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La serpiente plateada

Se sentaron entre las rocas, justo por encima de Escupefuego, observando cómo un guerrero tras otro salía caminando del mar. Beetle miró su reloj.

—Salen doce por minuto —anunció—, Al mismo ritmo que salían de la bodega. Así que, si realmente hay cuatro mil genios allí dentro, como dice Grub, van a tardar… hum… más de unas cinco horas y media.

—Beetle, eres igualito que Jillie Djinn —le importunó Jenna.

—No es cierto —protestó Beetle—. Ella lo habría calculado con una precisión de una décima de segundo.

—Apuesto lo que sea a que tú también podrías hacerlo.

Septimus se puso en pie.

—Bueno, al menos eso me da tiempo para sellar el Túnel de Hielo —dijo—, Y esta vez lo haré bien.

—Sep… No vuelvas allí —le instó Beetle—, Envía a Jorge Nido para que lo haga.

—¿A Jorge Nido?

—Es tu genio; ese es su trabajo: hacer cosas peligrosas en tu lugar.

Septimus miró a Jorge Nido. El larguirucho y desgarbado genio estaba tumbado en la arena, apretujando el sombrero contra su pecho como un osito de peluche empapado y durmiendo como un tronco.

Septimus sacudió la cabeza.

—Es un caso perdido, Beetle. Seguro que se quedaría dormido por el camino. O esperaría hasta que estuvieran todos en el túnel y entonces lo sellaría. No puedo arriesgarme a que algo salga mal. Tengo que hacerlo yo.

—Entonces iremos contigo —anunció Jenna y mirando a los demás añadió—: ¿de acuerdo?

—Sí —confirmaron Beetle y el Chico Lobo.

—Lo siento —dijo Lucy—, Yo no puedo ir. He prometido hacer otra cosa, y el Chico Lobo también.

Todos, el Chico Lobo incluido, se miraron perplejos.

—¿Otra cosa como qué? —preguntó Jenna con incredulidad—. ¿Ir a una fiesta o algo por el estilo?

—Muy graciosa. Pues, no. El Chico Lobo y yo —Lucy dirigió una mirada al Chico Lobo de lo más significativa— hemos pfométido ayudar al señor Miarr a recuperar su luz para el faro. Esos malvados Crowe que andan por ahí… —Lucy agitó el brazo hacia el Cerys— ya intentaron matarlo, y si lo ven en lo alto de esa cosa de roca con la luz, lo volverán a intentar.

—¿Estás diciendo que hay alguien ahí arriba con esa luz tan rara? —preguntó Jenna, protegiéndose los ojos y mirando hacia el Pináculo.

—Pues claro —repuso Lucy, como si le pareciera evidente—. El señor Miarr es el guardián del faro. Y prometimos llevarlos a él y a su luz de vuelta al faro, ¿verdad? —Miró al Chico Lobo.

—Sí —admitió el Chico Lobo—, Lo prometimos.

—Tenemos que hacerlo ahora, antes de que ocurra algo malo. —Lucy los miró a todos, desafiándolos a contradecirla, pero nadie lo hizo.

—Pero ¿cómo lo haremos? —preguntó el Chico Lobo.

—Fácil —dijo Lucy—. Tomaremos prestado a Jorge Nido; Septimus no lo quiere. Puede volver a convertirse en tortuga.

Septimus no puso objeciones. Jorge Nido sí puso objeciones. A pesar de todo, con objeciones o sin ellas, en cuestión de minutos había en al agua una tortuga gigante esperando las instrucciones de Lucy.

Jenna, Septimus y Beetle vieron partir a la tortuga, nadando hacia la Isla de la Estrella, dando un amplio rodeo para evitar al Cerys. Nadaba con asombrosa constancia, con Lucy y el Chico Lobo sentados, muy cómodos, por encima del agua.

—Mejor no discutir con Lucy Gringe —dijo Beetle con admiración—, Aunque seas un genio.

