En una ciudad del norte de España
3 de septiembre de 2009
Diego Bedia estaba desconcertado. Había repasado todos los detalles del escenario mil veces. Creía haber memorizado cada uno de los ángulos ofrecidos por las fotografías que tenía esparcidas sobre la mesa y se había mostrado aún más puntilloso que de costumbre, si es que eso era posible, en el escrutinio de todos los datos. Pero de nada le había servido pasarse dos noches en blanco y haber anulado una cena que había prometido a Marja. Y, aunque ella era consciente de qué tipo de trabajo era el de Diego, a él no le había resultado difícil advertir una sombra de reproche en la voz de la joven cuando le dijo que lo sentía, que tenía trabajo y que la compensaría.
Removió con sus grandes manos una vez más las fotografías.
—¿Quién puede haber hecho algo así? —se preguntó en voz alta.
Pero nadie que no fuera Daniela Obando podía ofrecerle la respuesta que deseaba el inspector de la Brigada de la Policía Judicial, Diego Bedia, sobre cuyos anchos hombros el inspector jefe, Tomás Herrera, había confiado la resolución de aquel pavoroso crimen del que todo el mundo hablaba en la ciudad desde hacía dos días, y sobre el cual las televisiones y la prensa habían caído manoseándolo todo con ese estilo zafio y apresurado con el que tantas veces adoban sus noticias.
Todo eran especulaciones. Al principio, casi todos abrazaron la idea de que se trataba de un nuevo caso de violencia de género, y de hecho esa había sido la línea de investigación que Diego puso en marcha. Pero luego llegó la información que trajo una amiga de Marja, y ahora ya no sabían qué pensar.
Durante más de veinticuatro horas nadie fue capaz de poner nombre a aquella desdichada, hasta que Marja se presentó en la comisaría con una joven rubia, de mirada azul, tez clara y pecas que dijo llamarse Cristina Pardo. Marja conocía a Cristina de la Oficina de Integración de los Inmigrantes. Cristina estaba muy nerviosa. Se sentó y Diego se apresuró a traerle un vaso de agua. La chica dio dos sorbos, miró al policía y a Marja, y finalmente trató de explicar lo que sabía.
—La mujer de las fotografías se llama Daniela Obando —anunció—. La conozco porque es —se interrumpió—, quiero decir, porque era asidua a la oficina en la que trabajo, donde también conocí a Marja —añadió, mirando a la guapa pelirroja que la había acompañado—. Daniela también solía ir a comer a la Casa del Pan. —Se detuvo y miró a los policías como para cerciorarse de que ellos sabían de lo que les estaba hablando. Diego asintió y la animó a proseguir—. Daniela estaba viuda, no era prostituta ni se metía en líos. Trabajaba cuidando a ancianos y fregando suelos en casas y portales. Esos trabajos se los conseguía yo, como a otros inmigrantes, desde la oficina.
Cuando Cristina finalizó su relato, Diego no pudo evitar seguir mirándola un poquito más de lo debido. Aquella chica era especial, eso se veía a simple vista.
Con los datos que salieron a relucir, se visitó el domicilio de Daniela, donde pronto descubrieron que no había modo cabal de saber quién era exactamente el dueño de aquel piso ni quién cobraba el alquiler a los realquilados, que, a saber, eran la propia Daniela y una familia de rusos integrada por dos violinistas y sus dos hijos.
Se tomó declaración a los rusos, que hablaban lo suficientemente bien el español para entender lo que se les preguntaba y para responder con criterio. Ni el hombre, Serguei —un tipo alto, delgado, con barba y pelo negro largo—, ni la mujer —altísima, fuerte, de pelo rubio corto— habían visto a Daniela en los últimos tres días. La noticia de su muerte les había sorprendido, aseguraron. No, Daniela no tenía ninguna relación con hombres, al menos que ellos supieran. Nunca había traído a ninguno a la habitación. No era como esas prostitutas, desgraciadas y sin escrúpulos, dijo la rusa, que resultó llamarse Raisa. Raisa escupió al suelo para firmar su opinión sobre las putas del barrio.
