La Sirena
Septimus y Syrah iban caminando por la mullida hierba de lo alto del acantilado hacia el Mirador. Soplaba una fuerte brisa que llevaba hasta ellos el olor del mar.
—Septimus —murmuró Syrah—, hay algunas cosas que debo contarte, pero miraré al suelo mientras hablo. La Sirena puede saber lo que dices mirándote los labios.
—¿Puede vernos? —preguntó Septimus, recorrido por un escalofrío.
—Vigila desde las ventanas de lo alto; no mires hacia arriba. Es necesario que te cuente esto por si las cosas se tuercen…
—Ni lo pienses —le advirtió Septimus.
—Pero debo hacerlo por tu bien. Quiero decirte cómo escapar.
—No necesitaré hacerlo —dijo Septimus—. Volveremos a salir juntos. Así. —Tomó a Syrah de la mano, y ella sonrió.
—Pero, por si acaso —insistió—, debes saber que, una vez que estés dentro del Mirador, la entrada desaparecerá, aunque continuará estando allí. Haz una marca en el suelo cuando entremos. Además, en las Profundidades…
—¿Las Profundidades?
—Sí, allí es donde tenemos que ir. Verás por qué cuando estemos allí. ¿Tienes la llave escondida debajo de la túnica?
Septimus asintió con la cabeza.
—Perfecto. Bueno, si necesitas escapar de las Profundidades, hay una escalera que asciende hasta el Mirador, pero no subas por ella a menos que no tengas ninguna otra posibilidad. Está alojada en lo profundo de la roca y el aire no es seguro. Hay una escalera que parte del Mirador, que es una línea de ventanas abiertas en el acantilado, y esa es segura. La encontrarás en frente de la ventana central. ¿Está bien?
Septimus asintió con la cabeza, aunque no le parecía que estuviera bien en absoluto.
Habían llegado a la sombra del Mirador.
—Date la vuelta y mira el mar —dijo Syrah—, ¿No es hermoso?
Septimus miró a Syrah, desconcertado. Le parecía raro ponerse a admirar el mar en un momento como aquel, pero entonces se dio cuenta de qué estaba haciendo Syrah, y volvió la espalda a las ventanas de vigilancia del Mirador.
Miraron mar adentro, a través de la rielante calina, y Septimus vio una isla más —un redondo altozano verde con una diminuta franja de playa blanca—, engarzada en el chispeante mar azul. El sol entibiaba la cumbre del acantilado acariciada por la brisa, y se llenó los pulmones de aire salobre, que saboreó como si fueran su último aliento.
—Septimus —susurró Syrah—, debo advertirte de que, cuando entremos en el Mirador, transcurrirán unos momentos horribles mientras, hummm… me ocurrirán cosas. Al principio no tendré control de mi cuerpo, pero no te alarmes. Cuenta despacio hasta cien y, para cuando acabes, ya podré hacer lo que quiera, a menos que algo salga mal. Sin embargo, no podré decir lo que quiera, ya que la Sirena tiene un gran dominio de las palabras. Así que recuerda lo siguiente: fíate solo de mis actos, no de mis palabras. ¿Lo has entendido?
—Sí, lo he entendido, pero…
—Pero ¿qué?
—Bueno, lo que no entiendo es que… sin duda la Sirena se preguntará qué hago allí; quiero decir que supongo que no llevas a menudo amigos a casa. —Septimus intentó sonreír.
Syrah mantuvo los ojos fijos en el brillante azul.
—No, no lo hago a menudo —murmuró—, Pero la Sirena te recibirá encantada. Ha dicho que desea otros, que está cansada de mí. ¿Entiendes el alcance de lo que estoy diciendo? —preguntó Syrah—, Lo que vas a hacer es peligroso para ti. Aún puedes marcharte, volver a la luz del sol.
—Sé que puedo —replicó Septimus—, pero no voy a hacerlo.
