La bodega
Lucy recorrió con la mirada la cubierta del Cerys, cuyo aspecto le pareció sorprendentemente normal, aparte de la pintura derramada que había pisado por pura estupidez. Se inclinó para recoger las cintas de las botas, que arrastraban y habían quedado atrapadas en aquel fastidioso líquido espeso, y que se le pegaron a los dedos y… ¡ay!, Lucy abrió la boca para gritar, pero una mano olorosa se la tapó.
—Chist, Lucy. No grites. Por favor —susurró el Chico Lobo.
—Es sangre, es sangre —farfulló Lucy, por debajo de la mugrienta manaza del Chico Lobo.
—Sí —murmuró el Chico Lobo—, Hay mucha por aquí. Y habrá todavía más si nos encuentran.
El Chico Lobo señaló con el pulgar de la mano libre hacia la proa del barco. De repente, Lucy se dio cuenta de que el barco no estaba tan desierto como ella pensaba. En una amplia zona abierta que estaba situada ante el palo central, vio tres figuras silueteadas por la luz de una lámpara que intentaban hacer funcionar la grúa de carga del barco. No habían reparado en los recién llegados que había a bordo y, si el Chico Lobo podía evitarlo, no iban a reparar en ellos más tarde. Lenta y sigilosamente retrocedió con Lucy hasta ponerse a cubierto de un bote volcado.
—Nada de gritos, ¿vale? —susurró.
Lucy asintió con la cabeza, y el Chico Lobo apartó despacio la mano.
El bote volcado se encontraba en el lado oscuro de la cubierta, alejado del resplandor de la luz. Lucy se deslizó tras él.
—Vaya, es aquí donde estáis todos —susurró, susceptible—. Podríais haberme esperado.
—No pensamos que fueras a venir —replicó Septimus, que en realidad había abrigado la esperanza de que no lo hiciera.
Como una mangosta curiosa, Lucy asomó de repente la cabeza por encima del bote y miró a su alrededor, muy emocionada.
—Bien… ¿qué vamos a hacer? —susurró con entusiasmo, como si estuvieran decidiendo con qué juego entretenerse en una comida campestre.
Jenna le dio un colérico tirón a la preciosa —y muy manchada— capa azul de Lucy.
—Baja, cállate y escucha —susurró.
Lucy pareció conmocionada, pero se sentó sin pronunciar una palabra más. Jenna se volvió para mirar a Septimus y al Chico Lobo.
—Vosotros sois los expertos —les dijo—. Decidnos qué debemos hacer, y lo haremos.
Cinco minutos más tarde, ya tenían un plan. Se dividieron en dos grupos, uno encabezado por Septimus y el otro por el Chico Lobo. La tropa de Septimus consistía en el grandioso número de uno: Jenna. El Chico Lobo había sacado la paja más corta y le había tocado Lucy, pero suponía que Beetle lo compensaba. Se había decidido que cada grupo ocuparía un costado de la cubierta en un movimiento de pinza que habría impresionado incluso a los gemelos Crowe. El grupo del Chico Lobo contaría con las sombras de lado de babor, y el de Septimus iría por el más expuesto lado de estribor, que estaba iluminado por la luz. Cuando llegaran a la bodega, todos debían lanzar sus hechizos de invisibilidad. En este punto, Lucy había protestado. No era justo, ya que todos serían invisibles, menos ella.
Pero Septimus no tenía la más mínima intención de intentar enseñarle un hechizo de invisibilidad a Lucy Gringe, aunque acababa de enseñarle uno muy sencillo a Beetle, o al menos eso esperaba.
—Mira, Lucy —susurró Jenna—, Beetle y yo no haremos nuestros hechizos de invisibilidad, ¿vale? Así no serás la única.
—Vale —replicó Lucy, a regañadientes.
Echaron a andar hacia las figuras iluminadas por luz de lámpara, pasando entre masas de cuerdas y velas caídas, y procurando no pisar los ominosos charcos de sangre. Mientras avanzaban poco a poco, persistía el preocupante silencio del barco. El único sonido que se oía era el crujido del mecanismo de grúa de lo alto que Jenna había visto usar por última vez para bajar las puertas de la bodega de carga. En medio del estruendo del puerto no había reparado en el ruido que generaba, pero ahora, en el silencio de la noche, el chirrido de la manivela que hacía girar la grúa le daba dentera. Por suerte, también ahogó el chillido de Lucy Gringe cuando pisó lo que pensó que era una mano cercenada, y que resultó ser uno de los guantes que se usaban para manipular cabos.
