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Genios

Los lentos rayos oblicuos del sol naciente brillaban sobre la escotilla de popa, y casi cegaron a Septimus, Beetle y el Chico Lobo mientras subían los escalones hasta las puertas abiertas. Al salir, la luz les hizo parpadear y se encontraron con una caótica escena. Milo y su maltrecha tripulación amontonaban con zozobra palos, velas, barriles y cualquier cosa pesada que pudieran arrastrar, para ponerla encima de las puertas de la bodega de carga. Lucy y Snorri cargaban un pesado rollo de soga, y Ullr, con los pelos de punta, seguía a Snorri como una nerviosa sombra anaranjada. Nicko y el contramaestre estaban clavando una gran plancha de través sobre las puertas, pero cada uno de sus martillazos se encontraba con un golpe de respuesta desde abajo y un correspondiente movimiento hacia arriba.

Desde un extremo de todo aquel barullo de golpes, Jenna vio a Septimus, a Beetle y al Chico Lobo dirigirse hacia delante. Dejó el barril que estaba ayudando a arrastrar por encima de las puertas y corrió a unirse a ellos.

—¿Dónde estabais? —exclamó—. Aquí dentro hay algo muy grande, más grande que aquellos tres de los que os reíais. Está… está intentando salir. Y Milo… ¡oh!, ya sé que es muy exagerado, pero esta vez va en serio. ¡Miradlo!

Milo parecía desesperado. Sin dejar de moverse en sus zapatillas de terciopelo, con el camisón tan mugriento como cualquier otro marinero, junto a Nicko arrastraba con frenesí otra plancha para ponerla encima de las puertas.

—¡Daos prisa! —gritaba al contramaestre.

El contramaestre le respondió con otro grito.

—¡No os quedará barco que abandonar si no claváis esas puertas ahora mismo! —bramó Milo.

El Chico Lobo corrió a echar una mano. Beetle y Septimus se disponían a imitarlo, pero Jenna los detuvo.

—Espera. Sep, hay algo que quiero decirte. Y Beetle también debería saberlo.

—¿Qué es, Jen?

—Bueno, mientras estabais en ese lugar de las palomas, Milo metió algo en la bodega de carga.

—Milo siempre tiene algo que meter en la bodega de carga —respondió Septimus.

—Sí, lo sé, pero me dijo que no os contara nada de esto. Yo pensaba contároslo igualmente, pues no veo qué derecho tiene a ir por ahí diciéndome lo que tengo y lo que no tengo que hacer. Era un baúl enorme, y dijo que por él tendríamos que ir al Manuscriptorium cuando llegáramos a casa.

—¿Al Manuscriptorium? —preguntó Beetle—. ¿Por qué?

—No lo sé. Empezó a contar otra cosa, así que no le pregunté. Ya sabéis cómo es…

—¿Miraste dentro del baúl? —preguntó Septimus.

—No había mucho que ver. Solo toneladas de tubitos de plomo alineados en bandejas.

—¿Tubos de plomo? —preguntó interesado Beetle—. ¿Cuántos para ser exactos?

—No lo sé —repuso Jenna en tono impaciente.

—Debes de tener alguna idea. Diez, cincuenta, cien, mil… ¿cuántos?

—Bueno… miles, supongo. Jopeta, Beetle, eres peor que Jillie Djinn!

—¿Miles?

—Sí, miles. Oye, ¿qué importa cuántos había? —Jenna parecía molesta—. Es evidente que lo importante es lo que se ocultaba debajo de los tubos.

—Me parece —le explicó Beetle despacio— que lo importante es lo que se ocultaba dentro de los tubos, ¿no crees, Sep?

—Sí —respondió Septimus—, Creo que eso es bastante importante.

—¿Dentro de los tubos? —preguntó Jenna— ¿Qué queréis decir?, ¿cómo podría algo…? ¡oh, rayos!, ¿qué es eso?

Otro tremendo golpetazo sacudió el barco, pero esta vez se vio acompañado de un fuerte estallido de las puertas de la bodega de carga. Nicko y la plancha del contramaestre salieron despedidos hacia un lado como si fueran cerillas. Alguien gritó, y no fue Lucy Gringe. Y entonces empezó: despacio, constante e inexorablemente, las dos puertas de la bodega se levantaron, desalojaron todo lo que estaba encima de ellas: los palos se cayeron, los barriles rodaron y la gente voló por los aires como si fueran bolos.

