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La salida

Nicko cayó a través de la puerta como un saco de patatas. Jenna lo atrapó y se fue hacia atrás debido al peso.

—¡Nicko! ¡Ah, Nik…! ¿Estás bien? Jadeando como un pez fuera del agua, Nicko asintió con la cabeza.

—¡Ufff, uaaah! Jen, ¿qué estás haciendo aquí?

Snorri salió corriendo con un pequeño gato anaranjado bajo un brazo.

—Nicko, Nicko. No pasa nada —dijo, al tiempo que lo rodeaba con un brazo.

Pero Jenna, a pesar de sí misma, seguía igual de preocupada.

—Nik —dijo—, ¿dónde está Milo?

La respuesta de Nicko quedó ahogada en la conmoción general que se produjo al vaciarse la cámara acorazada, pero una orden vociferada respondió a la pregunta de Jenna.

—¡Silencio! —tronó la voz de Milo, y cesó el vocerío de alivio.

La tripulación —ensangrentada y desaliñada, una docena de formas y tamaños diferentes vestidos con una mezcla de camisas de dormir, camisetas rayadas, calzones de color azul oscuro, y algunos con trenzas que rivalizaban con las de Lucy Gringe—, guardó silencio. Milo salió a grandes zancadas, con el semblante blanco y la camisa de dormir de seda arrugada y manchada de sangre, pero muy dueño de sí mismo. Examinó con la mirada el estrecho corredor abarrotado, y echó de menos sus gafas.

—¡Jem! —llamó—. Jem, ¿dónde estás? ¿Nos has abierto tú?

Jenna —que entendió erróneamente «Jen» en lugar de «Jem»— se sintió tiernamente complacida. Milo había pensado en ella, de hecho.

—¡Sí, he sido yo! —gritó.

—¿Jenna? —Desconcertado, Milo se volvió a mirarla.

La luz era mortecina; era en los momentos como ese cuando le molestaba ser corto de vista. Vio a su tripulación formada a lo largo del corredor, y, para su sorpresa, también vio —sí, estaba seguro de que eran ellos— a Septimus y a Beetle acompañados por dos adolescentes de limpieza dudosa. ¿De dónde habían salido? Y entonces, para su asombro, vislumbró a Jenna, que estaba contra un rincón, medio oculta por Nicko y un enredo de túnicas.

—¡Jenna! Pero… ¿cómo has llegado tú hasta aquí?

Para absoluta sorpresa de Milo —y de sí misma—, Jenna corrió y lo rodeó con los brazos.

—¡Ay, Milo! Pensaba que estabas… quiero decir, pensábamos que estabais todos muertos.

—Unos pocos minutos más y sin duda lo habríamos estado —replicó Milo, que le sonreía y le acariciaba torpemente la cabeza—. En cualquier caso, el año pasado instalé un sistema de ventilación con filtros para unos cactos exóticos que quería conseguir. Es muy eficiente, pero no está diseñado para quince personas. Estábamos pasándolo mal, ahí dentro, te lo aseguro. Y ahora, veamos qué se han llevado esos matones. Supongo que habrán pillado lo que han podido y han huido con ello. Bestias desalmadas. Habría luchado contra ellos con las manos desnudas, pero…

—Pero ¿qué? —le espetó Jenna. Había oído a Milo contar demasiadas historias como ésa.

—Pero cuando le ponen un cuchillo en la garganta a alguien, ¿qué puedes hacer? —dijo Milo.

Nicko se llevó una mano al cuello, y en ese momento Jenna vislumbró una línea rojo vivo justo por debajo de una oreja.

—¡Nicko! —exclamó con voz ahogada—, ¡Tú no!

Nicko asintió con la cabeza.

—Sí —replicó con amargura—. Yo. Otra vez.

Jenna revisó su opinión con rapidez.

Los pensamientos de Milo estaban en otra parte.

—Tú —le dijo al tripulante que tenía más cerca—, ve a buscar a Jem. Necesito saber qué ha encontrado ahí abajo. Tiene suerte de haberse perdido todo esto.

El hombre dio media vuelta para marcharse, pero Jenna lo detuvo.

—No —dijo a Milo—. No ha tenido suerte. Está muerto.

—¡¿Qué?!

—Ellos… esos matones, lo mataron.

Una ahogada exclamación consternada recorrió a la tripulación.

—¿Muerto? —Milo parecía conmocionado—. Muerto… Pero… ¿dónde está?

—Nosotros… lo llevamos hasta una roca que hay cerca de la playa. Intentamos… bueno, en realidad fue Sep, ayudarlo, pero no pudimos hacer nada.

—¡Voluntarios para ir a buscar a Jem y traerlo a bordo! —gritó Milo.