Septimus y el Chico Lobo avanzaban sigilosamente, sin apartar los ojos de la escena que tenían delante. Septimus se daba cuenta de que el capitán Fry estaba nervioso. Dirigía con impaciencia a los Crowe, que intentaban hacer girar la grúa para situarla por encima de las puertas de la bodega, pero cada pocos segundos lanzaba una presurosa mirada que abarcaba la cubierta. Cada vez que lo hacía, las dos hojas de la pinza se quedaban inmóviles. En cuanto se volvía hacia los sudorosos Crowe y la rechinante grúa, los grupos volvían a ponerse en movimiento y se deslizaban sin hacer ruido desde una pila de cuerda hasta un bote, luego hasta un mástil, un cabrestante y una escotilla, hasta llegar a la bodega de carga.
El grupo del Chico Lobo se deslizó tras una pila de barriles, y Septimus y Jenna hallaron refugio detrás de una vela precipitadamente arriada. Desde ambos lados de la cubierta, observaron la escena. Septimus les hizo un gesto a los otros con los pulgares hacia arriba, gesto que el Chico Lobo le devolvió. Estaban preparados para actuar. Cada uno contó en silencio hasta tres, y luego salieron sin hacer ruido a la cubierta y realizaron su hechizo de invisibilidad, sincronizados de tal manera que, a pesar de todo, podían verse el uno al otro.
El capitán Fry olfateó como un perro receloso y la ceja izquierda comenzó a contraérsele a causa de un tic nervioso. Sabía qué significaba eso.
—¡Detened la grúa! —les gritó a los Crowe. Situada por encima de las puertas de la bodega, la grúa se detuvo entre chirridos.
El patrón Fry escuchó con gran concentración. Lo único que oyó fue el rumor del mar cuando, allá abajo, la marea cambió y comenzó a fluir de vuelta hacia el Cerys. Se trataba de un sonido que le indicó al capitán Fry que debía ponerse en movimiento. Pero la ceja se le contraía como una oruga con prisas, y eso no le gustaba. Al capitán Fry le provocaba escalofríos de miedo. Prefería la magia oscura, y no solo porque no hacía que su ceja se contrajera; la magia oscura hacía el tipo de cosas que le gustaba hacer a él.
El capitán Fry observó la cubierta con suspicacia. Supuso que uno de los miembros de la tripulación tenía que haber usado un hechizo de invisibilidad para escapar de la redada. El Cerys era un barco elegante, incluso demasiado elegante, y no le sorprendería que uno de los marineros fuera mago a tiempo parcial. El capitán Fry despreciaba los hechizos de invisibilidad. Si uno no quería que alguien lo viera, se deshacía de ese alguien; era mucho más eficaz, además de placentero.
Pero el patrón Fry conocía algunos trucos y se preciaba de haber superado a algunos de los magos más mágicos. Se acercó a la grúa y se puso a examinarla con grandes aspavientos, para luego volverse de modo repentino. Pero no vio nada. El capitán Fry quedó desconcertado. Según su experiencia, cualquiera que estuviese haciendo un invisible reaccionaba como si aún pudieran verlo, y corría a ponerse a cubierto. Como marinero habituado a observar el mar durante muchas horas seguidas, el patrón Fry era un experto en detectar un hechizo de invisibilidad en movimiento, el cual siempre comportaba alguna distorsión. Pero no vio nada, porque tanto el Chico Lobo como Septimus estaban inmóviles como rocas, obedeciendo por instinto la rima del Ejército Joven: «Él se congelará y nadie lo verá». El capitán Fry clavó los ojos en la oscuridad, moviendo la cabeza de un lado a otro como una paloma (otro de sus trucos), y con esto estuvo muy a punto de descubrir a Septimus, que de repente se vio casi dominado por el deseo de echarse a reír.
Pero la ceja del patrón Fry continuaba contrayéndose. Decidió hacer una comprobación básica para detectar hechizos de invisibilidad. De repente, se lanzó a una loca danza zigzagueante, haciendo girar los brazos como aspas de molino en un vendaval. El nada ortodoxo método del patrón Fry para detectar hechizos de invisibilidad era de una eficacia asombrosa, ya que el Chico Lobo y Septimus apenas lograron apartarse a tiempo. De hecho, rozó al Chico Lobo, pero por suerte este estaba en el proceso de saltar detrás del palo mayor, y el capitán Fry confundió el codo del Chico Lobo con un nudo de cuerda.
