La guardia de Nicko
Nicko estaba al timón del Cerys. Era una noche hermosa; la luna ascendía por el cielo y la luz de una miríada de estrellas iluminaba el elegante barco finamente calibrado. El viento era perfecto, soplaba de modo constante, y hacía que el barco surcara las olas cantando. Alborozado, Nicko inspiró el aire salobre del mar, el mar con el que había soñado durante tantísimo tiempo y que había temido no volver a ver nunca más.
Apenas podía creer que estaba de vuelta en su propia época, ante el timón del barco más hermoso que había visto en su vida, navegando rumbo a casa. Nicko sabía que recordaría aquel momento durante el resto de su vida.
El movimiento decidido del barco y el oleaje del mar azul añil que transportaba fugaces atisbos de fosforescencia calmaban los nervios y el cansancio de Nicko. El Cerys respondía con facilidad a los giros del timón, el viento hinchaba perfectamente las velas. Nicko alzó la mirada hacia ellas, y luego le sonrió a Snorri, su copiloto. Snorri estaba recostada contra la barandilla, con el largo pelo rubio movido por la brisa, los ojos verdes destellando de emoción. Junto a ella estaba Ullr, negro y lustroso en su forma nocturna de pantera. Al sentir la mirada de Nicko sobre sí, Snorri se volvió y sonrió.
—Lo hemos hecho, Snorri. ¡Lo hemos hecho! —Nicko rió—, ¡Y míranos ahora!
—Tenemos suerte —dijo Snorri, simplemente—. Mucha suerte.
Era la primera noche que Milo dejaba a Nicko a cargo del barco en solitario. La noche anterior, el primer oficial —un hombre escéptico que consideraba que aquel desgarbado y desaliñado Nicko Heap era demasiado joven como para controlar el Cerys— había estado observando hasta el último movimiento de Nicko mientras este conducía el barco a través de las olas, en busca^del más leve error para informar de él a Milo. Pero, para su disgusto, no había encontrado ninguno. Vio cómo Nicko seguía el rumbo sin desviarse y reaccionaba perfectamente ante el viento. Vio cómo pilotaba el Cerys sin problema al pasar junto a un trío de barcas de pesca que tenían las redes bien desplegadas bajo la brillante luna y, para gran sorpresa del primer oficial, navegaba sin ponerse nervioso a través de una manada de ballenas cuyos negros lomos enormes parecían islas en la noche.
Puede que el primer oficial fuera un escéptico, pero también era honrado. Le dijo a su capitán que Nicko era un timonel asombrosamente competente, y si solo tuviera el muchacho diez años más, él no tendría objeciones a que se hiciera cargo del gobierno del Cerys durante el turno de noche. Milo —a quien Jenna había informado sobre las peculiaridades de la Casa de los Foryx—, pensó que, habida cuenta de todo ello, probablemente Nicko era mayor que toda la tripulación del barco junta y, por tanto, había dejado a Nicko como único encargado del timón en la segunda noche del viaje de regreso al Castillo.
Y así, Nicko se convirtió en rey de las olas. El limpio olor del mar le inundaba las fosas nasales, tenía en los labios el sabor a sal del agua de mar pulverizada y sus ojos vagaban por el horizonte abierto, sin topar con muros ni verse nublados por humo de velas. Debajo de él estaban las salvajes profundidades del océano y por encima tenía el chispeante polvo de las estrellas, con nada más que una fina manta de aire extendida entre Nicko Heap y la totalidad del universo. Lo inundaba el júbilo ante aquella libertad.
Pero el deleite de Nicko no menoscabó en lo más mínimo su concentración en la tarea de dirigir al Cerys sin peligro a través de la noche, hasta que el primer timonel del turno de día lo relevara al salir el sol.
• Nicko conocía el plan de ruta de memoria. Debía seguir un rumbo sudoeste, 210 grados según el compás, hasta que la silueta de la Luz de la Roca del Gato se hiciera visible en el horizonte. El primer oficial había dicho a Nicko y a Snorri que el faro era fácil de identificar: parecía un gato. La luz era fija y brillaba a través de dos «ojos», aunque parecía una sola hasta que uno se acercaba. Para completar la impresión felina, la torre estaba rematada por dos protuberancias como orejas.
Nicko se sentía intrigado por la descripción que el primer oficial había hecho de la Luz de la Roca del Gato. Si se la hubiera oído a cualquier otro, habría pensado que era una broma; pero Nicko se daba cuenta de que el primer oficial no era hombre de bromas.
