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Proyecciones

Silencioso como una serpiente que se mueve por la hierba, Septimus se arrastró por la arenosa depresión que separaba las dunas, impulsándose con los codos. En la mortecina luz de la luna que acababa de salir, su pelo era del color de la arena y su capa del mismo verde apagado que la hierba que tenía por encima, pero pese a ello su movimiento no había pasado inadvertido.

En la arenosa oscuridad del escondrijo, Beetle había despertado de repente, y escuchaba con gran atención: algo iba mal. Beetle salió poco a poco de debajo de la capacaliente, se puso de pie y automáticamente se pasó una mano por el pelo.

Al instante deseó no haberlo hecho; ahora tenía la mano cubierta por una pegajosa mezcla de aceite para pelo y arena. Se inclinó con torpeza porque el escondrijo no era lo bastante alto como para que pudiera ponerse de pie y miró al exterior a través de la estrecha rendija de la entrada. Para su preocupación, vio que Septimus bajaba con lentitud por la pendiente, hacia la playa. Beetle se escabulló fuera del escondrijo, con lo que desalojó un poco de arena que le erró por poco a la cabeza de Jenna.

En el interior, Jenna continuó dormida, soñando con Nicko en su barco.

Más como una tortuga que como una serpiente, Beetle partió ladera abajo hacia Septimus, que ahora se había detenido al final de la depresión y escrutaba la playa. Beetle se reunió con él en una ducha de arena. Septimus se volvió y se llevó un dedo a los labios.

—Chissst…

—¿Qué sucede? —susurró Beetle.

Septimus señaló hacia la izquierda, a lo largo de la orilla. Perfiladas por el resplandor de la luz, Beetle vio dos figuras que iban caminando, con las botas en la mano, a lo largo de la línea de la marea. Daban la impresión, pensó Septimus con un poco de envidia, de no tener ni una sola preocupación en el mundo. Cuando las figuras se aproximaron más, se hizo evidente que eran un muchacho y una muchacha. Y al acercarse más aún, Septimus tuvo la sensación, aún más extraña, de saber quiénes eran.

—No puede ser —murmuró para sí.

—¿Qué es lo que no puede ser? —susurró Beetle.

—Parecen 409 y Lucy Gringe.

—¿409?

—Ya sabes. El Chico Lobo.

De hecho, Beetle no conocía al Chico Lobo, pero sí que conocía a Lucy Gringe, y supuso que Septimus tenía razón.

—Pero… ¿cómo es posible que hayan llegado hasta aquí? —susurró Beetle.

—No lo han hecho —susurró Septimus—, Es una proyección. La Sirena está intentando hacernos salir.

Beetle se mostró escéptico.

—Eh, espera un momento, ¿cómo sabe esa Sirena de la existencia de Lucy y el Chico Lobo?

—Fui un tremendo estúpido —replicó Septimus—. Pensé en ellos cuando estaba haciendo la pantalla mental.

Beetle y Septimus observaron cómo se aproximaban las figuras de Lucy y el Chico Lobo. Se detuvieron en la orilla del agua y se quedaron mirando hacia el mar.

—Son muy reales —dijo Beetle, dubitativo—. Pensaba que era difícil proyectar gente.

—Para la Sirena no lo es —dijo Septimus, con un estremecimiento, al recordar la proyección de Beetle que le imploraba que esperara—. Beetle, agáchate.

Septimus empujó a Beetle. Las dos figuras habían girado y comenzaban a alejarse de la orilla, justo hacia el lugar del que Beetle y Septimus estaban retirándose con rapidez.

—Vuelve a meterte en el escondrijo —susurró Septimus.

Unos segundos más tarde, Jenna era cubierta por una avalancha de arena.

—Qué… —farfulló, repentinamente despierta.

—Chist… —chistó Septimus, y señaló hacia el exterior.

Asustada, Jenna se puso de pie y miró fuera.