Septimus estaba considerando muy en serio la retirada, cuando la imitación de molino de viento danzante cesó de una manera tan brusca como había comenzado; el patrón Fry había visto que los gemelos Crowe se hacían gestos el uno al otro para expresar que la cordura de su patrón no pasaba por uno de sus mejores momentos. Aquellos gestos le tocaron un punto sensible.
—Aquí hace un frío de mil demonios —dijo, carraspeando y pateando el suelo como si tuviera frío—. Poneos en movimiento, zoquetes inútiles. —Los Crowe sonrieron burlonamente y no se movieron. El patrón Fry desenfundó el alfanje y avanzó hacia Delgado Crowe—, Haz lo que te he dicho o te cortaré la cabeza de ese flaco pescuezo de pollo que tienes —gruñó—, Y tú también, Gordote.
Los Crowe se pusieron manos a la obra con renovado entusiasmo.
Aún inquietado por la ceja izquierda, el capitán Fry continuó observando la cubierta con recelo mientras dirigía a los Crowe. El Gordo Crowe cogió el gancho del extremo de la grúa, tiró de él hacia abajo, y lo enganchó en la anilla del centro de la puerta de estribor.
—¡Alto! —gritó el patrón Fry—. ¿Tenéis serrín en lugar de cerebro, o qué? Os he dicho que no abrierais la puerta hasta que yo diga las palabras. —Se metió la mano en el bolsillo, y sacó el arrugado encantamiento—, Tráeme la lámpara, cabeza de pollo —le dijo a Delgado Crowe—, ¡Ya!
Delgado Crowe le llevó la lámpara. El patrón Fry alisó el papel, tosió con cierto nerviosismo, y entonó con cuidado:
Oleíc le rartne ajed, allítocse al allesed,
Sortoson ertne agnopretní es arerrab anugnín euq.
Septimus y el Chico Lobo intercambiaron miradas recelosas, al igual que Delgado y el Gordo Crowe. Los cuatro, por razones diferentes, reconocían un encantamiento inverso cuando lo oían. El capitán Fry se enjugó el sudor de la frente: odiaba leer.
—¡No os quedéis ahí pasmados —gritó—, abrid las puertas!
Delgado Crowe corrió hacia la grúa y se puso a hacer girar otra chirriante manivela.
Al cabo de pocos minutos se alzaron las puertas de la bodega de carga, y entonces quedó abierto un gran agujero oscuro en la cubierta. Septimus y el Chico Lobo se miraron el uno al otro; esa era la oportunidad que habían estado esperando.
El capitán Fry alzó la linterna y se asomó a mirar hacia las profundidades. Con cuidado, los gemelos Crowe también se asomaron. Desde detrás de la vela amontonada, Jenna observaba la espeluznante escena. Le recordaba los dibujos que había visto de la banda de saqueadores de tumbas de medianoche que había aterrorizado al Castillo durante un invierno, cuando ella era pequeña. Al momento siguiente se había borrado todo parecido con saqueadores de tumbas, y la escena le recordaba ahora a la compañía de monos voladores que había actuado ante la vega del Palacio durante la Feria del Equinoccio de Primavera, aunque esta vez los monos eran más grandes y feos, y hacían mucho más ruido.
Tres fuertes golpes sordos más tarde, los monos yacían sobre el enorme baúl que había en el fondo de la bodega.
—¡Los tenemos! —se oyó que decía la triunfante voz de Septimus desde un lado de la grúa, la cual comenzaba a descender para enganchar las puertas de la bodega.
En las profundidades del barco, el capitán Fry y los Crowe soltaron un torrente de palabrotas —muchas de las cuales ni Jenna ni Beetle habían oído antes—, que continuó hasta que las puertas cayeron firmemente en su sitio, y el brazo de la grúa se posó sobre ellas.
Septimus y el Chico Lobo dejaron de ser invisibles y los cinco se encaminaron hacia la escotilla más cercana, que daba acceso a las cubiertas inferiores. Septimus empujó la pequeña puerta doble, que suponía que iba a encontrar cerrada con llave y barrada. No lo estaba. Se abrió con demasiada facilidad, y todos se preguntaron por qué no había salido nadie.
Y así, mientras se aproximaba la aurora y el cielo se iluminaba hasta adquirir una tonalidad gris verdosa, abandonaron la cubierta uno a uno para seguir a Septimus a través de la escotilla y bajar por la escalera al interior del barco.
¿Qué iban a encontrar?, se preguntaban todos con una sensación de temor.