Nicko iría hacia el faro hasta que la luz única se transformara en dos, para luego desviar al Cerys hacia el sur y seguir un rumbo de 80 grados. Esto llevaría al barco a las proximidades de otro faro —con orejas pero sin luz—, que el oficial le había asegurado a Nicko que podría ver sin problemas porque para entonces la luna estaría alta. Desviándose 270 grados con respecto al faro oscuro, Nicko debía tomar un rumbo sudeste, el cual —si el viento y la marea lo permitían—, llevaría al Cerys directamente hacia la Luz de la Doble Duna.
No se trataba del rumbo más directo, pero Nicko confiaba en que él y Snorri podían lograrlo. El primer oficial lo había irritado al insistir tres veces en que no debían, bajo ninguna circunstancia, llevar el Cerys hacia el sudeste de la Luz de la Roca del Gato, hacia la isla que había tras ésta. Nicko había replicado que, si podía esquivar una ballena, probablemente también se las arreglaría para evitar una isla.
De repente, un emocionado grito de Snorri se abrió paso a través de sus pensamientos.
—¡Ahí está! Ya veo la silueta. ¡Mira!
Desde su puesto situado en lo alto del palo mayor, les llegó el resonante grito del vigía.
—¡Roca del Gato a proa!
En efecto, en el horizonte Nicko veía una calinosa difusión de luz, casi como la luz trémula del alba, y el Cerys navegaba en línea recta hacia el resplandor.
Nicko se sintió alborozado. A pesar de toda su aparente confianza, le había preocupado la posibilidad de tomar un rumbo que fuera demasiado hacia el sur, y desviarse completamente de la Luz de la Roca del Gato. Bajó los ojos hacia el pesado globo de la brújula que se mecía con suavidad en su bitácora, y sonrió: la aguja estaba fija en 210 grados exactos.
El Cerys hendía las olas, en línea recta hacia el resplandor que ascendía en el horizonte y se hacía cada vez más brillante. Nicko pensó que no era del todo como él había previsto. La Luz de la Roca del Gato era conocida por su gran altura, y sin embargo la luz aparecía mucho más cerca del agua de lo que cabía esperar.
Mientras continuaban navegando, Nicko se sentía cada vez más preocupado. Había esperado ver la alta Luz de la Roca del Gato a esas alturas, aunque aún no había más que una potente luz que brillaba a lo lejos. La luna desapareció detrás de una nube grande y la noche pareció repentinamente oscura. Nicko miró la brújula una vez más; la aguja continuaba inmóvil, temblando ligeramente como suelen hacer las agujas de las brújulas, sobre la marca de 210 grados. Estaban en el rumbo… aquello no tenía sentido.
—Snorri, ¿puedes ver ya la Roca del Gato? —preguntó, ansioso.
—No, Nicko. Es extraño. Esto no se parece a la carta de navegación, creo —replicó Snorri.
De repente, desde el puesto del vigía les llegó un grito.
—¡Niebla a proa!
Nicko quedó atónito. Hacía una noche límpida y clara, con total seguridad no era para nada el tipo de noche en que él esperaría niebla.
—¿Niebla? —gritó hacia lo alto.
—Sí, señor —fue la réplica que recibió—. Viene hacia aquí.
Nicko nunca había visto nada parecido. Un banco de niebla iba flotando por el mar hacia ellos como si fuera una larga ola de marea de color blanco. En cuestión de un momento envolvió el barco en su gélido manto goteante de humedad. Ascendió en espiral por los palos, envolvió las velas y ensordeció todo sonido, por lo que Nicko no llegó a oír el sorprendido grito del vigía, cuando dijo:
—¡Luz de la Roca del Gato a la vista! ¡A oscuras… está a oscuras, señor!
Syrah estaba sentada dentro del Mirador, subida a la pequeña silla metálica de lo alto de la desvencijada escalera que rechinaba en interminables círculos al recorrer el perímetro de la torre sobre los raíles herrumbrosos. Una brillante luz azul inundaba la blancura del Mirador, y cuando el barco de Nicko se alineó con los ciegos ojos de la Luz de la Roca del Gato, Syrah echó atrás la cabeza abrió la boca. Desde las profundidades de su cuerpo manó una hermosa y dulce voz encantadora. Las notas no morían como suelen hacerlo en las voces normales, sino que quedaban suspendidas en el aire, aguardando a que otras se reunieran con ellas. Mientras Syrah cantaba, los sonidos formaban remolinos en el aire, dentro del Mirador, giraban y se enroscaban en torbellinos de canción, la cual se hacía más fuerte y potente con cada vuelta, recorría las paredes y se condensaba hasta que al fin salió volando por las ventanas como un pájaro para adentrarse en el aire nocturno y atravesar el mar hacia el barco que navegaba a todo trapo, iluminado por la luna.
