Tentáculos
A diferencia de Septimus, Lucy se lo había estado pasando de fabula y había tenido gran éxito. Mientras guiaba a la tortuga alrededor de la Isla de la Estrella había descubierto al Merodeador, al completo con la tripulación de Milo y Jakey Fry, oculto en el viejo puerto. Lucy reconocía una oportunidad cuando la tenía delante, y por eso en aquel momento se encontraba en el pozo del Faro de la Roca del Gato dirigiendo las operaciones. La tripulación de Milo estaba reinstalando la luz, Miarr había vuelto al lugar donde pertenecía y Lucy Gringe había mantenido su promesa.
De repente una estrecha puerta negra se abrió debajo de los escalones.
—Hola, Septimus —saludó Lucy—, ¡Qué casualidad verte por aquí!
Al cabo de media hora, en las rocas de debajo del faro, se celebraba una reunión.
Septimus paseaba de un lado a otro.
—Voy a volver a bajar por el Túnel de Hielo; no veo otra alternativa. Tenemos que intentar detenerlos.
Beetle se estremeció. Ya había entrado en calor gracias al sol, pero la mera mención de la palabra «hielo» le dejaba congelado hasta el tuétano.
—No tienes la más mínima posibilidad, 412 —opinó el Chico Lobo—, ¿Recuerdas lo que solíamos decir: «Diez contra uno, ese es el final del uno»? Bueno, pues es cierto. Uno contra cuatro mil es una locura.
—Si voy ahora mismo habrá menos… tal vez cuatrocientos o quinientos.
—Cuatrocientos o cuatro mil, no importa. Aún te superan en número. «Usa el cerebro o estás tieso».
—¡Oh, basta ya, 409… esos refranes son muy molestos! Me voy ahora mismo. Cada segundo cuenta. Cuanto más tarde me marche, más genios habrá.
—No, Sep —dijo Beetle—. Por favor, no lo hagas. Te harán picadillo.
—Haré un hechizo de invisibilidad —repuso—, no sabrán que estoy allí.
—¿Y también puedes volver invisible al trineo?
Septimus no respondió.
—Me voy. No podéis detenerme.
Subió por las rocas a toda prisa y los tomó a todos por sorpresa.
Lucy y el Chico Lobo se incorporaron de un salto y lo persiguieron.
—Ya te he pillado —dijo Lucy alcanzándolo y agarrándolo de un brazo—. No vas a hacer algo tan estúpido. ¿Qué pensaría Simón si dejo marchar a su hermano pequeño y van y lo matan?
Septimus se revolvió.
—Creo que estaría muy complacido. Lo último que me dijo fue…
—Bueno, estoy segura de que no quería decir eso —atajó Lucy—. Mira, Septimus, tú eres un chico inteligente. Hasta yo sé lo que significan esas orlas púrpura en tus bocamangas, así que, como ha dicho el Chico Lobo, usa el cerebro. Piensa en algo que no suponga ir a una muerte segura. ¿Y tu tortuga de ahí abajo? —Lucy señaló el pequeño puerto de más abajo—. ¿No puede ayudarte?
Septimus miró hacia abajo, hacia el Merodeador, al que, ahora caía en la cuenta, alguien había atado una tortuga enorme e infeliz en grado sumo.
—Él puede transformarse en otra cosa, ¿no? —dijo Lucy con emoción—, ¿No podría convertirse en un pájaro y volar hasta el Castillo? Podría avisarlos, y así ellos podrían sellar lo que fuera y todo estaría bien.
Septimus miró a Lucy con reticente admiración. La habilidad de Lucy en la enfermería le había sorprendido, y ahora le volvía a sorprender.
—Podría —admitió—, pero el problema es que no confío en que vaya él solo.
—Entonces hazlo lo bastante grande como para llevarte. ¡Conviértelo en dragón! Los ojos de Lucy centelleaban de emoción.
Septimus sacudió la cabeza.
—No, dijo despacio. Tengo una idea mejor.
De nuevo en las rocas de encima del puerto, bajo la mirada de los ojillos redondos de una tortuga absolutamente descontenta, Septimus trazó su plan. Beetle, Lucy y el Chico Lobo escuchaban impresionados.
—Bueno, a ver si lo he entendido —dijo Beetle—, La botella de Jorge Nido era de oro, ¿verdad?
Septimus asintió.
—¿Y los tubos de los genios del baúl eran de plomo?
—Sí.
—¿Y eso es importante?
—Creo que es crucial. Tú sabes, en medicina y alquimia aprendí un montón sobre el plomo y el oro. El plomo se considera menos perfecto que el oro. Y siempre, siempre, lo cierto es que el oro triunfa sobre el plomo. Siempre.
