10

En una ciudad del norte de España

27 de agosto de 2009

Graciela se ganaba la vida con las cartas del tarot desde hacía más de veinte años. Para ella, aquel viejo mazo de naipes, cuyos orígenes algunos situaban en la India y otros en Marruecos o en Egipto, era un libro de sabiduría. En su opinión, el ritual que suponía cada tirada servía para facilitar un diálogo entre su parte consciente y su parte inconsciente. Pero después de todos aquellos años había aprendido a sentir de un modo especial cuando reflexionaba ante los Arcanos Mayores. Desde la carta 0 —el Loco— hasta el cartón XXI —el Mundo—, se contenían todas las respuestas a todas las preguntas. Si no se descubría lo que se anhelaba, era por torpeza y falta de limpieza de espíritu de quien las manipulaba, según creía.

Dieciocho años antes, aquella convicción suya le había costado su matrimonio. Para Blas González, un farmacéutico que encarnaba la tercera generación familiar al frente de la botica del pueblo en el que ambos vivían, aquella obsesión de su esposa por las malditas cartas era intolerable. Por supuesto que él no creía en nada de todo aquello, respondía visiblemente incómodo cuando algún vecino le preguntaba sobre qué pensaba a propósito de que su esposa se estuviera ganando fama de bruja con esos tejemanejes.

Pero ella no cedía a pesar de las discusiones, cada vez más acaloradas, que mantenían. Lo que ella llamaba «diálogo interior» él lo calificaba de simple chifladura. Y, así, la grieta entre los dos le fue ensanchando y acabó por devorar su matrimonio.

De aquella relación, él salió con menos dolores de cabeza y dejando el prestigio de la saga de boticarios inmaculada; ella emergió fortalecida, transmutada. Cuando los papeles se arreglaron y el matrimonio se convirtió en agua pasada para ambos, Graciela cerró su maleta y guardó en su bolso el mazo de cartas.

Convencida de que en los veintidós Arcanos Mayores se representan los símbolos básicos del sendero de la vida, en una habitación de hotel los desparramó sobre la cama aplicándose al máximo en el ejercicio. ¿Qué debía hacer con su vida? Y los cartones le hablaron. Y desde entonces siempre le habían hablado con claridad.

Graciela predicaba que se engañan quienes creen que el símbolo pretende disimular, engañar, ocultar al hombre aquello que contiene. En su opinión, los símbolos del tarot no nacieron para guardar secretos, sino para mostrar aquello que las palabras no pueden expresar y la mente no puede aprehender por el método científico. Por ello, es preciso ser un loco para emprender el viaje de iniciación que, a su juicio, era el tarot. De manera que decidió comenzar, como esa carta, desde cero, e intentar experimentar lo desconocido. Y así fue como Graciela, al igual que la figura del cartón del Loco, salió de aquel hotel con su minúsculo hatillo en busca de una nueva vida.

De sobra sabía que, en una aventura como la que se proponía, le aguardaban momentos difíciles; que debería atravesar, como el ciclo del tarot, reinos de sombras, pero se mostró firme en su propósito de caminar hacia una nueva luz.

Hacía dieciocho años que trabajaba en aquella ciudad y sus clientes eran tan abundantes como fieles. Era cierto que no lograba adivinarlo todo, pero tampoco erraba con frecuencia, de manera que su fama medró entre aquellos que ansiaban saber su futuro y creían que aquella mujer bajita que un día fue la esposa de un boticario de pueblo podía revelárselo.

Durante todos aquellos años había aprendido a conocer a la gente y a conocerse a sí misma. La exploración interior alcanzaba un milímetro más de profundidad con cada tirada de cartas. Había aprendido también a huir de la tentación de ganar dinero fácil embaucando a las almas más desvalidas de las que llegaban a su consulta. Creía manejar fuerzas suficientemente peligrosas como para no jugar con ellas. Pero, sobre todo, Graciela había aprendido a ser dócil y a saber escuchar a las cartas. Y, si una y otra vez aparecían sobre la mesa los arcanos que contemplaba, debía ser por algo.

Desde que el día anterior aquella chica rubia se cruzó en su vida, las mismas cartas le anunciaban algo horrible. Pero las cartas no facilitan direcciones ni números de teléfono ni diagnósticos médicos ni nombres de personas.

—Está claro que una mujer va a morir, pero ¿quién? —se preguntó Graciela, mirando las cartas.

