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Tortugas y hormigas

Jakey Fry no había conseguido olvidar la sonrisa de Lucy cuando le deseó buena suerte. Mientras se alejaba navegando en el primer sol de la mañana, el ominoso silencio del Cerys se instaló en su mente, hasta que no pudo soportarlo más e hizo virar el Merodeador. Ahora, mucho más abajo del Cerys, al final de la escalera del barco, Jakey estaba de pie al timón, escuchando los extraños ruidos metálicos que venían de arriba y haciendo acopio de valor para subir a bordo y rescatar a Lucy.

Sus planes quedaron truncados debido a un grito que procedía de arriba.

—¡Abandonad el barco!

Al momento siguiente una temible mezcla de hombres vendados salpicados gene rosamente de manchas púrpura bajaba la escalera y saltaba al Merodeador.

—Eh, no tan deprisa —dijo Jakey—, He vuelto solo por Lucy.

A pesar de sus protestas, el Merodeador se llenaba, a ritmo constante, de tripulantes.

—¡Lucy! —gritó al Cerys—. ¡Lucy Gringe! ¡Baja!

Lucy, desde arriba, oyó el grito y se inclinó sobre la borda.

—La tripulación está subiendo al Merodeador —exclamó—, ¡Di-les que no… es un truco!

Demasiado tarde. Aparte del primer oficial, que había bajado a buscar al ayudante de cocina, toda la tripulación se encontraba ahora en el Merodeador.

—¡Lucy! —Jakey estaba ya desesperado—, ¿Dónde estás?

—¡Aléjate, cabeza de pescado! —gritó Lucy.

Jakey la vio por fin —Lucy con su capa azul manchada de sal y las trenzas recortadas contra el cielo— y de repente se sintió feliz.

—¡Lucy, Lucy! —se desgañitó—. ¡Baja aquí! ¡Deprisa!

Como respuesta, una figura puso un pie en la escalera, pero no era Lucy. Era casi, pensó Jakey, el contrario exacto a Lucy. Un guerrero de dos metros de alto, con armadura, enarbolando una afilada espada de doble hoja, Jakey sabía de espadas, iba directo hacia el Merodeador.

La nueva tripulación de Jakey también vio al guerrero.

—¡Aparta el barco, apártalo! —gritó el contramaestre.

Mientras otro guerrero saltaba a la escalera, la tripulación apartó el Merodeador del lado del Cerys para ponerse a salvo, y el sueño de Jakey Fry de rescatar a Lucy se desvaneció.

Con igual desánimo, Milo observó al Merodeador marcharse, su orden de abandonar el barco había resultado ser un desastre. Quería poner a Jenna a salvo, pero aquello tampoco había salido según sus planes. Abrumado, descansó la cabeza entre las manos.

—De acuerdo —dijo Septimus—, tenemos que salir de este barco rápido. ¿Adonde ha ido ese genio?

Jorge Nido nunca jamás en su vida había querido ser una tortuga. Ya había visto bastantes tortugas en sus tiempos. No le gustaban sus pequeñas mandíbulas y le daban dentera con solo tocarles el caparazón, pero su amo insistió en que se convirtiera en una tortuga gigante, y en una tortuga gigante se había convertido. Aunque aquello no evitó que el genio regateara.

—Lo haré durante diez minutos, no más, ¡oh, pesado amo!

—Lo harás durante todo el tiempo que yo te diga —replicó su amo.

—No más de veinte minutos, te lo ruego, oh, misericordioso señor —dijo Jorge Nido en tono adulador.

—Lo harás durante el tiempo que requiera que nos lleves sanos y salvos hasta la costa. Y te transformarás en algo lo bastante grande como para llevarnos a todos de una vez.

—¿A todos? —Jorge Nido supervisó a la aglomeración de gente con desánimo. Iba a tener que ser una tortuga realmente grande.

—Sí, date prisa.

—Muy bien, oh, implacable señor —dijo Jorge Nido con pesar.

No era un buen presagio que lo primero que le pidiera su amo era que se transformara en la criatura que más odiaba: la tortuga. Tendría que estar atrapado en un caparazón, tener cuatro condenadas aletas en lugar de manos y pies durante todo el tiempo que su amo quisiera, aquella era su peor pesadilla. El genio respiró profundamente; aquella era la última vez que tomaba aire antes de padecer el aliento de tortuga. Luego se encaramó a la borda, se tapó la nariz, saltó del Cerys y cayó formando un gran salpicón a las transparentes aguas del mar. Al cabo de un momento una enorme tortuga de ojos amarillos salió a la superficie.

