Londres
27 de agosto de 2009
Aquel día, Sergio amaneció de un humor excelente. Cuando miró sin ambages a la mañana desde la habitación de su hotel, sintió que aquel iba a ser un gran día. Y aunque esos arrebatos de optimismo eran por completo anómalos en su comportamiento, tal vez tenían una sencilla explicación. La causa, sin duda, era que aquel día volvería a Baker Street.
Después del desayuno, caminó despreocupadamente hacia el West End. Al principio, se obligó a contemplar con calma aquella inmensa ciudad que ponía en marcha su sala de máquinas para activar a un puñado de millones de seres humanos, pero a medida que se acercaba hacia Baker Street, su mente se fue alejando lentamente de aquel mundo ruidoso y humeante.
Al otro lado de la calle, el enigmático espía que parecía decidido a acompañarlo a todas partes se había detenido a charlar con un muchacho que no tendría más de catorce años. El niño vestía unos tejanos sucios y rotos, una camisa descolorida que en un pasado más espléndido que su presente debió de ser azul celeste, y se tocaba con una gorra cuya visera miraba hacia su nuca. Los demás complementos del mozalbete consistían en una argolla que pendía de su nariz y unas enormes zapatillas de deporte.
Nadie pudo escuchar la conversación entre el hombre y el muchacho, pero debió de existir entre ambos algún tipo de acuerdo comercial, puesto que el desconocido entregó al pilluelo un pequeño fajo de libras. A partir de ese momento, el hombre y el niño caminaron por la acera opuesta a la que Sergio elegía en cada momento.
Sergio consultó sus notas. Allí aparecían las referencias al momento en el que Holmes y Watson son presentados por Stamford, el antiguo subalterno del doctor. El momento sublime se narraba en Estudio en escarlata. Watson conoce a Holmes cuando el detective está enfrascado en la ejecución de uno de sus trabajos químicos, con el que pretendía encontrar un reactivo para detectar las manchas de sangre. Ninguno de los dos necesitó más que una conversación trivial a propósito de los gustos y manías personales del otro para decidirse a alquilar las habitaciones de las que habían tenido noticia.
¿Qué hombre contempló ante sí Watson? Pues un tipo alto, que sobrepasaba los seis pies[34], y muy delgado, por lo que parecía aún más alto. Tenía la mirada aguda, la nariz era fina y aguileña. Su barbilla, prominente y cuadrada, delataba a un hombre de gran voluntad, según el propio doctor dejó escrito tiempo después.
Y ¿qué hombre contempló ante sí Holmes? Pues a un hombre de estatura mediana, fuerte, provisto de un cuello grueso y un hermoso bigote. Luego supo algunas cosas más sobre aquel doctor, como que era siete años mayor que él[35], que había pasado parte de su infancia en Australia, que se había doctorado en medicina en Londres, que había prestado servicio militar en el Quinto de Fusileros de Northumberland como ayudante de cirujano y que, herido en la batalla de Maiwand en la guerra de Afganistán el 27 de julio de 1880, había sido licenciado y se le había concedido una modesta pensión. Y precisamente lo exiguo de esa renta lo había obligado a buscar un compañero con el que compartir el pago del alquiler de unas habitaciones.
Aquel encuentro memorable tuvo lugar en enero de 1881.
Las habitaciones que los dos jóvenes decidieron alquilar se encontraban en la zona por la que ahora caminaba Sergio seguido de cerca por el hombre que se había convertido en su sombra. Se trataba de una de las más aristocráticas de Londres. Regent's Park es el pulmón verde de un distrito en el que, además de Kensington, se incluye Mayfair.
El primer relato en el que se mencionan las habitaciones de Baker Street es también el que nos permite conocer a la dueña de las mismas, la señora Hudson. A Sergio siempre le había parecido un personaje fascinante. ¿Cómo era la dueña de aquel piso en alquiler? Y, por cierto, ¿realmente era la dueña? ¿Estaba casada? ¿Era viuda?
Todas esas preguntas jamás fueron respondidas en los relatos holmesianos. Poco más se sabe de ella que su nombre de pila, y ese no es mencionado hasta la última de las aventuras[36]. Solo entonces sabremos que la buena señora Hudson se llamaba Martha, y en alguna ocasión habría de jugar un papel estelar en los misterios que rodeaban al detective[37].
Cuando Holmes se retiró a Sussex en noviembre de 1903, con cuarenta y nueve años de edad, Martha Hudson lo acompañó. Debemos suponer que no era tan mayor cuando los dos amigos la conocieron. Holmes tenía entonces veintisiete años.
