~~ 36 ~~

El cadete jefe

Septimus se alejó corriendo del Mirador, mientras se preguntaba cuánto tiempo tardaría el espectro de la Sirena en ascender como un torbellino por la escalera de escape e ir tras él. Se lanzó hacia los árboles para ponerse a cubierto, y de inmediato comenzó un escudo protector básico, algo que no requería demasiada concentración. Lo remató con un invisible silencioso, y echó a andar a través del soto con la esperanza de que la Sirena no tuviera la capacidad que tenían algunas entidades para ver los reveladores signos de la Magia. Cuando salió por el otro lado de la arboleda, Septimus tomó un sendero más corto y empinado para descender por el lado de la colina, que llevaba hasta el refugio de las dunas de abajo.

Mientras descendía, medio corriendo y medio resbalando por la ladera, Septimus no podía quitarse de la cabeza la imagen de Syrah tendida en el agua. Lo hizo remontarse directamente a la ocasión en que había visto a un muchacho del Ejército Joven al que habían dado por muerto en los bajíos del río, y los recuerdos de las maniobras del Ejército Joven en el Bosque Nocturno comenzaron a perseguirlo. Acosado por sus pensamientos, Septimus atravesó la extensión de dunas y se sobresaltó al tropezar con Jenna y Beetle, pero ni la mitad de lo que se sobresaltaron ellos.

—¡Aaaaaah! —gritó Jenna, al tiempo que barría el aire—, ¡Beetle, socorro! ¡Aquí hay algo! ¡Cógelo, cógelo…! ¡Ah! Eres tú, Sep. ¿Qué estás haciendo?

Septimus había eliminado con gran rapidez el hechizo de invisibilidad, pero no antes de que Beetle le asestara un manotazo en un brazo.

—¡Ay! —gritó.

—¡Sep! —exclamó Beetle con voz ahogada. Entonces, al ver la expresión de Septimus, preguntó con preocupación—: Oye, ¿qué pasa?… Es… No será Escupefuego, ¿verdad?

Septimus negó con la cabeza. Al menos había algo de lo que no tenía que preocuparse, gracias a Syrah.

Sentados en las dunas de arena, desde donde podían observar cómo la anaranjada bola del sol se hundía detrás de una franja de nubes que faltaba sobre el horizonte y que perfilaba con brillantes rosados y púrpuras, Septimus les contó lo que había sucedido.

Al acabar la historia, guardaron silencio.

—Hacer eso ha sido una locura, Sep —dijo, luego, Jenna—, entrar en una escalofriante torre con esa muchacha, Syrah, o lo que quiera que fuese. Una especie de espíritu de la isla, supongo.

—Syrah no es un espíritu de la isla —objetó Septimus—. Es una persona de verdad.

—Y, entonces, ¿por qué no ha venido a saludarnos como habría hecho una persona de verdad? —preguntó Jenna.

—Syrah es de verdad —insistió Septimus—. Tú no lo entiendes porque no la has conocido.

—Bueno, pues espero no conocerla —replicó Jenna, con un escalofrío—. Parece rara.

—No es rara.

—Vale, no hace falta que te mosquees, Sep. Solo me alegro de que hayas salido de allí, eso es todo. Has tenido suerte.

—Ella no la ha tenido —murmuró Septimus, con la mirada fija en los pies.

Jenna le lanzó a Beetle una mirada que parecía preguntar: «¿Tú qué opinas?». Beetle sacudió de manera imperceptible la cabeza. La verdad era que no sabía qué pensar de la historia de Septimus, y en particular de la descripción de la escotilla del Túnel de Hielo. Beetle evocó la semana anterior, cuando, en las Bóvedas del Manuscriptorium, Marcia le había permitido ver el Plano Vivo de los Túneles de Hielo… ¿o no lo había hecho? Sabía que no había visto un Túnel de Hielo que fuera por debajo del mar; eso lo habría recordado. Pero Beetle también sabía que el hecho de que no lo hubiera visto no significaba nada; Marcia podría haber ocultado con facilidad una parte de la información. En el Manuscriptorium, todos sabían que la maga extraordinaria solo te enseñaba lo que quería que vieras. Pero, a pesar de eso, le resultaba difícil de creer.