Sobre el mantel blanco de la mesa camilla la carta XII, el Ahorcado, le hablaba, pero esta vez no conseguía entender su mensaje. Junto a él, el cartón XIII, la Muerte, era el heraldo del cambio, del fin, de la transformación, de la despedida. La carta XVI, la Torre, teñía de dramatismo el inminente futuro de una mujer desconocida. Pero, por más que Graciela buscaba en las dos figuras que caían al vacío desde aquella torre una solución, no la encontraba. Ni las veintidós llamas que un rayo arranca de la fortificación destruida ni el espectral jinete de la Muerte ni tampoco el hombre que pendía boca abajo cruzando sus brazos tras la espalda le daban la respuesta que ansiaba.

—¿Quién va a morir? —murmuró.

Daniela Obando tardó mucho tiempo en despojarse de aquella sensación de vacío con la que compartía la cama y que la obligaba cada vez con más frecuencia a remojar su alma en ginebra para poder conciliar algunas horas de sueño. Pero el vacío la aguardaba al día siguiente calcinando con el fuego de la resaca sus esperanzas de olvidar la muerte de su esposo.

Cada día, al despertar, su boca se convertía en una cavidad totalmente insuficiente para acoger su lengua, que parecía hinchada y desprendía un olor fétido. Y, mientras sus huesos y músculos se estiraban doloridos, las primeras luces del día eran el medio de transporte en el que huían los trocitos de la vida que una vez había compartido con su añorado esposo y que ella se esforzaba en conservar en la memoria durante el sueño.

Había dejado atrás un nuevo cumpleaños, pero todos sus esfuerzos por ahogarlo en alcohol se revelaban insuficientes cuando se descubría despertando a un nuevo día de soledad.

Más allá del cristal de su ventana, la lluvia fina seguía repiqueteando su melancólica canción de aquel extraño final del verano. Ni siquiera los lugareños más ancianos recordaban unas postrimerías del mes de agosto tan lluviosas y desagradables.

Eran las doce de la mañana cuando consiguió hacer acopio de fuerzas suficientes como para incorporarse y afrontar la realidad: hoy tampoco había muerto; hoy también seguiría sola.

Era jueves, aunque eso no tenía la menor importancia. Su agenda estaba orientada, en exclusiva, a beberse el tiempo. Podría acercarse por la oficina de Cristina Pardo, pero pronto desestimó esa idea. Cristina le había pedido algo de tiempo para poder encontrarle un nuevo trabajo, de modo que no parecía oportuno visitarla.

Al salir del cuarto de baño que compartían los realquilados del piso en el que vivía, se tropezó con el músico ruso. Él le sonrió; ella quiso corresponder, aunque no acertó a hacerlo. ¡Hacía tanto tiempo que Daniela no reía!

Daniela se apartó para dejarlo pasar. El hombre llevaba en un estuche un instrumento musical y una maleta que contenía las tallas de madera que a diario ponía a la venta en una plaza céntrica de la ciudad. Las tallaba él mismo y trataba de atraer a los posibles compradores interpretando piezas populares con su esposa. Mari Cielo había acertado: los dos rusos eran violinistas.

El resto del día lo pasó vagando por el barrio. A media tarde vio salir de uno de los lóbregos portales del inmueble al cura más viejo de la parroquia, a don Luis. Por lo que sabía de él, era un hombre de un temperamento agrio que mantenía evidentes diferencias con el otro párroco, y no solo en la edad. Sin embargo, también había oído decir que solía visitar a los enfermos y que en muchas ocasiones, gracias a él, alguno de los tres médicos que pasaban consulta gratuita en la Casa del Pan se acercaba incluso a los hogares de aquellos que eran más reacios a acudir al comedor de beneficencia.

Don Luis caminaba apresuradamente bajo la lluvia, guareciéndose con un paraguas negro, el cual concedía a su sotana un aire aún más sombrío. El sacerdote apenas levantó la vista del suelo cuando se cruzó con Daniela, pero fue el tiempo suficiente como para que sus miradas coincidieran en aquel universo de desesperanza y pobreza en que se había convertido el barrio norte de la ciudad.