Llegado a este punto, cuando tuviera que escribir la biografía del más famoso detective de la historia, Sergio sabía que tendría que hacer un guiño a los lectores, puesto que la casa que se describe en los relatos de Doyle jamás existió. El inmueble, situado al norte de Baker Street, fue elegido por el escritor por alguna razón que nadie conoce. Tal vez la pasión que Doyle sentía por los crímenes y por el misterio lo había llevado a visitar el célebre museo de Madame Tussaud, una especie de cámara de los horrores que se encuentra situada a poca distancia de la supuesta vivienda de Sherlock Holmes. Puede ser que en alguna de esas visitas reparara en esa calle y le pareciera la más idónea para situar a su héroe. O puede, como prefería especular Víctor Trejo, que Holmes, como el personaje real que quería imaginar, hubiera vivido por las inmediaciones.
El número 221B, por tanto, fue una licencia literaria. Todo el mundo sabía que fue durante una renumeración de los inmuebles de la calle que tuvo lugar en los años treinta del siglo XX cuando el correspondiente al número en cuestión pasó a formar parte del complejo conocido como Abbey House, sede de la Abbey Road Building Society. Sin embargo, lo sucedido a partir de ese instante reforzaba la tesis de un Holmes de carne y hueso, puesto que de otro modo parecía imposible creer que cientos y cientos de personas enviaran sus cartas solicitando la ayuda del detective al ahora rebautizado 221B de Baker Street.
El aluvión de cartas obligó a la sociedad a crear un secretariado que despachara esa correspondencia, y de ese modo Holmes resucitó. Pero a Sergio le gustaba preguntarse si tal vez desde la misma publicación de sus aventuras no tuvo que atender personalmente cartas similares.
La fuerza inmortal de Holmes se demostró una vez más cuando el 27 de marzo de 1990 se inauguró un museo en su honor precisamente en ese inmueble. Y a ese museo le había conducido a Sergio su caminata. El escritor contempló el portal de acceso con infinita ternura. La entrada estaba custodiada por un portero ataviado como un bobby decimonónico.
A pesar de que había cruzado aquel umbral en varias ocasiones, en todas ellas había sentido la misma emoción que la primera.
A la derecha del portal había una tienda que despachaba los más variados productos relacionados con Holmes, desde pipas hasta estatuas, desde postales y libros hasta lupas y sombreros de época. Sergio se dirigió hasta el mostrador, donde también se adquirían las entradas para entrar en el museo. Después salió al exterior, saludó al bobby con cordialidad y subió los míticos diecisiete escalones que conducían al primer piso del inmueble de la señora Hudson. Allí estaba la guarida de Holmes.
Mientras tanto, el hombre que vigilaba sus movimientos se mostró terriblemente complacido al ver que el escritor entraba en el museo. El hombre se ajustó unos guantes y sacó un sobre del bolsillo de su americana. A continuación, habló durante unos instantes con el muchacho que parecía haber contratado.
—¿Has visto al hombre al que hemos seguido? ¿Te has fijado bien en él?
El chico asintió y se pasó una mano impaciente por su pelo enmarañado.
—Lo único que tienes que hacer es entregarle esta carta, ¿de acuerdo?
El mozalbete asintió de nuevo.
—Ponte estos guantes —le ofreció un par de guantes de látex sin estrenar antes de entregarle el sobre—. No te los quites hasta que entregues la carta. No hables con él nada más que lo necesario. No olvides decirle que te llamas como yo te he dicho, ¿entendido? En cuanto le entregues la carta, corre si quieres que te pague el resto. —Y diciendo esto mostró un buen fajo de libras—. Te esperaré junto a la estatua de Sherlock Holmes que hay en la boca del metro.
Al entrar en aquel salón Sergio se estremeció. Allí la presencia del espíritu de Holmes era innegable, y no estaba dispuesto a conceder ni la menor oportunidad a quienes pretendían sofocar su pasión diciendo que todo cuanto tenía ante sus ojos era una simple recreación artificial destinada a los ingenuos turistas. Para él, había algo que no se podía reconstruir, y esa preciada joya era el alma inmortal del detective más extraordinario que jamás existió.
El apartamento constaba, como bien había quedado escrito en los «textos sagrados»[38], de dos dormitorios y un único cuarto de estar muy ventilado y soleado gracias a la luz que recibía a través de dos espaciosas ventanas. La habitación de Holmes estaba a un paso de aquel pequeño salón, mientras que la de Watson se encontraba en el segundo piso, junto al de la señora Hudson, y daba a un patio trasero.