—¿Y? —preguntó el Chico Lobo.
—Pues que en la jerarquía de los genios, Jorge Nido es de los más altos. Está hecho de oro y ellos están hechos de plomo. Él es mucho más poderoso que esos guerreros.
—¡Tienes razón! —dijo Beetle muy emocionado—. Ahora recuerdo que alguien le dio a Jillie Djinn un folleto llamado Hábitos y jerarquía de los Djinnios, como una broma, que ella, por supuesto, no entendió. Un día tranquilo de oficina yo lo leí y eso era precisamente lo que decía.
Septimus sonrió.
—Así que Jorge Nido puede congelar a los genios guerreros. Él los detendrá en el acto.
—Genial —exclamó Beetle—. Absolutamente genial.
—¿Lo ves? —dijo Lucy—, ¿ves de lo que eres capaz cuando lo intentas?
El Chico Lobo no estaba tan seguro.
—Pero siguen siendo cuatro mil contra uno. En cuanto congele a uno de ellos, los otros tres mil novecientos noventa y nueve irán a por él.
—No —opinó Beetle—. No lo creo. Calculo que todos esos genios son básicamente un solo organismo, fijaos en el modo en que se mueven todos a la vez. Congela a uno y congelarás a todo el lote.
—Eso es verdad —insistió Septimus—, Solo necesitaron un despertar, ¿verdad? Después de eso ellos siguieron llegando.
—El problema es, Sep —anunció Beetle—, que solo hay un modo de averiguarlo con exactitud.
—Sí —convino Septimus—, Bueno, ¿dónde está esa tortuga?
Un empapado Jorge Nido se sentaba en los escalones del puerto, escupiendo saliva de tortuga y moviendo los dedos de manera separada, por el puro gusto de poder hacerlo.
—Jorge Nido —dijo Septimus—, yo te ordeno que…
—No tienes necesidad de ordenármelo, ¡oh, vigoroso señor! —dijo Jorge Nido moviendo los dedos de los pies de manera experimental—. Tus deseos son órdenes para mí.
—Bien, pues deseo que congeles a los genios guerreros.
—¿A cuántos, oh, impreciso señor?
—A todos ellos.
Jorge Nido se quedó pasmado.
—¿A todos? ¿A todos y cada uno de ellos?
—Sí, a todos y cada uno de ellos —le confirmó Septimus—. Ese es mi deseo. ¿Y mis deseos son qué?
—Órdenes para mí —respondió Jorge Nido con desánimo.
—Muy bien, entonces, vamos. Te llevaremos hasta ellos.
Jorge Nido levantó la mirada hacia su amo.
—Podría echar una siestecita antes.
—Ah, ¿sí, en serio? —dijo Septimus.
—Sí, en serio —respondió el genio.
Jorge Nido no supo qué fue lo que le golpeó. Estaba sentado, cerrando los ojos despacio al calorcillo del sol, y al instante siguiente lo agarraron, tiraron de él hasta ponerlo en pie y lo arrastraron a la fuerza hasta el apestoso barco de pesca que tan bien conocía.
—Lo tenemos, Sep —estaba diciendo el muchacho de cabellos negros que, con una mano como una tenaza, le tenía agarrado de la aleta delantera, mejor dicho, del brazo.
—Y no pensamos soltarlo —anunció el chico del nido de rata en la cabeza, que le había agarrado igual de fuerte del brazo derecho.
—Bien —exclamó su amo—. Subámoslo al barco.
Al igual que todos los genios, Jorge Nido apenas podía soportar el contacto físico con un humano. Había algo en la corriente sanguínea que fluía debajo de la piel, el pivotar de los huesos, el tirón de los tendones, el constante latido del corazón, que le ponía enfermo, era todo tan trabajoso. Y el tacto de la piel que le tocaba era asqueroso. Que lo agarrara un humano era malo, pero dos resultaba intolerable.
—Ordénales que me suelten, oh, magnífico señor —suplicó Jorge Nido—. Prometo que haré lo que deseas.
—¿Cuándo lo harás? —preguntó Septimus, que se estaba acostumbrando deprisa a la manera de actuar de un genio.
—Ahora mismo —gimió Jorge Nido—. ¡Ahora mismo! Lo haré ahora mismo, ahora mismo, ahora mismo, oh, sabio y maravilloso señor… si consientes que me suelten.
—Metedlo antes en el barco y luego soltadlo —ordenó Septimus a Beetle y al Chico Lobo.
