Las profundidades
Septimus y Syrah entraron en un amplio pasadizo forrado de ladrillo, alumbrado por el mismo tipo de sibilantes lámparas blancas que Ephaniah Grebe gustaba de usar en el Manuscriptorium.
La temperatura descendía de modo constante a medida que avanzaban, y Septimus vio que su aliento se condensaba en el aire. Se concentró en la pantalla mental: el paseo que había dado con Lucy Gringe, el año anterior, por el Sendero Exterior. Se preguntó por qué le había venido eso a la cabeza, y entonces se dio cuenta de que ese paseo hacia lo desconocido le había acarreado serios problemas. Tenía la clara sensación de que este paseo podría estar haciendo lo mismo. Bajó los ojos hacia sus galones de aprendiz superior, su lustre mágico aún era visible debajo de las manchas dejadas por la cola de Escupefuego, y se dijo que, fuera lo que fuese lo que en aquel preciso momento tuviera que hacer, podría hacerlo. Se recordó a sí mismo que era el único aprendiz que jamás hubiera completado la búsqueda.
El pasadizo giraba de manera gradual hacia la izquierda, y después de unos minutos llegaron a una escalera ancha, al pie de la cual había un sólido muro del mismo lustroso material negro que conformaba la cámara móvil. Septimus vio en él la forma rectangular de una ancha puerta y dedujo que se encontraban cerca del final del recorrido.
La voz de la Sirena lo sobresaltó al hablar de modo súbito, a través de Syrah.
—El muchacho no irá más allá —dijo.
Septimus se quedó petrificado.
Syrah negó con la cabeza y le hizo frenéticos gestos para indicarle que avanzara, mientras la voz de la Sirena la contradecía.
—¡Atrás! ¡No toques la entrada!
Septimus retrocedió, no porque obedeciera a la voz, sino porque parecía estarse produciendo una batalla entre Syrah y su poseedora, y él quería mantenerse a distancia. Observó cómo Syrah alzaba la mano con extraños movimientos espasmódicos hacia el desgastado panel de apertura que había junto a la puerta, y vio cómo se le tensaban los músculos de los brazos cuando, con un esfuerzo tremendo, obligó a la mano a posarse sobre el panel. La puerta se abrió despacio con un siseo, y Syrah avanzó como un mimo que caminara en contra de un ventarrón imaginario. Con gran inquietud, Septimus la siguió.
La puerta se cerró tras ellos. Un débil chasquido atravesó el aire y se encendió una luz azul. Septimus reprimió una exclamación. Se encontraban dentro de una altísima caverna talla-da en las profundidades de la roca. Por encima de su cabeza pendían largas estalactitas que destellaban con una etérea luz azul, y a sus pies se encontraba la escotilla más grande del Túnel de Hielo que jamás hubiera visto. Septimus estaba conmocionado.
No fue el gigantesco tamaño de la escotilla lo que pasmó a Septimus, sino el hecho de que estaba en medio del agua. La protuberancia algo redondeada de la escotilla emergía como una isla de un mar que cubría el arenoso suelo gris de la caverna. Era la primera vez que Septimus veía una escotilla del Túnel de Hielo sin su protectora cubierta de hielo y le resultó impresionante. Era una sólida masa de bruñido oro oscuro, con una abultada placa selladora hecha de plata en el centro. En el oro había inscrita una larga línea de escritura muy apretada que comenzaba en la placa selladora y describía una espiral hasta llegar al borde.
Un tembloroso dedo de Syrah señaló hacia la escotilla. La otra mano fue hacia su propio cuello, luego se apartó con brusquedad, aferró el índice que señalaba y lo obligó a descender. Entonces Septimus entendió para qué estaba allí: Syrah quería que sellara la escotilla con la llave. Septimus no sabía por qué había allí un Túnel de Hielo ni por qué estaba desellado, pero lo que sí sabía era que tenía que actuar con rapidez. Syrah estaba perdiendo el control de sus actos. Se apresuró a quitarse de alrededor del cuello la llave alquímica, se puso a gatas en el agua fría como el hielo y sostuvo la llave por encima de la placa selladora. Sintió la mirada de Syrah en la nuca y alzó la vista. Sus ojos blancos lo observaban con la expresión de un zorro que está a punto de atacar.
De repente, Syrah se lanzó a por la llave y consiguió arrebatársela. Septimus se puso en pie de un salto y entonces, con los músculos temblando a consecuencia del esfuerzo que estaba haciendo al luchar contra la voluntad de la Sirena, Syrah depositó muy despacio la llave de vuelta en la mano de Septimus, y con la boca formó las siguientes palabras: «Huye, Septimus, huye». Con una repentina fuerza interior, el cuerpo de Syrah fue arrojado al suelo, donde quedó tendido cuan larga era en un charco de hielo fundido.
Septimus permaneció allí durante un momento de indecisión, preguntándose si había algún modo de que pudiera salvar a Syrah, pero luego vio la elocuente niebla azul que emergía del cuerpo postrado. Entonces recobró la sensatez y descargó la palma de una mano contra el desgastado panel del negro muro.
La puerta se abrió con un siseo. Septimus vio que tras de sí el espectro de posesión se elevaba de Syrah como un cangrejo que abandonara su concha de caracol, y echó a correr.