Aunque la entrada del escondrijo era solo lo bastante grande como para que pasara por ella una sola persona a la vez, tres personas podían asomarse a mirar al exterior al mismo tiempo. Y al cabo de poco había tres pares de ojos —uno violeta, otro marrón y otro verde brillante—, que observaban cómo las figuras del Chico Lobo y Lucy Gringe ascendían con paso cansado la arenosa pendiente que separaba las dunas y se encaminaban en línea recta hacia el invisible —eso esperaba Septimus— escondrijo.

Las figuras se sentaron en la arena a poco más de medio metro de la entrada. A Jenna se le escapó una exclamación ahogada de asombro.

—Chissst… —siseó Septimus, aunque se dijo a sí mismo que no tenía importancia, porque las proyecciones no podían oír.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Jenna, solo con el movimiento de los labios.

—Son una proyección —respondió Septimus, de la misma manera.

—¿Una qué?

—Una proyección.

—Pero si son reales —dijeron los labios de ella.

Era verdad, pensó Septimus, que parecían muy reales. De hecho, parecían tan naturales que tenía la sensación de que si tendía la mano tocaría al verdadero 409, con su pelo enredado, la capa color arena y todo lo demás. Septimus estuvo muy a punto de tender una mano para tocarlo. Se detuvo justo a tiempo al decirse a sí mismo que era otro de los trucos de la Sirena: en cuanto se dejara ver, la Sirena estaría allí, esperándolo. Había enviado sus proyecciones al exterior como se envía un par de perros de raza terrier al interior de una conejera para hacer salir la presa, y no habría manera de lograr que él se aventurara a salir de la conejera hasta que se hubieran marchado.

De repente, una de las proyecciones habló.

—¿No has oído algo, ahora mismo? —preguntó, jugando con sus trenzas.

—Están charlando —susurró Beetle—, Las proyecciones no hacen eso.

—Las de la Sirena sí que lo hacen —susurró Septimus—. Ya os lo dije.

En el exterior, la proyección de las trenzas empezaba a ponerse nerviosa.

—Ese ruido. Acabo de oírlo otra vez.

—Tranquila —replicó la proyección de pelo enredado—. Es probable que se trate de serpientes de la arena, o algo así.

Beetle tragó. ¡Serpientes de la arena!… No había pensado en eso.

La proyección de las trenzas se puso en pie de un salto.

—¡¿Serpientes?! —gritó—. ¡Serpientes, puajj! —Comenzó a saltar de un lado a otro y sacudirse la túnica con gestos frenéticos. Dentro del escondrijo cayeron cascadas de arena.

—Sep, esa es Lucy Gringe, ¡seguro! —susurró Beetle, mientras se quitaba la arena de los ojos.

—No, no lo es. —Septimus se mostraba inflexible.

—¡Puaj! —gritaba la proyección con trenzas—. Odio las serpientes. ¡Las odio!

—No seas tonto, Sep. Por supuesto que es ella —dijo Jenna—. Nadie más chilla de esa manera.

En ese momento, también la proyección de pelo enredado se levantó de un salto.

—Chissst, Lucy. ¡Chissst! Alguien podría oírnos.

—Sí, alguien os ha oído —dijo la incorpórea voz de Jenna, desde dentro del escondrijo.

Las proyecciones se abrazaron la una a la otra.

—¿Qué has dicho? —preguntó la proyección de las trenzas a la proyección del pelo enredado.

—¿Yo? —La proyección del pelo enredado parecía ofendida—. Yo no he dicho nada. La voz era de una chica. De hecho, parecía… bueno, a mí me ha dado la impresión de que se parecía mucho a la voz de Jenna Heap.

—¿La princesa Jenna? No seas estúpido —le espetó la proyección de las trenzas—. Eso no puede ser.

—Sí que puede ser —declaró Jenna al emerger, aparentemente, de dentro de una duna de arena.

La proyección de las trenzas lanzó un chillido patético.

Jenna se sacudió la arena de los pliegues de la túnica.

—Hola, Chico Lobo, Lucy. Es curioso veros por aquí —dijo, con tanta calma como si se hubieran encontrado en una fiesta.

