Barcelona
4 de septiembre de 2009
Las motas de polvo flotaban, visibles y despreocupadas, en el estrecho río de luz que se filtraba a través del agujero que tenía la persiana. Aquella esquirla de luz era lo único que impedía no pensar que el mundo seguía sumido en la más profunda de las noches. Pero, en realidad, eran más de las once de la mañana, y el teléfono volvió a sonar. La musiquilla era insoportable, chabacana, y dejaba en evidencia el pésimo gusto de quien la había seleccionado. Y quien la había seleccionado era el dueño de aquel apartamento repleto de cacharros sin fregar, botellas vacías que se apilaban en la mesa del salón y en el fregadero, y en el cual, si hubiéramos abierto su frigorífico, hubiéramos descubierto que no había nada de comer que no fuera hielo.
El hombre que vivía en aquel caos creyó escuchar algo desde la profunda bruma que envolvía sus sentidos. En realidad, lo que había oído era la última llamada del teléfono, pero tardó tanto en incorporarse como lo habría hecho un perezoso en completar una vuelta a un estadio olímpico.
La cama en la que Tomás Bullón yacía víctima de una monumental borrachera estaba revuelta y sucia. En el laborioso proceso que siguió al instante en el que logró abrir su ojo derecho e iniciar su camino hacia la conciencia, tropezó con unas bragas y un sujetador que alguien había olvidado, pero no recordaba quién los había llevado puestos alguna vez ni cómo era posible que ahora los tuviera a su alcance.
Bullón se frotó los ojos antes de tratar de enfocar su mirada hacia alguna parte. Pero cuando los abrió, no vio nada que no fuera el hilillo de luz filtrándose por la persiana rota; todo lo demás era oscuridad. De modo que encendió la luz. Y nada más hacerlo comprendió que había cometido un terrible error, porque la claridad que nacía de la mesilla de noche le propinó una violenta bofetada que le obligó a cerrar los ojos de nuevo. Por último, se rascó la barriga y luego los testículos, comprobando con regocijo que nada había cambiado en esa zona y que todo seguía en su sitio. Y, realizado ese test, se irguió como si fuera realmente un Homo sapiens.
Dando tumbos, llegó hasta el cuarto de baño y se metió en la ducha sin más preámbulos. El inmisericorde chorro de agua bendita lo catapultó milagrosamente desde la otra vida a esta, la misma en la que él era un periodista de fortuna que firmaba los reportajes más arriesgados, además de ser el autor de algunos de los libros más vendidos después de haberse infiltrado entre las mafias de la prostitución o entre los grupos de neonazis más violentos.
Después de un cuarto de hora con el chorro de agua golpeando su nuca, probó a hablar.
—¡Joder! —logró articular.
Una vez que hubo comprobado que sus testículos estaban donde solían y que incluso aún hablaba, Bullón se tranquilizó. Caminaba por terreno conocido, aunque debía reconocer que no lograba aún tener claro qué había sucedido la noche anterior. Lo último que recordaba era un bar de carretera, adonde le había conducido la pista que seguía tratando de resolver el crimen de una chica de dieciséis años cuyo cuerpo la policía intentaba localizar desde hacía más de un mes sin éxito. Ahora bien, le resultaba imposible enlazar los acontecimientos que, sin duda, tuvieron lugar desde que entró en aquel bar de carretera hasta que llegó a su cama. Por no hablar del enigma de las bragas y el sujetador, aunque lentamente se abría paso una tesis en su cabeza a propósito de eso: ¿no había creído ver durante la noche a una mulata roncando en su cama? Su vida sexual se había convertido en un caos después de que su esposa solicitara el divorcio y se hubiera llevado a la hija que tenían en común. Aquella niña era lo mejor, tal vez lo único bueno que había construido Bullón en esta vida.
Salió de la ducha empapando el cuarto de baño y dejando un rastro de agua por todo el desordenado apartamento. Aspiró profundamente, y se decidió a abrir la ventana. La claridad de la mañana lo zarandeó. Más allá de aquel sucio cristal, Barcelona bullía en plena efervescencia.
Miró su teléfono móvil. Le quedaba muy poca batería, porque no lo había apagado en toda la noche. Había una docena de llamadas perdidas y una enorme cantidad de mensajes. Generalmente, jamás leía los mensajes, pero esta vez hubo algo que le llamó la atención en el que le había enviado Osuna, un joven periodista deportivo al que había conocido en alguna fiesta que ya no recordaba.
El mensaje incluía la fotografía de un periódico regional en el que aparecía una mujer degollada.
«A lo mejor te interesa seguirle la pista a esto», había escrito Osuna.
Y así fue como Tomás Bullón, que tenía muchos más kilos y mucho menos pelo aún que cuando formaba parte del Círculo Sherlock, vio por primera vez a Daniela Obando. Es cierto que él estaba en pelotas y lucía una barriga peluda que no lo hacía en modo alguno atractivo, pero no era menos cierto que la mujer estaba absolutamente muerta y nada de eso tenía para ella la menor importancia.
