El hombre plátano
Jakey Fry se recostó contra la escalerilla de cuerda para contemplar la salida del sol. La marea estaba subiendo, y la suave elevación en la que se encontraba era ahora una pequeña isla rodeada de agua de mar arremolinada y arenosa. Jakey sabía que dentro de poco su islita volvería a estar en su sitio, bajo las olas, y entonces, ¿qué? ¿Debía subir por la escalerilla hasta la cubierta del Cerys, o se atrevía a vadear hasta \, el Merodeador, y dejarlos atrás?
Jakey alzó la mirada hacia el Cerys. Había oído el rechinar de la grúa y el golpe sordo cuando dejaron caer en su sitio las puertas, pero desde entonces no había oído nada más. ¿Qué estaba sucediendo? Jakey se preguntó qué le habría sucedido a Lucy; imaginaba que cualquier cosa que hubiese sucedido no era buena: Lucy no conseguía jamás permanecer callada.
No muy lejos de él, posada sobre la roca, la gaviota amarilla había acabado de digerir la anguila de arena. Lúgubremente, su pequeño cerebro de pájaro repasó el acuerdo de interferencia que le había obligado a firmar la maga extraordinaria. Si la gaviota hubiera podido suspirar, lo habría hecho, pero no había dilucidado si eso era algo que hicieran los pájaros. No había modo de zafarse. La gaviota se llenó los pulmones de aire y, con un destello amarillo y una diminuta detonación, se transformó.
Jakey miraba hacia el mar. Más allá de las suaves olas, hacia el este, detrás de la línea de rocas que conducía hasta el Pináculo, el cielo era de un hermoso gris lechoso y prometía un brillante día soleado; un buen día, pensó Jakey, para ir al mando del propio barco, sin que nadie le gritara, sin que nadie le diera órdenes. El agua chapoteaba contra los dedos de los pies de Jakey, y la siguiente tanda de olas cubrió su islita y le rodeó los tobillos. Había llegado la hora de tomar una decisión. Jakey se dio cuenta de que en ese momento era libre; libre para dejar atrás todo lo que tanto aborrecía. Una nueva vida lo llamaba, pero ¿era lo bastante valiente como para aceptarla? El sol se alzó por encima del horizonte y le bañó la cara con tibios rayos de luz. Jakey tomó una decisión. En ese momento, allí mismo, era lo bastante valiente. Bajó de la anegada islita y el agua ascendió hasta sus rodillas. Entonces alguien le dio un golpecito en un hombro, y Jakey estuvo a punto de gritar.
Al volverse, vio a un hombre alto y esbelto, vestido con jubón y calzones amarillos, que acechaba a la sombra de la quilla. El hombre llevaba puesto el sombrero más raro que Jakey había visto en toda su vida… ¿o era verdad que tenía en equilibrio sobre la cabeza una pila de rosquillas amarillas que iban de mayor a menor? En aquel preciso momento, Jakey tenía la sensación de que cualquier cosa era posible. Miró fijamente al hombre, mudo de sorpresa. Jakey, que estaba habituado a evaluar a la gente con rapidez, se dio cuenta de inmediato de que no entrañaba amenaza ninguna. Como un plátano complaciente, el hombre parecía amoldarse a los contornos del barco, y cuando retiró el brazo tras tocarle el hombro, Jakey percibió una calidad gomosa en sus movimientos.
El plátano le dedicó a Jakey una sonrisa cortés.
—Disculpa, joven señor, ¿ser tú Septimus Heap? —preguntó, con una voz susurrante de extraño acento.
—No —replicó Jakey.
El hombre pareció aliviado.
—Pensaba no —dijo, y luego agregó—: ¿Ser tú el único joven señor por aquí?
—No —respondió Jakey.
—¡Ah!
El hombre plátano pareció decepcionado. Deseoso de ayudarlo, Jakey señaló la escalerilla.
—¿Haber otros jóvenes señores ahí arriba? —preguntó el hombre, más bien reacio.
Jakey asintió con la cabeza.
—Montones —dijo.
—¿Montones? —repitió el hombre, consternado.
Jakey levantó tres dedos.