Se interrogó también a los rumanos que, por lo que se dedujo, controlaban el alquiler del piso. Ninguno de ellos sabía nada, pero Diego ordenó que fueran investigados hasta donde fuera posible. Mientras tanto, la policía científica realizó una minuciosa investigación de la habitación de Daniela. Pero a pesar de que no se dejó ni un centímetro por analizar, no se encontró nada que pudiera orientar la investigación en alguna dirección concreta.
Desde la noche del día 27 de agosto nadie había visto a Daniela. Era como si la tierra se la hubiera tragado y la hubiera regurgitado degollada en la madrugada del día 31. La última vez que la vieron con vida, al menos hasta donde la policía sabía, fue en la Casa del Pan, adonde acudió en busca de una cena que no llegó a disfrutar porque las raciones se habían acabado.
Hacía unos minutos el inspector jefe, Tomás Herrera, había llamado a Diego para compartir con él los datos del informe previo de los forenses. Los chicos del Centro Anatómico Forense de la capital de la provincia se lo habían enviado al juez Ricardo Alonso, que instruía el caso, y al fiscal Juan Luis Ulloa. Alonso siempre había tenido una excelente relación con Herrera, de modo que no tardó en hacerle llegar una copia.
Sin embargo, todas las esperanzas que tenían depositadas en el informe pronto se desvanecieron. A falta de datos más precisos que pudieran revelar el estudio de los restos enviados a Madrid, seguían igual de desorientados. Poco más añadía el documento a lo que ellos ya conocían. El resumen era el siguiente: alguien le había practicado dos cortes en el cuello a Daniela. La primera incisión se extendía a lo largo de unos diez centímetros, y el asesino había comenzado su siniestro trabajo dos centímetros y medio por debajo de la mandíbula, bajo la oreja izquierda. El segundo corte fue brutal. Quienquiera que fuese el autor de aquella barbaridad, inició su sanguinaria obra dos centímetros por debajo del primer corte, con el que no había logrado segar la vida de la víctima, y esta vez atravesó vasos sanguíneos, tejido muscular e incluso acarició las vértebras con su afilado dedo de metal. Cuando creyó haber finalizado con éxito su salvaje agresión, se detuvo a poco más de siete centímetros del lado derecho de la mandíbula.
Por lo que habían deducido, el tipo sujetó a la víctima por la espalda. Daniela trató de resistirse y en la pugna se mordió la lengua. El agresor apretó más fuerte y provocó una magulladura en el lado izquierdo de la cara, además de un hematoma en el lado derecho del maxilar inferior de la víctima. Todos estaban de acuerdo en que el criminal había agredido a la mujer atacándola por detrás, sujetándola y rebanándole el cuello de aquel modo brutal.
El informe forense señalaba que la muerte de la joven se había producido unos treinta minutos antes de que Gregorio Salcedo la encontrara en aquel callejón. La joven no había sido violada, y no había rastro alguno de actividad sexual en su cuerpo. Pero había más cosas inquietantes, algunas de las cuales el comisario jefe, Gonzalo Barredo, decidió no divulgar para no alarmar innecesariamente a la población, y porque interpretó que podría ser más útil actuar de ese modo durante la investigación.
Para empezar, aquella desdichada estaba aún viva cuando el animal que la atacó comenzó a acuchillar su abdomen. Se debió ahogar en su propia sangre asistiendo al terrible corte que el criminal realizó desde su pelvis hasta las mamas, además de otros tajos transversales en la zona genital. Los intestinos asomaban entre los labios de la herida, que parecía haber sido producida por un cuchillo o un instrumento cortante extremadamente afilado y largo.