Jorge Nido se retiró hasta la popa. Como un perro mojado, se sacudió para librarse del tacto de manos humanas.
—Disculpa —dijo Jakey Fry, empujándole al pasar—. Tengo que ponerme al timón.
Al contacto con el codo de Jakey, Jorge Nido se apartó del paso de un salto, como si le hubieran clavado una aguja.
El Merodeador se acercaba cada vez más al Cerys, que ahora estaba tranquilamente anclado en la bahía. El silencio cayó sobre el barco de pesca. Todos a bordo podían ver el torrente de guerreros que abandonaban el barco y, a lo lejos, subían la colina, y que parecía, exactamente tal y como Nicko había observado, una fila de hormigas. Septimus apenas podía contener su impaciencia. El traqueteo de los pasos de los guerreros desfilando aún martilleaba en su cabeza y sabía que, cada momento que pasaba, los genios estaban más cerca del Castillo. Pensó que Marcia y los magos de la Torre del Mago estarían emprendiendo sus quehaceres diarios, Silas y Sarah en el Palacio, todos ajenos a la amenaza que los acechaba de un modo cada vez más inminente. Septimus se preguntó a qué velocidad se desplazarían los genios, ¿cuánto tiempo quedaría antes de que Tertius Fume desfilara por el Castillo a la cabeza de su terrorífico ejército?
La respuesta era algo que ni Septimus ni nadie en el Merodeador quería oír. Tertius Fume había elegido una cohorte personal de quinientos genios guerreros y se los había llevado a modo de avanzadilla. Se dirigía a la Torre del Mago, a la que el fantasma sabía que tenía acceso abierto a través de los túneles; la torre en sí se consideraba un sello. Los genios viajaban rápido, más deprisa de lo que cualquier humano podía correr y, en aquel preciso instante, atronaban con su paso por debajo del Observatorio de las Malas Tierras.
Es un hecho poco conocido que un perro lobo artrítico tarda exactamente lo mismo en pasear desde la veija de Palacio hasta la Torre del Mago que una cohorte de genios en recorrer el Túnel de Hielo desde el Observatorio hasta la Torre del Mago. Aquella tarde, Sarah y Silas Heap tenían una cita con Marcia. Mientras el genio pasaba por debajo del Observatorio, Silas, Sarah y Maxie cruzaron la verja de Palacio.
Media hora más tarde, el Merodeador se acercaba al Cerys. Jakey observó con cautela a un grupo de genios con mano de hacha bajar por la amura del barco.
—¿Cuánto queréis que me acerque? —preguntó—. No quiero que uno de ellos aterrice en mi barco.
—Todo lo que puedas y tan rápido como puedas —dijo Septimus.
Jorge Nido bostezó.
—No hay prisa —opinó—. No puedo congelarlos hasta que el último esté despierto.
—¿Qué? —exclamó Septimus.
Sarah, Silas y Maxie pasaron por delante del Manuscriptorium.
—Como estoy seguro de que tú bien sabes, oh, señor que todo lo comprende, no se puede congelar a una entidad cuando no está del todo despierta. Y, como estoy seguro de que también entenderás, oh, astuto señor, estos genios no son sino una única entidad.
De repente Beetle soltó un grito.
—¡El último! ¡Ahí va el último, Sep! ¡Mira!
Era cierto. Un guerrero con mano de hacha descendía de un modo mecánico, el ruido del metal chocando contra el metal marcaba cada paso… y por encima de él quedaba una escalera vacía.
—Congélalos —dijo Septimus—, ¡Ahora mismo!
Jorge Nido se zafó de Septimus e hizo una reverencia.
—Tus deseos son órdenes para mí, oh, excitable señor.
El último de los genios bajó por la escalera y cayó al mar. Septimus miró consternado al guerrero hundirse en el lecho marino.
—Esperaré hasta que salga —anunció Jorge Nido.
—No, no esperarás —le dijo Septimus—, Irás a congelar a uno de esos de la playa.
—Siento informarte, oh, insensato señor, que un hechizo de congelación solo funciona en un sentido. Por tanto, si deseas que congele a todos los genios, algo que te aconsejo encarecidamente, pues una entidad semicongelada es algo muy peligroso, deberías congelar o bien al último o bien al primero. Te sugiero que lo primero es la opción más segura.
—¿Es verdad lo que dice, Beetle? —preguntó Beetle.
Beetle parecía perplejo.
—No lo sé, Sep. Supongo que él debe de saberlo.
—De acuerdo, Jorge Nido. Te ordeno que congeles al último ahora mismo. Transfórmate en tortuga.
