como Marcos, que había emprendido el reto de terminar economía y ciencias políticas al mismo tiempo. El padre de Sergio nunca comprendió la elección de su hijo pequeño. Pero no tardó el zapatero en reconocer que las calificaciones de Sergio eran casi un espejo de las de su hermano mayor. Con aquel argumento, Violeta, la esposa de Siro, lo calmaba y salía en defensa del hijo menor, que era su ojito derecho.
Marcos y Sergio compartieron piso en los años universitarios. Cuando Sergio ingresó en el Círculo Sherlock, su hermano mayor estaba en el cuarto curso de sus dos carreras y él, en el segundo. Después de aquella primera tarde en la sede de las tertulias literarias, Marcos no había vuelto a aparecer por allí, dado que lo impedía la rigurosa normativa interna de la hermandad. Sin embargo, todo cambió de la manera más inesperada un día de final del invierno.
Más de veinte años después, Sergio veía en el techo de su habitación en aquel hotel los sucesos de aquellos días lejanos, como si alguien proyectara una película.
Guazo entró una tarde como un ciclón en su habitación. Por entonces, a pesar de que él siempre se había mostrado frío y cortante, como acostumbraba, el estudiante de medicina se había convertido en un elemento cotidiano de su vida. Cada vez que podía, se dejaba caer por el piso donde vivían los dos hermanos y se liaba a charlar con ellos sobre los temas más dispares. Pero aquella tarde Guazo traía el rostro demudado.
—¿Te has enterado? —gritó sin mayores preámbulos.
—¿Si me he enterado de qué?
—De lo de Bada. —Guazo jadeaba y abría la boca como un pez fuera del agua. Sergio pensó que debía advertirle que aquel sobrepeso podría traerle graves disgustos.
—¿Qué le ha pasado?
—Que lo han matado, Sergio —bufó, al tiempo que se dejaba caer en una silla y se secaba el sudor con un pañuelo—. Se lo ha cargado un cabrón que lo ha atropellado con un coche y se ha dado a la fuga.
Al parecer había ocurrido la noche anterior, pero ninguno de los miembros del círculo supo nada hasta el mediodía. Por lo que Guazo había ido descubriendo, a Sebastián Bada lo atropellaron en una calle poco transitada, muy cerca del colegio mayor donde vivía. El golpe había sido tan violento que debía haber muerto de inmediato.
La policía jamás dio con el irresponsable conductor, aunque se sospechó durante un tiempo que debía ser algún estudiante que regresaba borracho de alguna fiesta. Pero lo cierto es que no hubo manera de encontrar el coche ni tampoco al criminal.
Todos los del círculo, incluido Marcos, asistieron al funeral, que tuvo lugar en un pueblecito de Ávila de donde era originaria la familia del desdichado estudiante de derecho.
Durante un mes el Círculo Sherlock cerró sus puertas, pero cuando Víctor Trejo creyó llegado el momento de reabrirlas, la primera propuesta que puso sobre la mesa fue solicitar el acuerdo unánime del resto para proponer el ingreso en aquella santa compañía de Marcos Olmos. Todos aceptaron, aunque Morante lo hizo sin el menor entusiasmo, lo cual no extrañó a nadie.
Los dos meses siguientes fueron maravillosos. O al menos a Sergio se lo parecían ahora, tal vez porque lo que sucedió después ensombreció el resto de su vida estudiantil. Pero aquellos dos meses posteriores al ingreso de Marcos en el círculo fueron fantásticos, y eso que él quedó relegado a un humilde segundo plano en las reuniones, porque toda la atención se desvió de él a su hermano, algo que pareció complacer muchísimo a Morante y a Bullón, los cuales, era obvio, no tenían a Sergio presente en sus oraciones.
A Marcos le podían preguntar cualquier cosa peregrina y él respondía después de chupar parsimoniosamente su pipa. Aún recordaba Sergio una ocasión en la que Víctor lo quiso poner a prueba preguntándole si era capaz de decir cómo se llamaba el fumadero de opio en el que Watson encuentra a Holmes caracterizado como un vejete en «La aventura del hombre del labio retorcido»[49].
—Por supuesto —respondió sin la menor vacilación Marcos—, El Lingote de Oro, en Upper Swandam Lane, una calle que, por cierto, creo que jamás existió en Londres.
O cuando quisieron acorralarlo obligándole a decir qué dos casos investigó Holmes por encargo del mismísimo papa León XIII, a sabiendas de que ninguno de los dos se narran en las aventuras publicadas y que solo se mencionan de pasada en ellas.
—Supongo que se refieren a «La famosa investigación sobre la muerte repentina del cardenal Tosca»[50] y a «El pequeño asunto de los camafeos del Vaticano»[51].