Para silenciar a la prensa estos últimos detalles, se solicitó la colaboración de Gregorio Salcedo, que era el único que los conocía. Salcedo no dudó en asentir desde aquel silencio en el que había caído después de dar aviso al 091. Desde ese instante creía estar viviendo un sueño terrible; un sueño durante el cual asistió a la llegada de dos coches patrulla de la policía hasta aquel pasadizo maldito; contempló el acordonamiento de la zona por parte de la policía, lo que impidió que los vecinos de los dos portales afectados pudieran salir de su casa durante bastante tiempo; estuvo presente cuando se produjo la imponente aparición del juez Alonso y del médico forense; y, naturalmente, fue testigo de la llegada de la Brigada de la Policía Judicial encabezada por el inspector jefe Tomás Herrera acompañado del inspector Diego Bedia. Todo aquello había sucedido a cámara lenta para él. También había podido observar, como si fuera una película, cómo la policía científica se afanaba en su rastreo por encontrar la más minúscula prueba que condujera hasta el asesino.
Tomaron declaración a Salcedo y analizaron sus ropas en busca de algún dato que pudiera ser relevante. Tras el interrogatorio en la comisaría, lo dejaron en libertad, no sin antes solicitar su colaboración no divulgando lo que sabía de las heridas que tenía aquella mujer.
—Y asimismo, aquel animal tuvo tiempo de arrancarle a la chica cinco dientes —murmuró Bedia, mirando la fotografía en la que se veía la boca abierta de la fallecida—. ¿A qué coño viene eso?
Y luego estaba lo del sombrero. ¿Qué diablos pintaba aquel sombrero de paja forrado de terciopelo negro? Ese dato había hecho las delicias de los periodistas, que comenzaron a hacer todo tipo de conjeturas estúpidas. Se había tratado de seguir la pista del dichoso sombrero para saber si era propiedad de la víctima o descubrir dónde pudo haber sido adquirido, pero hasta el momento no habían tenido éxito.
En su comparecencia ante la prensa, el comisario Barredo no dijo nada del peine y del trozo de espejo que se encontraron en un bolsillo de la falda de Daniela. Eran todos los efectos personales con los que, al parecer, había tenido que emprender apresuradamente y contra su voluntad el último viaje que a todos nos aguarda.
Diego se frotó los ojos con sus grandes manos. Eran las ocho de la mañana y, a pesar de la noche en vela, sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos. El asesino de Daniela Obando podía estar a esas horas muy lejos de allí. Llamó a los dos policías a su mando, José Meruelo y Santiago Murillo, dispuesto a contarles lo que aún no sabían del informe forense que había enviado el juez Alonso.
Los dos policías llegaron a la vez. Eran buena gente. Meruelo tenía el pelo negro rizoso y lucía siempre una barba de una semana. No había nada en su físico que fuera especial. Podría pasar desapercibido en cualquier parte. No era demasiado alto ni demasiado bajo; ni gordo ni delgado y, además, solo hablaba si era estrictamente necesario. Estaba casado y su única debilidad era su hijo, un chaval de doce años al que llevaba cada domingo a jugar al fútbol en un equipo infantil. Si se le daba cuerda sobre ese tema, entonces Meruelo rompía su silencio y se embalaba. Diego creía que Meruelo haría cualquier cosa por su hijo.
Murillo tenía dos brazos que parecían mazas. Era un joven fornido, de esos para los cuales el gimnasio es su segunda casa. Llevaba el pelo muy corto, al estilo militar, pero su cara lampiña y sus ojos azules impedían que la primera impresión que se tuviera al verlo fuera la de estar ante un bruto de cualquier especie en la que los brutos se catalogan. Tenía novia, una chica atlética que compartía con él su pasión por el deporte.
—Sentaos —les invitó Diego—. Tenemos el informe forense.
Murillo se movió nervioso en su asiento, seguramente deseando estrujar con sus manos terribles el gaznate del asesino que buscaban. Meruelo, naturalmente, guardó silencio.