Lucy Gringe abrió la boca.

—Lucy, por favor, no vuelvas a gritar —dijo Jenna.

Lucy Gringe cerró la boca y se sentó, por una vez no sabía qué decir.

—Eres real, ¿verdad? —preguntó Jenna, para información de Septimus.

—Por supuesto que lo soy —replicó Lucy, indignada—. De hecho, yo podría preguntarte lo mismo a ti.

—Sí, yo también soy real —asintió Jenna, para luego mirar al Chico Lobo—. Y tú también lo eres, supongo. —Le dedicó una ancha sonrisa.

El Chico Lobo no parecía demasiado seguro.

—Esto es raro… —murmuró. Movió la cabeza hacia lo que ahora reconocía como un escondrijo tipo del Ejército Joven—, ¿412 también está ahí? —preguntó.

—Por supuesto —replicó Jenna—. Y Beetle, también Beetle está ahí dentro.

—Sí, bueno… hay muchos escarabajos de la especie Beetle en la arena. Cuidado que pican.

—No, me refiero a Beetle. Venga, Sep, salid aquí ya.

Septimus salió con aspecto azorado y algo fastidiado.

—¿Qué estás haciendo tú aquí, 409? —preguntó.

—Yo también podría hacerte la misma pregunta —replicó el Chico Lobo, mientras observaba cómo un Beetle rebozado en arena salía del escondrijo—, ¿Cuántos tienes ahí abajo, 412, todo un ejército?

Beetle, Septimus y el Chico Lobo se midieron unos a otros con desconfianza, como si cada uno se hubiera inmiscuido en el territorio del otro.

Jenna se hizo con el mando.

—Vamos. Bajemos a la playa y encendamos una hoguera. Podemos asar unos osos de plátano.

Lucy pareció asombrada.

—¿Tenéis osos de plátano en el medio de ninguna parte? —preguntó.

—Sí —asintió Jenna—, ¿Te apetecen?

—Cualquier cosa que no sepa a pescado me parece bien —respondió Lucy.

Septimus empezaba a poner objeciones, pero Jenna lo hizo callar.

—Mira, Sep, este rollo del Ejército Joven ya ha durado bastante. Somos cinco. No nos pasará nada.

Septimus no supo qué decir. Se sentía mortificado después de todos los aspavientos que había hecho con respecto a las proyecciones.

—Hay madera de deriva en la playa —anunció Beetle—. ¿Vienes, Sep? ¿Y, eh… 419?

—Cuatro cero nueve —lo corrigió él, con una sonrisa—, Pero puedes llamarme Chico Lobo; todos lo hacen.

—Y tú puedes llamarme Beetle —dijo Beetle, y le dedicó una amplia sonrisa—. Y yo no pico.

Media hora más tarde se encontraban reunidos en torno a un chisporroteante fuego que ardía sobre la arena, asando osos de plátano, sin darse cuenta de que, desde no mucha distancia, Jakey Fry los observaba con expresión anhelante.

Jakey estaba apostado en el punto más alto de la Isla de la Estrella, el islote en forma de estrella que había frente a la punta de la isla principal. Tenía hambre y frío, y mientras observaba al grupo que estaba reunido en torno al fuego, se dio cuenta de que, además, se sentía solo. Masticaba la cabeza de un pequeño pescado seco que había encontrado en el bolsillo, y se estremeció; estaba bajando la temperatura, pero no se atrevía a regresar al Merodeador a buscar una manta.

