Encallados
En el Cerys, Nicko recobró el control en medio de la pesadilla de todo marinero. Miró fijamente a Snorri, con incredulidad.
—¿Qué? —exclamó, con voz ahogada—, ¿Que he hecho qué?
—Encallar —replicó Snorri, lacónica—, Nicko, no querías escucharme. Estabas… estabas loco.
—¿Encallar? No… ay, no. ¡No! —Nicko corrió hacia un costado del barco y miró hacia abajo. Lo único que pudo ver fueron remolinos de niebla pegados a la superficie del agua, pero sabía que Snorri tenía razón. Podía sentirlo: no había movimiento de agua debajo de la quilla. El hermoso Cerys había abandonado su elemento y se había convertido en solo un enorme trozo de madera inerte.
Bajo cubierta había estallado un vocerío. Toda la tripulación estaba despierta, y los marineros se tiraban de las literas y corrían por los pasillos. El atronador sonido de los pasos hizo que el temor inundara a Nicko y, al cabo de un momento, Milo —despeinado y con una manta echada de manera apresurada sobre su camisón de brocado de seda—, se encontraba de pie junto a él.
—¿Qué? —gritó Milo—, ¿Qué has hecho?
Mudo, Nicko negó con la cabeza; apenas podía soportar mirar a Milo.
—No… no lo sé —dijo, desesperado—. Palabra que no lo sé.
El primer oficial salió a cubierta y respondió de inmediato a la pregunta.
—Ha encallado, jefe.
Un «ya se lo había advertido» silencioso quedó flotando en el aire.
Snorri sabía que Nicko no intentaría siquiera defenderse.
—Es el faro —dijo ella—. Se ha movido.
El primer oficial rió burlonamente.
—Pero es verdad que se ha movido —insistió Snorri—, Ahora está allí. Mirad. —Señaló el Pináculo, que se alzaba por encima de la niebla como un gigantesco dedo negro de perdición coronado por una brillante luz.
—¡Ja! —se burló el primer oficial—. Algún idiota que ha encendido fuego en lo alto de una roca. Sucede continuamente. No es necesario dirigir el maldito barco hacia él.
—El barco… solo está sobre un banco de arena —dijo Snorri, con voz vacilante.
—Tú eres una experta, ¿verdad? —replicó el primer oficial, burlón.
—Sé la sensación que produce un banco de arena debajo de un barco, y también la que produce una roca —contestó Snorri—. Esto produce sensación de banco de arena.
El primer oficial no sabía muy bien qué pensar de Snorri. Sacudió la cabeza.
—Flotará con la siguiente pleamar, creo —anunció Snorri.
—Depende del daño que haya sufrido —gruñó el primer oficial—. La arena cubre una multitud de pecados… y una multitud de rocas. Las peores rocas se encuentran debajo de la arena. El agua las suaviza, pero la arena no. La arena las mantiene afiladas. Como navajas, algunas. Cortan un barco como un alambre al rojo corta la mantequilla. —Apartó la mirada de Snorri y le dirigió la palabra a Milo—. Solicito permiso para enviar un hombre, señor, con la finalidad de inspeccionar los desperfectos.
—Permiso concedido —replicó Milo.
—Iré yo —dijo Nicko, que hizo todo lo posible para no implorar—, Por favor. Dejadme hacer algo para ayudar.
Milo lo miró con frialdad.
—No —le espetó—. Puede ir Jem. De Jem me fío.
Giró con brusquedad sobre los talones y se encaminó a paso lento hacia la proa, donde se detuvo a mirar con consternación, a través de la niebla, las vagas formas de la tierra, tan inesperada y antinaturalmente cerca.
Sumido en su aturdimiento, Milo oyó que Jem descendía por los peldaños del costado del casco y luego colocaba la escalerilla de cuerda para llegar hasta la arena de abajo. Oyó chapoteos por los bajíos y luego los gritos de Jem.
—El lecho del mar es de arena, señor… alguna raspadura por aquí… no es demasiado malo… ah… uh… oh… —y más chapoteos.
Desesperado, Milo se cogió la cabeza entre las manos. Pensaba en el precioso cargamento que estaba atado dentro de la bodega. El tesoro que había estado buscando durante tantísimos años y que lo había mantenido alejado durante tantos de su esposa y su hija. Años desperdiciados, pensó Milo, años desperdiciados que habían desembocado en esto. Imaginó cómo el Cerys se llenaría de agua con la pleamar, cómo el mar entraría a raudales para rodear el gran baúl y sumergirlo para siempre más y entregar su precioso contenido al lecho del mar para que lo arrojara a las solitarias orillas de aquel lugar sumido en la ignorancia.