Se alzó un bosque de manos. Milo escogió a cuatro de sus tripulantes, los que no tenían ninguna herida de los crueles cuchillos de los Crowe, y el grupo partió por el corredor a paso rápido.

—El resto de vosotros, bajad a la enfermería y curaos. Luego subid a cubierta. Quiero este barco reparado y a punto para zarpar con la próxima marea.

—Sí, señor —replicó la tripulación.

—Jem era un buen hombre —dijo Milo, triste, cuando la tripulación desapareció en el recodo—. Un buen hombre, y también un buen médico.

—Yo puedo ayudar con eso —ofreció Septimus—. Sé un poco de medicina básica.

Milo, sin embargo, no lo escuchaba.

—Venid todos —dijo, al tiempo que abría los brazos de par en par y los hacía avanzar por el corredor, ante sí.

—Lo habéis hecho muy bien… habéis derrotado a esos piratas, ¿eh? Ahora tenemos que ver cómo ha quedado el Cerys. ¡Ah, si pudiera ponerles la mano encima a esos matones ahora mismo…!

Jenna se sentía irritada por el hecho de que Milo no hiciera el menor caso de la oferta de ayuda de Septimus, pero lo que más la fastidiaba era el modo en que los pastoreaba como si fueran un grupo de niñitos nerviosos.

—Bueno, pues puedes ponerles la mano encima, si quieres —dijo, pensando que lo obligaría a cumplir el farol—. Están en la bodega.

Milo se detuvo en seco.

—¿En la bodega?

Jenna reparó en que Milo se ponía muy pálido de repente. No le sorprendió. Sabía desde el principio que Milo estaba asustado.

—Sí —replicó ella—. En la bodega.

—¿Con el… baúl? —susurró Milo—. ¿Están en la misma bodega que el baúl?

—Sí, por supuesto, están en la misma bodega que el baúl. Sep y el Chico Lobo los empujaron dentro. Eran dos contra ellos tres… fueron realmente valientes —declaró Jenna con tono cortante, aunque sin mencionar que lo habían hecho cuando eran invisibles.

Giraron en un recodo y echaron a andar por un pasillo que se encontraba al otro lado del mamparo de la bodega de carga, de la cual les llegaron una serie de pesados golpes sordos.

—¿Cuántos son los que están allí? —susurró.

—Tres —dijo Septimus—. Empujamos dentro a tres.

—Ahora mismo parecen ser muchos más, por el ruido —comentó el Chico Lobo—, Supongo que es el eco, o algo parecido.

Milo parecía aterrorizado. Jenna se sintió azorada por él; ¿cómo era posible que se asustara tanto de tres idiotas que estaban encerrados en una bodega? Y lo peor era que ahora hablaba consigo mismo.

—No es posible —estaba diciendo—. No pueden saber lo que es. No es posible. —Respiró hondo y en un momento pareció ordenar sus pensamientos—. Voy a subir a cubierta. Debemos asegurar la bodega. Nicko, ¿me acompañas? Voy a necesitar tu ayuda.

Y tras decir eso se marchó a toda prisa. Nicko, complacido por volver a ser de utilidad, lo siguió.

Jenna observó cómo su padre corría por el pasadizo, con el camisón ondulando en torno a él, mientras las zapatillas de terciopelo chancleteaban sobre las tablas como si fueran un par de alas de paloma.

—Está loco —declaró.

—Bueno, está preocupado, de eso no cabe duda —matizó el Chico Lobo.

—Pienso que tal vez tiene aquí algo por lo que preocuparse —dijo Snorri, con lentitud.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jenna, a quien a veces le resultaba difícil entender el modo de hablar de Snorri.

—Hay espíritus antiguos a bordo de este barco. Ahora los siento. No los percibí antes. Y también Ullr los siente, ¿ves? —Snorri alzó un poco a Ullr, que tenía el pelaje erizado. Parecía una bola de pelusa anaranjada.

Beetle rió entre dientes.

—Ullr no es gracioso —sentenció Snorri, con desaprobación—, Ullr ve cosas. Él ve que aquí hay algo, y eso no es algo para reírse. Voy a ayudar a Nicko. —Con la cabeza bien alta, Snorri se marchó a grandes zancadas tras Nicko.

—¡Ah! —Jenna quedó pensativa de repente.

Había cuidado de Ullr durante unos cuantos meses, y sentía un gran respeto por el gato. Aunque no le importaba hacer caso omiso de Snorri, Ullr era un asunto muy diferente.