Aquellas exhibiciones de Marcos terminaban siempre entre cervezas y bromas, festejos a los que su hermano mayor se sumaba con entusiasmo, lo que contribuía aún más a su creciente popularidad en el club y al paralelo descenso de Sergio en la escala de los mitos.
Pero una tarde su pequeño mundo se quebró para siempre. Sucedió un 18 de marzo, ¡cómo olvidarlo! Aún no habían comido cuando recibieron una llamada. Era de su casa. El gesto de Marcos se ensombreció. No era nada frecuente que sus padres les llamaran a esas horas. Cogió el teléfono visiblemente nervioso, aunque trató de que su voz sonara firme. Pero instantes después se vino abajo.
Enterraron a su padre al día siguiente en el cementerio viejo, no lejos de donde los otros zapateros Olmos descansaban contemplando cómo iba cambiando aquella ciudad que ellos conocieron cuando solo era un pueblo y la subida a aquel cementerio era una aventura gótica, pues no había más que un par de casuchas por allí cerca y el resto, sin alumbrado eléctrico, era una galaxia oscura donde, al amanecer, Dios colocaba cada día enormes prados con vacas. Marcos y Sergio habían escuchado a su padre contar que en los años en que Siro era un chaval los niños disputaban entre sí para ver quién de ellos era capaz de subir la cuesta del cementerio y llegar lo más cerca posible del camposanto. Aquellos retos terminaban en el momento en el que cualquier ruido, tal vez producido por un solitario gato, alteraba sus ya tensos nervios y todos salían huyendo convencidos de estar siendo perseguidos por un fantasma.
La situación económica de la familia comenzó a tambalearse, y aunque Violeta se negó a admitirlo hasta que le fue imposible mentir más a su hijo Marcos, que estudió con detenimiento las cuentas familiares, no era posible mantener a los dos hijos estudiando en Madrid. Sin que Sergio pudiera decir nada, Marcos ejerció de inmediato como cabeza de familia, asiendo el timón de aquella nave en calidad de nuevo comandante de los Olmos. Sin dar opción a discusión alguna, decidió que abandonaba los estudios para que Sergio pudiera terminar los suyos.
Y ahí acabó todo.
Se acabaron los días de ambos en el Círculo Sherlock. Finalizó abruptamente la brillante carrera universitaria de Marcos Olmos, repleta de matrículas de honor y sobresalientes. Concluyó bruscamente un camino para él, y comenzó otro: el de tratar de sacar adelante el comercio familiar para poder dar de comer a su familia y permitir que su hermano pudiera estudiar.
Tres años después, con las cuentas familiares saneadas, Marcos optó a una plaza de administrativo en el ayuntamiento de la ciudad y la aprobó sin apenas estudiar. De haber concluido sus estudios universitarios, sin duda podría haber tenido mejores expectativas, pero no parecía que él tuviera mayores pretensiones que las de cuidar de su madre y vivir tranquilamente en una ciudad que, al contrario que Sergio, amaba profundamente.
Luego llegó el éxito literario de Sergio.
Durante los primeros años, la relación entre ambos siguió siendo estrecha. Sergio escribía mucho o los llamaba por teléfono. También solía enviar regalos caros a su madre, e incluso llevó a Violeta de viaje a Roma para que viera el Vaticano, algo con lo que ella siempre había soñado. Pero un día de verano de hacía diez años Violeta murió de puro agotamiento, y el único de sus dos hijos que asistió al entierro fue Marcos, el mismo que había cuidado de ella durante todos aquellos años. A Sergio trataron de localizarlo por todos los medios a través de la oficina de Clara Estévez, su agente literaria, pero cuando al fin pudieron hablar con él en Estados Unidos, ya era imposible que pudiera llegar a tiempo para el entierro.
Casi una semana después de que enterraran a Violeta a la vera de Siro Olmos, su difunto marido, Sergio volvió a casa para visitar la tumba de su madre. Marcos lo miró desde el fondo de una profunda tristeza y finalmente ambos hermanos se fundieron en un abrazo. Pero Sergio fue incapaz de llorar. Compró unas flores preciosas y las colocó en la tumba de sus padres, y luego extendió delante de Marcos un documento legal en el que renunciaba a la herencia familiar. Le dijo que tenía suficiente dinero para vivir y que lo justo era que él, Marcos, siguiera adelante con todo aquello: la zapatería y todo lo demás.
Al día siguiente se marchó y jamás regresó.
Eran las cinco de la tarde cuando Sergio caminaba por el casco viejo de la ciudad. Era un día de septiembre sucio y húmedo, aunque al menos no llovía. La gente iba abrigada, como si el verano fuera ya un maldito recuerdo. Las baldosas de las calles peatonales estaban mojadas aún por el último chaparrón y los edificios antiguos exhalaban un vaho decadente.