Syrah le dedicó una sonrisa de alivio. Dio media vuelta y juntos cubrieron los últimos metros que los separaban del Mirador. Se detuvieron ante la redondeada arcada antigua en la que reinaba una cambiante oscuridad, la cual reconoció por la descripción que el joven mago extraordinario había hecho en su testamento.
Syrah se volvió a mirarlo con ojos ansiosos. «Pantalla mental», dijo solo con el movimiento de los labios. Septimus asintió con la cabeza y apretó la mano de Syrah. Atravesaron juntos las sombras y se adentraron en la sorprendente brillantez del Mirador. Syrah soltó la mano de Septimus, como si de repente le quemara, y corrió hacia la pared opuesta de la torre para poner toda la distancia posible entre ambos.
Septimus quedó a solas.
Marcó rápidamente una X en el suelo de tierra con el tacón de una bota. Mientras su pantalla mental proyectaba reconfortantes recuerdos de una tarde pasada en la Feria del Equinoccio de Primavera, con Jenna y Beetle, miró a Syrah, que se encontraba al otro lado de la torre. Estaba pegada a la pared, con la expresión de un conejillo acorralado. Septimus se sintió mal. Apartó la mirada y comenzó a examinar sistemáticamente el interior del Mirador, reparando en todo con tanto cuidado como si estuviera haciendo un trabajo que Marcia le hubiera puesto de deberes.
El interior de las paredes del Mirador estaba recubierto por un rústico revoque blanco. La luz entraba a través de la línea de ventanas que recorría la parte superior y proyectaba largas franjas brillantes de luz solar sobre el suelo de tierra apisonada, en el centro del cual Septimus vio un brillante círculo de luz bordeado de piedra. La única pieza de mobiliario que había era una herrumbrosa escalera metálica de biblioteca, provista de ruedas, sujeta a una barra circular que corría justo por debajo de los ventanucos. En lo alto de ella había una diminuta silla metálica y —sí, ahora lo veía—, sobre la silla estaba la vaga forma azulada de una mujer. Aquella era, dedujo Septimus, el espectro de posesión de la Sirena.
Los fantasmas muy, muy antiguos a veces pueden presentar el aspecto de espectros de posesión, en especial si pierden el interés en ser fantasmas, como les sucede a algunos tras muchos miles de años, pero Septimus sabía cómo diferenciar a un espectro de un fantasma. Hay que esperar hasta que se mueva, momento en que un fantasma conservará su forma, pero no sucederá lo mismo con el espectro. Septimus no tuvo que esperar mucho. La forma se estiró hasta convertirse en una larga cinta de partículas azul hielo que empezó a girar como un diminuto tornado. Abandonó la silla y voló tres veces en torno a la línea de ventanas mientras adquiría cada vez más velocidad, antes de lanzarse en picado, directamente hacia Syrah.
Desde el otro lado de la torre, Syrah le lanzó a Septimus una mirada aterrorizada. «Confía en mí», dijo con solo el movimiento de los labios, y luego desapareció. El torbellino de azul comenzó a girar por encima de su cabeza para luego envolverla con un relumbrante contorno. Syrah fue poseída.
Septimus se estremeció. Respiró hondo y empezó a contar hasta cien. Marcia le había dicho una vez que era algo terrible de verdad ver cómo un humano era tomado por un espectro de posesión. Ahora entendía por qué: la nueva Syrah era una parodia. Fue hacia él haciendo piruetas, girando como una danzarina, bailando con las puntas de los pies, moviendo sinuosamente las manos en el aire, con una sonrisa vacua. Septimus apenas podía soportar mirarla. Le recordaba las marionetas de tamaño natural que había visto no hacía mucho en el Pequeño Teatro de los Dédalos. Le habían resultado de lo más espeluznantes, y lo mismo le había sucedido a Marcia, a quien había arrastrado consigo. «Son como esqueletos movidos por hilos», había dicho Marcia.
La marioneta de Syrah llegó hasta Septimus y, sin dejar de girar y hacer cabriolas, comenzó a hablar, aunque no con su propia voz.