—¿Estás seguro de que era una escotilla de Túnel de Hielo Sep? —preguntó—. No suelen ser tan grandes.

—Eso ya lo sé, Beetle —le espetó Septimus—. Y también sé reconocer una escotilla de Túnel de Hielo cuando la veo.

—Pero, un Túnel de Hielo aquí fuera… estamos a muchísima distancia del Castillo —dijo Jenna—. Tendría que atravesar todo ese trecho por debajo del mar.

—Sí, ya he pensado en eso —asintió Septimus—, No me lo estoy inventando, ¿sabéis?

—No, por supuesto que no —se apresuró a decir Beetle—, pero las cosas no siempre son lo que parecen.

—En especial en una isla —añadió Jenna.

Septimus se había hartado. Se levantó y se sacudió la arena de la túnica.

—Voy a ver a Escupefuego —anunció—. Ha pasado toda la tarde solo.

Jenna y Beetle se pusieron de pie.

—Nosotros también iremos —dijeron al unísono y luego se sonrieron el uno al otro, para gran irritación de Septimus.

Un movimiento que se produjo cerca del Pináculo captó la atención de los tres. Se agacharon entre las dunas una vez más y se asomaron a mirar. El Merodeador se había puesto en movimiento. Permanecieron tendidos en la arena mientras lo observaban partir, pero el barco no se dirigió mar adentro, como ellos habían esperado. Por el contrario, viró a la derecha, en un rumbo que reseguía la isla para bordear las rocas que nacían del escondrijo de Escupefuego. El Merodeador era un barco hermoso, a pesar de quienes lo navegaban, y conformaba una imagen llena de lirismo, silueteada contra el cielo que se oscurecía, y donde comenzaban a verse las primeras estrellas.

—Esta isla es un lugar tan hermoso… —dijo Beetle, con un suspiro, mientras observaba cómo el Merodeador desaparecía al en tras las rocas—. Resulta muy difícil creer que aquí pueda suceder algo malo.

—En el Ejército Joven hay un refrán —dijo Septimus— que dice: «La belleza atrae al mocetón más fácilmente hacia su perdición».

Había caído la noche, y la luz brillaba como una diminuta luna brillante. Cuando Septimus, Jenna y Beetle salieron del escondrijo y echaron a andar a lo largo de la playa, no vieron a los recién llegados que se encontraban en la base del Pináculo. Una larga cápsula roja ascendió desde el agua, se abrió una escotilla y regurgitó a tres figuras desaliñadas. La más pequeña de las figuras trepó por el Pináculo como un gran murciélago y se instaló junto a la esfera de luz. Si alguien hubiera vuelto a mirar, tal vez habría visto la diminuta figura negra de Miarr recortada contra la relumbrante bola blanca, pero nadie lo hizo. La luz era algo que todos evitaban mirar por instinto. Su tremendo brillo causaba dolor en los ojos.

Caminar por la playa resultaba duro. Septimus insistía en que caminaran por la blanda arena, a cubierto de las dunas, y también insistía en que Jenna y Beetle fueran por delante.

—¿No podemos caminar por la arena de más abajo? —preguntó Jenna—, Sería mucho más fácil.

—Demasiado a la vista —dijo Septimus.

—Pero ahora está oscureciendo. Nadie puede vernos.

—Podrían vernos si fuéramos por la playa. Las figuras destacan en una playa. Es un espacio desierto.

—Supongo que en el Ejército Joven también hay un refrán para eso.

—Con desierto por delante, se ven hormiga y elefante.

—En el Ejército Joven había algunos poetas muy malos.

—No tienes por qué ser tan crítica, Jen.

Jenna y Beetle continuaron dando traspiés, seguidos por Septimus, quien, según advertía Beetle cada vez que se volvía para mirarlo, parecía caminar de manera extraña, como un cangrejo.

—¿Estás bien? —preguntó Beetle.

—Sí —replicó Septimus.

Se acercaron a las rocas que bordeaban la que ellos consideraban su bahía. Jenna estaba a punto de saltar sobre ellas, cuando Septimus la detuvo.

—No —dijo—. La Sirena… ella nos verá.