Antes de regresar a casa, una furgoneta provista de altavoces y decorada con los lemas de un partido político pasó junto a ella lanzando al aire el anuncio de un mitin para aquella misma noche en un colegio del barrio. Las elecciones municipales tendrían lugar el mes próximo, pero la maquinaria de las organizaciones políticas se había puesto ya en marcha. Y aunque a Daniela no le importaban en absoluto ni las elecciones ni los partidos políticos, por alguna razón se estremeció al ver el rostro del hombre que aparecía en los carteles que decoraban la furgoneta. El vehículo chillón se perdió instantes después tras una esquina arrancando agua de los charcos.

Daniela volvió a salir de su habitación alrededor de las diez de la noche con el propósito de conseguir cenar un día más en la Casa del Pan. Pero cuando estaba a punto de salir por el portal, una multitud vociferante y amenazadora la hizo retroceder. No tardó en comprender lo que ocurría. Se trataba de un grupo de fanáticos que salía con ánimos caldeados del mitin que había dado en el colegio próximo el político cuyo rostro había visto retratado en aquella furgoneta por la tarde.

La turba se mostraba violenta, y vio como algunos de ellos golpearon a Ilusión, una muchacha uruguaya con la que Daniela había hablado en alguna ocasión. Ilusión ejercía la prostitución en la calle de un modo ocasional. No era una prostituta profesional, pero a veces no quedaba más remedio que trabajar de cualquier cosa para poder vivir.

Cuando los violentos partidarios de Jaime Morante se marcharon, Daniela corrió hacia la joven uruguaya. La encontró llorando y con la cara ensangrentada. Ilusión había cumplido los treinta y cinco años, pero su aspecto frágil y ajado la hacía parecer mucho mayor. Era más alta que Daniela. Iba teñida de rubio, y sus ojos marrones estaban inundados de terror.

—Vete a casa, mi amor —le aconsejó Daniela.

—No puedo —confesó entre lágrimas Ilusión—. Necesito dinero para pagar el alquiler.

Daniela la vio alejarse dando tumbos buscando el parapeto de las sombras del barrio. A lo lejos aún se escuchaban las voces de la turba xenófoba.

A pesar de la ginebra que había bebido aquella tarde, los sentidos de Daniela se aguzaron al ver la suerte que había corrido su amiga, de modo que procuró no ser vista por nadie durante su caminata hasta la Casa del Pan. Pero, para su desgracia, el incidente que había visto y el tiempo que perdió consolando a Ilusión hicieron que llegara tarde. El cupo de comidas se había servido ya.

El padre Baldomero se mostró desconsolado cuando compareció ante las decenas de personas que, como Daniela, no habían tenido la fortuna de caldear su estómago aquella noche.

—¡Doctor! ¡Doctor! —Baldomero alzó la voz por encima del guirigay que formaban los comensales y aquellos que aún aguardaban su turno en la fila.

Al segundo grito un hombre de mediana edad, de aspecto gris y taciturno y al que parecía caerle grande la chaqueta del traje, se giró en dirección al cura y saludó con la mano. Después se abrió paso entre el gentío y estrechó la mano del sacerdote calurosamente.

—Me alegro de verle, padre.

—¡Por favor! —El párroco movió la cabeza en señal de desaprobación—. Nada de padre. Le tengo dicho y redicho que me llame Baldomero.

—A mí me cuesta tutear a un cura, ¿qué quiere le diga? —replicó el médico—. Aunque no lleve usted sotana y sea bastante más joven que yo, y le confieso que eso sí que lo envidio, sigo siendo de la vieja escuela, ya me entiende.

Baldomero sonrió como solo él sabía hacer.

—¿Y qué? ¿Muchos pacientes?

—Pura rutina, gracias a Dios —dijo el médico—. Esta semana está siendo muy tranquila. No sé cómo les habrá ido a los demás.

—Por lo que me han dicho, parece que la gente les va perdiendo el miedo y cada vez vienen más a consulta.

—Eso espero. —El médico miró su reloj—. Me van a disculpar, pero debo irme. —Saludó de nuevo al sacerdote y miró con simpatía a Cristina antes de abandonar el local.

—Parece un buen hombre —comentó la joven.

—Lo parece y lo es —dijo el cura.

—No sé cómo te las has arreglado para que esos tres médicos pasen consulta gratuita a esta gente.

—Dios provee. —El clérigo rio.