En la playa, el número de guerreros crecía a un ritmo sostenido. Tertius Fume disponía a los genios que salían en una larga hilera que iba formando pliegues sobre sí misma. Eso le recordó a Septimus la soga del ancla que Nicko le había hecho colocar una vez en la cubierta cuando habían tomado un barco para ir hasta el Puerto. La soga había quedado haciendo eses sobre la cubierta, de manera que, en el momento de soltar el ancla, cayera al agua sin nudos o enredos. Nicko lo había llamado «adujar el ancla». En un principio, la meticulosidad de Nicko con la soga había sorprendido a Septimus, pero cuando tuvieron que lanzar el ancla a toda prisa por la borda, había podido comprobar por qué era tan importante. Y ahora se daba cuenta de lo que estaba haciendo Tertius Fume. Estaba formando a los genios para que pudieran moverse con rapidez, facilidad y de forma ordenada, al tiempo que acumulaba una gran cantidad de ellos en un área reducida. Septimus cayó de pronto en la cuenta de que, además, el fantasma no había tenido que esperar a que hubieran desembarcado todos del Cerys.

—Tengo que irme —anunció Septimus—, Ahora mismo.

—Querrás decir que tenemos que irnos —rectificó Jenna.

—No, Jen.

—Sí, Sep.

—No. Jen, es un trabajito peligroso. Si… si algo saliera mal, quiero que puedas contarle a Marcia lo que ha sucedido. No creo que Nik lo comprendiera del todo. Pero tú sí… y Marcia te escuchará.

—Entonces… ¿Beetle irá contigo?

Septimus miró a Beetle.

—¿Beetle? —preguntó.

—Sí. Iré contigo —repuso.

Jenna guardo silencio durante un instante.

—Es porque soy una chica, ¿verdad? —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—No queréis que vaya con vosotros porque soy una chica. Es por toda esa tontería del Ejército Joven que habéis estado haciendo. Todos los chicos juntos.

—No es por eso, Jen.

—Entonces, ¿por qué es?

—Es… bueno, es porque eres la princesa y porque vas a ser reina. Tú eres muy importante, Jen. Marcia puede conseguir otro aprendiz, pero el Castillo no puede conseguir otra reina.

—¡Oh, Sep! —exclamó Jenna.

—Me gustaría que volvieras con Milo y Nik. Allí estarás más segura.

—¿Volver con Milo?

—Y con Nik.

Jenna suspiró.

—Está bien, Sep. No voy a discutir. —Se puso en pie y abrazó con fuerza a Septimus—. Tened cuidado. Hasta pronto, ¿vale?

—Claro que sí, Jen.

—Adiós, Beetle.

De pronto, Beetle quiso darle algo a Jenna… algo de recuerdo, por si acaso. Se quitó su preciada chaquetilla de almirante y se la dio.

—Para ti.

—Beetle, no puedo aceptarla. Tú adoras esta chaquetilla.

—Por favor.

—¡Oh, Beetle! Cuidaré de ella hasta que volváis.

—Eso es.

Jenna abrazó también a Beetle —para asombro de este—, luego se puso la chaquetilla, empezó a subir por las rocas y se encaminó hacia la lengua rocosa al final de la isla, sin mirar atrás.

Beetle la siguió con la mirada mientras se alejaba.

—Beetle —dijo Septimus, interrumpiendo sus pensamientos.

—Eh… ¿sí?

—¿Recuerdas tu hechizo de invisibilidad?

Beetle pareció dudar.

—Creo que sí.

—Bien. Yo haré lo mismo, así podremos vernos el uno al otro. Lo hacemos ya, ¿de acuerdo? Uno… dos… tres.

Septimus y Beetle susurraron juntos, con un poco de ayuda, el canto de invisibilidad y, tras algunos intentos fallidos, unos delatores signos de borrosidad empezaron a aparecer alrededor de Beetle mientras desaparecía despacio, muy despacio. A continuación salieron a campo abierto por las dunas de arena y se dirigieron hacia la colma que les llevaría hasta el Mirador. Mientras avanzaban, oyeron a Tertius Fume vociferar: «¡Adelante!».

Amparados en sus hechizos de invisibilidad, Septimus y Beetle se miraron el uno al otro.

—Vamos a tener que darnos prisa —dijo Septimus.

—Sí.