Jenna estaba cansada e irascible.

—¿Cómo puede hacerlo, Sep? No podemos ver ese chisme, esa torre, desde aquí, así que ella tampoco puede vernos.

—Además, en el caso de un espectro morador posesivo, eso no es un problema —intervino Beetle—, A menos que estemos lo bastante locos como para entrar en la torre.

—Ella dijo que vendría a buscarme, Beetle —explicó Septimus—. Tú no estabas allí.

—Lo sé, pero… bueno, piénsalo, Sep. Yo deduzco que eso (porque es «eso», no «ella»), deduzco que eso quería decir que iría a buscarte dentro de la torre. Pensaba que estabas atrapado allí dentro, ¿verdad? Ignoraba que tú sabías cómo salir. Así que lo más probable es que ahora ande subiendo y bajando en tu busca. O tal vez ha renunciado y vuelto a…

—Haz el favor de callarte, Beetle, ¿quieres? —le espetó Septimus. No podía soportar pensar en la Sirena volviendo a poseer a Syrah.

—Sí, de acuerdo, Sep. Me doy cuenta de que ha sido un día duro.

Septimus sabía que lo que decía Beetle tenía sentido, pero no lograba librarse de una creciente sensación de amenaza. Continuaba siendo un hecho que no había logrado hacer lo que Syrah le había pedido que hiciera. El Túnel de Hielo continuaba desellado, y algo le decía que los comentarios que Syrah había hecho sobre aquella amenaza para el Castillo significaban algo más que una simple escotilla de Túnel de Hielo desellada. Pero no sabía cómo podía hacer que Jenna y Beetle lo entendieran.

—No me importa —fue lo único que dijo, en cambio—. No vamos a pasar por encima de las rocas… quedaríamos demasiado expuestos. Nos adentraremos entre las dunas en fila india, y en silencio de batalla…

—¿Silencio de batalla? —Beetle parecía incrédulo.

—¡Chissst! Esto es serio… tan serio como cualquier ejercicio de hazlo-o-muere de los que se hacen en el Bosque. ¿De acuerdo?

—No, no estoy de acuerdo, pero supongo que carece de importancia. Da la impresión de que estás muy decidido a ser el cadete jefe —observó Beetle.

—Alguien tiene que serlo —replicó Septimus. Nunca lo había admitido ante sí mismo cuando estaba en el Ejército Joven, pero siempre había abrigado la secreta ambición de llegar a ser cadete jefe—. Id por delante, hombres —dijo, metiéndose en el papel.

—¿Hombres? —objetó Jenna.

—Tú también puedes ser un hombre, Jen.

—¡Vaya, genial! Muchísimas gracias, Sep. —Jenna le hizo una mueca a Beetle, que respondió con otra.

—Pero… —comenzó Beetle.

—Chissst.

—No, me vas a escuchar, Sep —dijo Beetle—, Esto es importante. Si estás tan convencido de que el espectro posesivo va a salir a buscarte, creo que has olvidado algo. Lo único que tiene que hacer es seguir nuestras huellas y luego, cuando estemos todos dormidos en nuestro escondrijo…

Jenna se estremeció.

—Beetle, no.

—Lo siento. —Beetle pareció avergonzado.

—No hay huellas que seguir —replicó Septimus—. Por eso voy en la retaguardia. Para paticangrejearlas.

—¿Para qué? —preguntaron Beetle y Jenna.

—Es un término técnico.

—¿«Paticangrejear», un término técnico? —dijo Beetle, medio riendo.

Pero Septimus estaba muy serio.

—Es algo del Ejército Joven.

—Ya imaginaba que lo sería —murmuró Beetle.

—Es la manera en que uno mueve los pies por la arena. Mirad, así… —Septimus hizo una demostración del paso de cangrejo con el que arrastraba los pies por la arena como si patinara—. ¿Lo veis? Se paticangrejean las huellas. Si se hace de manera correcta, hace que resulte imposible que alguien pueda encontrar tus huellas, pero solo puede hacerse en la arena suelta. Es obvio que en una arena más dura no funciona.

—Es obvio.