El médico caminó con decisión hacia la puerta de salida de la Casa del Pan. Había pasado consulta durante una hora, tal y como hacía dos veces por semana de modo absolutamente gratuito. Al margen del problema que en ocasiones suponía el idioma de los pacientes, estos no eran diferentes de los demás que atendía en su consulta privada o de aquellos por cuya salud velaba en el centro de salud a diario.

El médico pensaba que Baldomero era un buen tipo, un idealista que tal vez pudiera llegar a convertirse en alguien peligroso para algunos en la ciudad precisamente por ser un soñador. Cuando el cura le habló de su proyecto con aquel entusiasmo suyo y le dijo que ya tenía convencidos a otros dos médicos para pasar consulta, pero que necesitaba a un tercero para que cada día los inmigrantes tuvieran asistencia médica, dudó. Tal vez sintió miedo a tener que enfrentarse a los sectores de la parroquia que más se habían opuesto a ese proyecto, pero finalmente decidió qué era lo correcto y qué no, más allá de lo que los demás pensaran.

En la puerta de salida, la cola de personas que aguardaban su turno para comer engordaba. El médico tropezó en ese momento con Daniela Obando.

En la calle, la lluvia arreciaba.

Daniela se alejó sin saber adónde ir. Era tarde para encontrar ninguna tienda abierta en la que poder adquirir algo de comida. Decidió administrar su exiguo capital comprando un bocadillo y otra botella de ginebra para pasar la noche. Arrastrando los pies, se encaminó hacia un bar llamado El Campanario, situado en una plazoleta no lejos de la iglesia.

Antes de entrar en el garito, repleto de jóvenes emigrantes y prostitutas más o menos profesionales, contó cuidadosamente el dinero que llevaba encima. Al ver cuánto habían menguado sus ahorros, pensó en Ilusión. Y, por primera vez en su vida, cruzó por su cabeza la pregunta de cuánto podría ganarse trabajando en la calle. ¿Sería capaz ella de prostituirse? El olor a sudor y cerveza que impregnaba el local espantó esas ideas de su mente.

Minutos después había devorado un escuálido bocadillo y apuraba el primer trago de la botella que había comprado para remojar la garganta. Fue entonces cuando escuchó una voz masculina a su espalda.

—¿Te apetece un trago?

Ilusión estaba contenta. Tenía motivos para estarlo, porque la noche había comenzado de forma terrible cuando aquellos bárbaros la golpearon, y sin embargo luego todo había discurrido de la mejor manera posible. Había despachado a cuatro clientes poco exigentes y de escasa resistencia (el cliente ideal, en definitiva). A dos de ellos los complació en sus vehículos; a los otros dos, al amparo de miradas indiscretas entre las sombras de sendos patios del barrio.

Contó los billetes y rio satisfecha. Tal vez aquella fuera la última noche en la que se veía obligada a vender su cuerpo, porque le habían prometido un trabajo como limpiadora en un par de casas del centro de la ciudad.

Durante el camino de regreso al minúsculo apartamento por el que pagaba un alquiler desmesurado a unos marroquíes, Ilusión vio cosas que, a la larga, serían de sumo interés.

Estuvo a punto de llamar a Daniela, su amiga, cuando la vio entrar en un garito no lejos de la iglesia de la Anunciación, pero no quiso tentar a la suerte aquella noche en la que tan bien habían rodado las cosas. Para que Daniela pudiera oírla, debería gritar, y tal vez no era lo más sensato si recordaba la paliza que le había propinado horas antes el grupo de fanáticos. Mejor no tentar a la suerte, decidió.

La segunda cosa notable que el destino hizo que viera Ilusión fue al cura más viejo, a don Luis, deambulando por las calles a una hora que le pareció totalmente inapropiada para un sacerdote. ¿Acaso también los religiosos iban de putas? La sola idea le hizo reír.

Más adelante, un grupo de hombres de color charlaban animadamente a las puertas de un local en el que apenas quedaban clientes. Ilusión, temerosa, cambió de acera para evitarse posibles problemas. Al doblar la esquina vio a un hombre alto, delgado y con barba, que llevaba una maleta y una bolsa de deporte negra. El hombre salía del portal donde vivía Daniela.

Instantes después entró en el edificio donde malvivía y respiró aliviada. Tanteó en el fondo del bolsillo oculto bajo su falda el fajo de billetes y subió las escaleras dispuesta a soñar con ese trabajo de limpiadora del que le habían hablado.

Una furgoneta negra pasó por la calle desierta.