Al girar en un recodo, encontraron a Snorri, que se abría paso empujando a través de la muchedumbre apiñada en el exterior de la enfermería. En el interior se veía una escena del más absoluto caos. Uno de los tripulantes, no mucho más que un chiquillo, se había desplomado sobre un charco de sangre. Volaban vendas por todas partes, y se había derramado un frasco de violeta de genciana que había manchado de púrpura a todo el mundo. Nadie parecía saber qué hacer.

—Eso de ahí dentro es una locura —dijo Septimus— Voy a ayudar. 409… me vendría bien alguien que supiera preparar pociones.

—De acuerdo —dijo el Chico Lobo con una sonrisa. Podía preparar pociones.

—Yo me haré cargo de los vendajes —ofreció Lucy—. Soy buena con las vendas. Son como las cintas, aunque elásticas.

Septimus disintió.

—No son como las cintas —contestó con brusquedad, para luego abrirse paso entre la muchedumbre y desaparecer en la enfermería.

—Sep —lo llamó Jenna—, subo a cubierta.

—Te acompaño —dijo Beetle.

Jenna y Beetle echaron a andar por el corredor, al final del cual había una escalerilla que ascendía hasta la cubierta intermedia. Subieron por ella, atravesaron el camarote principal desierto y recorrieron el corredor flanqueado por camarotes más pequeños. Cuando se aproximaban a la escalerilla que conducía a la cubierta principal, oyeron una serie de golpes sordos a sus espaldas, procedentes del interior de la bodega de carga.

Jenna se volvió para mirar a Beetle. Parecía preocupada.

—Creo que deberías ir a buscar a Sep —dijo—. Tengo la sensación de que podríamos necesitarlo.

—Pero ¿tú qué harás?

—Quiero subir a ver si Nick necesita ayuda.

—Eso puedo hacerlo yo. ¿Por qué no vas tú a buscar a Sep?

—No, Beetle. Nunca estoy cuando Nicko me necesita. Esta vez voy a estar con él. Ve a buscar a Sep, por favor.

Beetle no pudo negarse.

—Vale. No tardaré, Jenna… ten cuidado. ¿Me lo prometes?

Jenna asintió con la cabeza y desapareció escalerilla arriba.

Beetle quedó sorprendido ante el cambio producido en la enfermería. No habían pasado más que unos cuantos minutos, pero Sep lo tenía todo organizado. El chiquillo que se había desplomado en el suelo yacía ahora en una camilla. Septimus lo atendía y discutía con el Chico Lobo qué poción utilizar para curar una fea puñalada. Pero lo que más sorprendió a Beetle fue ver a Lucy Gringe —que era la viva imagen de la eficiencia—, vendando con precisión el brazo de un tripulante. Septimus dirigía una buena enfermería, pensó con admiración.

Uno a uno, los tripulantes ya atendidos se marchaban para subir a cubierta. Beetle también estaba ansioso por hacer lo mismo, pero no quería interrumpir. Se recostó contra la entrada y observó trabajar a Septimus, mientras pensaba que parecía hallarse a sus anchas.

Septimus levantó la mirada y vio a Beetle en la entrada.

—¿Todo bien? —preguntó.

—No lo sé, Sep. Jenna quiere que subas a cubierta. Hay algo que no va bien.

Como para corroborar sus palabras, un golpe tremendo hizo vibrar todo el barco.

—Ah, de acuerdo. Casi he acabado. Solo quiero examinar otra vez a este. Ha perdido muchísima sangre.

—Parece que el barco está moviéndose sobre el banco de arena —comentó el primer oficial, que, aparte del grumete que yacía en la camilla, era el último que quedaba. Se levantó e hizo una mueca de dolor—. Me necesitarán en cubierta. ¿Me acompaña, señorita? —preguntó a Lucy.

—Estoy bien aquí —dijo Lucy.

—No, Lucy, tú te marchas —la contradijo Septimus.

—Muy bien dicho, señor —declaró el primer oficial—. Es mejor estar sobre cubierta cuando el barco está moviéndose. Bajaremos a buscarte si hay algún problema, muchacho —le aseguró al grumete.

Beetle observó marchar a Lucy y al primer oficial. Mientras esperaba, ahora con un poco menos de paciencia, a que Septimus y el Chico Lobo terminaran, sintió que algo le rozaba un pie. Bajó la mirada y vio una larga fila de ratas que corrían a lo largo del pasadizo, tocando con el hocico la cola de la de delante, en dirección a la escalerilla que había al final. Beetle se estremeció, y no porque no le gustaran las ratas. Beetle sentía un gran respeto por las ratas, y esas, pensó, sabían algo. Sabían que el Cerys ya no era un barco seguro para vivir en él.

—Sep… —dijo, con ansiedad.

Septimus estaba lavándose las manos.

—Ya voy —dijo—. ¿Preparado, 409?