Milo miró desde la proa, que se alzaba aún más de lo habitual porque el Cerys estaba apoyado sobre la arena y se inclinaba hacia atrás en un ángulo antinatural. Miró a través de la niebla hacia la luz de lo alto del Pináculo y vio que no era, como había dicho el primer oficial, una hoguera. Y mientras la miraba intentando dilucidar qué era, la niebla comenzó a retirarse. Un escalofrío recorrió a Milo al ver cómo la bruma se alzaba de un modo impropio para cualquier bruma: rodando ladera arriba por una escabrosa colina hacia una pequeña torre que se alzaba en la cima, como si se tratara de un hilo que enrollara un pescador y que llevara enganchado al anzuelo un pez muy grande llamado Cerys, pensó Milo, con amargo humor. Lo recorrió un estremecimiento. Allí estaba sucediendo algo extraño, y en aquella torre había algo particularmente extraño… y él quería echar una mirada desde más cerca.
—¡Telescopio! —gritó Milo.
Al cabo de unos segundos, un miembro de la tripulación ya estaba a su lado con el telescopio. Milo se acercó a un ojo el tubo de latón finamente manufacturado y enfocó la torre. En torno a la parte superior vio que corría una misteriosa hilera de diminutas luces azules. Le recordaron las extrañas fábulas marineras que los piratas del barco de Deakin Lee narraban a altas horas de la noche, sobre las Islas de la Sirena de ojos azules, las cuales estaban dispersas por los siete mares, donde se oyen voces que llaman y cautivan a los marineros para atraer los barcos hacia las rocas.
Milo observó cómo la alfombra de niebla subía la colina y entraba en la torre a través de las ventanas iluminadas con luz azul, y comenzó a preguntarse hasta qué punto podía culparse a Nicko por haber encallado. Decidió ir a hablar tranquilamente con el muchacho. Fue entonces cuando oyó la voz de una muchacha que llamaba desde abajo. Parecía —pero sin duda no podía serlo— la voz de su hija.
—¡Mirad, es el Cerys! Lo sabía. ¡Eh, Nicko! ¡Milo!
Ahora, Milo sabía que era verdad; aquella era, en efecto, una de las famosas Islas de la Sirena.
—¡Eeeh, eh, Milooo, padre! Aquí abajo. ¡Soy yo, Jenna!
Milo se tapó los oídos con los dedos.
—¡Fuera! —gritó—, ¡Déjame en paz!
Allá abajo, a la cabeza de un pequeño grupo de aspirantes a rescatadores que atravesaba los bajíos chapoteando, Jenna oyó el grito. Fastidiada, se volvió a mirar a Septimus y a Beetle.
—Típico —dijo.
—Chissst —susurró Septimus—, Viene alguien. ¡Rápido, todos abajo! —ordenó; luego se agazapó detrás de la roca grande contra la que el Cerys había estado a punto de chocar, y arrastró a Jenna consigo. Beetle, el Chico Lobo y Lucy lo siguieron a toda prisa.
—¿Qué sucede, Sep? —murmuró Beetle, mientras se arrodillaba sobre un percebe, para incomodidad de ambos.
Septimus señaló la inclinada forma del Cerys, tan diferente de la última vez que lo había visto en toda su gloria, en la Dársena Doce, en el Mercado Fronterizo. Ahora, visto desde el punto de vista de un percebe, la enorme forma redondeada ya no era elegante sino gorda, como una ballena varada en la playa. Aunque la parte superior continuaba siendo suave y lustrosa, y la línea de oro brillaba en el resplandor de la luz, por debajo de la línea de flotación era mate y sucia, sembrada de lapas.
Sin embargo, no era la triste vista del Cerys encallado lo que Septimus pretendía señalar, sino las inconfundibles formas de los gemelos Crowe, casi invisibles en las sombras del casco que se curvaba en lo alto, y que avanzaban sigilosamente hacia Jem mientras este estaba absorto en el examen de los desperfectos.