En la calle de la Anunciación, Sergio se detuvo. Calzados Olmos. De pronto, le pareció verse a sí mismo saliendo en pantalón corto de aquella pequeña zapatería que tenía delante de él. Casi nada había cambiado, salvo la moda del calzado que se exponía en el escaparate, y la muchacha de poco más de veinte años que lo miró sonriente desde detrás del mostrador.
Sergio esbozó una sonrisa a modo de saludo. Se sacudió de encima el recuerdo infantil y se dirigió al portal situado junto al comercio familiar. Llamó al timbre del primer piso, el situado justo encima de la zapatería, y aguardó la respuesta.
—¿Dígame?
—Marcos, soy Sergio.
Un espeso silencio se prolongó durante unos segundos, como si Marcos estuviera digiriendo la información. Luego, abrió la puerta pulsando el portero automático.
Marcos salió a su encuentro de inmediato. A Sergio le sorprendió su nuevo aspecto, puesto que estaba mucho más delgado —nada quedaba de su enorme corpachón —y se había rapado el cabello. El tono de la piel de Marcos se había amarilleado.
—¿Y eso? —dijo, mirándole la reluciente calva.
—Estaba harto de ver cómo me iba haciendo viejo —bromeó Marcos—. Se me caía el pelo, y no quería verme las canas. Además, ahora está de moda eso de llevar el pelo rapado.
Era la primera vez en su vida que Marcos seguía algún tipo de moda, pensó Sergio, pero tal vez aquellos diez años habían obrado milagros que él aún desconocía, aunque parecía poco probable a la vista de la ropa que llevaba su hermano: un pantalón de corte clásico de color marrón y una camisa de color marfil. Sobre los hombros se había puesto una negra y vieja chaqueta de punto.
Entraron en la casa, un piso enorme, de suelos de madera encerados y pulidos, con muebles pasados de moda y donde los libros aparecían en los lugares más inesperados. Todo estaba igual que siempre, con la novedad de un magnífico equipo de música y una televisión de plasma de muchas pulgadas.
—¡La modernidad ha llegado! —rio Marcos, al observar que su hermano miraba la televisión.
Sergio lo miró de nuevo y lo encontró tan alto como siempre, pero al prestar más atención tuvo la misma impresión que uno tiene al ver un castillo desde la distancia y luego, tras acercarse, verlo más de cerca: en realidad, la construcción estaba mucho más ajada de lo que parecía desde lejos. Marcos había envejecido. Naturalmente, Sergio también. Pero parecía que la inminente llegada de los cincuenta años había hecho estragos en el otrora corpulento hermano mayor. Luego pensó en cuánto lo quería y creyó ver en el fondo de la mirada de su hermano la misma calidez que destilaba en los lejanos años de su infancia, cuando encontraba en él el apoyo que necesitaba o al hermano mayor que lo defendía en el colegio o en la calle.
Durante unos minutos intentaron apresuradamente ponerse al día. Pero pronto descubrieron que no era fácil resumir diez años. Marcos seguía soltero, por supuesto, y conocía lo que le había ocurrido a Sergio con Clara. Realmente, lo sabía medio país, porque las televisiones y la prensa lo habían aireado impetuosamente. Al hablar de Clara, Sergio creyó percibir cierta incomodidad en su hermano, pero no le concedió importancia. ¿La zapatería? Iba relativamente bien, explicó. Daba algún beneficio, aunque él la mantenía abierta por razones más sentimentales que comerciales. En cuanto al ayuntamiento, nada había de interesante. Pura rutina administrativa.
—Seguramente no habrá nadie allí que tenga la capacidad que tú tienes —se lamentó Sergio—. No saben valorarte.
—No empieces con eso —protestó Marcos—. El que no quiere saber nada de valoraciones soy yo. A las tres de la tarde salgo, y que me dejen en paz. Tengo mis libros —señaló las atiborradas estanterías—, y luego soy el secretario de la Cofradía de la Historia —añadió muy ufano.
—¿Y eso qué es?
—Un grupo de estudiosos de la historia local —carraspeó—. Bueno, ya sé que a ti las cosas del pueblo te importan bien poco, pero a mí me encantan, ya lo sabes. Por cierto —añadió mientras encendía una pipa—, ¿sabes quiénes están también en la cofradía?
—Ni idea —respondió Sergio.
—Morante y Guazo, ¿los recuerdas?
—¿No me digas? —Sergio estaba sinceramente sorprendido, y de pronto sintió que aquello podía ser importante—. Claro que los recuerdo, pero me parece más sorprendente que gente que estuvo en el Círculo Sherlock regrese a mi vida de un modo tan curioso precisamente ahora.
—¿Qué quieres decir?