Milo fue arrojado a una maraña de sogas que colgaban de un palo roto y se quedó atrapado allí junto a la plancha. El Chico Lobo salió volando y aterrizó junto a un barril de brea, y Snorri y Ullr evitaron por los pelos que los aplastase uno de los botes salvavidas.

Las puertas de la escotilla habían llegado a un punto en el que no había marcha atrás. Oscilaron durante un momento y de repente, con un estruendo monumental, se aplastaron contra la cubierta, haciendo añicos los escombros y dejando la bodega de carga abierta de par en par. La gente echó a correr en todas direcciones, pero lo que vieron a continuación los dejó paralizados.

Como si estuvieran encaramados a una plataforma móvil invisible, Theodophilus Fortitude Fry y los gemelos Crowe fueron izados desde la bodega de carga. Algunos de los miembros de la tripulación más supersticiosos se tiraron al suelo, pensando que Fry y sus esbirros estaban volando por arte de magia, pero los que miraron con más atención pudieron ver que estaban haciendo equilibrio sobre algo más sólido que el aire. Una vez más a Jenna le recordaron el circo ambulante de la Feria del Equinoccio de Primavera. En aquella ocasión le recordaron a los payasos acrobáticos que habían formado una pirámide humana y luego se habían caído de un modo espectacular. Pero la visión de lo que siguió borró toda memoria de los payasos acrobáticos de la mente de Jenna. Fry y los Crowe se encontraban de pie, tambaleándose sería una descripción más precisa, no sobre los hombros de los payasos, sino sobre los escudos levantados sobre la cabeza de cuatro guerreros ataviados con armadura.

—Genios guerreros —anunció Beetle—. ¡Me lo imaginaba!

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jenna.

—Los tubos de plomo que viste son las típicas unidades de almacenamiento múltiple de genios.

—¿Que son qué?

—Meten a los genios dentro —simplificó Beetle.

—¿Qué, uno en cada tubo?

Jenna no era demasiado fuerte en matemáticas, pero hasta ella podía calcular que aquello era un montón horrible de genios.

—Sí. No suelen compartir tubo.

—¿Compartir?

—Los genios gemelos son muy raros.

—¡Ah, pues qué bien! ¡Oh, Dios mío, miradlos! Son… son horripilantes.

Todo el mundo en cubierta se quedó en silencio, hipnotizado por la visión de los genios guerreros que se elevaban por la escotilla, sosteniendo los escudos sobre sus cabezas protegidas por cascos, y sobre los escudos, a Fry y a los Crowe. Con algo de retraso, Fry y los Crowe medio saltaron, medio se cayeron sobre la cubierta. Los cuatro genios se alzaron más, hasta que ellos, a su vez, dieron paso a otra hilera de escudos levantados. Aterrizaron sobre la cubierta con un golpetazo sincronizado, y toda la tripulación del barco lanzó una exclamación.

Al Chico Lobo se le pusieron los pelos de la nuca de punta. Había algo inhumano, casi mecánico, en los guerreros. Medían más de dos metros de alto y estaban ataviados con antiguas armaduras de cuero, de un negro mate, salvo los cascos, de alas plateadas que captaban los rayos del sol naciente y centelleaban como si estuvieran tocados por el fuego. Los genios adoptaron una posición de combate, con las cortas espadas en ristre y los ojos carentes de expresión mirando hacia delante.

Y por si no fueran lo bastante aterradores, detrás de ellos otras dos filas de cuatro ya habían subido de la bodega.

Desde la seguridad de su impresionante guardia armada, Theodophilus Fortitude Fry supervisaba la estupefacta aglomeración sobre la cubierta.

—Bien, bien. Así que alguien os ha dejado salir, ¿no? Supongo que han sido estos impertinentes chicos. —El capitán Fry dirigió una intencionada mirada al Chico Lobo y a Lucy— Vosotros habéis traído a vuestros amiguitos, ¿verdad? —dijo mirando de arriba abajo a Septimus, Jenna y Beetle—. Si alguno de vosotros ha sido el que nos ha empujado aquí dentro, nos ha hecho un favor. Pensábamos meternos aquí de cualquier modo. Ahora ya hemos hecho lo que hemos venido a hacer y vosotros no podéis hacer nada para impedirlo. ¡Disfrutad del espectáculo, niñatos! Que os divirtáis —dijo y señaló deliberadamente a Jorge Nido—, y ya podéis llevar esos estúpidos sombreritos mientras podáis, porque si habéis pensado volver al Castillo, allí no vais a encontrar mucha diversión. —Se echó a reír—. Sabemos quiénes sois y nosotros nunca olvidamos una cara, ¿verdad?