—Sí —replicó el Chico Lobo.

Septimus echó un último vistazo a su alrededor. Todo estaba en orden, y el olor a hierro mojado de la sangre había sido reemplazado por la esencia de menta. Salió a toda velocidad de la enfermería, con la tranquilidad de haber hecho bien su trabajo.

Beetle les metió prisa a él y al Chico Lobo mientras avanzaban por el corredor… a toda velocidad.

—Eh, ¿qué pasa? —preguntó Septimus.

—Jen te quiere en cubierta. Está pasando algo raro… y las ratas lo saben.

—¿Las ratas?

—Sí. Acabo de verlas marchar.

Septimus compartía con Beetle el respeto hacia las ratas.

—Ah —dijo.

Como para darle la razón a Beetle, una serie de rítmicos golpes sordos sacudieron los tablones del barco.

—Vamos —dijo el Chico Lobo, que ya había tenido más que suficiente de hallarse encerrado bajo cubierta—. Salgamos de aquí. —Corrió hacia la escalerilla que conducía a la cubierta intermedia.

Al llegar al pie de la escalera, los tres se detuvieron en seco; alguien bajaba.

Un hombre alto y esbelto, vestido de amarillo y con lo que a Septimus le pareció una pila de rosquillas amarillas encima de la cabeza, salió de la escalerilla. Se volvió, miró directamente a Septimus y soltó un tremendo suspiro.

—¿Ser tú Septimus Heap? —dijo, en un tono resignado.

Tanto Septimus como Beetle sabían lo bastante como para reconocer a un genio cuando lo veían, y el Chico Lobo sabía lo bastante como para reconocer algo tan extremadamente raro como aquello.

—¡Sep… te ha encontrado! —susurró Beetle, emocionado— Uaaau —jadeó Septimus—, Sí —replicó—. Yo ser Septimus Heap.

Jorge Nido se mostró desanimado.

—Ya me lo imaginaba —dijo—. Eres justo como te describió la vieja bruja. Diantre, diantre, diantre. En fin, allá vamos otra vez: ¿cuál es tu deseo, oh, Gran Ser?

En la emoción del momento, de repente Septimus fue incapaz de recordar el infalible orden de palabras que debía emplearse siempre al responder a la vital Segunda Pregunta, si no quieres que tu genio te lo líe todo por siempre jamás. Miró a Beetle y le preguntó, solo con el movimiento de los labios: «¿Cuáles son las palabras?».

Jorge Nido daba golpecitos impacientes con la punta del pie; ¿acaso todos los Septimus Heap eran así de lentos?

—Yo deseo… que tú seas… fiel sirviente… leal a mí. Para hacer lo correcto… y lo mejor… hacerlo todo… según mi mandato —susurró Beetle.

«Gracias, Beetle», fueron las palabras que formaron los labios de Septimus. Luego, con voz lenta y clara, repitió lo que acababa de decirle Beetle, palabra por palabra.

—Bueno, al menos eres mejor que el Septimus Heap anterior, supongo —declaró Jorge Nido, a regañadientes—. Aunque eso no es muy difícil.

Beetle tocó a Septimus con un codo.

—Pregúntale si tiene nombre —susurró—. Puede que alguien ya lo haya nombrado y si tú no conoces su nombre no podrás llamarlo.

—Ah, gracias, Beetle. No había pensado en eso.

—Sí, es de los tramposos. Supongo que tiene la esperanza de que no le preguntes. Solo di: «genio, ¿cómo te llamas?», y tendrá que decírtelo.

Septimus repitió la pregunta.

Jorge Nido adoptó un aire de lo más malhumorado. Tras una larga pausa, respondió a regañadientes:

—Jorge Nido. —Y luego añadió—: ¡Oh, inteligente señor!

—¿Jorge Nido? —preguntó Septimus, que no estaba seguro de haber oído bien.

—Sí, Jorge Nido —replicó el genio, irritado—, Y bien, dubitativo señor, ¿quieres que haga algo ahora mismo, o puedo marcharme a dormir un poco? Allí arriba hay algunos camarotes muy agradables.

Otra serie de golpes sordos reverberó por el barco.

—Según están las cosas —dijo Septimus—, creo que me vendría bien tu ayuda, ahora mismo.

A Jorge Nido estaba resultándole difícil habituarse a la repentina pérdida de libertad.

—Muy bien, oh, exigente señor. Tus deseos son órdenes, y todo eso. Ya buscaré más tarde ese pequeño camarote agradable.

Beetle le lanzó a Septimus una mirada interrogativa.

—No es del todo lo que esperabas, ¿verdad?

—No —replicó Septimus, en el momento en que otro estremecimiento recorría el barco—, pero ¿qué lo es?