—Ella te ha traicionado, Septimus —dijo burlona la grave voz resonante de la Sirena, mientras Syrah interpretaba un baile de muñeca de cuerda—. Te ha traído aquí por orden mía. ¿Y no lo ha hecho con gran maestría? Buena chica, ay, sí que soy una buena chica. Él me servirá muy bien, y es más mágico que tú, Syrah. ¡Y cuánto voy a disfrutar cantando con una voz de muchacho, tanto más pura que la voz de una chica!
De repente, Septimus se sintió convencido de que Syrah lo había traicionado de verdad. La miró a los ojos para intentar ver la verdad, y apartó la vista con horror: los tenía cubiertos por una película blanca lechosa. Fue entonces cuando se le ocurrió un pensamiento que quedó bien oculto tras la pantalla mental. Si Syrah lo había llevado al Mirador por orden de la Sirena, ¿por qué le había dicho cómo podía escapar? Miró detrás de sí para comprobar si la entrada de la torre había desaparecido de verdad. Lo había hecho… pero la X trazada por él continuaba allí.
Syrah reparó en la mirada de pánico de él.
—No hay escapatoria —dijo, riendo—. Eso no te lo dijo.
Septimus generó una serie de pensamientos de reclamo sobre lo mucho que odiaba a Syrah por lo que le había hecho, pero por detrás de ellos comenzó a abrigar algunas esperanzas. Si la Sirena en realidad no imaginaba que Syrah le había hablado de la entrada que desaparecía, eso tenía que significar que Syrah estaba utilizando con éxito su propia pantalla mental… a menos, claro está, que la Sirena estuviera poniendo en juego un doble engaño. A Septimus le daba vueltas la cabeza a causa del esfuerzo necesario para mantener la pantalla mental que ahora estaba creando un pánico total hacia a la Sirena, —y por detrás de ella intentar conservar la calma y dilucidar las cosas.
La Syrah marioneta hacía cabriolas a su alrededor, tirándole del pelo y de la túnica, y Septimus apenas si lograba resistir y continuar contando despacio hasta cien. Cuando llegó a noventa, Syrah brincaba a su alrededor en círculos y reía como una doncella espectral, y Septimus comenzó a temer que Syrah no pudiera controlarse. Continuó contando con tenacidad y, para su alivio, al llegar a noventa y siete, Syrah se detuvo en seco, sacudió la cabeza e inspiró, temblorosa. La macabra muñeca danzarina había desaparecido.
Syrah miró a Septimus, le dedicó una sonrisa torva y, con gran lentitud, como si estuviera habituándose otra vez a su cuerpo, señaló el brillante círculo que había en el centro del suelo. Asintió con la cabeza, corrió hacia él y, para asombro de Septimus, saltó dentro de él y desapareció. Siguió un suave golpe sordo y volaron unas cuantas plumas.
Septimus corrió hasta el borde del agujero y miró dentro, pero lo único que pudo ver fueron plumas. Había llegado la hora de tomar una decisión. En ese preciso instante podía simplemente salir a través de la pared situada ante la X que había trazado en el suelo, y no volver a ver a Syrah nunca más. Gracias a Syrah, Escupefuego pronto estaría bien. Él, Jenna y Beetle podrían abandonar la isla y podría olvidarse de todo lo relacionado con ella. Pero Septimus sabía que jamás podría olvidar a Syrah. Cerró los ojos y saltó.
Aterrizó en medio de una tormenta de plumas de gaviota. Tosiendo y escupiendo, se puso de pie, tambaleante. Al posar las plumas, vio que Syrah estaba esperándolo en una arcada estrecha situada en la parte superior de una escalerilla, y lo llamaba con un gesto.
Septimus atravesó con dificultad la cámara llena de plumas, subió por la escalerilla y ambos echaron a andar por un estrecho pasadizo blanco tallado en la roca. Syrah avanzaba a paso ligero, y el suave rumor de sus pies descalzos quedaba ahogado por el ruido de las botas de Septimus, que la seguía. El pasadizo los llevó ante una larga hilera de ventanas que Septimus reconoció como el Mirador, y al pasar ante la ventana central vio la entrada de la escalera de escape. En ese momento comenzó a sentirse un poco más confiado.