Nicko estaba preparado con una cuerda. La ató a una cornamusa y la arrojó por la borda.

La tortuga llevó a sus pasajeros, tal como le ordenaron, hasta las rocas en el confín mismo de la punta, al otro lado de la Isla de la Estrella, donde estarían a salvo, fuera de la vista del Cerys. Las rocas no fueron fáciles de sortear y, después de calcular mal la amplitud de su caparazón, la tortuga consiguió pasar, aunque con bastantes apuros, entre dos peñones. Por suerte para sus pasajeros las rocas estaban en aguas poco profundas, y pudieron desembarcar y llegar vadeando hasta la costa. Pero la tortuga fue menos afortunada, se quedó atorada y, pese a sus denodados esfuerzos, tuvo que esperar hasta que Septimus le permitió transformarse para poder liberarse.

Jorge Nido se encontró tumbado boca abajo en medio metro de agua. Se puso de pie, resoplando y tosiendo, y luego vadeó la costa rocosa, donde se sentó al sol para secarse. Estaba seguro de que su sombrero nunca volvería a ser el mismo.

Sus antiguos pasajeros observaron al genio elegir a propósito una roca a unos metros de distancia. Ellos también se estaban recuperando de su viaje. La tortuga no había sido demasiado considerada, había elegido nadar unos quince centímetros por debajo del agua de una manera muy errática, como si intentase desembarazarse de quienes surcaban las aguas montados en su caparazón.

—Nicko —dijo Milo mientras terminaba de retorcer la orla del camisón—, te debo una disculpa.

—Ah… —Nicko parecía sorprendido.

—No debí culparte de hacer encallar el Cerys. Creo que esta isla está encantada. Creo que fuiste llamado por una Sirena.

Septimus miró a Milo con renovado interés, tal vez no era el memo insensible por el que lo había tomado.

Beetle echó una mirada a Septimus, con las cejas enarcadas.

—Gracias, Milo, pero eso no es excusa —dijo Nicko—, El barco estaba bajo mi control: yo fui responsable de lo que le pasó. Soy yo el que debe disculparse.

—Acepto tus disculpas, Nicko, pero solo si tú aceptas las mías.

Parecía que a Nicko le habían quitado un peso de los hombros. Sonrió por primera vez desde que el Cerys había encallado.

—Gracias, Milo, las acepto.

—¡Bien! —Milo se puso en pie de un salto—. Ahora tengo que ver lo que está pasando en el Cerys. Creo que tendremos una buena vista desde esas rocas de allí, ¿verdad, Nicko?

Parecía que todo el mundo quería echar un vistazo al Cerys, todo el mundo salvo Jorge Nido, de quien Septimus casi se había olvidado hasta que Beetle se lo recordó. «Cuesta un poco acostumbrarse a tener un genio», pensó Septimus. Le recordaba el hecho de tener que sacar a pasear a Maxie, el artrítico perro lobo de Silas Heap. Maxie tenía la muy parecida costumbre de rezagarse, de modo que Septimus solía olvidarse del perro y tenía que volver a buscarlo.

El grupo, junto con Jorge Nido, partió en dirección a las ro cas que Milo había señalado. Fue una buena elección. Se divisaban con claridad el barco y la playa, y estaban lo bastante a cubierto como para que no los descubrieran. Se apostaron detrás de las rocas y Milo sacó su telescopio.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó. Y le pasó el telescopio a Nicko.

Nicko miró a su vez por el telescopio y soltó un silbido largo y grave.

—¿Qué ocurre, Nik? —preguntó Septimus muerto de impaciencia.

—Hormigas —murmuró Nicko.

—¿Hormigas?

—Sí… son como hormigas abandonando el nido. Mira.

Septimus cogió el telescopio. Enseguida vio lo que Nicko quería decir. Un río negro de genios guerreros se derramaba por la amura del Cerys. Los observó descender, con movimientos de una sincronía fantasmagórica —izquierda, derecha, izquierda, derecha—, hasta que llegaron a la superficie del mar y desaparecieron bajo ella sin perder el paso. Cuando las olas se acercaron al casco alado de un genio, otro puso el pie en lo alto de la escalerilla. Septimus soltó un silbido increíblemente parecido al de Nicko. Beetle, incapaz de contener la impaciencia por más tiempo, le robó el telescopio.