Los dos policías miraron expectantes al inspector Bedia, a quien tenían en un pedestal. Un hombre de treinta y ocho años, de hombros fuertes, gesto decidido, ojos negros y mirada resuelta. Sabían que había nacido en aquella ciudad y que, tras su paso por la Academia General de Policía de Ávila, y después de sudar la camiseta de lo lindo en comisarías de Madrid y Valencia, había logrado su sueño de regresar a casa hacía poco más de un año. Los dos confiaban en él, y él en ellos. Su confianza mutua tenía algo de animal, como si supieran que debían cazar en manada y que el resultado exitoso de la expedición dependía siempre de que el líder, el alfa, fuera firme y sereno. Y en eso era difícil ganarle a Diego Bedia, a pesar de lo de su mujer. Bueno, mejor dicho, lo de su exmujer, la Bea.
Beatriz Larrauri, la Bea para Murillo y Meruelo, era una vasca alta y delgada que resultó ser una hija de puta que metió a su amante en la cama de Diego y él un día los sorprendió en lo mejor del asunto. Y, para mayor escarnio de Diego, el amante de su mujer era otro inspector de policía nacido en su ciudad y con el que había compartido los años de estudio en la Academia General de Policía de Ávila. Los dos habían recorrido desde entonces caminos paralelos. Ambos conocieron a Beatriz Larrauri en la academia y ambos la cortejaron. Diego y Gustavo Estrada, que así se llamaba aquel que creía era su amigo, hicieron un pacto de caballeros: cortejarían a Beatriz empleando todos los métodos lícitos que tuvieran a su alcance, pero, si ella se decidía por uno de los dos, el otro abandonaría el campo de batalla sin molestar jamás al vencedor.
Finalmente, ella se decidió por Diego. Ambos fueron destinados a Valencia, y allí su relación se consolidó y terminó en boda. Diego no tuvo noticias de Estrada hasta que regresó a su ciudad natal en compañía de su esposa. Fue entonces cuando supo que Estrada había conseguido ser destinado a la Brigada de Homicidios de la comisaría provincial y que se había ganado una sólida reputación. Lo que no sospechaba era que su esposa había iniciado una aventura con Estrada a sus espaldas. Diego se enteró cuando los encontró en la cama aquel día.
Por aquel entonces, su matrimonio estaba en la cuerda floja, y desde aquella tarde ya no hubo cuerda de ningún tipo. Todo se fue al traste, y lo peor era que Ainoa, la hija de ambos, de siete años, y por la que Bedia daría su vida, se había quedado a vivir con la madre por imperativo judicial. Una situación bastante jodida, según el peritaje de Meruelo y Murillo, y la cosa aún era más delicada porque los dos tenían que verse cada día en la comisaría, ya que la Bea era en realidad la inspectora Beatriz Larrauri. Afortunadamente, se decían, el jefe había mejorado una barbaridad en los últimos meses, desde que había comenzado su relación con esa chica pelirroja, Marja.
—Pues resulta que estamos parecido —dijo el inspector, repasando el informe—. No se ha encontrado ni una sola huella ni un indicio de dónde pudo cometerse el crimen, porque está claro que no ocurrió en aquel callejón, algo que parecía evidente por la poca sangre que se encontró. El tipo no la violó, y no hay resto alguno de ADN. De modo que la mató en otro sitio y la llevó hasta allí, pero no sabemos por qué. La chica no parecía haber ingerido alcohol ni droga alguna las horas previas a su muerte. Quienquiera que fuese el que cometió el crimen no es alguien común. Hay que tener mucha sangre fría para llevar a esa mujer hasta allí de madrugada. La verdad es que el cabrón tuvo suerte, porque nadie lo vio. No cabe duda de que es inteligente y meticuloso. En definitiva —Bedia alzó los ojos del informe y miró a sus dos hombres—, no tenemos nada de nada.