—Como mínimo —dijo—. Probablemente más.
El hombre sacudió la cabeza con aire triste y luego se encogió de hombros.
—Podría ser peor, podría ser mejor. Tal vez seré libre durante un tiempo más, tal vez no.
El hombre miró la escalerilla con expresión dubitativa, luego extendió los brazos gomosos, aferró las gruesas cuerdas y posó un pie en el peldaño inferior.
—Yo se la sujetaré —dijo Jakey, cortés.
El hombre intentó subirse al peldaño y la escalerilla se alejó de él.
—Inclínese un poquitín hacia atrás —le aconsejó Jakey—. Es mucho más fácil subir de esa manera.
El hombre se inclinó y estuvo a punto de caer de espaldas.
—No tanto —le advirtió Jakey—, Y una vez que comience a subir, no se detenga ni mire hacia abajo y no tendrá problema ninguno.
Delicadamente, el hombre se volvió justo lo suficiente como para sonreírle a Jakey.
—Gracias —dijo, y lo miró con sus ojos amarillos extrañamente penetrantes—. ¿Y eres libre, joven señor? —preguntó.
—Sí —dijo Jakey, con una amplia sonrisa—. Lo soy.
Jakey abandonó su isla inundada por el mar y avanzó por el agua hacia la alta popa del Cerys. Allí se zambulló en aguas más profundas y comenzó a nadar hacia el Merodeador, que había dejado varado en un banco de arena situado a cierta distancia del Cerys. El Merodeador flotaba ahora en unos pocos palmos de profundidad, tironeando del ancla, dispuesto a ir a dondequiera que Jakey deseara llevarlo. La sonrisa de Jakey se hacía más amplia con cada brazada que lo alejaba más del Cerys. Al fin era libre.
Mientras Jakey Fry nadaba hacia la libertad, Jorge Nido subía a la desierta cubierta del Cerys. Miró en torno durante unos minutos, antes de decidirse a sentarse y contemplar la salida del sol mientras consideraba su siguiente movimiento. Como todos los genios, Jorge Nido tenía la capacidad de hallar la pista de su señor —si no tenía más remedio en absoluto—, y estaba seguro de que su señor se encontraba a bordo del barco. Así pues, razonó, ¿qué importaban unos pocos minutos más de libertad? No había muchas posibilidades de que su señor fuera a ir a ninguna parte. Sin duda, estaría bien arropado en una cama caliente, dormido, a diferencia de su desdichado genio. Jorge Nido se instaló sobre una vela caída y cerró los ojos.
No muy lejos, por debajo de Jorge Nido, cinco figuras se movían con sigilo por la desierta cubierta intermedia del Cerys. El barco tenía tres cubiertas: la superior, abierta a los elementos; la intermedia, donde Milo y sus huéspedes vivían con un cierto esplendor; y la inferior, destinada a las dependencias de la tripulación, las cocinas, la lavandería y los armarios de almacenamiento. Las cubiertas intermedia e inferior contenían también las bodegas de carga, que descendían hasta el fondo mismo del barco.
Septimus condujo a Jenna, Beetle, el Chico Lobo y Lucy por la desierta cubierta intermedia. Inspeccionaron cada camarote, cada armario, cada rincón y recoveco a medida que avanzaban. La puerta del camarote de Milo estaba abierta de par en par, y se veía que había salido de la cama con precipitación; el camarote de Nicko se encontraba pulcro y ordenado, exactamente como lo había dejado cuando había subido a hacerse cargo del timón al comenzar el turno de noche. El camarote de Snorri estaba igual de ordenado y limpio, y además contenía una manta doblada y puesta en el suelo para Ullr. El resto de los camarotes de huéspedes también se hallaban vacíos.
Avanzaron poco a poco por el pasillo hacia el extremo opuesto de la cubierta intermedia, donde estaba el salón en el que Milo ofrecía sus espectáculos. Con precaución, Septimus empujó la puerta de caoba para abrirla, y se asomó al interior. Se encontraba desierto, pero con la esperanza de hallar pistas, tal vez incluso una nota garabateada con precipitación —cualquier cosa—, entró. Los demás lo siguieron.