A la misma hora en que Bullón conocía de un modo tan poco romántico a Daniela Obando, muy lejos de Barcelona, Graciela volvía a poner las cartas sobre la mesa por enésima vez. El tarot se lo había advertido en repetidas ocasiones en los últimos días, desde que vino a su consulta aquella chica, la rubia que trabajaba para el ayuntamiento. Los arcanos le habían hablado de un crimen, pero ella no podía saber dónde ocurriría esa desgracia ni quién sería la víctima. Y, mucho menos, quién podía ser el asesino.
Desde hacía unos días ya sabía al menos el nombre de la mujer asesinada. La prensa había dicho que se llamaba Daniela; que era inmigrante hondureña viuda, y que vivía como podía en el barrio norte, pero Graciela no acertaba a encontrar qué relación podía tener aquella desdichada con la visita de Cristina Pardo a su casa. ¿Por qué había tenido aquella especie de premonición precisamente en su presencia?
Desde hacía un par de días, desde que se enteró de lo del crimen, dudaba sobre lo que debía hacer. ¿Sería prudente ir a ver a Cristina y explicarle lo que le sucedía? ¿Y si no la creía?
Mucho mejor parecían irle en ese momento las cosas al inspector Diego Bedia, porque hacía media hora que su ex, la Bea, le había facilitado una pista con la que no contaban en modo alguno. Y, aunque le escocía tener que cruzar con ella más palabras de las necesarias, cuando le sentó delante a Ilusión olvidó por un momento cuánto le había cambiado la vida por culpa de su exmujer.
La inspectora Larrauri le explicó algo que ya no recordaba sobre prostitución y una redada en no sabía bien qué sitio. En realidad, Diego no le prestó la más mínima atención durante toda la perorata, pero cuando dijo que aquella muchacha que traía del brazo como si fuera un pelele decía conocer a Daniela Obando, todos sus sentidos se pusieron alerta.
Metieron a Ilusión en una sala de interrogatorios y se encerró con ella allí. Desde el otro lado del cristal Murillo y Meruelo escucharon el relato de la prostituta uruguaya, porque resultó que era uruguaya, y que en síntesis arrojó los siguientes datos:
Ella, Ilusión, se había encontrado con Daniela la última noche que había sido vista con vida. Aquella noche a Ilusión la había apaleado un grupo de cafres seguidores de Morante, el político que dio un mitin electoral en el barrio. Al parecer, la gente salía caliente de la cita después de la arenga, abiertamente xenófoba, del político. De manera que, cuando se encontraron con aquella infeliz, le dieron una soberana paliza y la dejaron en paz cuando la fiesta les pareció que decaía.
Entonces apareció Daniela y la recogió del suelo. La ayudó a ponerse en pie y le pidió que se fuera a casa, añadiendo que aquella gente podía volver. Pero Ilusión no le hizo caso, porque necesitaba conseguir dinero para pagar el alquiler. De manera que siguió trabajando, y de hecho le fue bastante bien el resto de la noche.
Cuando pensaba en irse a casa fue cuando vio de nuevo a Daniela.
¿Iba sola? ¿Dónde la vio exactamente? El policía quería saberlo todo y muy rápido. Pero Ilusión habló despacio, recogiendo del fondo de sus recuerdos todo lo que sabía, y lo que sabía resultó no ser tanto como el policía hubiera deseado.
Daniela, explicó la uruguaya, salió de la Casa del Pan y entró en un garito que está en una placita situada tras la iglesia de la Anunciación llamado El Campanario. Los policías lo conocían de sobra. Era un lugar donde todo era posible, desde conseguir droga hasta escuchar buena música o acostarse con una prostituta en alguno de los reservados. Allí no solo iban inmigrantes, sino gente de todo pelaje y condición.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Bedia.
Sucedió que Ilusión la vio entrar allí y estuvo a punto de llamarla, pero no se atrevió a gritar por miedo a que los fanáticos que la habían golpeado anduvieran por la zona, o que otros que no la habían visto tuvieran otras intenciones aún peores con ella, de modo que se marchó. Y allí fue donde vio por última vez a su amiga.
—¿Vio algo más? ¿Vio a alguien?
Ilusión dudó antes de responder que sí, que había visto al cura mayor, a don Luis, por el barrio.
—¿A esas horas de la noche? —se extrañó Bedia.
Ella asintió. Era todo lo que sabía.
No era mucho, pero era más de lo que tenían hasta ese momento. Murillo y Meruelo iban a darse una vuelta por la sede del partido político de Morante para ver si averiguaban algo sobre quiénes habían apaleado a Ilusión, y por la noche se dejarían caer por El Campanario. Diego, por su parte, iba a ir a la iglesia, un lugar que no tenía la costumbre de frecuentar.