En una ciudad del norte de España
31 de agosto de 2009
Gregorio Salcedo trabajaba en una fábrica química situada en el extrarradio de la ciudad. El horario de su jornada laboral variaba en función del relevo a cuya disciplina debía ajustarse, y en aquellos días le correspondía incorporarse a las seis de la mañana, razón por la cual una hora y media antes se levantaba y, tras abrir los ojos con una taza de café, se demoraba lo estrictamente necesario para asearse.
Antes de salir a la calle, miró por la ventana. Llovía torrencialmente y una neblina algodonosa salía del río embadurnando las calles con su hálito frío, a pesar de ser aún verano.
Gregorio abandonó el amparo de su portal, en la calle Juan XXIII, para dirigirse hacia el aparcamiento gratuito, situado a menos de un kilómetro de distancia, en el que solía aparcar su vehículo. Cobijado bajo su paraguas, maldijo aquel temporal.
Poco después atravesó una amplia plaza y enfiló hacia el callejón por el que solía acortar su recorrido hasta el aparcamiento. En realidad, era un pasaje que se abría bajo un edificio y que apenas tenía treinta metros de largo. Los números 42 y 44 de la calle José María Pereda encontraban allí acomodo. A pesar de que durante el día nada había en aquel callejón que provocara recelo, a las cinco y media de la madrugada de aquella tormentosa jornada a Gregorio el acceso se le antojó siniestro. La tormenta había provocado un apagón en la zona que oscurecía el pasaje, y Gregorio se estremeció. Un rayo dejó una cicatriz violenta sobre el telón de nubes negras y, cuando sus pasos al fin lo pusieron bajo la cubierta protectora del pasaje, un feroz trueno pareció zarandear los cimientos de la ciudad.
Al pasar a la altura de los dos portales, situados frente a frente, miró hacia la izquierda y entonces fue cuando la vio.
Junto al portal del número 42, a un par de metros de donde Gregorio se encontraba, estaba el cadáver de una mujer. Se trataba de una mujer mulata, joven, cuyos ojos sin vida se abrían enormemente mirando hacia su derecha, al este. Aquella mirada vidriosa paralizó a Gregorio. Su cerebro comenzó a procesar por su cuenta la información que sus ojos le proporcionaban y se descubrió elucubrando sobre cosas tan absurdas como lo irónico que resultaba que aquella desdichada mirara hacia donde el sol saldría, cuando en realidad ya no lo volvería a ver.
Parecía evidente que estaba muerta, no obstante, se acercó un poco más y sintió aún algo de calor en los brazos de la desconocida. Dos terribles heridas recorrían en paralelo la garganta de la mujer. Las palmas de ambas manos estaban abiertas y hacia arriba. A su lado había un sombrero de paja recubierto de terciopelo negro que a Gregorio le pareció absolutamente fuera de lugar. Las piernas de aquella infeliz estaban ligeramente separadas y le habían levantado la falda vaquera que lucía.
A pesar de la náusea que le provocaba la imagen de aquella mujer, que parecía un pelele en el que nunca hubiera anidado vida alguna, un extraño hechizo parecía haberse apoderado de Gregorio, que se sentía incapaz de apartar la vista de aquella escena. Su mirada recorrió el cuerpo tendido en el suelo y se detuvo horrorizada al comprobar que los intestinos de la difunta asomaban por entre los labios de una herida salvaje que había en el abdomen, como si pretendieran ver la primera luz de una mañana que su dueña no vería jamás.
El estómago de Gregorio se amotinó, y vomitó el desayuno y parte de la cena. Aún temblando, sus manos consiguieron dar con el teléfono móvil que guardaba en el chaquetón y marcar el número de la policía.