Jenna y Beetle se adentraron en las dunas con Septimus tras ellos. Él los dirigió hacia un sendero profundo y estrecho, como un cañón en miniatura. En la parte superior estaba bordeado por la misma hierba dura que cubría las dunas, la cual formaba un protector saliente por encima de sus cabezas y creaba un túnel oculto. A cobijo de la brillantez de la luz, el Anillo del Dragón de Septimus comenzó a relumbrar, y él se bajó las mangas con bandas púrpura para ocultarlo.

Septimus estaba complacido con su decisión. El sendero los llevaba en línea paralela a su playa, y desembocaba en un punto situado justo antes del escondrijo. Para cuando salieron el cielo estaba salpicado de estrellas, y comenzaba la pleamar. Fueron sin demora al encuentro de Escupefuego.

El dragón estaba sumido en un reparador sueño de dragón y roncaba con suavidad. Jenna le acarició el suave hocico tibio y Beetle hizo un comentario favorable sobre el cubo. Luego, con un poco de miedo, todos fueron a mirarle la cola. De inmediato supieron que estaba bien; ya no permanecía tiesa como un árbol talado, sino que se curvaba suavemente como era habitual y olía bien. Aún flotaba en el aire un débil aroma a menta, que a Septimus le trajo el recuerdo de Syrah. Lo inundó una ola de tristeza al pensar en ella.

—Quiero quedarme un rato con Escupefuego —dijo a Jenna y a Beetle—. ¿De acuerdo?

Beetle asintió con la cabeza.

—Nosotros iremos a preparar un poco de WizDri —dijo—. Baja cuando acabes.

Septimus se sentó con cansancio y se recostó contra el cuello de Escupefuego, que aún estaba calentito del sol. Se metió una mano en un bolsillo y sacó el pequeño libro manchado de agua que le había dado Syrah, y comenzó a leer. Eso no lo hizo sentir ni una pizca mejor.

Mientras Beetle se ocupaba de una improbable combinación de WizDri en una sartén que estaba colocada sobre el hornillo de fuego al toque, Jenna se sentó y observó cómo la marea retrocedía con suma lentitud. Sus pensamientos derivaron hacia Nicko.

Se preguntó si el Cerys habría zarpado. Imaginó a Nicko ante el enorme timón de caoba, a cargo del hermoso barco, y experimentó una ligera punzada de pesar. Le gustaría encontrarse de pie en cubierta, con Nicko, pasar ratos con él como su hermano mayor, una vez más, como solía hacer en el pasado, y bajar a dormir en su hermoso camarote en el que no había arena. Jenna recordó la diminuta corona dorada que Milo había pintado en la puerta de su camarote y sonrió. En su momento la corona la había hecho sentir incómoda, pero ahora veía que Milo lo había hecho porque estaba orgulloso de ella. Jenna suspiró. Se sentía mal por el modo en que se había comportado; tal vez no debería haberse marchado como lo hizo.

Beetle oyó el suspiro.

—¿Echas de menos a Nicko? —preguntó.

A Jenna le sorprendió que Beetle hubiera adivinado sus pensamientos.

Entonces apareció Septimus.

—Silencio, Beetle —ordenó—. Éste es un campamento silencioso.

Beetle alzó la mirada.

—¿Un qué? —preguntó.

—Un campamento silencioso. Nada de ruidos. Nada de charlas. Solo gestos con las manos. ¿Entendido?

—Se te ha subido a la cabeza, Sep. Más vale que tengas cuidado.

—¿Qué se me ha subido a la cabeza?

—Ese rollo del cadete jefe. No es de verdad, ¿sabes?

—Beetle, esto no es una comida campestre —le siseó Septimus.

—¡Oh, venga, danos un respiro, Sep! —le espetó Beetle—. Estás haciendo una montaña de un grano de arena. En la playa te encuentras con un espíritu que puede hacer Magia y vuelves con la historia más rara que jamás haya oído nadie. Si quieres que te diga lo que pienso, ella te encantó y te lo metió todo dentro de la cabeza. O te quedaste dormido y lo soñaste.

—Ah, ¿sí? —Septimus se metió la mano en el bolsillo y sacó el diario de Syrah—, Léete eso y luego dime que lo he soñado.