—No, patrón —dijeron a coro los Crowe—, no la olvidamos.

Pero el discurso del capitán Fry no tuvo el efecto deseado; nadie, salvo Jorge Nido, al que no le gustaba que lo insultaran, estaba prestando demasiada atención a sus palabras. Se hallaban paralizados ante lo que estaba sucediendo detrás del trío.

Un equipo de ocho genios guerreros había subido a la cubierta y a cada minuto aparecían más y más; tres filas de cuatro llenaban ya toda la zona de la bodega abierta. Cuando ellos también se situaron en la cubierta, resultó visible la siguiente hilera de doce escudos.

—Beetle —susurró Septimus mientras observaba a los genios salir a la cubierta—, esto es cosa del Manuscriptorium. ¿Hay algún modo de detenerlos?

—No, a menos que conozcas el despertar.

—¡Milo! —exclamó Septimus—. Él debe saberlo. No compras una tonelada de genios sin saber cómo despertarlos, ¿no?

—Bueno, no deberías —opinó Jenna.

—¡Oh, ni siquiera Milo es tan estúpido!

Jenna se encogió de hombros.

—Iré a preguntárselo —se ofreció Septimus.

—Ten cuidado, Sep —dijo Jenna preocupada.

—Sí.

Septimus hizo un mantente a salvo invisible y desapareció entre el tumulto de escombros y la tripulación.

Milo aún intentaba desesperadamente desenredarse de las jarcias cuando Septimus llegó hasta él. Septimus estaba a punto de aparecer, pero, para su asombro, Milo gritó de repente: «¡Grub!» en su oído.

Septimus dio un brinco, aunque no tan alto como el que dio el capitán Fry. Fry se dio media vuelta para ver de dónde procedía el grito y sus ojos se iluminaron con malicia al ver a Milo allí atrapado. Caminó con aire arrogante hacia él y, de pie en el extremo de la plancha, podía mirar a Milo directamente a los ojos.

—Llámame señor, chico —gruñó.

—No te atrevas a llamarme así nunca más, ¿me has oído, Grub? —le amonestó Milo.

El capitán Fry se rió, su sensación de triunfo era demasiado grande como para notar un molesto tic que empezaba a mover su ceja izquierda.

—Con cinco mil hombres a mis órdenes, te llamaré como me dé la gana, chico. ¿Lo entiendes?

Milo echaba chispas. Le superaban en número en su propio barco, tal como hacía casi diez años, cuando el famoso pirata Deakin Lee y su primer oficial, el sanguinario Grub, habían capturado el barco. No podía creerlo.

—Te han traicionado de lo lindo, chico —anunció el capitán Fry con una sonrisa—. Deberías haber pagado más a los monos que enviaste a buscar la mercancía. Todo el mundo tiene su precio.

—Tú de eso sabes mucho —dijo Milo, mientras luchaba por liberarse de las jarcias, pero lo único que conseguía era enredarse más.

El capitán Fry miró de arriba abajo a Milo.

—¿Sabes qué, Banda? Yo nunca olvido. Me pasé dos semanas enteras en ese barco en el que tú y esa ingrata y renegada tripulación mía me encerrasteis. Lo único que tenía para comer era una gaviota muerta y bebía el agua de la lluvia en mis propias botas.

—^Debí dejar que tu tripulación te tirara por la borda como quería —le espetó Milo sin piedad—, Grub.

—Bueno, pero no lo hiciste, ¿verdad? —se mofó el capitán Fry, a quien el tic se le había acelerado—. Y ahora es el momento de la venganza. ¡Matadlo! —gritó a los primeros cuatro genios guerreros—, ¡Matadlo!

Los genios dieron un paso al frente apuntando a Milo con sus espadas. Septimus se quedó completamente helado. Observó que los genios guerreros no tenían manos, sino que las armas formaban parte de sus cuerpos. Las muñequeras de cuero de sus túnicas se prolongaban a la perfección en una espada corta al final del brazo derecho y en un escudo rectangular al final del izquierdo.

Desde la cubierta elevada de la popa del Cerys, Jenna vio como los genios apuntaban con sus espadas a su padre.