Echaron a correr, brincando por el terreno rocoso. De pronto, a escasos treinta metros delante de ellos, Tertius Fume llegaba dando grandes zancadas por uno de los muchos caminos que ascendían desde la playa. Septimus y Beetle se detuvieron en seco. Tras el fantasma venía el primer genio guerrero, con las alas de plata brillando en su yelmo negro, la oscura armadura antigua recortándose contra el verde de la hierba; para escalofrío de Septimus, una afilada espada corta sustituía su mano derecha y un escudo la izquierda. Tras el guerrero venía otro, luego otro, y otro Doce espadachines, seguidos de doce hacheros, seguidos de doce arqueros, todos marchando con precisión mecánica al ritmo de Tertius Fume, siguiendo al fantasma a medida que avanzaba por la hierba con el extraño movimiento que distingue a los espectros, cuyos pies apenas tocan el suelo.

Para evitar a los genios, Septimus decidió proseguir por la ladera de la colina cercana al mar, en el confín más lejano de la isla. Era una ruta difícil, una subida muy empinada de pizarras sueltas y sin ninguna vereda. Treparon deprisa y adelantaron a Tertius Fume y a los genios, quienes ascendían serpenteando por el sinuoso camino de Syrah. En lo alto de la colina, en la linde de los árboles, Septimus y Beetle se detuvieron para recuperar el aliento.

—¡Uuufff! —resopló Beetle, que tenía flato—. Es mejor que no paremos… tenemos que llegar hasta allí… antes que ellos.

Septimus negó con la cabeza y le tendió a Beetle la botella de agua.

—Es más seguro entrar… con ellos —dijo.

Beetle le devolvió la botella.

Septimus dio un trago largo de agua.

—Es probable que así la Sirena no repare en nosotros.

Beetle enarcó las cejas. Esperaba que Septimus supiera lo que estaba haciendo.

—Míralos, Sep. Menuda vista.

Los genios brotaban por el costado del Cerys y desaparecían bajo las resplandecientes aguas verdosas. Formando un río de pequeñas olas brillantes, emergían del mar y se unían a la fila, avanzando por las dunas de arena, por la lengua rocosa, colina arriba, como una serpiente plateada.

—Sí. Estaría muy bien tenerlos de nuestro lado —dijo Septimus.

—Aunque eso de que no tengan manos resulta bastante espeluznante —apostilló Beetle.

Al oír al primer genio guerrero avanzar entre el crujido de las ramas, Septimus y Beetle se pusieron en marcha. Bordearon la linde del soto, que era menos espeso en ese lado de la colina y, cuando llegaron a la despejada cima del risco, vieron a Tertius Fume y a los primeros guerreros salir de entre los árboles y dirigirse hacia el mirador, con su paso marcial haciendo vibrar la hondonada.

—Rápido —dijo Septimus—. Tenemos que ponernos delante.

Se precipitaron por la hierba, Septimus rezaba para que la Sirena, si estaba observando desde el Mirador, estuviera demasiado ocupada vigilando la llegada de los genios como para notar las perturbaciones provocadas por dos invisibles, uno de los cuales no era todo lo invisible que podría ser.

El peso de la empresa que les aguardaba caía sobre los hombros de Septimus a medida que se acercaban a los genios guerreros. Eran enormes, de un automatismo inquietante. Sus miradas vacías eran inhumanas, y sus brazos —una mezcla de espadas, lanzas, mazas, dagas y arcos—, mortíferos. La sola idea de que el Castillo pudiera ser invadido por ellos hizo estremecer a Septimus.

Captó la mirada de Beetle y vio cómo sus propios pensamientos se reflejaban en la expresión de este. Alzando los pulgares, dándose un mutuo visto bueno, se deslizaron en el interior del Mirador, justo por delante de Tertius Fume.

Syrah estaba esperando. Sus ojos de un blanco lechoso miraron por un instante a través de Septimus hasta que Syrah, con cierto esfuerzo, giró la cabeza y avanzó para dar la bienvenida a Tertius Fume.

Septimus cogió a Beetle de la mano y juntos corrieron hacia el resplandeciente agujero que se abría en medio del suelo… y saltaron.

Aterrizaron en las plumas, pasaron por el pasaje abovedado y salieron arrastrándose. Mientras corrían a toda velocidad por el blanco pasadizo, más allá de la atalaya, oyeron el paso rítmico de botas sobre la roca que llegaba por las escaleras que descendían a las entrañas del risco.

Los genios guerreros estaban de camino.