El sobrecargo de noche había dejado el salón ordenado e impecable. Estaba todo preparado para el desayuno, que en circunstancias normales habría comenzado al cabo de poco. Todos miraron con expresión sombría la mesa puesta para tres personas, con un pequeño cuenco situado en el suelo, junto a la silla de Snorri.
—Supon… supon que se ha convertido en un barco fantasma —susurró Jenna, que expresaba en voz alta los pensamientos del Chico Lobo.
—No —replicó Septimus, al tiempo que negaba con la cabeza—, No, Jen. Los barcos fantasma no existen.
—Tía Zelda dice que sí —murmuró el Chico Lobo—. Ella sabe de esas cosas. No, Lucy… no lo hagas.
Lucy Gringe adoptó un aire ofendido.
—No iba a gritar —dijo—. Solo iba a decir que, si es un barco fantasma, deberíamos bajarnos de él mientras podamos… si aún podemos… —Su voz se apagó, dejando a todos sus oyentes con carne de gallina.
Jenna miró a Septimus. Todos conocían las historias de barcos que de alguna manera se habían convertido en barcos fantasma. Había muchos de los que se decía que navegaban por los siete mares, funcionando a pleno rendimiento con una tripulación fantasma. También sabían todos que, cuando alguien subía a bordo, no volvían a verle en tierra nunca más, aunque a veces se avistaba a esas personas saludando a los acongojados parientes que habían seguido la pista del barco.
Un repentino golpe sordo que se produjo al otro lado de la pared hizo que todos dieran un salto.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Jenna.
Bum, bum, bum.
—Ahí hay fantasmas ruidosos —observó Beetle.
Todos rieron con nerviosismo.
—Ése es el mamparo de la bodega de carga —explicó Septimus—. Son Fry y esos Crowe. Están intentando salir.
Preocupada, Jenna miró a Septimus.
—¿Pueden atravesar el mamparo? —preguntó.
—Ni en broma —replicó Septimus—. ¿Has visto el recubrimiento de plomo de esos mamparos? Necesitarían un ejército para salir de allí. Milo lo ha sellado todo; no quiere que sus preciosas mercancías se estropeen.
Jenna asintió con la cabeza. Conocía los cuidados extremos que dedicaba Milo a proteger sus tesoros de todo mal: el recubrimiento de plomo, las puertas herméticas, la cámara acorazada para los objetos más preciosos…
—¡Eso es! —exclamó Jenna con voz ahogada—. La cámara acorazada… se cierra desde el exterior y está insonorizada. Tiene que ser allí donde están todos. ¡Deprisa… deprisa!
—Vale, Jen —dijo Septimus—, pero ¿por qué tanto pánico?
—Es hermética, Sep. No le entra aire.
Al final del salón había una puerta pequeña que conducía a una escalera que descendía hasta la cocina de la cubierta inferior. Septimus la abrió y bajó corriendo por la escalera, donde se quedó esperando con impaciencia a que Jenna y los otros le dieran alcance.
—Encabeza la marcha, Jen —dijo, con voz apremiante—. Tú sabes dónde está.
Pero Jenna no estaba segura de saber dónde se hallaba la cámara acorazada. Lo único que recordaba era sentir irritación mientras Milo se la enseñaba y le explicaba lo valioso que era todo lo que contenía; no recordaba cómo habían llegado hasta ella. A diferencia de la cubierta intermedia, con sus amplios corredores luminosos y sus generosos ojos de buey, la cubierta inferior era una enrevesada conejera de sórdidos pasillos estrechos atestados de cuerdas, cables, y todas las instalaciones de un barco complejo como el Cerys. Resultaba totalmente desorientador; Jenna se volvió a mirar tras de sí con pánico, y vio que todos tenían los expectantes ojos fijos en ella. Miró a Septimus en busca de ayuda —esperando que él tal vez pudiera hacer un buscar o algo—, y vio que su Anillo del Dragón comenzaba a brillar con una cálida luz amarilla. Y entonces recordó.