—¡No! —gritó—. ¡No!

Corrió hacia la popa, pero la cubierta inferior estaba ocupada por una aglomeración de tripulantes que retrocedían de los genios invasores. Jenna se vio enseguida atrapada en la multitud y se perdió la extraña visión de las jarcias desplomadas que de repente cobraron vida, se desenredaron de Milo y dirigieron sus atenciones al patrón Fry, dejándolo tan amarrado como una mosca en una telaraña.

El capitán Fry vio a los genios guerreros acercándose con sus cortas y afiladas espadas, que apuntaban directamente hacia él, con los ojos extraviados, que veían a través de él, y de repente se percató de que a los genios no les importaba quién estuviera atrapado en las jarcias. Milo Banda o Theodophilus Fortitude Fry, a ellos les daba igual.

Pero no al capitán Fry.

—¡Sacadme de aquí, idiotas! —gritó a los Crowe.

La voz de Fry se convirtió en un chillido desesperado.

—¡Deteneos, deteneos! ¡Oh!, ¿cómo eran las palabras?

El miedo hizo que el capitán Fry reuniera por un momento la cantidad suficiente de neuronas y, con las cuatro espadas ante su garganta, recordó el inverso.

Entretanto, una fuerza invisible, que olía mucho a menta, arrastraba a Milo a través de la abarrotada cubierta. En algún lugar, entre la multitud, tropezó con Jenna.

—¡Aaay! —gritó la fuerza invisible—. Mi pie.

—Lo siento, Sep —se disculpó Jenna.

Septimus abandonó la invisibilidad antes de que alguien más lo pisara. Milo parecía aliviado al verle ser agarrado por algo invisible había sido una experiencia desconcertante.

—Gracias, Septimus. Me has salvado la vida.

Escoltaron a Milo hasta la pequeña sección de la cubierta elevada que estaba en la popa del barco, y Septimus fue directo al grano.

—¿Cuál es el despertar?

—¿Eh? —preguntó Milo algo desconcertado.

—El despertar —repitió Septimus con impaciencia—. Es tu baúl, son tus genios, así que tú sabes el despertar. Dinos el despertar y podremos detenerlos.

Otra tanda de doce genios subió a cubierta, y Milo vio acercarse a la negra marea de guerreros. Se protegió los ojos para evitar el centelleo de la luz en los cascos alados y supo que el barco ya no estaba bajo sus órdenes, pero no dijo nada.

—Señor Banda, por favor —insistió Beetle—. Díganos el despertar.

Mientras Septimus se había dedicado a rescatar a Milo, Beetle había reunido a todos en la cubierta elevada (donde habían descubierto a Jorge Nido durmiendo en un rincón). Ahora Milo se encontraba bajo la mirada expectante no solo de Septimus y Beetle sino también de Jenna, Nicko, Snorri, Ullr, Lucy, el Chico Lobo y Jorge Nido, que había tenido un brusco despertar.

Milo tragó saliva.

—No sé el despertar.

Beetle estaba aterrado.

—¿Subió algo como esto a bordo y no sabe sus códigos?

Milo se recompuso.

—Medidas de seguridad, por lo visto. El baúl siempre viaja separado de los códigos. Yo tenía que recogerlos en el Manuscriptorium cuando regresara. Hay un fantasma allí que conserva los códigos, un tal señor…

—Tertius Fume —dijo Septimus.

Milo parecía sorprendido.

—¿Cómo lo sabes?

Septimus no respondió a la pregunta.

—Grub tiene razón —dijo en lugar de responder—, te han traicionado.

Una larga hilera de ratas apareció por la escotilla inferior de popa y se dirigió hacia la borda. Milo observó cómo salían.

—Ha llegado el momento de abandonar el barco —anunció Milo.

Y en esas que en el Cerys se oyó un fuerte crujido. Algo había cambiado y Milo supo que su hermoso barco ya no estaba varado. Ahora había vuelto a su elemento, se elevaba con la marea.

La tripulación lanzó una aclamación ahogada.

Milo vaciló. Era una cruel coincidencia que el mar le hubiera devuelto el barco en el preciso instante en que era invadido. Pero mientras la primera hilera de genios guerreros daba otro paso hacia la escalera del barco, amenazando con cortar su vía de escape, Milo supo que era entonces o posiblemente nunca.

—¡Abandonad el barco! —gritó.