Jorge Nido se quedó pasmosamente helado ante la mención de la odiada tortuga.
—Como el sabio señor sin duda sabe, debo sujetar a la entidad que deseo congelar con las dos manos para pasar el hechizo de congelación a través de ellas. No puedo hacer eso con aletas —dijo pronunciando la palabra «aletas» con un asco supino.
Septimus se quedó de una pieza. ¿En qué podía transformar a Jorge Nido? ¿Seguro que todo lo que vivía bajo el agua tenía aletas? Contempló los puntitos de luz plateada destellando del casco alado del último genio, que se movía despacio, tan despacio como cuando uno corre en una pesadilla, a medio metro por debajo del mar. La marea estaba subiendo, y el Cerys estaba ahora mucho más lejos de la costa. ¿Cuánto podía tardar el último genio en salir del mar? ¿Y quién sabía lo cerca que estarían del Castillo?
Al final de la Vía del Mago, Sarah, Silas y Maxie llegaron a la Gran Arcada.
—¡Un cangrejo! —gritó Lucy—, ¡Podía ser un cangrejo!
Jorge Nido dirigió a Lucy una mirada fulminante, un cangrejo era apenas mejor que una tortuga.
Septimus miró a Lucy con admiración.
—Jorge Nido —dijo—, ¡deseo que te transformes en un cangrejo!
—¿Algún tipo de cangrejo en particular? —le preguntó Jorge Nido, tratando de retrasar el mal trago.
—No. Hazlo ahora mismo.
—Muy bien, oh, exigente señor. Tus deseos son órdenes para mí. —Se produjo un destello de luz amarilla, un ruido amortiguado como de tapón descorchándose y Jorge Nido desapareció.
—¿Adonde ha ido? —preguntó Septimus intentando no dejarse dominar por el pánico—, ¿Dónde está el cangrejo?
—¡Aaah! —gritó Lucy—, Está aquí. En el suelo. ¡Fuera, fuera!
Un minúsculo cangrejo de la arena se dirigía hacia las botas de Lucy.
—No le des una patada, Lucy. ¡No le des una patada! —voceó Septimus.
El Chico Lobo se lanzó sobre la cubierta, cogió el cangrejo entre el índice y el pulgar y lo sujetó en el aire mientras el cangrejo movía las patas.
—¡Lo tengo! —exclamó.
—Tíralo al mar —le instó Septimus—. ¡Rápido!
Sarah, Silas y Maxie entraron decididos en el patio de la Torre del Mago.
Se hizo el silencio en el Merodeador. Sin atreverse apenas a respirar, observaron al genio guerrero salir a la playa, esperando el momento en que el inexorable desfile cesara. Observaron y aguardaron, pero los genios seguían avanzando hacia delante.
—¿Qué está haciendo? —murmuró Septimus.
Una pequeña gaviota amarilla irrumpió a la superficie y voló hasta el Merodeador. Se posó en una borda, se sacudió el agua de las plumas y se oyó un ruido como el descorche de una botella. Jorge Nido, que parecía algo abrumado, se sentaba en el lugar de la gaviota.
—Lo siento —se lamentó—. No ha funcionado.
Sarah, Silas y Maxie subieron los escalones de mármol de las puertas plateadas de la Torre del Mago.
—¡No! —un grito colectivo se alzó del Merodeador.
Septimus estaba horrorizado. Había apostado todo sobre su teoría de que el genio de oro era más poderoso que el genio de plomo… y se había equivocado.
—¿Por qué? —preguntó con desesperación—, ¿Por qué no?
Silas dijo la contraseña y las grandes puertas de la Torre del Mago se abrieron.
—Han sido despertados con oscuridad —dijo Jorge Nido—, Deben ser congelados con oscuridad. Y creas lo que creas de mí, oh, disgustado señor, no hay en mí ni un ápice de oscuridad.
—¿Nada?
Jorge Nido parecía ofendido.
—Yo no soy de esa clase de genios.
El Chico Lobo buscó en la bolsa de cuero que colgaba de su cintura y sacó un tentáculo del Horror en descomposición. Todo el mundo retrocedió.
—¿Es esto lo bastante oscuro para ti? —preguntó.
—No voy ni a tocar eso. Es asqueroso —dijo Jorge Nido—, Y, antes de que me ordenes que lo coja, oh, desesperado señor, te lo advierto: ten cuidado. Ordenar oscuridad a un genio es algo peligroso.
—Tiene razón, Sep —dijo Beetle—, Si se lo ordenas, tú también te convertirás en parte de la oscuridad, y nunca te librarás de ella. Implicación, se llama. Al fin y al cabo no es tan mal genio. Algunos aprovecharían la oportunidad para implicar a su amo.