Observaron horrorizados mientras, en su clásica maniobra Pinza-plaf, los Crowe se aproximaban al desprevenido Jem. En el último instante posible, justo antes de que saltaran, Jem se volvió con sorpresa, entonces lanzó un grito agudo y cayó boca abajo en los bajíos. Cada uno de los Crowe enfundó un cuchillo en el cinturón, para luego continuar su camino, avanzando con sigilo a lo largo de la quilla del barco, bien ocultos de la vista de cualquiera que estuviese a bordo.
Los Crowe siguieron en silencio hasta la escalerilla de cuerda que colgaba del desprevenido Cerys. Entonces, los observadores vieron otras dos figuras —el patrón y Jakey Fry—, que aparecieron desde detrás de la popa y se movieron con sigilo hasta la escalerilla. Se detuvieron al pie de esta y vieron que Jakey señalaba el cuerpo del marinero. Pareció estallar una discusión entre Jakey Fry y su padre, quien la zanjó por el método de poner un largo cuchillo contra la garganta de Jakey.
Los gemelos Crowe también habían llegado ya a la escalerilla. Le dijeron a Jakey que la sujetara y comenzaron el laborioso ascenso, uno tras otro, cargados con una temible colección de cuchillos que llevaban metidos en el cinturón y las botas.
—¡No! —exclamó Jenna, con voz ahogada. Iba a salir de detrás de la roca, pero el Chico Lobo la sujetó.
—Espera —le dijo.
—Pero, Nicko… —protestó Jenna.
El Chico Lobo miró a Septimus.
—Todavía no, 412, ¿verdad?
Septimus asintió. Sabía que el Chico Lobo estaba calculando las probabilidades, como les habían enseñado a hacer en el Ejército Joven. Y en ese preciso momento las probabilidades se amontonaban contra ellos en forma de cuchillos, implacabilidad y fuerza bruta. Necesitaban desesperadamente alguna ventaja y solo contaban con una: el factor sorpresa.
—Para la lucha ganar, el momento hay que calcular —recitó Septimus, y Jenna, exasperada, alzó los ojos al cielo.
»Pero, Jen, es verdad —dijo Septimus—. Tenemos que calcular bien el momento. Cuando menos se lo esperen, atacamos. ¿De acuerdo, 409?
El Chico Lobo le enseñó a Septimus un pulgar hacia arriba y le dedicó una ancha sonrisa. Aquello era como en los viejos tiempos, aunque mil veces mejor. Estaban juntos en su propio pelotón e iban a vencer.
Jenna, sin embargo, no lo veía del mismo modo. Horrorizada, observó cómo el capitán Fry seguía a los Crowe por la escalerilla, mientras el resplandor de la luz se reflejaba en el gran alfanje que llevaba metido dentro del fajín. Los gemelos Crowe habían llegado al final. Se detuvieron y esperaron al patrón Fry; a continuación, los tres desaparecieron en silencio al pasar por encima de la borda.
Sobre el Cerys estallaron gritos y se oyó un alarido.
Jenna no pudo soportarlo más. Se apartó del Chico Lobo y salió corriendo de detrás de la roca, chapoteando en el agua de los bajíos y saltando por encima de los bancos de arena hacia el barco varado, mientras de lo alto le llegaba el eco de gritos, chillidos y golpes sordos.
Jakey Fry vio venir a Jenna, pero no se movió. Vio que otras cuatro figuras salían de detrás de la roca para seguirla, pero continuó sin moverse. Vio que las figuras llegaban hasta el cuerpo del marinero, vio que se arrodillaban y lo volvían boca arriba, y se sintió terriblemente mal. Se aferró a la escalerilla, en apariencia para obedecer las últimas palabras que le había dicho el padre: «Sujeta esa escalerilla, pequeño vagabundo, y no te atrevas a soltarla pase lo que pase, ¿lo pillas?». Pero lo que en realidad sucedía era que Jakey estaba demasiado conmocionado como para soltarla.
Jakey observó cómo las cinco figuras recogían al marinero y retrocedían con paso tambaleante hasta una roca plana que había cerca de allí. Sentía el impulso y el deseo de ir a ayudarlos, pero no se atrevía; en ese momento no se atrevía a hacer absolutamente nada. Vio que dejaban con cuidado al marinero sobre la roca, y luego un muchacho que parecía llevar un nido de paja sobre la cabeza se arrodilló junto a él. Al cabo de pocos segundos, el muchacho se puso de pie y señaló a Jakey con gesto iracundo.