Sergio Olmos acarició con la vista, tiernamente humedecida, cada uno de aquellos rincones cargados de recuerdos. Allí estaban el violín, el equipo de experimentos químicos y muchos más guiños que solo los iniciados podían captar. Afortunadamente para él, no había en ese momento ningún otro visitante en la sala. Con la excepción de un vigilante de avanzada edad que custodiaba el lugar, nadie más que el espíritu del eminente detective consultor podía advertir la emoción con la que sus dedos se deslizaron por la chimenea del salón. Junto al fuego de una chimenea como aquella, tal vez exactamente igual a la que ahora tenía ante sí, Holmes narró a Watson las peripecias de su investigación sobre la corbeta Gloria Scott[39]. Sobre la repisa estaba la babucha persa en la que Sherlock solía guardar tabaco, y todo tenía el aire caótico que Watson describía como propio de las costumbres de su compañero de piso, un tipo capaz de vestir con escrupulosa elegancia, pero tender a lo bohemio en mil detalles cotidianos[40].
Sergio sintió la necesidad de emular a Holmes y clavar sobre la repisa de madera de la chimenea la correspondencia, como hacía en su casita de Sussex. Y lamentó no tener un revólver a mano para poder disparar contra la pared con cartuchos Boxer escribiendo con los impactos el patriótico «V. R.»[41] que Sherlock realizó en ocasiones.
¡Cuántos relatos habían comenzado precisamente en aquella sala! ¡Y cuántos debates del Círculo Sherlock comenzaron justamente con alguna rebuscada alusión a los diálogos que allí habían tenido lugar!
¡Baker Street!
Sergio vagó de un lado a otro del salón recordándose a sí mismo durante las largas horas en las que devoró una y otra vez las aventuras de su admirado Holmes. No necesitó esforzarse mucho para que su imaginación recuperara mil escenas que habían tenido lugar en aquella sala. Le parecía ver la figura enjuta, reseca y nariguda del inspector Lestrade acudiendo a pedir ayuda a Sherlock, e incluso creyó escuchar las voces de los más variados clientes que habían llegado hasta allí pidiendo auxilio al fantástico detective.
Le resultaba imposible no recordar las historias en las que Baker Street había cobrado un protagonismo especial, como ocurrió durante «La aventura de la casa vacía».
Al evocar aquella narración, Sergio, inconscientemente, miró por una de las ventanas del salón, creyendo por un instante que vería el escondite de Candem House donde se ocultaron Watson y Holmes con el propósito de detener al malvado coronel Sebastian Moran, el hombre de confianza del profesor Moriarty. Los hechos ocurrieron en la primera aventura después de la sorprendente reaparición de Holmes, al que todo el mundo había dado por muerto tres años antes en las cataratas de Reichenbach.
Mirando ahora por la ventana de Baker Street y recordando aquellos hechos, Sergio renovó sus votos: su novela convertiría a Holmes en un hombre de carne y hueso.
Aquellas habitaciones eran mencionadas de un modo u otro en varias de las aventuras del detective consultor[42]. Lejos estaba Sergio de imaginar que aquel salón en el que dieron comienzo tantas aventuras iba a servir para que su vida diera un vuelco inesperado y siniestro.
—¡Míster Olmos!
El escritor se volvió al escuchar cómo alguien pronunciaba a duras penas su apellido. Pero si aquello le pareció extraordinario, aún más sorprendente fue descubrir al dueño de aquella voz. Se trataba de un chico de unos trece o catorce años que vestía un amplísimo tejano raído que le colgaba por el trasero de forma grotesca. Se tocaba con una gorra cuya visera estaba dispuesta mirando hacia la nuca, y había una expresión resuelta en su rostro imberbe. El joven, que lucía un piercing en la nariz, alargó su mano derecha, enfundada en un guante de látex, y entregó un sobre a Sergio. Y antes de que este fuera capaz de articular palabra alguna, el muchacho dijo que se llamaba Wiggins. Acto seguido, abandonó presurosamente el salón.
Sergio estaba paralizado por la sorpresa. En la habitación no había nadie más en aquel instante, y toda su atención se centró en el sobre que el joven le había entregado. Su pasmo había nacido de la insólita circunstancia que suponía el haber reconocido de inmediato aquel modelo de sobre y también el papel sobre el que estaba escrita la carta más extraña que jamás le había correspondido leer. Además de la carta, el sobre contenía cinco pétalos de violeta. Y, para colmo, aquel nombre: Wiggins.
—¿Cómo es posible? —murmuró.
Cuando fue capaz de reaccionar, bajó los diecisiete escalones que conducían desde las habitaciones de Holmes a Baker Street, pero ya era demasiado tarde. Wiggins había desaparecido.