Como era su deber, Jakey examinó el horizonte. Lo habían enviado a vigilar el mar, no la tierra, pero no podía resistirse a echarle un vistazo, de vez en cuando, al grupo de la playa. Parecían estar tentadoramente cerca, y Jakey vio que la bajamar estaba dejando al descubierto un banco de arena que conectaba la Isla de la Estrella con la playa. El deseo de pasar por el banco de arena y unirse al grupo estuvo a punto de abrumarlo, pero no se movió. Lo que le daba miedo no era pensar en su padre y los dos gemelos asesinos que se encontraban a un tiro de piedra de distancia, en el Merodeador, sino el fantasma antiguo que había estado esperándolos en el muro del viejo puerto de la Isla de la Estrella cuando llegaron. Con su túnica azul oscuro y sus fijos ojos como de chivo, el fantasma tenía algo que había aterrado a Jakey. Y no había pasado por alto el hecho de que incluso a su padre parecía asustarlo el fantasma, y Jakey nunca había visto a su padre asustado por nada. En cuanto hubo caído la noche, el fantasma le había dicho a Jakey: Ve a vigilar la llegada del barco, muchacho. No quiero volver a ver tu cara paliducha hasta que el barco no haya naufragado.

Y cuando naufrague, quiero que estés de regreso en el mismísimo momento en que choque contra esas rocas. ¿Lo has entendido?. Jakey lo había entendido de verdad.

Ajeno a la presencia de su envidioso espectador, el grupo de la playa se instaló cómodamente junto al fuego y el Chico Lobo y Lucy comenzaron a narrar su historia. Jenna y Beetle escuchaban, cautivados, pero Septimus no lograba deshacerse de la sensación de amenaza. Se había sentado un poco separado del grupo. Para no estropear su visión nocturna no miraba ni el fuego ni la luz que brillaba en lo alto del Pináculo.

—Relájate, Sep —dijo Jenna, al captar otra de las ansiosas miradas de Septimus—, No pasa nada. Esto es muy divertido.

Septimus no respondió. Le habría gustado creer que era divertido, pero no lo creía. En lo único que podía pensar era en Syrah tendida boca abajo al pie de la escalera. ¿Qué había tenido de divertido para ella?

La historia de Lucy y el Chico Lobo se desvelaba, pero Septimus la escuchaba solo a medias. Sin dejar de pensar en Syrah, masticó un par de osos de plátano y bebió el chocolate caliente que le ofreció Jenna, pero los recuerdos de la tarde se habían posado sobre él como una manta mojada, y observaba al grupo que rodeaba el fuego como si, al igual que Jakey, se encontrara en otra isla. El fuego comenzó a extinguirse y el aire se hizo más frío. Septimus se acurrucó dentro de la manta, y, mientras intentaba no oír los sonidos gatunos de Lucy Gringe, miró hacia el mar.

Septimus no podía creerlo. Tan pronto como Beetle y Jenna habían —por fin— entendido que algo malo de verdad tenía lugar en la isla, habían aparecido Lucy y el Chico Lobo y convertido todo el asunto en una fiesta de playa. Cuando más pensaba en ello, más se enfadaba. En lugar de estar riéndose de las estúpidas impresiones gatunas de Lucy, deberían estar hablando de por qué la tripulación del Merodeador se había apoderado de la luz y la había situado en lo alto del Pináculo; deberían estar intentando deducir qué había querido decir Syrah al hablar de la existencia de una amenaza para el Castillo; preguntándose qué estaría haciendo la tripulación del Merodeador en ese preciso momento. Septimus estaba seguro de que todas estas cosas estaban relacionadas, pero le resultaba difícil dilucidarlas en solitario. Necesitaba hablar del asunto, averiguar qué sabían Lucy y el Chico Lobo. Pero cada vez que había intentado reconducir la conversación, no había logrado nada. Estaban, según pensaba Septimus, haciendo el tonto como si estuvieran de excursión por las dunas del Frente Marítimo.

Mientras Lucy divertía a los otros con una descripción de las cabezas de pescado bañadas en chocolate, Septimus continuó con los ojos fijos en la oscuridad. Fue entonces, con un coro de «fiiiiiiiiiu» como música de fondo, cuando distinguió en el horizonte la silueta de un barco con todo el trapo desplegado.

La historia del Chico Lobo y Lucy estaba llegando a su conclusión. Explicaron cómo habían emprendido la caminata por las piedras que sobresalían del mar para ir a pedir ayuda a la gente que Miarr había visto de pie en lo alto del Pináculo en un momento anterior de ese día.