Rezando para que la puerta se cerrara antes de que la Sirena pudiera llegar hasta ella, Septimus subió a toda velocidad la escalera en cuyos escalones repiqueteaban sus botas. Al llegar a lo alto, se volvió justo a tiempo para ver que el espectro de la Sirena se colaba por la abertura que se iba estrechando. Septimus no se quedó a ver más. Corrió por el curvo pasadizo de ladrillo, que le pareció interminable, pero al final vio el lustroso muro negro de la cámara móvil. Sabía que la única posibilidad que tenía era meterse en la cámara y cerrar la puerta con rapidez.
Derrapó hasta detenerse ante la pared lisa. «¿Dónde estaba la puerta?» Se llenó los pulmones de aire. «Concéntrate, concéntrate», se dijo. De repente, vio la zona desgastada donde Syrah había posado la mano. Apoyó en ella una palma, debajo de ella relumbró una luz verde y la puerta se abrió con rapidez. Septimus entró de un salto y descargó la mano con fuerza sobre la correspondiente zona desgastada del otro lado. Cuando la puerta comenzaba a cerrarse, vio que la Sirena aparecía al doblar el último recodo del pasadizo, tan cerca que pudo verle los rasgos de la cara: los largos cabellos finos flotando como si los moviera una brisa fantasmal, los lechosos ojos fijos en él, las finas manos huesudas tendidas hacia él. Era una visión aterradora, pero había algo todavía peor. Corriendo delante de ella iban Jenna y Beetle, que gritaban: «Espera, Septimus ¡Espera!».
Antes de que le diera tiempo a reaccionar, la puerta se cerró.
Septimus descubrió que estaba temblando. Oyó que Jenna y Beetle le gritaban desde el otro lado de la puerta: «¡Socorro! ¡Déjanos entrar, déjanos entrar!».
Se trataba —y él lo sabía— de una proyección. Jenna y Beetle tenían el aspecto exacto que habían tenido en su pantalla mental, donde Beetle llevaba el uniforme del Manuscriptorium, no la elegante chaqueta de almirante que hasta el momento se había negado a quitarse. Pero la proyección había espantado a Septimus de mala manera; la Sirena era poderosa, ya que podía hacer que las proyecciones hablaran.
Septimus sabía que tenía que lograr que la cámara se pusiera en movimiento. Sin hacer caso de las súplicas de las proyecciones, se encaminó hacia la flecha anaranjada, pero cuando se inclinó para pulsarla, comenzó el canto de la Sirena.
Septimus quedó completamente paralizado. La mano cayó, laxa, a su lado, mientras se daba cuenta de que lo único que quería hacer era escuchar el más hermoso canto del mundo. ¿Cómo había logrado vivir sin él?, se preguntó. Nada, nada en absoluto, había tenido sentido alguno para él antes de aquello. Era exquisito. El canto giraba y se encumbraba por la cámara, y le colmaba el corazón y la mente con una sensación de júbilo y esperanza porque, dentro de un momento, cuando abriera la puerta y dejara entrar a la Sirena, su vida quedaría completa. Aquello era lo que siempre había querido. Caminando como en sueños, retrocedió y se acercó a la puerta.
Cuando la palma de la mano de Septimus se acercaba al panel de apertura, por su mente pasó una cascada de brillantes imágenes: días interminables en playas soleadas, nadando perezosamente en tibios mares verdes, risa, júbilo, amistad. Se sentía como si estuviera rodeado por toda la gente a la que quería; incluso Marcia estaba allí. Lo cual era, pensó de pronto, un poco raro. ¿Quería de verdad que Marcia estuviera con él allí, en la isla? Una imagen de Marcia que lo miraba con desaprobación inundó su cabeza y, por un breve segundo, desplazó el canto de la Sirena.
Con ese segundo bastó. Mientras mantenía firmemente afianzadas en la mente las imágenes de los momentos de mayor desaprobación de Marcia —cosa que resultaba fácil porque había muchísimos entre los que elegir—, Septimus se encaminó deprisa hacia la flecha anaranjada y la presionó con fuerza. Mientras Marcia le decía que llegaba tarde otra vez solo porque había andado a escondidas por el patio trasero del Manuscriptorium, bebiendo esa porquería repugnante con Beetle, ¿cómo se llamaba?… ¿Fizzboot? Y si de verdad pensaba que tenía derecho a poner las escaleras en modo de emergencia y molestar a todos los industriosos magos que estaban ocupados en sus asuntos, estaba en un lamentable error, la cámara dio un brinco, a Septimus se le cayó el estómago a los pies, y entonces supo que estaba ascendiendo.
Septimus se pasó el viaje de subida en compañía de una airada Marcia que entraba a grandes zancadas en la casa de Marcellus Pye y exigía saber qué creía Septimus que estaba haciendo allí, hasta que, al fin, la cámara se detuvo. Posó con rapidez la palma de la mano sobre el panel de apertura, la puerta se deslizó hasta abrirse y, acompañado por las protestas de Marcia respecto a la higiene de Escupefuego o, para ser precisos, a la falta de ella, Septimus salió a toda velocidad. Mientras corría, oía la voz de la Sirena, que gritaba desde las profundidades.
—Iré a por ti, Septimus, y te encontraré…
Septimus subió a toda velocidad por la escalera de escape, que estaba tallada en la roca del acantilado, y salió al interior del Mirador a través de la salida oculta. Vio la X que había dejado marcada en el suelo de tierra, respiró hondo y corrió en línea recta hacia la pared de sólida apariencia que había al otro lado. De repente se encontró sobre la muñida hierba de lo alto del acantilado, respirando el fresco aire tibio.
Syrah le había dicho la verdad.