—¡Ostras! —exclamó—, ¿Qué están haciendo?

—Bueno, no creo que salgan a hacer una merienda campestre —dijo Nicko—, Imagínate que los encuentras encima de tus bocadillos.

—No tiene gracia, Nik —atajó Septimus—. Esto pinta realmente mal.

El grupo se pasó el telescopio; Jenna fue la última en tenerlo. Miró enseguida hacia los genios, que le daban pavor, luego lo apartó del barco y supervisó la playa, la playa que hasta el momento había creído suya. Pero lo que vio le hizo percatarse de que ya no le pertenecía.

Por el telescopio vio a Tertius Fume de pie junto a la orilla del agua, con el rostro casi vivo de emoción. Y en el mar, justo bajo la superficie del agua, Jenna vio una forma oscura que emitía hacia arriba un resplandor plateado. Mientras observaba, el casco alado de un genio guerrero salió a la superficie y, soltando una cascada de agua por las juntas de la armadura, el genio guerrero safio del mar, desfiló por la playa y saludó a Tertius Fume.

Septimus vio como Jenna mudaba de expresión.

—¿Qué ocurre, Jen?

—Tertius Fume —respondió Jenna señalando hacia la playa—. Mirad.

Ajeno a las exclamaciones que lanzaron a su alrededor, Milo se puso en pie.

—¡Bien! Me alegro de que haya hecho el esfuerzo de venir hasta aquí y resolver este tema. Veis, a mí no me ha traicionado para nada, sino que se lo ha tomado muy a conciencia, debo decir. —Milo se sacudió la arena del camisón—. Debo ir y pedirle el despertar, luego podremos olvidar todo esto y llevar felizmente al Cerys a casa con su cargamento.

Dirigió una sonrisa benévola al grupo.

Septimus se puso en pie de un salto.

—¿Te has vuelto loco? —dijo planteando la pregunta de un modo literal—, ¿Es que no ves lo que en realidad está haciendo Fume?

—Por desgracia mis anteojos aún siguen a bordo —respondió Milo mirando como un miope a lo lejos—, Nicko, pásame el telescopio, por favor.

Milo cogió el telescopio y vio lo que todo el mundo estaba mirando. Olvidándose de que ya no estaba a bordo de su barco, Milo soltó una palabrota.

—Así que Grub tenía razón —murmuró—. Me han traicionado de lo lindo.

—¿Puedo echar otro vistazo? —preguntó Septimus.

Milo le pasó el telescopio. Septimus enfocó el Cerys y luego otra vez la playa, donde un flujo constante de genios emergía del mar. Cuando los genios alcanzaban la playa eran organizados por Tertius Fume, que poseía una destreza que Septimus no podía evitar admirar. En algún momento de su vida, Tertius Fume había sido soldado, eso era evidente. Septimus pasó el telescopio al Chico Lobo y continuó observando el éxodo del Cerys. Sin el telescopio, los genios parecían una larga cuerda negra que alguien había extendido desde la amura del barco, por debajo del agua, hasta la playa. No cabía duda, la isla estaba siendo invadida, pero ¿por qué?

—Voy a comprobar cómo está Escupefuego —dijo Septimus—. Tal vez tengamos que moverlo. Necesitaré ayuda.

—Iremos todos —dijo Jenna—. ¿Verdad?

—Snorri y yo debemos vigilar el Cerys, Sep —contestó Nicko a modo de disculpa—. Aún corre peligro debido a las rocas.

—Está bien, Nik. Os veré luego.

—Sí. —Nicko levantó la mirada hacia Septimus—, No te acerques demasiado a esas cosas, hermanito, ¿de acuerdo?

—Lo intentaré —respondió Septimus—, ¿Tú te quedas aquí, Milo? —preguntó con la esperanza de que así fuese.

—Sí —dijo Milo de mal humor—. Y podéis devolverme el telescopio. Quiero observar a mi ejército. Sabe Dios que he pagado bastante por él.

Septimus hizo que Jorge Nido se quitara su precioso sombrero, que sobresalía como una boya indicadora y, en fila india, salieron de la rocosa franja de arena y se dirigieron hacia las dunas que estaban encima de la roca de Escupefuego.