—Hay una lámpara amarilla en el exterior de la puerta —dijo, con rapidez—. Se enciende cuando hay gente dentro de la cámara, por si acaso… por si se cierra por error. Recuerdo que es por aquí.
Para su inmenso alivio, Jenna acababa de ver el revelador resplandor amarillo, que se reflejaba en una serie de tuberías de latón bruñidas que había al final del corredor.
Al aproximarse al extremo del pasillo, el alivio cedió paso al terror. Jenna recordó la cámara: recubierta de plomo y hermética para proteger los tesoros de Milo de la exposición al dañino aire salobre. ¿Cómo podía sobrevivir alguien allí dentro durante mucho tiempo, y mucho menos toda la tripulación de un barco? Jenna pensó en el horror que los espacios cerrados le inspiraban a Nicko, y entonces se detuvo; había cosas en las que realmente resultaba insoportable pensar.
La puerta de la cámara acorazada era de hierro, estrecha y cubierta de remaches. En el centro había una pequeña rueda que el Chico Lobo, que sabía que era el más fuerte, aferró e hizo girar. La rueda giró, pero la puerta no se movió. El Chico Lobo retrocedió y se enjugó las manos en la túnica mugrienta.
—¡Ay! —se quejó—. Hay alguna clase de sello oscuro en la puerta. Lo noto en las manos. —Las palmas del Chico Lobo eran muy sensibles.
—¡No! —exclamó Jenna, con voz ahogada—. No puede haberlo. Tenemos que abrirla.
Septimus apoyó las manos sobre la puerta y también él las apartó con brusquedad.
—Tienes razón, 409 —dijo—. Necesitaré hacer algún tipo de inverso… no demasiado fácil sin un talismán oscuro. ¡Mecachis!
Jenna sabía que, cuando Septimus decía «mecachis», las cosas estaban mal.
—Sep… por favor, tienes que sacarlos de ahí.
—Ya lo sé, Jen —murmuró Septimus.
—Esperad —dijo el Chico Lobo—, Tengo justo lo que necesitamos. —Abrió la bolsa de cuero que le colgaba de la cintura, y todos retrocedieron con paso tambaleante.
—¡Puajjj! —Lucy sufrió una arcada cuando el hedor de la punta de tentáculo del Horror inundó el espacio cerrado—. Creo que voy a vomitar.
—No, no vas a hacerlo —le contestó Jenna, con brusquedad—. ¿Qué es eso? —preguntó al Chico Lobo.
—Si Sep quiere un amuleto oscuro, lo tendrá —replicó el Chico Lobo, mientras sacaba un oscuro tentáculo recubierto de oscura materia viscosa y se lo entregaba.
—Gracias, 409 —dijo Septimus, con una sonrisa arrepentida—. Es justo lo que siempre he querido tener.
Cogió la repulsiva punta de tentáculo (que le recordaba la cola de Escupefuego en su peor momento) y la frotó alrededor de la puerta mientras murmuraba algo para sí, algo que se cuidó muy bien de que no oyera nadie. Luego, al tiempo que hacía todo lo posible para no sufrir arcadas, le tendió al Chico Lobo el repugnante trozo de carne.
El Chico Lobo hizo una mueca y lo devolvió al saquito.
—¿Siempre llevas eso encima? —preguntó Beetle.
El Chico Lobo hizo una mueca.
—No si puedo evitarlo. Empujémosla ahora, ¿vale? Una, dos, tres…
Septimus, Beetle y el Chico Lobo empujaron la puerta con un hombro. Pero continuó sin moverse.
—Dejadme a mí —solicitó Jenna, con impaciencia.
—Pero, Jen, es pesada de verdad —dijo Septimus.
Jenna estaba desesperada.
—Sep, escúchame. Tres palabras: cabaña, nieve, Ephaniah.
—Ah —dijo Septimus, al recordar la última vez que le había dicho a Jenna que no podía abrir una puerta.
—Así que déjame hacerlo, ¿vale?
—Sí. Por supuesto. Apártate, 409.
Jenna aferró la rueda y tiró. Con lentitud, la puerta de la sala recubierta de plomo se abrió.
Nadie se atrevió a mirar al interior.