—¿Quién iba a pensar que erais vosotros? —acabó Lucy, con una risilla tonta.

La narración acabó y el grupo que rodeaba el fuego guardó silencio. Septimus observaba el regular avance del barco.

—¿Estás bien, Sep? —preguntó Jenna, al cabo de un rato.

—Hay un barco —replicó él, y señaló hacia el mar—. Mira.

Cuatro cabezas se volvieron a mirar, y los cuatro pares de ojos que habían estado mirando las brillantes ascuas de la hoguera no vieron nada.

—Sep, necesitas dormir un poco. Los ojos vuelven a engañarte —dijo Jenna.

Aquella fue la gota que colmó el vaso. Enfadado, Septimus se levantó de un salto.

—No hay manera de que lo entendáis, ¿verdad? —dijo—. Os sentáis ahí, riendo y haciendo ruiditos estúpidos como si no pasara nada, ciegos a lo que tenéis delante de las narices.

Sin pronunciar una sola palabra más, ascendió por la pendiente de la playa para regresar a las dunas.

—Sep… —dijo Beetle, que se levantó para ir tras él.

Jenna tiró de Beetle para hacerlo sentar otra vez a su lado.

—Deja que se marche —le instó—. A veces, Sep necesita estar solo. Estará bien por la mañana.

Septimus llegó a las dunas y su enojo se evaporó en la oscuridad. Se quedó de pie durante un momento, medio tentado de regresar al consolador resplandor del fuego de la playa, al lado de sus amigos. Pero ya había cedido bastante por una noche. Decidió trepar a lo alto de las dunas y observar el barco. Demostraría que tenía razón, aunque solo fuera ante sí mismo.

Trepó por las dunas, y pronto llegó al terreno más firme de la franja central de tierra. Se detuvo a recuperar el aliento. Era hermoso. El cielo estaba sereno, y una lluvia de estrellas escarchaba la noche. La marea bajaba con suavidad y descubría bancos de arena que destellaban a la luz de la luna, dejando a la vista, durante unas pocas horas, un trazado secreto de calles antiguas. Calles que habían pertenecido a la gente que había vivido en la isla hacía mucho tiempo, antes de que llegaran las inundaciones y dividieran una isla en siete.

Septimus se protegió los ojos con la mano y buscó el barco, medio esperando haberlo imaginado y no ver nada. Pero ahí estaba, ahora mucho más cerca, con las velas iluminadas por la luz de la luna. Le pareció que iba directamente hacia la isla. Estaba a punto de bajar corriendo a la playa para decírselo a los otros, cuando, por el rabillo del ojo, vio una línea de luces azules que brillaban entre los árboles de lo alto de la colina, y entonces se arrojó al suelo.

Septimus permaneció oculto en la hierba, sin apenas atreverse a respirar. Observó las luces, esperando que descendieran de la colina hacia él, pero permanecieron en el mismo sitio exacto. Por fin, dedujo qué eran las luces: la línea de pequeñas ventanas de lo alto del Mirador. Mientras permanecía allí tumbado y se preguntaba qué podían significar, vio una corriente de niebla que comenzaba a emerger de entre los árboles de debajo del Mirador, y correr colina abajo hacia el mar. Se estremeció. El aire que lo rodeaba se enfrió de repente, y la niebla parecía extrañamente decidida, como si fuera de camino hacia una cita.

Septimus se puso de pie. De repente, la combinación de fuego y amigos se hizo irresistible. Volvió a bajar corriendo por las dunas y ante él la niebla se extendió por la orilla y comenzó a deslizarse por encima del agua, al tiempo que se hacía más espesa. La playa ya estaba envuelta en niebla, pero el rojo resplandor del fuego lo guió hasta sus amigos.

Sin aliento, llegó a la hoguera. Beetle estaba ocupado en echar más leña.

—Cuidado, Sep. —Sonrió, aliviado por verlo—. Mantendremos el fuego encendido durante toda la noche. Esta niebla es rara.