De repente, Jakey oyó que el amenazador bramido de su padre atravesaba los sonidos de lucha de lo alto, y todo quedaba en silencio. Jakey se estremeció. Era probable que su padre tuviera un cuchillo apoyado contra la garganta de alguien, ya que era la forma en que habitualmente obtenía lo que quería. Miró hacia arriba, pero no podía ver nada más que la curva cubierta de lapas del casco del Cerys. Cuando bajó la mirada, vio que el muchacho que parecía tener un nido de paja sobre la cabeza y sus cuatro amigos, uno de los cuales era Lucy Gringe, se encaminaban hacia él. Jakey tragó saliva. Ahora sí que iba a recibir.
Jenna y Septimus fueron los primeros en llegar hasta Jakey. Septimus aferró a Jakey por el cuello de la ropa y lo apartó de la escalerilla.
—Apártate del camino, asesino.
—Yo… yo no lo soy. Yo… yo no lo he hecho, de verdad.
—Tus amigos lo hicieron. Es lo mismo. Estáis todos juntos en esto.
—No… no. No son mis amigos. No lo son.
—Apártate del camino y basta. Nuestro hermano está en ese barco, y vamos a subir.
—Os sujetaré la escalerilla —dijo Jakey, para gran sorpresa de Septimus, que saltó sobre el primer peldaño y comenzó a subir.
—Ten cuidado —le advirtió Jakey—. ¿Tú también vas a subir? —preguntó al Chico Lobo.
—Sí —replicó el Chico Lobo, ceñudo.
—Buena suerte —dijo Jakey.
Jenna fue a continuación, seguida por Beetle. Lucy se quedó abajo. Ya se había hartado de escalerillas. Le dirigió una girada iracunda a Jakey.
—¿Qué está sucediendo, aliento de pescado? —exigió saber.
—No lo sé, señorita Lucy, de verdad —balbuceó Jakey—. En el barco hay algo. Papá lo sabe, pero nunca me cuenta nada. ¿Va a subir usted también?
Lucy alzó la mirada hacia la escalerilla, justo a tiempo de ver a Septimus desaparecer por encima de la borda. Suspiró. Ahora había dos de los hermanitos de Simón ahí arriba y, le gustara o no, iba a tener que ayudarlos; eran, después de todo, casi parientes. Con aire profesional se sujetó las trenzas en un moño para que nadie pudiera cogerla por ellas (Lucy había aprendido un par de cosas en el Aquelarre de Brujas del Puerto).
—Sí, cabeza de tortuga, voy a subir —dijo.
—Vaya con cuidado, señorita Lucy —le instó Jakey—. Si necesita ayuda, estaré allí.
Lucy le dedicó a Jakey una sonrisa inesperada.
—Gracias, chaval. También tú ve con cuidado. —Dicho esto, inició el precario ascenso.
Cuando Lucy ascendía trabajosamente por el costado del Cerys, una gaviota de extraño aspecto, con plumas amarillas, aterrizó sobre el banco de arena. Ladeó la cabeza y observó a Jakey Fry con cierto interés; luego metió el pico dentro de la arena, sacó una larga anguila de arena que se retorcía y se la tragó. ¡Puaj! Odiaba las anguilas de arena. Las anguilas de arena eran lo peor de ser una gaviota. Pero no podía evitarlo. En cuanto sentía el movimiento de granos de arena bajo las sensibles patas palmeadas, algo se apoderaba de ella y lo siguiente que sabía era que tenía una de aquellas repugnantes cosas a medio camino por la garganta. La gaviota alzó el vuelo y voló hasta una roca cercana para recuperarse.
La pequeña gaviota amarilla no podía creer que su suerte hubiera cambiado de repente, una vez más. Pero no había tenido elección, se dijo. Sabía que la mandona maga extraordinaria la habría mantenido, en efecto, prisionera en la celda sellada para siempre si ella no hubiera aceptado sus términos. La gaviota decidió que no se dejaría meter prisa. Se pondría en movimiento cuando hubiera digerido la anguila de la arena y no antes. Esperaba que mereciera la pena haber sufrido tantas molestias por su amo, pero lo dudaba. Mientras intentaba no hacer caso de la sensación que le causaba la anguila de la arena al retorcérsele dentro del estómago, observó cómo Lucy ascendía por los peldaños de precario aspecto que pendían del casco del Cerys.
Al fin, Lucy llegó a lo alto. Se asomó a mirar por encima de la borda. Para su sorpresa, la cubierta del Cerys estaba desierta.
¿Adonde habían ido todos?