Cuando la niebla le cubrió los ojos, los oídos de Nicko se vieron inundados por una canción más hermosa de lo que habría imaginado jamás. En las profundidades de la canción, oyó su nombre.
—Nicko, Nicko, Nicko…
—¿Snorri? —preguntó Nicko.
—Nicko, ¿dónde estás?
—Aquí. Estoy aquí. ¿Me has llamado?
—No. —La voz de Snorri era tensa—. Nicko, tenemos que echar el ancla. Ya mismo. Es peligroso continuar. No veo por dónde vamos.
Nicko no replicó.
—Nicko… Nicko… —cantaba la voz, inundando el aire de delicia y su corazón con la maravillosa sensación de haber llegado por fin a casa.
»Nicko… Nicko… ven a mí, Nicko —cantaba la voz, con gran dulzura. En la cara de Nicko apareció una sonrisa enternecida. Era verdad; estaba llegando a casa, en efecto. Llegando a casa, al lugar al que pertenecía de verdad, el lugar que había estado buscando durante toda su vida.
De repente, para gran irritación de Nicko, la apremiante voz de Snorri atravesó su ensoñación.
—¡El ancla! ¡Echa el ancla!
Nicko pensó que Snorri estaba poniéndose muy tediosa. Se oyó sonido de pies más abajo, pero a Nicko no le importaba. Lo único que importaba era la canción encantadora.
—¡Tierra a proa! —gritó de pronto el vigía, desde arriba—. ¡Tierra a proa!
—¡Nicko! —gritó Snorri—, ¡Rocas! Desvíate ya. ¡Ya!
Nicko no respondió.
Snorri lo miró con horror y vio que tenía los ojos desenfocados y fijos en la distancia. Snorri, vidente de espíritus, supo de inmediato que Nicko estaba encantado. Se lanzó a toda prisa hacia él e intentó arrebatarle el timón. Nicko se la quitó de encima. Aferró el timón con fuerza y el Cerys continuó adelante.
—¡Ullr, Ullr, socorro! —jadeó Snorri. Los verdes ojos de Ullr se encendieron; la pantera se aproximó de un salto a Nicko y abrió la boca—, Ullr, apártalo. No, no lo muerdas. Rápido, tengo que hacerme con el timón.
Pero en el momento en que Ullr cogía un buen bocado de la túnica de Nicko, un gran estremecimiento recorrió el barco y, a escasas brazas más abajo, la quilla abrió un profundo surco en un banco de arena, y el Cerys se detuvo con una fuerte sacudida.
Aún en su puesto de la Isla de la Estrella, Jakey Fry tenía los ojos fijos en la niebla cada vez más densa, temeroso de pasar algo por alto. Observó cómo pasaba el farol del palo mayor del Cerys como si fuera un botecito navegando a la deriva sobre un extraño mar blanco, y lo vio estremecerse hasta parar y escorarse, acompañado por un horrible ruido de raspado.
Jakey saltó de la roca y, patinando sobre algunas piedras sueltas, corrió pendiente abajo hacia el diminuto puerto de aguas profundas que había en el lado oculto de la Isla de la Estrella, donde el Merodeador estaba anclado. El fantasma de los ojos de chivo se encontraba agresivamente reclinado sobre el muro del puerto, mientras que el patrón Fry y los Crowe permanecían sentados sobre la cubierta del Merodeador, con aspecto incómodo. Aquello parecía una fiesta de té muy incómoda… sin el té. De repente, Jakey se alegró de haber estado de guardia a solas.
Una lluvia de pequeños guijarros pasó rasando el estrecho muelle y atravesó al fantasma, que se levantó de un salto y miró a Jakey con los ojos entornados y expresión colérica.
—No… vuelvas… a… hacer… eso… nunca… más —entonó, con gran lentitud.
Era la voz más amenazadora que Jakey Fry había oído en toda su vida. Se le erizaron los pelos de la nuca, y apenas logró dominarse para no dar media vuelta y huir. Se detuvo en seco.
—¡El barco! —logró chillar—. Acaba de varar.
El patrón Fry pareció aliviado. Él y los Crowe se levantaron de un salto como si se marchara por fin un huésped indeseable.