Siguió a Syrah por otros dos recodos, hasta un punto muerto; el pasadizo estaba bloqueado por un muro hecho con una substancia lustrosa e increíblemente lisa. Syrah posó la palma de una mano en una zona desgastada que estaba en el lado derecho del muro. Una luz verde fulguró bajo su mano, y a continuación una ovalada puerta oculta se deslizó hasta abrirse en un silencio tan absoluto que Septimus retrocedió de un salto a causa de la sorpresa.
Septimus atravesó el umbral y siguió a Syrah hasta el interior de una pequeña cámara redonda cuyas paredes, suelo y techo estaban hechos del mismo lustroso material negro. Syrah posó la mano sobre otra zona desgastada que había junto a la puerta, fulguró con una luz roja y la puerta se cerró. Con gran lentitud, Syrah caminó hasta una flecha de color anaranjado pálido que Septimus pensó que parecía flotar justo por debajo de la superficie de la pared, como un nadador atrapado bajo el hielo. Septimus se estremeció, pues sabía que ahora también él estaba atrapado. Syrah presionó la flecha, que apuntaba hacia el suelo y, de repente, Septimus tuvo la aterradora sensación de caer.
Se recostó contra la pared. Se sentía mareado, y tenía la sensación de que el estómago se le había subido a las orejas. Comprobó que el suelo seguía estando bajo sus pies y se preguntó por qué continuaba sintiéndose como si cayera a una velocidad vertiginosa.
—Porque estamos cayendo a velocidad vertiginosa —dijo Syrah con la grave voz resonante de la Sirena.
Con una punzada de miedo, Septimus se dio cuenta de que su pantalla mental había caído. Se apresuró a reinstaurarla, con algunos pensamientos de reclamo de su encuentro con el Chico Lobo en la Carretera Elevada, encuentro que parecía haber tenido lugar hacía años, en lugar de hacía días. Miró a Syrah, pero ella tenía la mirada fija en la flecha anaranjada, que se desplazaba hacia abajo con lentitud. Septimus decidió que la mejor opción era reaccionar con tanta normalidad como le fuera posible aparentar.
—¿Cómo podemos estar cayendo y sin embargo continuar en el mismo sitio? —preguntó.
—Podemos ser y estar haciendo muchas cosas a la vez —replicó Syrah—. En especial en un lugar tan antiguo como este.
—¿Antiguo? —preguntó Septimus, con cortesía, cambiando la pantalla mental a un leve interés por lo que estaba diciendo Syrah.
—Yo conozco este sitio desde los Días de Más Allá —explicó ella.
—Pero eso no es posible —dijo Septimus, conmocionado—. Nada se remonta a los Días de Más Allá. No queda nada de esa época.
—Salvo esto —replicó Syrah, al tiempo que movía una mano para abarcar la cámara. Pasó un dedo por la pared, y una luz de apagado color naranja siguió el recorrido de su dedo, para desvanecerse cuando ella lo apartó.
Septimus estaba tan intrigado, que por un momento olvidó con quién estaba hablando.
—¿Es mágica? —preguntó.
—Está Más Allá de la Magia. Fue la réplica que recibió.
De repente, a Septimus se le cayó el alma a los pies.
—Hemos llegado —anunció Syrah.
Con la pantalla mental ocupada en pensar en los Días de Más Allá, Septimus reparó en que la flecha anaranjada señalaba ahora hacia arriba. Syrah atravesó la cámara, y Septimus observó cómo, una vez más, posaba una mano sobre una pequeña zona donde el lustre estaba apagado a causa del uso. Una luz verde destelló por un breve instante bajo su mano, y al otro lado de la cámara se deslizó una puerta ovalada hasta abrirse del todo. A través de ella penetró una vaharada de aire frío y húmedo.
Los resonantes tonos de la voz de Syrah inundaron la estancia.
—Bienvenido a las Profundidades.