Sergio miró alrededor. El salón familiar parecía el mismo de toda la vida. No podía evitar pensar que en cualquier momento su padre subiría de la zapatería o que su madre saldría de la cocina con algún guiso entre las manos. Salvo la pintura de las paredes, que había sustituido al viejo papel pintado, allí podrían estar sentados él y su hermano en pantalón corto.
—Necesito que me ayudes. —Las palabras salieron de su boca con timidez, consciente de que llevaba diez años sin ver a su hermano y ahora regresaba a él en un momento de apuro.
—¿Qué sucede? —Marcos lo miró con alarma, pero en ningún momento hubo un matiz de reproche en su voz.
Sergio sacó la carta que le habían entregado en Baker Street y la colocó sobre la mesa.
—Vengo de Londres —explicó—. En realidad, de Sussex, de Cuckmere Haven.
—¡Caramba! —exclamó Marcos—. ¡El retiro de nuestro amigo Sherlock!
—Eso es —sonrió Sergio—. Verás, estaba allí con la idea de escribir un libro sobre Holmes; una especie de novela donde pudiera reconstruir lo que sucedió durante sus años perdidos, ya sabes…
—Desde las cataratas de Reichenbach hasta «La aventura de la casa vacía» —dijo Marcos, como si todo el mundo supiera de qué estaban hablando. Pero era evidente que aquello le fascinaba y se inclinó hacia delante—. Muy interesante, ¿y qué tenías pensado? ¿En qué te ibas a apoyar?
—Dejemos eso para otro momento. —Sergio no quería que la conversación se desviara hacia Holmes, porque entonces su hermano se entregaría a alguno de sus debates intelectuales—. El caso es que hace unos días, en Baker Street, apareció un chico, un chaval de menos de quince años, vestido con uno de esos pantalones caídos, una gorra con la visera mirando hacia la nuca, piercings y esas cosas, y me dijo que se llamaba Wiggins.
—¡Wiggins! —Los ojos de Marcos parecían a punto de salir de sus órbitas. Chupó con más intensidad su pipa y se retrepó en su sillón—. ¿Cómo es posible?
—Eso pensé yo. Pero lo extraño fue que me llamó por mi nombre y me entregó un sobre con esta carta y cinco pétalos de violeta. —Sergio abrió el sobre y dejó que su hermano la leyera—. Durante unos días no entendí qué diablos significaba todo aquello.
Marcos leyó el extraño mensaje y reflexionó durante unos treinta segundos, al cabo de los cuales exclamó:
—«El Gloria Scott».
Resultaba extraordinario que un hombre fuera capaz de establecer una relación tan inmediata entre aquel extraño escrito y una de las aventuras de Sherlock Holmes, pero a Sergio no le sorprendían las proezas de Marcos en ese campo.
—¡Exacto! —admitió Sergio—. «El Gloria Scott». —Se pasó las manos por el cabello y luego sacó del bolsillo de la americana un recorte de prensa—. Creí que era una broma de alguien hasta que, días después, leí en Internet que se había cometido este crimen aquí.
Marcos cogió el recorte de prensa y su rostro pareció envejecer aún más. Sus dedos largos, ahora mucho más delgados de lo que Sergio los recordaba, tamborilearon sobre la mesa.
—Debemos ir a la policía —dijo, tras reflexionar unos segundos.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó Sergio con cierta aprensión—. ¿Me ayudarás?
Entonces Marcos se puso en pie y pareció regresar el hermano mayor de toda la vida, el grandullón inteligente que siempre estuvo junto a él en los peores momentos.
—Por supuesto que sí. —Sonrió y abrazó a Sergio—. Pero antes vamos a ir a ver a Guazo. Esto le va a encantar.
—¿A Guazo? ¿Crees que le debemos contar esto a Guazo?
—No hay problema —lo tranquilizó Marcos—. Tú no has hecho nada malo, y él anda bastante delicado de salud últimamente, y esto le va a resucitar.
Sergio se encogió de hombros.
—Por cierto —dijo de pronto Marcos—, supongo que has reparado en que son cinco pétalos de violeta.
—¿Qué quieres decir?
—«Las cinco semillas de naranja»[52], Sergio —dijo con total naturalidad, como si la vida de cualquiera pudiera desarrollarse en el interior de una aventura decimonónica todos los días—. Habrá más muertes.
—Que habrá más muertes, parece claro —reconoció Sergio—. Supongo que te habrás dado cuenta en cómo murió esa mujer inmigrante. —Señaló con el dedo la noticia del periódico—. Quiero decir lo de las heridas en la garganta y, sobre todo, el sombrero de paja. Está claro el mensaje, pero no se me había ocurrido relacionarlo con «Las cinco semillas de naranja».
—¡Por favor! ¡Es elemental, querido Sergio! —exclamó divertido Marcos.