—Zarpamos —le dijo el capitán Fry a su hijo—. Baja aquí y suelta la amarra.
Jakey titubeó, reacio a acercarse al terrible fantasma, que se encontraba de pie justo al lado del bolardo al que estaba sujeta la amarra. Pero el fantasma le resolvió el problema, porque echó a andar con lentitud a lo largo del muelle, hacia los escalones que había en un extremo.
Al llegar a los escalones, el fantasma se detuvo y señaló al patrón Fry con un dedo amenazador.
—¿Tienes el talismán? —preguntó, con una voz hueca que le puso la carne de gallina a Jakey.
—Sí, señor —replicó el patrón Fry.
—Enséñamelo.
El patrón Fry sacó del bolsillo de los pantalones la bolsita de cuero que le había dado Una Brakket.
—Enséñamelo —insistió el fantasma.
Con temblorosos dedos torpes, el capitán Fry sacó algo de dentro de la bolsita.
—Bien. ¿Y las palabras? Quiero comprobar que tengas la versión para idiotas —gruñó el fantasma.
Más torpes manipulaciones y apareció un trozo de papel que tenía garabateado un encantamiento fonético.
—Aquí está, señor. Es esto —dijo el capitán Fry.
—Bien. Recuerda: acentúa la primera sílaba de cada palabra.
—¿La primera… sil…?
El fantasma suspiró.
—La primera parte de la palabra. Como en cerebro de burro. ¿Lo pillas?
—Sí, señor. Lo he pillado, señor.
—Y ahora vuelve a metértelo en el bolsillo, y no lo pierdas.
El fantasma dio media vuelta, bajó por los escalones del puerto y continuó, para sorpresa de Jakey, hacia el interior del mar. Cuando su cabeza desapareció bajo el agua, las palabras «estaré vigilándote, Fry», atravesaron la niebla.
—¡No te quedes ahí plantado como un pollo pelado esperando un sobretodo! —gritó el patrón Fry a Jakey—. ¡Zarpamos!
Jakey ^apresuró a saltar sobre el muelle, desenrolló la cuerda del viejo bolardo de piedra y la arrojó hacia la cubierta del Merodeador. Luego, temeroso de que lo dejaran atrás y el fantasma volviera, saltó a bordo.
—Coge el timón, muchacho —le gruñó el capitán Fry—, Y vosotros dos —les dijo a los Crowe—, vosotros dos podéis coger uno cada uno. —Señaló un par de grandes remos. Los Crowe parecieron desconcertados—. No hay ni pizca de viento, con esta maldita niebla, idiotas —les espetó el patrón—, así que ya os podéis poner a remar, y en silencio. Nada de chapoteos, ni gruñidos ni gimoteos. Este es un trabajo que requiere sorpresa, ¿lo habéis pillado?
Los Crowe asintieron con la cabeza, recogieron los remos y se encaminaron hacia el lado de estribor de la nave.
—Uno a cada lado, cabezas de alcornoque —les gruñó el patrón—. Puede que a vosotros os apetezca pasar la vida dando vueltas en círculo, pero a mí no.
Con el padre situado en la proa e indicándole por gestos si debía ir a derecha o a izquierda, Jakey Fry hizo todo lo que pudo dentro de la niebla y condujo el barco impulsado a remo desde el estrecho puerto a aguas abiertas. La marea estaba muy baja, pero el Merodeador estaba construido para poder pescar muy cerca de la orilla; tenía poco calado y podía adentrarse con facilidad donde otros barcos no osaban aventurarse. Cuando llevaba el Merodeador en torno al extremo más septentrional de la Isla de la Estrella, Jakey no pudo resistirse a echar una mirada hacia la costa para ver si distinguía la hoguera de la playa, pero no se veía nada más que una capa de niebla baja, y los tres mástiles de la presa del Merodeador, que se alzaban por encima.
La barca avanzaba con lentitud, impulsada por los Crowe. Jakey miraba las estúpidas espaldas de los gemelos Crowe que hundían los remos en el agua como autómatas; vio al matón de su padre en la proa, con la afilada nariz al viento, los dientes desnudos como los de un perro salvaje, y se preguntó qué horrores pensaba obrar allá adonde iban. Pensó en el grupo de amigos que había visto reunidos en torno al fuego, y de repente supo que eso era lo que quería, más que cualquier otra cosa: ser libre para sentarse en torno a una hoguera con amigos propios. Su vida no tenía por qué ser así. Jakey Fry quería marcharse.