Jorge Nido iba el penúltimo, acorralado de cerca por el Chico Lobo, que había descubierto que el genio sentía más respeto por una punta de tentáculo en descomposición que por su amo.

—Es normal pensar que, después de pasarse todos esos años encerrado en una minúscula botellita en el armario de tía Zelda, tenga ganas de ir por ahí haciendo cosas, ¿verdad? —le dijo Septimus a Beetle.

—No hay quien entienda a los genios, Sep —opinó Beetle—, Nunca hacen exactamente lo que esperas que hagan.

Llegaron hasta Escupefuego sin incidentes. El dragón dormía plácidamente, pero cuando Septimus se acercó, Escupe-fuego abrió un ojo y le contempló con su familiar expresión burlona.

—Hola, Escupefuego —dijo Septimus, dando unos cariñosos golpecitos en el morro del dragón.

Escupefuego resopló, irritado, y cerró el ojo.

—¿Cómo está? —preguntó Beetle.

—Bien —dijo Septimus con una sonrisa.

Septimus le dio a Escupefuego un largo trago del gnomo de agua y comprobó cómo estaba la cola del dragón. Estaba sanando bien, el resplandor mágico casi había desaparecido, y parecía que el hechizo de Syrah casi se había completado. La imagen de Syrah aplicando su hechizo curativo mágico a Escupefuego era tan vivida que, cuando Syrah le habló en realidad, Septimus creyó que aún formaba parte de sus pensamientos.

—¡Septimus! —Syrah parecía sin aliento—, ¡Oh!, esperaba encontrarte con Escupefuego.

Hasta que no oyó a Beetle exclamar sorprendido: «¿Syrah?», no se dio cuenta de que en verdad se encontraba allí… en la realidad.

Levantó la vista y vio a Syrah de pie, desconcertada, rodeada por Lucy, el Chico Lobo, Jenna y Beetle.

—¿Quiénes… quiénes son todas estas personas? —preguntó—, ¿Dé donde son? —De repente, Syrah se fijó en Jenna y, a pesar del bronceado, su rostro perdió el color—. Princesa Esmeralda —exclamó—, ¿Por qué habéis venido aquí? Debéis escapar de este lugar. Está maldito.

Jenna parecía conmovida.

—Pero yo no soy… —empezó.

—Está bien, Jen, se lo explicaré más tarde —atajó Septimus, corriendo al lado de Syrah. Le cogió la mano y la apartó con delicadeza del grupo—. Syrah, ¿estás bien?

Syrah estaba demasiado nerviosa para responder a su pregunta.

—Septimus, por favor, debes poner a la princesa a salvo. Tal vez sea bueno que se encuentre lejos del Castillo. —Apuntó hacia las dunas, hacia donde estaban los genios guerreros—. No tengo mucho tiempo. La Sirena me ha enviado para recibir a Tertius Fume, ese viejo chivo, no debería hacerlo, pero puede llamarme en cualquier momento. Septimus, está sucediendo. Anoche el barco con el ejército a bordo surcó las aguas por delante de la oscura Luz de la Roca del Gato, tal como ellos habían planeado. Penetró en el radio de alcance de la Sirena y ella lo llamó.

—Pero ¿por qué… exactamente?

—Porque han venido a invadir el Castillo.

—¿Qué? —preguntaron todos a coro, todos excepto Septimus, para quien todo cobraba un horrible sentido.

—Por eso quería que tú sellases el Túnel de Hielo. Para detenerlos.

—Sí, ahora lo veo.

—Pero no lo pillo —intervino el Chico Lobo—. ¿Qué están haciendo aquí si lo que quieren es invadir el Castillo? ¿Por qué no se quedan en el barco y se van navegando hasta allí?

—Fume piensa marchar con los genios guerreros por los Túneles de Hielo, hasta el centro mismo del Castillo —explicó Syrah—. Estarán allí antes de que nadie sepa lo que ocurre. ¡Oh, me están llamando! —exclamó Syrah de improviso—. Septimus, por favor, detenlos.

Y se marchó, arrastrada por las dunas de arena como una muñeca de trapo por una niña descuidada, corriendo a una velocidad imposible, sin importarle la afilada hierba que le rasguñaba las piernas ni las piedras que le cortaban los pies. La violencia de la repentina fuga de Syrah conmovió en silencio a todos.

—¿De verdad van a ir al Castillo? —susurró Jenna.

—Sí —dijo Septimus—, Creo que de verdad van a ir.