Sarah, Silas y Maxie estaban en el Gran Vestíbulo de la Torre del Mago, esperando a Marcia.
—¿Están haciendo obras en el sótano? —preguntó Silas a Sarah—. Hay mucho ruido ahí abajo.
Septimus se devanaba los sesos tratando de pensar algo.
—De acuerdo… pero ¿y si lo coge porque quiere hacerlo?
—Entonces está bien —explicó Beetle—. Entonces tú no formas parte de ello, pero eso no sucederá… él no quiere.
—Jorge Nido —dijo Septimus—. Deseo que te transformes en una gaviota.
Jorge Nido suspiró. Hubo un soplo de humo amarillo y un ruido como de tapón saliendo de una botella. Una vez más la pequeña gaviota amarilla se posó en la borda del Merodeador.
—De acuerdo, 409 —dijo Septimus—, enséñale el tentáculo a la gaviota.
Marcia bajó de la escalera en espiral y forzó una sonrisa de bienvenida para Sarah, Silas y el maloliente Maxie.
El Chico Lobo extendió la mano hacia la gaviota. El tentáculo roto y pútrido lucía en la palma de su mano como un gordo y sabroso gusano de la arena.
La pequeña gaviota miró a su amo con una mezcla de odio y reticente admiración. Sabía lo que iba a suceder, pero no podía contenerse. De un raudo picotazo a la mano llena de cicatrices del Chico Lobo, le arrebató el oh, repulsivísimo tentáculo y se lo tragó.
—Esta ha sido buena, Sep —dijo Beetle con admiración.
Se oyó un fuerte estruendo procedente del interior del armario de las escobas. Maxie empezó a gruñir y Marcia fue a investigar.
Con sensación de pesadez debido al indigesto tentáculo, la gaviota despegó del Merodeador. Planeó sobre la superficie del mar, buscando el revelador reguero de burbujas de aire que ascendían hasta la superficie desde la armadura del último genio guerrero.
El fantasma de Tertius Fume traspasó la puerta del armario de las escobas y entró en el Gran Vestíbulo de la Torre del Mago.
—¡Ah, señorita Overstrand! —saludó—. Tenemos cuentas que arreglar.
—No sé qué crees que estás haciendo aquí, Fume —respondió Marcia indignada—, Pero ya te puedes ir, ¡ahora mismo! No te lo diré dos veces.
—¡Qué razón tienes! —exclamó Tertius Fume con una sonrisa—. De hecho no podrás. Una de las muchas cosas que no podrás volver a hacer, señorita Marcia.
Se dio media vuelta y gritó a la puerta del armario de las escobas:
—¡Matadla!
La gaviota se detuvo en mitad del vuelo. Se formó una pequeña nube de humo amarillo, la gaviota desapareció y un minúsculo cangrejo de la arena cayó al agua.
Doce genios guerreros arrasaron con estrépito por la puerta del armario de las escobas como si esta fuera de papel. En apenas un segundo Marcia estaba atrapada, rodeada por un círculo de espadas.
—¡Huid! —gritó a Silas y a Sarah.
Los espectadores del Merodeador aguardaban. El genio salió muy tranquilo del mar.
Marcia empezó con frenesí un hechizo de mantente a salvo, pero la oscuridad de los genios hacía que su magia se ralentizase. Con las puntas de doce afiladas espadas a pocos milímetros de su garganta, Marcia supo que era demasiado tarde y cerró los ojos.
Un pequeño cangrejo amarillo atrapó el talón del último genio guerrero.
En un instante, el genio se congeló. Marcia notó el repentino helor en el aire y abrió los ojos para ver doce espadas veladas por una delicada y cristalina escarcha que la rodeaban como un collar. Marcia las hizo añicos y salió del círculo de genios congelados, temblando. Encontró a tres magos desmayados en el suelo y a Sarah y a Silas pálidos de horror. Avanzó hasta el impresionado Tertius Fume y le advirtió:
—Como te he dicho, no te lo diré dos veces, pero te diré esto, Fume: daré todos los pasos necesarios para erradicarte. Buenos días.
Jenna oyó a lo lejos los gritos de alegría del Merodeador. A través del telescopio de Milo vio al genio detenido en mitad de un paso, cubierto de un brillante resplandor de cristal. Dirigió el telescopio hacia el Merodeador y lo aproximó al máximo para unirse a las celebraciones.
—¡Ay, puaj! —exclamó Jenna.
Jorge Nido estaba vomitando por la borda del barco.